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ОглавлениеCAPÍTULO I
América Latina: un malentendido que funciona
América Latina se forjó como un concepto de lucha en la política cultural y es aún, hasta hoy, una ficción. Si somos benevolentes, podría decirse también: un malentendido. Aunque uno que sí funciona. Hace ya más de 200 años que se independizaron las antiguas colonias ibéricas del otro lado del océano. El subcontinente alberga, dependiendo de la interpretación, entre 20 y 30 Estados nacionales, además de algunos territorios franceses de ultramar, zonas climáticas sumamente distintas y cientos de lenguas y etnias. Sin embargo, de manera única en el mundo, el subcontinente ha conservado un epíteto que remite a su pasado colonial y que oculta completamente su diversidad.
¿Por qué América “Latina”? Simón Bolívar, el líder militar venezolano educado en España, dirigió la guerra de independencia en diferentes territorios coloniales españoles de América del Sur, y de 1819 a 1830 presidió la confederación de Estados de la Gran Colombia. Lo que el Libertador vislumbraba era un gran imperio español-americano unificado, pero ya para 1850 el proyecto de Bolívar se había desmembrado en Estados nacionales hostiles entre sí.[1] Alrededor de esa época, intelectuales sudamericanos exiliados en París habían comenzado a pensar y nombrar la unidad de su subcontinente. Casi al mismo tiempo, al gobierno francés se le metió en la cabeza que tenía que oponerle un bloque latino de Estados romanos católicos y de lenguas romances tanto a las naciones anglosajonas como al bloque eslavo liderado por Rusia, pero dicha empresa terminó antes de que hubiera empezado realmente: el 19 de junio de 1867, Maximiliano de Habsburgo, importado desde Austria e impuesto por Napoleón III en el “trono imperial” mexicano que el propio Napoleón III había inventado, murió tras un concejo de guerra, atravesado por las balas de las tropas republicanas en México. No obstante, el periodista y poeta colombiano José María Torres Caicedo, el socialista chileno Francisco Bilbao y los otros latinos en París mantuvieron viva la idea básica: en el espíritu bolivariano se debían conservar, por lo menos, el ideal de unidad cultural y el legado ibérico-romano. Por eso a algunos también les importaba incluir simbólicamente a los habitantes americanos originarios en la comunidad nacional; pero no en balde La América Española remitía a la genealogía europea, no a la indígena. La denominación “América Española”, sin embargo, le hubiera hecho demasiados honores a la potencia colonial que había sido vencida hacía muy poco y además, desde un punto de vista científico y cultural, la luz venía de Francia, no de la España conservadora y clerical. En el largo siglo XIX, París fue la capital cultural de América Latina.[2]
Algo que le dio un gran impulso en su fase inicial a este concepto fue la contraposición cultural y política con el norte anglosajón del continente, sobre todo con Estados Unidos, cuya política expansiva y ambiciones hegemónicas panamericanistas se mostraban con claridad cada año, por lo menos desde la anexión de la provincia mexicana de Texas en 1845. En el ensayo Ariel, del uruguayo José Enrique Rodó, publicado en 1900, la oposición entre los materialistas anglosajones en el norte y las naciones del sur del continente, que se regían por valores espirituales, se condensó en la idea central de un texto literario que gozó de una amplia recepción. Por otra parte, La raza cósmica, del mexicano José Vasconcelos (publicado 25 años después), es, a su vez, uno de los textos fundacionales del mestizaje. Según este libro, el futuro le pertenece a la mezcla de blancos e indígenas que se funden en la “raza de bronce”, no a los blancos, como lo presuponía la teoría racial hegemónica. Entonces, “América Latina” surgió predominantemente como un afán intelectual de algunos hombres que nacieron en dicho territorio, pero vivían en el extranjero.
En Estados Unidos, durante el siglo XIX se generalizó el uso de “América Española”, también como una contraposición asimétrica. Los gringos devolvían el menosprecio y categorizaban a América Latina como una región atrasada a nivel racial y cultural, así como en su desarrollo. Fue así, mediante contraposición, que la “América Española” les ayudó desde el siglo XIX a los estadounidenses a concebirse a sí mismos y a delimitarse como una nación protestante, disciplinada, moderna y obediente a las reglas.[3]
“América Latina” es hoy no tanto una unidad geográfica sino semántica: un portador de significados con ropaje de (sub)continente. Si miramos los países, ciudades y pueblos, encontraremos por lo menos tantos regionalismos, especificidades locales, chauvinismos, rivalidades y competencias como en Europa; pero la diferenciación institucional y el alcance de la “integración regional” de América del Sur, ya no digamos de América Latina, dista mucho del proyecto de unidad europeo. Quien alguna vez haya tenido que atravesar fronteras estatales en América del Sur lo habrá vivido en carne propia.
La fragmentación en Estados nacionales fue un resultado lógico de la descolonialización, desde la perspectiva de la política del poder. Los Estados de América Latina invirtieron mucha energía política, económica y cultural-intelectual en conformar o consolidar una identidad nacional (estatal) propia, y veían a su respectivo país vecino, que también fue colonizado por españoles, no como a un hermano, sino que lo construyeron como el “Otro”.
Pero, de manera paralela, se conformó en la percepción externa la imagen homogeneizante de “América Latina”, que debía buscar a su “Otro” en “Norteamérica”. En otra variante, considerar a América Latina como una prolongación de Occidente forma parte, hasta hoy, del buen tono en la cooperación al desarrollo de los Estados europeos, que gustan de hablar de la “comunidad de valores” que comparten Europa y América Latina.
¿Izquierda, derecha o qué?
Entonces, el malentendido funciona. Y también este texto tendrá que trabajar con la ficción que es América Latina, pues, en efecto, en las últimas dos décadas algo ha cambiado; algo que, aunque no incluye a todos los Estados latinoamericanos (o no en igual medida), se percibe tanto desde afuera como desde adentro como algo que sí identifica a América Latina.
La primera década del nuevo milenio hizo que América Latina apareciera bajo una luz totalmente nueva: llegaron al poder gobiernos que no sólo condenaron añejas iniquidades sociales, sino que llevaron a la práctica las críticas expresadas. Azuzadas efectivamente por un crecimiento económico largamente añorado, la pobreza y la desigualdad retrocedieron de manera notoria en pocos años.
