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ОглавлениеINTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN EN CASTELLANO
Cuando empecé a escribir la versión original de este libro, en 2015, América Latina comenzaba a salir de un periodo en el que la mayoría de los gobiernos mostraba cierta tendencia hacia la izquierda, entendido esto como más progresista, más democráticas y más “moderna”, no sólo en el sentido social, sino también con respecto a los desafíos de la ecología, el cambio climático, la defensa de los territorios naturales. En dos de estos países —Ecuador y Bolivia—, el respeto a la Madre Tierra llegó a tener rango constitucional. En ambos permanecen gobiernos con orientación social, y en Bolivia, por ejemplo, vemos a la misma persona en la presidencia, ya en su décimo cuarto año de mandato, lo cual arroja luz sobre los problemas con la democracia que han surgido en varios de los gobiernos considerados “progresistas”, de los que Venezuela y Nicaragua son solamente los casos más extremos. Sin embargo, en muchos otros países del subcontinente latinoamericano las fuerzas de la derecha y extrema derecha han llegado o regresado al poder, como en Colombia, Argentina, Perú, Chile, y como hecho más extremo, en Brasil.
Por lo que toca a la orientación extractivista, o sea, a la necesidad e intensidad con que se extraen recursos naturales para el desarrollo de una economía nacional, una de las conclusiones —quizá un poco sorprendente— de este libro es que los gobiernos latinoamericanos no muestran una diferencia entre las distintas corrientes ideológicas o políticas: todos han intensificado la minería, la agroindustria y la extracción de hidrocarburos, asumiendo los conflictos sociales y la devastación ambiental. Y es sorprendente en el caso de “la izquierda” latinoamericana. A fin de cuentas, fueron los críticos del modelo económico y social tradicional latinoamericano quienes llegaron al poder alrededor del nuevo milenio, los críticos a un modelo que se rige por lineamientos de los países industrializados y que sirve a sus intereses en el contexto del mercado mundial, en vez de cuestionarlos. Se consideró que la quintaesencia de esta política errada fue vender las riquezas naturales del continente en forma de materias primas a los Estados industriales sólo para tener que comprarlas de vuelta, a cambio de costosas divisas, en forma de productos manufacturados. La relación real de intercambio entre los países industrializados y los países en vías de desarrollo condenó de manera definitiva a la pobreza a estos últimos, ya que en el intercambio sólo ganaron los países industrializados con sus productos de mayor valor agregado y reducida fluctuación de precios. Sin embargo, justo a principios del nuevo milenio las materias primas fósiles y minerales, así como los productos agrícolas, alcanzaron precios altísimos, lo cual facilitó a los nuevos gobiernos de izquierda la decisión de declarar nuevamente la explotación de las materias primas como garante del desarrollo. Esta vez el extractivismo se legitimó con el argumento de que las ganancias de la venta de materias primas habrían de usarse para el desarrollo social y el combate a la pobreza. Desde entonces las inversiones nacionales y extranjeras en la minería, en la extracción de gas y petróleo o en la agroindustria han aumentado en todo el continente. Es posible que las diferencias respecto de las anteriores estrategias de desarrollo se encuentren en la relación entre el capital y el trabajo, pero no entre el ser humano y la naturaleza.
Los gobiernos progresistas convirtieron a las cuestiones sociales —la pobreza y la gran desigualdad social— en los ejes centrales de sus programas y su política, y hace mucho que esto era necesario; pero también causaron que otra omisión resultara tanto más evidente: en los discursos oficiales debían sumarse a las cuestiones sociales la protección al clima y al medio ambiente como tareas globales para el futuro. La ecología y la política contra la pobreza y la desigualdad social van de la mano: ya no pueden disociarse, o más bien, ya no deberían poder disociarse, porque en la práctica es justo lo que ocurre, y sigue ocurriendo.