Este momento especial llegó de manera sorpresiva, en el pasado reciente no había habido nada que lo anunciara. Aunque entre las décadas de 1920 y 1970 algunos Estados lograron construir una industria propia en economías interiores protegidas y, por tanto, sustituir importaciones, es decir, reservar divisas para sus propias economías nacionales, vastas partes del subcontinente se sumergieron en las tinieblas políticas: en los años de 1970 los militares ejecutaron golpes de Estado en Chile, Uruguay, Argentina, Bolivia, Ecuador y El Salvador contra gobiernos elegidos democráticamente y de talante social, con lo cual completaron lo que se había iniciado en la década de 1960, entre otros países, en Honduras, Brasil, Perú y República Dominicana. Nicaragua, Haití y Paraguay habían caído ya desde los años treinta y cincuenta en manos de los militares, y se mantuvieron así por décadas.
No fue sino hasta 1989 que, con la derrota del dictador Augusto Pinochet en un plebiscito nacional, se le puso fin a la última de las dictaduras militares sudamericanas. Meses antes, el ejército paraguayo derrocó al dictador Alfredo Stroessner, quien había permanecido en el poder durante 35 años, y fue así que se dio paso a la transición hacia la democracia. Con autoritarismo, represión política, tortura y asesinato, así como con una política económica que le apostaba a la industrialización modernizadora y al crecimiento, los militares latinoamericanos dejaron su impronta en una época que comenzó en la década de 1960.
A las dictaduras les sucedieron fuerzas ciudadanas moderadas, en parte aliadas con partidos de izquierda, que debían encargarse de implementar una “transición ordenada”, y que, por lo general, le dieron continuidad a la política económica liberal de los militares. Sin embargo, esto no fue siempre una decisión propia: muchos Estados latinoamericanos estaban muy endeudados y debieron plegarse a las imposiciones del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial (BM). La crisis económica de los años 1970 en los países industrializados, consecuencia del repentino aumento en los precios del petróleo, hizo que disminuyera la demanda por los productos latinoamericanos y, en cambio, liberó capital en busca de rentabilidad. Gobiernos militares (y también civiles) latinoamericanos se apoyaron en dicho capital y le apostaron a un modelo de crecimiento financiado por créditos. En sólo cuatro años, de 1978 a 1982, la deuda externa latinoamericana se duplicó y llegó a los 328 mil millones de dólares. Esas enormes cantidades de dinero prestado no lograron equilibrar los crecientes déficits de cuenta corriente. Incapaces de pagarles a los bancos y gobiernos europeos y estadounidenses, y vapuleados por las altas tasas de inflación, los Estados deudores debieron aceptar que el FMI les impusiera, en la década de 1980, medidas de ajuste estructural: los gastos públicos debían recortarse drásticamente y, por tanto, las empresas públicas “inefectivas” debían ser privatizadas; la demanda interior debía reducirse para aminorar las importaciones que requerían muchas divisas, por eso, debían ser recortados tanto salarios y pensiones como puestos de trabajo. Las desastrosas consecuencias sociopolíticas hicieron tristemente célebres a estas medidas, pese a lo cual, fueron aplicadas nuevamente en la reciente crisis de la zona euro, por ejemplo, en Grecia.
Los programas de ajuste estructural correspondían a la hegemonía liberal en la política económica de las dos últimas décadas del siglo XX. El Consenso de Washington, como se le llamó a esa política económica, preveía liberar los mercados nacionales para mercancías y capital del extranjero y recortar los gastos públicos (a través de, entre otras medidas, la privatización de empresas públicas y el recorte de los presupuestos sociales). A cambio, prometía hacerle frente al alza de precios y a la inflación, así como un alto crecimiento continuo, acompañado de la creación de nuevos puestos de trabajo. También prometió los efectos positivos del liberalismo político: estabilizar la democracia, respetar los derechos fundamentales y los derechos humanos, garantizar elecciones transparentes y ponerle un freno a la corrupción.
Este ramillete de promesas se marchitó rápidamente. En muchos países, la pobreza, el trabajo informal y precario, así como el endeudamiento, aumentaron, y el crecimiento fue más bien modesto o inexistente. A cambio, se acumularon las crisis financieras, y fueron particularmente fuertes en México en 1995, en Brasil en 1988-1989 y en Argentina y Uruguay en 2001-2002. La corrupción clientelar muchas veces se mantuvo como parte de las prácticas sistémicas de los gobiernos, incluso en condiciones de democracia formal. Los “escuadrones de la muerte” y las tasas de asesinatos (que contribuyeron a aumentar el número de efectivos de la policía a cifras absurdas) representaron a América Latina en los medios de comunicación occidentales. Interceder a favor de los derechos sociales entrañaba un peligro de muerte en no pocos países del subcontinente. A fines del siglo XX tanto los datos económicos como las expectativas para el futuro eran sombríos. La región parecía condenada al eterno subdesarrollo debido a las deudas, la inflación, la creciente violencia y criminalidad, y se le consideraba el continente con la distribución de ingresos menos equitativa. A través de todo el territorio los regímenes políticos y partidos tradicionales perdieron la poca legitimidad que les quedaba. Se hicieron obsoletos ellos mismos.
El retorno a las elecciones libres y los procesos democráticos creó, al mismo tiempo, espacios de maniobra políticos para movimientos sociales y partidos de oposición. Se empezó a ventilar el descontento que había sido asfixiado durante las décadas de autoritarismo. Apoyadas muchas veces por movimientos sociales, llegaron al gobierno fuerzas que no pertenecían a las esferas de poder que se reproducían a sí mismas y que con frecuencia se remontaban a la época del dominio colonial. El primero de sus representantes fue Hugo Chávez en 1998, en Venezuela. Así, el milenio comenzó a la izquierda en América Latina. El subcontinente vivió un momento único. En 2009, en ocho países sudamericanos los partidos llevaron al gobierno a presidentes que se remitían a programas socialdemócratas, o incluso socialistas. En 2011 ganó en Perú el izquierdista Ollanta Humala, quien le ganó por un escaso margen a la hija del expresidente Alberto Fujimori.
Los gobiernos eran de origen y carácter diferentes,[4] y de manera igualmente distinta rompieron con las condiciones imperantes. En Uruguay y Chile —aunque también en Brasil—, las relaciones de poder económicas y las condiciones marco económico-políticas permanecieron, en esencia, intactas. Venezuela, Ecuador y Bolivia proclamaron el socialismo del siglo XXI y trataron de darle a la colectividad una base distinta mediante nuevas Constituciones. Chávez proclamó en Venezuela la “revolución bolivariana” y estableció así un vínculo tanto directo como mítico con el Libertador.
La confianza en la democracia, que el Consenso de Washington había querido fomentar, alentó a las personas a votar en favor de sus intereses y de representantes que pocos años antes habían sido perseguidos como “enemigos del orden” (miembros del gobierno de Lula da Silva en Brasil, por ejemplo, y de su sucesora, Dilma Rousseff, y de José Mujica, en Uruguay, estuvieron presos e incluso fueron torturados). Las dictaduras militares habían matado a plomazos las tentativas políticas por redistribuir el ingreso y ayudar por la vía política a las mayorías de la población en defensa de sus derechos, y eso había sucedido hacía apenas una generación. Ahora, nuevos instrumentos de participación ayudaban a los partidos de izquierda y a movimientos sociales a estructurarse, sobre todo en administraciones urbanas más cercanas a la ciudadanía. Además, sectores relevantes de las clases medias —en parte, empobrecidas— se reorientaron y votaron por gobiernos progresistas.[5]
Política contra la pobreza, pero no contra los ricos
Estos gobiernos tenían una serie de principios en común: en contra de la corriente transversal “neoliberal”, elevaron al Estado como actor dominante en el terreno social, pero también en el político-económico. En este marco, algunos gobiernos (re)nacionalizaron empresas clave, sobre todo en el sector energético (Venezuela, Bolivia, Argentina); otros optaron de manera consciente por no hacerlo. Los movimientos sociales —también debido a la ausencia de estructuras partidistas tradicionales— desempeñaron un papel importante para las manifestaciones sociales no sólo antes de las elecciones, sino que en parte fueron incorporados a las responsabilidades gubernamentales. Esto nunca antes había sucedido. En todos los niveles políticos se fortalecieron los elementos de la democracia participativa. La política económica se orientó a la demanda: aplicó un perfil activo en relación con el manejo del dinero, los créditos y el valor de la moneda; le apuntó a un desarrollo económico alimentado por el consumo de las clases sociales en expansión y promovió las exportaciones. El capital que operaba a nivel transnacional y los agronegocios recibieron un apoyo sustancial, pero se conservaron márgenes de acción para proyectos económicos alternativos y para la agricultura campesina. Estos gobiernos le atribuyeron una mayor importancia a la integración sudamericana —en particular— y latinoamericana —en general—, por lo menos en un plano retórico. Por último, hay que resaltar que muchos de ellos sólo pudieron llegar al poder mediante coaliciones con los partidos tradicionales y, con frecuencia, conservadores y clientelistas.
Aquí no sólo hay diferencias entre los programas del partido dominante en el poder y las acciones del gobierno,[6] pues esta enumeración muestra también que la etiqueta “de izquierda” describe de manera insuficiente y poco acertada el obrar económico de dichos gobiernos. De por sí hay un problema con las etiquetas usuales: diferentes gobiernos y, en particular, sus líderes —Hugo Chávez en principio, pero también Néstor Kirchner y su esposa Cristina, quien lo sucedió en el poder, y Luiz Inácio Lula da Silva— son considerados o, más bien, descalificados como “populistas”. Es cierto que el populismo no es un elemento constitutivo de una democracia bien lograda: desconfía de formas autónomas de organización y tiene en poca estima tanto a las instituciones como a las oposiciones. Pero en América Latina el populismo no sólo no es un privilegio de la izquierda; desde la perspectiva de la teoría de la democracia es mucho más complejo que el estereotipo —usado una y otra vez— de las masas manipuladas por un caudillo taimado y lleno de pathos, estereotipo que forma parte del malentendido que es América Latina. Donde existían estructuras autoritarias y desigualdades violentas que debían ser superadas, el populismo, tanto en términos históricos como en la actualidad, ha constituido una importante fuerza democratizadora que “moviliza a quienes tradicionalmente habían sido excluidos e integra ‘a las personas totalmente normales’ a la comunidad política”.[7] Y esto en sociedades que durante mucho tiempo lograron llenarse la boca con principios universales al tiempo que mantenían a la mayor parte de sus miembros privados de los derechos sociales y políticos. Venezuela en manos de Chávez fue una sociedad con un caudillo que parecía sacada de un libro de estereotipos, incluidas las tendencias autoritarias, al tiempo que contaba con una democracia de base más fuerte y participativa que la mayoría de las sociedades vecinas. Entonces, la categoría “populismo” no nos ayuda a entender los sistemas políticos en América Latina, pero sí puede cumplir la función de ocultar el carácter de poder y de clases de las instituciones estatales. Esa dimensión tan mítica como incierta de “el pueblo/o povo” es una referencia estándar para los políticos de todas las procedencias y de todos los colores políticos. Vista así, toda la política latinoamericana es populista.