En el país donde vivo y trabajo en este momento, México, hay muchos minerales en el subsuelo. Es líder mundial en la producción de plata y figura entre los grandes productores globales de mercurio, plomo, zinc y oro. México ha recibido más inversiones mineras que cualquier otro país latinoamericano y ha multiplicado la extracción de oro a cielo abierto que no sólo es extremadamente dañina, sino que implica, quizá, al metal que menos necesitamos dado el poco uso industrial o medicinal que tiene, y su enorme potencial de reciclaje.
En el 2018, los mexicanos y las mexicanas eligieron a un representante de la izquierda como presidente, y hasta ahora, nada indica que con Andrés Manuel López Obrador el país aumente la protección ambiental y disminuya el extractivismo. Al contrario, su modelo de desarrollo, industrializador y nacionalista, privilegiará la extracción del petróleo y también la minería. El petróleo, líquido que corre por las venas de este modelo de desarrollo de sonrisa falsa y vestido con ropa de los años 1950, debe servir también como un remedio al paciente mexicano, incluso en sus enfermedades sociales como la desigualdad y la pobreza. Dicha elección confirma que la izquierda tradicional latinoamericana, hasta hoy, carece de una visión verdaderamente social y ecológica. Su referencia no es el futuro, sino el pasado, apostando a los moldes del siglo XX. La nueva presidencia mexicana cortó el presupuesto de distintas instituciones gubernamentales en el área de medio ambiente y política climática, y aumentó en 11 veces el presupuesto de la Secretaría de Energía (SE). Este aumento no es para promover energías renovables, sino para salvar a la empresa estatal Petróleos Mexicanos (Pemex).
La intensificación de este uso o abuso de la naturaleza ignora la conexión entre la justicia social y la justicia ecológica. Independientemente de los efectos sobre el desarrollo, el uso de los recursos naturales tiene una naturaleza conflictiva. Por eso, según afirma la tesis principal de este libro, el furor extractivista que observamos ha de provocar casi por fuerza conflictos sociales y ecológicos. Debido a que éste no atiende a ningún color político, sino económico, los conflictos surgen en toda América Latina, la región con más problemas socioambientales derivados del extractivismo, aunque éstos tienden a aumentar en todas partes.
Pero los afectados se manifiestan de manera cada vez más perceptible; los enfoques alternativos son discutidos con mayor fuerza. Hay señales positivas: las resistencias proliferan y, hay que decirlo, con ellas aumenta también la criminalización y represión que enfrentan.
Las leyes cambian: El Salvador, si bien no precisamente una potencia, ha prohibido desde 2017 la extracción de recursos naturales en todo su territorio, con lo cual invalidó una serie de pedidos de concesión para la minería por parte de empresas transnacionales e impidió así una serie de fatalidades ecológicas. Observatorios de la sociedad civil monitorean los conflictos y ayudan con estos datos a las campañas de resistencia. Crece diariamente la conciencia de que la extracción de recursos naturales tiene que ser organizada de manera distinta, participativa, y que no es posible ni necesaria en todos los sitios en donde se pueda encontrar algún mineral de valor comercial. La naturaleza del conflicto en el uso de la naturaleza debe ser reconocido socialmente, abordado políticamente y reglamentado jurídicamente.
En mis viajes por Latinoamérica me he dado cuenta de que esta naturaleza conflictiva, o sea, las conexiones entre —por un lado— la minería, la extracción de petróleo y gas o las actividades de la agroindustria, y —por otro— los conflictos, las luchas de las poblaciones en los territorios afectados y la defensa de sus derechos, no son muy conocidas. Estas disputas se traban en territorios remotos, en lo alto de las sierras, en medio de la selva, en los campos alejados, lejos de los centros urbanos donde viven más del 80% de los latinoamericanos y las latinoamericanas. Reconocer esta falta de información nos motivó, en la oficina Ciudad de México (México y el Caribe) de la Fundación Heinrich Böll, a traducir este pequeño libro al español, con todos los datos actualizados hasta donde fue posible. Así lo presentamos a usted, estimada lectora, estimado lector, para que le sirva.
Dawid Danilo Bartelt
Ciudad de México, octubre de 2019