Los gobiernos de centroizquierda se propusieron reducir la pobreza, y en este campo obtuvieron sus más grandes éxitos. Como muestran datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), entre 2002 y 2014 el número de pobres en América Latina se redujo de 46 a 28.5%... pero este éxito no se lo pueden atribuir exclusivamente los gobiernos de izquierda. Por ejemplo, Perú, que tuvo un gobierno conservador hasta 2011, redujo a la mitad su tasa de pobreza hasta llegar a 25.8% en 2012, y continuó su reducción hasta llegar a 20.7% en 2016; al mismo tiempo, casi se duplicó el ingreso per cápita anual de los peruanos, de 5,500 a 10,000 dólares. Otros Estados latinoamericanos fueron menos exitosos, mas la tendencia fue la misma en toda la región, aunque con grandes diferencias: en 2015, sólo 12% de los chilenos y menos de 10% de los uruguayos eran considerados pobres, como el 28% de los colombianos y 26% de los paraguayos; es decir, casi el doble en contraste. En los Estados pequeños de Centroamérica (con excepción de Costa Rica), los valores son todavía más altos: en Honduras los pobres llegan casi a 69%. Aunque a partir de 2015 se continuó su reducción en muchos países, en total continuó en aumento el número de personas en situación de pobreza y de pobreza extrema, y a fines de 2016 alcanzó 30.7%, lo cual equivale a 186 millones de personas en toda América Latina.[8]
Estos éxitos por lo general se les atribuyen a los programas de transferencias de ingresos —con frecuencia vinculados con inversiones—, pero esto es inexacto: en primer lugar, los programas de transferencias, como la conocida Bolsa Família en Brasil, no son una invención de los gobiernos de orientación socialdemócrata. En muchos casos fueron gobiernos liberales y conservadores los que ya los habían introducido con anterioridad o habían, como el presidente Sebastián Piñera en Chile, en 2010, optado por ellos. Los gobiernos de izquierda más bien los ampliaron, mejoraron e institucionalizaron (por ejemplo, mediante ministerios propios) otorgándoles, de esta forma, otro papel en la mitigación de la miseria. En segundo lugar, los beneficios de estos programas, por lo general, son insuficientes para las familias individuales, puesto que se trata de montos mensuales de una o cuando mucho dos cifras en dólares por miembro de la familia. No en balde los gobiernos conservadores que —como en Brasil— sustituyeron a los gobiernos de izquierda conservaron casi siempre este tipo de programas, aunque por lo demás su política económica tiene una fuerte orientación liberal y aún recortan otras prestaciones sociales.
Para decirlo de manera un tanto exagerada: los programas de transferencia más bien convirtieron a los miserables en pobres, y no a los pobres en miembros de la clase media.[9] Les brindaron a los beneficiados un nivel mínimo de seguridad que no habían tenido antes. A diferencia de la seguridad social financiada por medio de contribuciones, esta ayuda social financiada con impuestos es una reacción al hecho de que en las economías nacionales latinoamericanas más de la mitad de las personas económicamente activas tienen un empleo informal y no tienen acceso a la seguridad social. Cuando la transferencia está ligada a requisitos, entonces las autoridades por lo general exigen pruebas de que los niños asisten regularmente a la escuela y de que participan de la asistencia sanitaria. De esta manera, los programas mitigan algunos efectos sociales de exclusión típicos de la pobreza. Junto con pensiones básicas que no dependen de las contribuciones ayudan, sin duda alguna, a mitigar la pobreza absoluta (la miseria), pero, según estudios del programa de desarrollo de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), prácticamente no aumentan las posibilidades de que mejoren los ingresos de los padres, sino que le apuestan a romper el efecto hereditario de la pobreza; es decir, que la siguiente generación —mejor alimentada y con una mejor formación— logre escapar de la pobreza.[10]
Es decir que, en la mayoría de los casos, no fueron los programas de transferencia los que sacaron de la pobreza a las personas en América Latina. Los responsables fueron, sobre todo, el aumento de los salarios reales en los grupos de bajos ingresos y una política laboral que creó empleos en el sector formal. Concretamente, todo esto permitió, después del cambio de siglo, un crecimiento económico sostenido, que se debió sobre todo a un periodo inusualmente largo de precios inusualmente altos en las materias primas. En muchos casos, la política económica aplicada no fue ni innovadora ni de izquierda, en sentido clásico; también los gobiernos de orientación social aspiraban a controlar la inflación y a lograr excedentes presupuestarios, y sostuvieron la apertura de los mercados para la importación, medidas que vienen más bien del instrumental liberal. Argentina reguló el tipo de cambio para su moneda, el peso, pero Brasil y otros países le dejaron al mercado las valoraciones de divisas. Sin embargo, la mayoría de los gobiernos, como era de esperarse de una política económica de izquierda, impuso al Estado como actor e inversionista en la política económica. Lo que no se esperaba era que esta alta cuota estatal tuviera un éxito sorprendentemente bajo en la instauración y ampliación de capacidades industriales propias, a las cuales había aspirado. Los gobiernos promovieron proyectos de infraestructura que reaccionaban sobre todo a déficits en el abasto de energía y transporte. Déficits que, en primer lugar, reclama el sector de exportación de materias primas. El Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social de Brasil (BNDES) mimó a grandes empresas, tales como el gigante de la carne JBS o las transnacionales de construcción y logística Grupo OAS, Andrade Gutierrez y a la empresa Odebrecht —que entre tanto ha sido acusada de corrupción sistemática en muchos países latinoamericanos—, hasta convertirlas en “campeonas nacionales”, lo mismo que a exitosas empresas multinacionales; igualmente subvencionó con generosidad a la agricultura industrial, pero descuidó a las empresas medianas. Nada es más indicativo de este fenómeno que la balanza comercial de los Estados latinoamericanos con China: la demanda del gigante del Este por materias primas y alimentos ha garantizado en los últimos años los ingresos de la economía de la exportación y el crecimiento en América Latina. Al mismo tiempo, China inunda los mercados domésticos liberalizados con sus productos industriales que, aunque son baratos, siempre tienen un valor añadido mucho más alto que las materias primas. Las consecuencias: enormes déficits comerciales y, por tanto, también de cuenta corriente.[11] Quien imagine que ésta es una situación ganar-ganar de una cooperación Sur-Sur, no reconoce la lógica de desarrollo que se oculta tras este intercambio.
La cuestión social: atorada a medio camino
Se ha discutido mucho hasta qué punto funcionan los programas de transferencia de recursos de ayuda social, si son la estrategia correcta de manera sostenible y a largo plazo para salir de la pobreza.[12] Lo prometido no fue sólo reducir la pobreza. El meollo del asunto era y es convertir a los “pobres” —que disfrutan de subsidios cuando los gobiernos consideran que es bueno dárselos— en “ciudadanos del Estado”, es decir, en miembros de la comunidad que demandan que se les concedan derechos sociales. Entonces, la pobreza no debe concebirse como un virus al cual habría que “combatir”, ni como un defecto individual o un contrincante sin nombre, sino como el resultado de una inequidad producida de manera política e histórica y largamente fomentada que demanda una contraestrategia política, dirigida a grupos específicos.
Este pensamiento se expresó por primera vez con esta determinación en el subcontinente, aunque no de manera tan duradera como muchos partidarios se lo hubieran imaginado. En primer lugar, no en todas partes los programas gubernamentales fueron establecidos como un derecho, e incluso donde es reconocido como tal, se le debilita cuando el Estado al mismo tiempo —como por ejemplo, en Brasil— privatiza instituciones del sector salud y educativo, con lo cual elude su responsabilidad en esos campos clave. Y, al final, los supuestos éxitos son también resultado de un marco político que provoca desacuerdos en otras áreas.
Los gobiernos de centroizquierda en América Latina han hecho grandes contribuciones a la urgente modernización de sus sociedades y en contra de patrones de inequidad rebasados y ya casi endémicos: el hecho de que los empleados domésticos en Brasil finalmente tengan derecho a un contrato laboral, al salario mínimo, a un domingo libre y vacaciones pagadas es un elemento pequeño, pero importante. Por otro lado, mucho se quedó atorado. Los gastos sociales de los Estados latinoamericanos siguen claramente rezagados en comparación con los de los Estados industrializados, y los gobiernos desaprovechan muchos ingresos potenciales. Por ejemplo, la carga tributaria de facto para quienes perciben salarios altos es menor en muchos Estados de la región. El grueso de sus ingresos fiscales lo reciben los ministerios de Finanzas por impuestos indirectos o generales al consumo, que formalmente son iguales para todos, pero resultan una carga desproporcionada para las personas con ingresos reducidos. También se podría decir que el Estado recupera de inmediato de manos de los pobres una parte de las sumas que se les han transferido: son quienes ganan menos, no quienes ganan más, los que están sujetos a las altas tasas de impuestos.
En la política educativa y de salud, muchos de los nuevos gobiernos dejaron pasar la oportunidad de llevar a cabo un giro claro en las tendencias para iniciar un cambio en las estructuras. Todavía en muchas partes una atención sanitaria que merezca este nombre, o una educación calificada, sólo se pueden obtener en instituciones privadas; es decir, a cambio de dinero. No es casual que en junio de 2013, durante la Copa Confederaciones de la FIFA (Fédération Internationale de Football Association), un año antes del Campeonato Mundial de Futbol, los millones de brasileños que sorpresivamente bloquearon las calles de las grandes metrópolis en su propio país no sólo hayan condenado la miseria de los medios de transporte público, sino, sobre todo, estos dos déficits: “Lleva a tu hijo enfermo al estadio” y “Queremos escuelas que cumplan con los estándares de la FIFA” fueron consignas muy populares. Cuando Lula y su sucesora Rousseff afirmaban en Brasil que habían ayudado a 40 millones a salir de la pobreza e ingresar a la clase media, siempre argumentaron que ahora esas personas podían mandar a sus hijos a escuelas particulares y contratar un seguro médico particular, mientras que el público Sistema Único de Salud (SUS) sufre de forma crónica de carencias de personal y de materiales, y el sistema escolar público es una absoluta catástrofe.
Con seguridad, Venezuela es el país que más ha invertido en programas sociales. Redujo considerablemente tanto la pobreza como la mortalidad infantil, y amplió el acceso a la educación; por ejemplo, prácticamente triplicó el número de estudiantes universitarios. Pero cuando murió Chávez y bajó el precio del petróleo, al gobierno sucesor en Venezuela —sometido a las condiciones de una economía orientada totalmente a los ingresos generados por la venta de petróleo en los mercados mundiales— le faltó el manejo para hacerle frente a la crisis gradual general de abastecimiento. Una vez más se hizo sentir en Venezuela la venganza por no haber utilizado el dinero en tiempos de bonanza para consolidar estructuras de producción autosuficientes. Sin ánimo de hacer una evaluación de las reformas sociales del chavismo: las debilidades estructurales, la inflación y una crisis de abastecimiento que ha provocado verdaderas catástrofes hicieron fracasar los éxitos en la política educativa y de salud para los menos privilegiados en Venezuela, quizá incluso en mayor medida que lo que jamás hubiera podido hacer un gobierno conservador de oposición en un tiempo tan breve. Ya en 2014 el sociólogo venezolano Edgardo Lander habló de la “crisis final del modelo de un Estado rentista en el que la materia prima petróleo no sólo conformó la economía, sino también la cultura política”.[13] La tasa de pobreza en el país en 2012 era de 21.2%; sólo dos años después aumentaría a 32.6%. La criminalidad es alarmantemente alta.
Estos gobiernos se quedaron atorados en el camino cuando trataron de cumplir con su ambición explícita de resolver la cuestión social en sus respectivos países. Pero su legitimidad está inextricablemente ligada a esas expectativas. Echó por los suelos lo que les quedaba de legitimidad el hecho de que algunos fracasaron en su intento por reformar sus sistemas políticos, tanto estructural como moralmente, y que, por el contrario, se entregaran al mecanismo clientelar de otorgarse ventajas mutuas. Éste fue el caso sobre todo del Partido de los Trabajadores (PT) en Brasil, y seguramente también el de Venezuela; y las acusaciones de corrupción no se detienen ni siquiera ante personalidades como las expresidentas Michelle Bachelet en Chile o Cristina Fernández de Kirchner en Argentina, quienes al igual que Rousseff fueron sucedidas por un presidente conservador. En muchas ocasiones fueron los propios gobiernos de izquierda los que contribuyeron, en última instancia, a que los partidos de derecha y que practican el liberalismo económico recuperaran el poder.
Para analizar detalladamente la actuación de los gobiernos de centroizquierda se requeriría una publicación extra. Pero sí tengo que hacer aún referencia a una pequeña revolución, porque tiene que ver directamente con el tema del trato con la naturaleza.
Los indígenas en el gobierno: la revolución tardía. Y sin embargo…
El 22 de enero de 2015 Juan Evo Morales Ayma dio inicio a su tercer mandato presidencial. Un día antes de la investidura oficial, el primer presidente indígena de Bolivia se hizo bendecir durante dos horas en las ruinas sagradas de Tlahuanaco. No vestía, como suele gustarle hacer incluso en recepciones de Estado, chompa y chamarra, un pulóver tejido con gruesa lana de colores y una chamarra de cuero tradicional de los aymaras. En su lugar lucía resplandeciente con un exquisito ropaje de la más fina lana de vicuña entretejida con hilos de oro.
Este hombre de tez oscura y relucientes cabellos lacios y negros encarna lo que hasta hace poco hubiera sido llanamente inconcebible aun en Bolivia, un Estado con una población indígena que va de 60 a 80%, dependiendo del cómputo. Desciende del pueblo de los aymara, en el Altiplano boliviano. Nació en una familia campesina muy pobre, tuvo cuatro hermanos que murieron en la infancia, no terminó la enseñanza básica, se convirtió en líder del sindicato cocalero y del partido Movimiento al Socialismo (MAS). Por último, en 2005, a los 46 años, fue electo presidente de Bolivia. El 22 de enero de 2015 asistieron a la ceremonia oficial de la tercera investidura de Morales 13 presidentes de Estado y 14 vicepresidentes. En la foto oficial de grupo, Morales, su vicepresidente, y los presidentes de Venezuela, Ecuador y Brasil, Nicolás Maduro, Rafael Correa y Dilma Rousseff, respectivamente, levantaron el puño izquierdo en un saludo antiimperialista. Evidentemente sorprendidos, los demás invitados de alto rango agitaban con vacilación las manos abiertas: para la investidura de un presidente, seguramente una imagen extraña. En su discurso, Morales fustigó al capitalismo y al imperialismo, y contrapuso su filosofía de la muerte a la del Buen Vivir (véase Capítulo IV). Durante la celebración del 190 aniversario de la Declaración de Independencia del 6 de agosto de 1825, en la ciudad capital de Sucre, Morales se regodeaba en sus exitosas cifras: el Producto Social Bruto (PSB) creció en un 3.2% anual entre 1997 y 2005, y después alcanzaría incluso el 5%. De 2007 a 2016 se triplicó el ingreso per cápita y las inversiones estatales se multiplicaron por diez. Los bolivianos hoy perciben un salario mínimo real cuatro veces más alto que en 2005. 42% de la población obtiene apoyos por parte del Estado a través de diferentes programas de ayuda social. El Ministerio de Comunicación llamó a su jefe supremo el “presidente más popular, con el apoyo más grande en América Latina y el mundo”.[14]
En el plano de la política simbólica, es casi imposible sobrestimar la presidencia del indio Juan Evo Morales Ayma. Los indígenas han constituido por mucho tiempo la mayoría en muchos países de América Latina, y en algunos países andinos esto sigue siendo así. Pero durante siglos, tanto en tiempos de la Colonia como de los Estados nacionales, los gobiernos y las sociedades los han integrado cuando mucho de manera simbólica. Jurídicamente se les discriminó muchas veces hasta fines del siglo XX, y hasta el día de hoy reciben con frecuencia un trato diferente. Durante siglos enteros no existieron ni social ni políticamente: invisibilizados en una pobreza rural y remota bajo el discurso de Estados mestizos y el dominio de facto de una clase alta que le concede un gran valor al ser “blanco”. Cuando las élites postcoloniales se han remitido a las culturas prehispánicas en la búsqueda de una identidad nacional, ha sido sólo un coqueteo con el mito y el romanticismo. La situación social y jurídica de los indios realmente existentes interesaba mucho menos y, por tanto, hubo pocos cambios.
Hasta bien entrada la década de 1970 los indígenas en América Latina fueron relegados por completo de sus sociedades a nivel cultural, político, social y económico. Los indígenas en Bolivia no obtuvieron derechos plenos como ciudadanos, entre ellos el derecho al voto, sino con la revolución de 1952. En Perú y Ecuador esto no se logró sino hasta 1979. Antes de ese año, los y las analfabetas no podían votar ni ser votados. Y entre los indígenas la tasa de analfabetismo siempre fue varias veces más alto que en el resto de la población: una exclusión de facto del derecho al voto.
En los años de 1980 los indígenas empezaron a agruparse de manera más efectiva y a expresarse de manera más audible. En parte se descubrieron por primera vez como comunidades indígenas con tradiciones y particularidades culturales. La re-etnización y el establecimiento de comunidades propias fueron de la mano. Por ejemplo en Ecuador, un país con mayoría indígena, se formó uno de los movimientos más sólidos del continente, que sacó de la invisibilidad a los indígenas y sus intereses para ponerlos en primer plano de los medios y la política. La Constitución de 1998 afianzó los derechos colectivos, una vieja deuda. Hoy en día los indígenas en toda América Latina están cada vez mejor organizados y son capaces de expresar sus intereses. Pero después de la normalización jurídica aún falta luchar por la normalización social: todavía la mayoría de los indígenas vive en la pobreza o en la pobreza extrema, tienen poco acceso a la escolaridad y la formación profesional, y la mortandad infantil es mucho más alta que el promedio nacional, y esto incluso en los países en los que los indígenas lograron imponer sus derechos y fortalecieron sus estructuras autogestivas.[15] También se aplican mecanismos de exclusión más sutiles: los candidatos independientes requerían más de 860 mil firmas certificadas para poder participar en las elecciones presidenciales de México. Pero si esta certificación sólo era posible a través de los dispositivos electrónicos o de telefonía celular capaces de ofrecer este servicio, una candidata independiente indígena como María de Jesús Patricio Martínez forzosamente habría de tener dificultades para participar en las elecciones presidenciales de 2018, pues en las comunidades preponderamente indígenas del sur pobre de México las redes rápidas y de amplio alcance son tan poco comunes como la posesión de un smartphone. Ésta no fue la única razón, pero sí una que contribuyó de manera esencial a que Marichuy, como se conoce popularmente a Patricio, no alcanzara, por mucho, el margen necesario.
Hablar de “indios” (término debido a la equivocación de Cristóbal Colón, quien desembarcó en América creyendo haberlo hecho en la India, a través de la ruta occidental) o, de forma políticamente correcta, de “indígenas” (en realidad, sólo la forma latinizada del totalmente incorrecto y colonial “nativos”) es parte de la ficción latinoamericana, de la visión homogeneizante de Europa. Lo que tienen en común los indígenas es haber estado ahí antes del colonialismo. Porque la lengua y la cultura de los americanos precoloniales ostentan grandes diferencias. Entre México y Patagonia hay más de 400 etnias y se hablan 917 lenguas.[16] Casi siempre eran extraños entre sí, no se conocían, o si sí, con frecuencia eran enemigos. La comunicación era difícil. Antes de la llegada de los españoles, los pueblos se hacían la guerra mutuamente, se sometían o esclavizaban, igual que en otras partes del mundo. Hoy en día, los pueblos náhuatl y mapuche intercambian opiniones sobre identidad y derechos indígenas a través de más de 10,000 kilómetros. No obstante, sus redes y representaciones tienden también a la diferenciación y el conflicto, lo mismo que otros movimientos u organizaciones sociales.
A todas las culturas indígenas de América Latina, también a las de cazadores y recolectores en las selvas tropicales, se les atribuye un manejo más sustentable y conservador de la naturaleza. Esta orientación reviste una importancia particular —igual que los territorios en los que viven— en tiempos del amenazante cambio climático y de la introducción de una nueva divisa llamada carbono. Al mismo tiempo, debemos constatar que países como Ecuador o Bolivia —en los que no sólo los indios y las organizaciones no gubernamentales sino incluso los gobiernos hablan del Buen Vivir y hasta le han dado cabida en la Constitución— no se distinguen de otros Estados latinoamericanos cuando se trata de aprovechar la naturaleza con fines económicos y de destruirla o comercializarla, con lo cual se priva a los pueblos (incluidos los pueblos indígenas) de su forma de subsistencia. Por eso, este libro: es extremadamente urgente hablar sobre el manejo de la naturaleza en América Latina.
La naturaleza en América Latina: fascinación, destino, botín
Cuando los visitantes de siglos pasados hablaban sobre América, rápidamente se llegaba al tema de la naturaleza. Desde la Conquista, la naturaleza capturó de manera prominente la mirada visitante de los europeos y la proyectó en un triángulo de botín, caracterología y fascinación. Los investigadores y viajeros que partieron a inicios del siglo XVI desde Europa, y posteriormente, desde Estados Unidos hacia Sudamérica no lo hicieron porque les interesara el intercambio político, sino porque querían experimentar la otredad. Observaban con suma atención la vida política en las cortes virreinales o imperiales, a las que solían tener acceso. Pero registraban con más intensidad aún los “usos y costumbres” de los nativos y esclavos. Muchos investigadores del siglo XVIII y del temprano siglo XIX abrevaban todavía de una tradición universalista: la “naturaleza” abarcaba por igual a la fauna, la flora y los seres humanos. De este modo, los “naturalistas” siempre hacían un tipo de estudios u observaciones que posteriormente fueron llamadas sociológicas o etnográficas. Muchos de los naturalistas que recorrieron América fueron pioneros en sus disciplinas especializadas. Alexander von Humboldt (1769-1859) es sólo el ejemplo más prominente y quizá el más productivo: entre 1799 y 1804 realizó en Sudamérica estudios científicos sobre física, química, geología, mineralogía, vulcanología, botánica, geobotánica, zoología, climatología, oceanografía y astronomía. Su obra principal fue una descripción de su viaje en 30 volúmenes, pero su obra más popular, aparte de Cosmos, fue Cuadros de la naturaleza. El zoólogo Johann Baptist von Spix y el botánico Carl Friedrich Philipp von Martius recolectaron durante su viaje por Brasil, entre 1817 y 1820, 6,500 plantas; 2,700 insectos; 85 mamíferos; 350 aves; 150 anfibios y 116 peces: un botín descomunal. Embarcados hacia Alemania, clasificados según las reglas de las jóvenes ciencias sociales y provistos de denominaciones en latín, estos acervos ingresaron a la Colección Zoológica Estatal de Múnich.
El inglés Henry Walter Bates se quedó durante once largos años en Sudamérica, de 1848 a 1859. De manera similar a Humboldt, recolectó como un poseso y se ufanaba de haber introducido no menos de 8,000 especies “nuevas” a la ciencia. La colección de, en total, 14,712 ejemplares (14,000 de ellos, insectos) fue enviada poco a poco en dirección a Londres.
Al mismo tiempo, otros científicos de Europa y Norteamérica se encargaron de que la “naturaleza” de América Latina constituyera un campo de conflicto desde los inicios de su existencia conceptual. En la ciencia europea y estadounidense del siglo XIX dominaban teorías que se aproximaban a los continentes no europeos a través de las categorías raza y entorno/naturaleza. En resumen, de manera burda se puede decir que esto tuvo como resultado para América Latina la afirmación de que la “mezcla de razas” conducía a la degeneración de un pueblo y dificultaba la formación de naciones. Sólo si se “blanqueaba” a la población general resultaría posible la formación de civilización. Los climas tropical y subtropical se consideraban como otro agravante para las jóvenes naciones que querían emprender el camino del “desarrollo tardío”. Henry Thomas Buckle (1821-1862), autor de una obra en cuatro volúmenes de muy buena recepción sobre la civilización en Inglaterra, contó entre las maravillas del mundo a la naturaleza sudamericana de los trópicos, con su fertilidad desbordante e incomparable. No obstante, al mismo tiempo juzgó que el calor y la humedad en exceso paralizaban el ímpetu emprendedor y la creatividad intelectual, sobre todo con una mayoría poblacional racialmente degenerada. Una naturaleza excesivamente rica, según la paradoja respaldada por la ciencia de la época, impedía el progreso social y, por tanto, en la percepción europea de América Latina siempre existió una asimetría entre “cultura” y “civilización”. A los indígenas se les consideraba como “pueblos naturales” y, por tanto, no como naciones civilizadas. La clara oposición entre “ser humano” y “naturaleza” no es natural, sino un efecto secundario del desarrollo de las disciplinas científicas en la Modernidad, en las que hoy estamos bien entrenados “naturalmente”.
En una región que se extiende por sobre 87 grados de latitud resulta lógico que la naturaleza sea muy diferente. Los europeos llegaron en el siglo XVI en busca de metales preciosos, mismos que encontraron en los países andinos; más tarde, fueron colonos que prefirieron las zonas climáticas más moderadas al sur del continente. Pero la fascinación la encontraron todos en las regiones costeras y, sobre todo, en la Amazonia, que hoy se reparte entre nueve Estados: un subcontinente en el subcontinente. Los subyugó la exuberancia, la riqueza excesiva, la fertilidad aparentemente sin límites de la naturaleza tropical. “Tales encantos posee esta tierra que permite que todo florezca y prospere, gracias a su agua en demasía”, le escribió Pêro Vaz de Caminha al rey portugués. Vaz fue secretario de la expedición de Pedro Álvares Cabral que descubrió Brasil en 1500, el cual, a ojos de Vaz de Caminha, era un paraíso de dimensiones bíblicas. “No siembran, no cosechan, no crían ganado. No comen más que esa yuca, la cual crece aquí en abundancia, y las frutas y semillas que les brindan los árboles y la tierra. Y, con todo, están más robustos y relucientes que nosotros, que tanto trigo y verduras comemos”.[17]
De entre los tesoros de la tierra, los que interesaban a españoles y portugueses eran el oro y la plata. En Brasil, en un principio, no encontraron nada. No sabían aún que grandes cantidades de hierro, manganeso, bauxita, níquel, estaño y urano yacían ocultas bajo la exuberante vegetación, o bien no les resultaban de utilidad. No obstante, con la conquista por parte de los europeos en el siglo XVI empezó la historia latinoamericana de la extracción. Los señores coloniales, los gobiernos tras la independencia y las sociedades comerciales y transnacionales de los países industrializados se concentraron en los suelos, la tierra y lo que estaba arriba y debajo de ella: desde el oro mexicano y la plata peruana, la madera del palo de Brasil que sirve para producir un tinte natural, la caña de azúcar y el café brasileños, hasta el cobre en Chile, el litio de Bolivia, el petróleo en Venezuela, el carbón colombiano, los yacimientos de mineral de hierro en Brasil, pasando por el ganado y los campos de cultivo de soya, maíz y caña de azúcar en los Estados del Cono Sur. De las ganancias producidas por esta extracción desmedida quedó poco o nada para el bien de la sociedad en general. Hoy es necesario expresar dudas bien justificadas cuando los gobiernos latinoamericanos le adjudican los abusos locales exclusivamente al capitalismo o al imperialismo. Pero, por lo menos para tres de los cinco siglos tras la conquista, aún es válida la imagen de “las venas abiertas de América Latina”,[18] que acuñó el autor uruguayo Eduardo Galeano con su libro del mismo nombre, incluidos los efectos secundarios y las secuelas provocados hasta el día de hoy por estas estructuras.
[1] N. Rehrmann, Simón Bolívar. Die Lebensgeschichte des Mannes, der Lateinamerika befreite, Berlín, 2009.
[2] F. Nelle, Atlantische Passagen. Paris am Schnittpunkt südamerikanischer Lebensläufe zwischen Unabhängigkeit und kubanischer Revolution, Berlín, 1996; J. Streckert, Die Hauptstadt Lateinamerikas. Eine Geschichte der Lateinamerikaner im Paris der Dritten Republik (1870-1940), Colonia, 2013.
[3] S. J. Feres Júnior, “El concepto de América Española en Estados Unidos: De La Leyenda Negra a La Anexión Territorial”, Historia Contemporánea 28 (2004), p. 61-79; H. Pietschmann, “Lateinamerikanische Geschichte und deren wissenschaftliche Grundlagen: Versuch einer Standortbestimmung” en W. L. Bernecker et al. (comps.), Handbuch der Geschichte Lateinamerikas, vol. 1, Stuttgart, 1994, pp. 1-22; aquí, p. 7.
[4] Cfr. al respecto, por ejemplo, J. Becker, “Die Mitte-Links-Regierungen in Lateinamerika und die große Krise” en Links-Netz (agosto, 2009). Disponible en: [www.links-netz.de/K_texte/K_becker_mittelinks.html].
[5] Así lo afirma D. Boris, Bolívars Erben. Linksregierungen in Lateinamerika, Colonia, 2014, pp. 15 ss.
[6] Ibid., pp. 22 s.
[7] C. de la Torre, “The Resurgence of Radical Populism in Latin America” en Constellations 14, 3 (2007), pp. 384-397.
[8] Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), Panorama social de América Latina 2017, Santiago, 2017.
[9] En todo el continente estos programas llegaron a 12% de los hogares, lo cual corresponde al número de los hogares en pobreza absoluta en 2013. Véase: A. Barrientos, “Die neue Sozialhilfe Lateinamerikas” en Nueva Sociedad, edición especial (junio, 2012), p. 9 s.; Cepal, op. cit., p. 65.
[10] Véase, por ejemplo, D. Hailu y F. Veras Soares (comps.), Cash Transfers. Lessons from Africa and Latin America, Brasilia, agosto de 2008 (Poverty in Focus 15).
[11] Véanse: [https://theglobalamericans.org/2017/07/shifting-trade-landscape-latin-america-favors-china-globalization/]; [https://www.nzz.ch/international/china-baut-einfluss-in-lateinamerika-rasant-aus-ld.1390173].
[12] Armando Barrientos brinda una visión panorámica comprometida y más joven. Op. cit., pp. 4-18.
[13] E. Lander, “Die Regierung sabotiert sich”, die tageszeitung, 10 de julio de 2014. Disponible en: [www.taz.de/1/archiv/digitaz/artikel/?ressort=ku&dig=2014%2F07%2F09%2Fa0104&cHash=77a8ba7891138de41b903366a14a417e].
[14] N. Rattunde, “190 Jahre bolivianische Unabhängigkeit” en ila, septiembre de 2015, p. 45.
[15] Un muy buen panorama general sobre la historia y la situación actual de la “cuestión indígena” en América Latina, hasta comienzos de la década de los 2000, lo presenta Juliane Ströbele-Gregor: “Indigene Völker und Gesellschaft in Lateinamerika: Herausforderungen an die Demokratie” en H. Feldt (comp.), Indigene Völker in Lateinamerika und Entwicklungszusammenarbeit, Eschborn, 2004, pp. 1-27.
[16] Latin American Special Report, septiembre de 2003, p. 3 s.
[17] P. Vaz de Caminha, Carta a El Rei D. Manuel, 1 de mayo de 1500. Disponible en: [www.dominiopublico.gov.br/download/texto/bv000292.pdf].
[18] E. Galeano, Las venas abiertas de América Latina, México, 42015. En la Cumbre de las Américas de 2009, Hugo Chávez le entregó públicamente al presidente estadounidense Barack Obama un ejemplar del libro.