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Yo elegí Arquitectura

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La elección para estudiar la carrera de Arquitectura no me fue difícil después de saber que la Ciudad de México se fundó sobre un gran lago, el lago de Texcoco, compuesto por aguas dulces y saladas, y que se está expandiendo sobre los terrenos que se fueron desecando. Es apasionante construir en esa zona por lo problemático de la inestabilidad del suelo y por considerarse una zona susceptible a los efectos sísmicos periódicos.

Por esa simple razón la elegí. La ciudad requiere arquitectos capaces de construir en una de las zonas más problemáticas del mundo para las edificaciones.

Las condiciones en las que cada individuo decide incorporarse a estudiar una licenciatura son diferentes. En mi caso, mis padres tenían casi veinte años de haberse trasladado a la Ciudad de México provenientes de su estado natal, cuando yo nací en un barrio de Azcapotzalco a principios de los sesentas. Ellos salieron de su comunidad rural en búsqueda de mejores oportunidades y para poder ofrecer a sus hijos lo que ellos no pudieron lograr: ¡aprender a leer y escribir! Desesperanzados, se alejaron de la pobreza abandonando sus jacales, la yunta, y vendieron los bueyes para pagar solo el boleto de salida. Sabían que, al no dejar nada detrás, ya no había razón para regresar. De familia en familia, la tierra se fue quedando sin labrar.

Yo crecí entre callejones, vecindades, casas, letrinas, zanjas y plazuelas de una ciudad creciente. Me desenvolví conviviendo entre la gente de un barrio común, en un ambiente de hostilidad social y deterioro urbano. Pero, a pesar de aquel entorno, se me abrió una puerta a la vida productiva, como a mucha gente citadina.

En la década de los ochenta se percibía una cierta intranquilidad social por la economía volátil. Fue una época en la que se pudieron haber realizado acciones importantes para el desarrollo del país. De cierta forma se había frenado el malestar social por los hechos ocurridos en 1968. La sociedad estaba esperanzada por las inversiones de la década anterior, como la introducción del sistema de transporte masivo denominado “metro”, y se hablaba de grandes inversiones en el sector turístico con la expansión de Fonatur. El sistema de carreteras concesionaba rutas, y nuevas ideas se presentaban en un país en vías de desarrollo. En la década de los ochenta, pasé de la adolescencia a la madurez.

A pesar de aquellas ilusiones, era fácil comprender la situación económica real en la que nos encontrábamos. Quedaba muy claro que las cosas no andaban bien. Se respiraba un aire raro y de incertidumbre en nuestros dirigentes políticos. Ante la evidencia y decepción por las acciones tomadas en el gobierno, no tardé en darme cuenta de las dificultades que se presentarían para lograr la superación personal, la de miles de jóvenes contemporáneos a los que yo califico como “mi generación”: la de las inflaciones y devaluaciones.

En ese tiempo, el programa de becas era limitado y las pocas que se ofrecían se otorgaban a través del CONACYT (Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología). Otras provenían de instituciones privadas de muy difícil acceso.

Era tiempo de crisis económica. Bajo esas circunstancias, no faltaban los noticieros que se proclamaban con noticias desalentadoras. Decían: “El precio del petróleo cayó”, “La deuda externa aumentó”. Repetían constantemente aquellas cantidades estratosféricas de la deuda que, al escucharlas yo, me causaban bloqueo mental. Salía de mi entendimiento: decían que se heredaría hasta los hijos de nuestros nietos.

El campo se había abandonado, justo lo que pasó con mis padres y, como resultado de aquello, Salinas otorgaba títulos de propiedad para desaparecer el ejido. Quedamos muy decepcionados de él porque no cumplió lo que prometió y el sector industrial estuvo detenido. Se percibía una atmósfera de malestar entre la gente, hubo carencia de empleos, y siempre con la incertidumbre de si el peso se devaluaría.

No solo en la política fuimos engañados y defraudados: también en el deporte, en la educación y en la administración de nuestro país, pero la gente seguía trabajando sin cuestionar; nunca se rindió.

Ante aquel embrollo, hubo una noticia que me causó una enorme satisfacción. Fue en el año 1979, cuando logré ingresar al Colegio de Ciencias y Humanidades, institución gubernamental en la que cientos de jóvenes aspirantes a nivel medio superior fuimos aceptados; otros miles fueron rechazados. Yo corrí con suerte y salté de emoción cuando llegó por correo mi resultado, no el email que hoy todos conocemos, sino aquel sobre sellado que llevaba el cartero a las casas. Al abrirlo, causaba una gran alegría o una gran desdicha si eras aceptado o rechazado después de haber presentado el examen.

Aquella noticia para mí fue excelente, ya que, de no ser por esa posibilidad, nunca habría logrado ser un profesional. Estoy seguro de que muchos de mis contemporáneos piensan lo mismo.

En 1981 tuve acceso a la Licenciatura en Arquitectura en la Escuela Nacional de Estudios Profesionales de Acatlán, de la Universidad Nacional Autónoma de México, con un excelente estado de ánimo y con grandes sueños de joven idealista. Mi medio de transporte fue aquella motocicleta que me llevaba a todos lados con mi cabello largo hasta los hombros, mi chaqueta de mezclilla y mis tenis Nike, que, antes del tratado de libre comercio, solo se podían adquirir en el mercado negro de Tepito.

Y cómo recuerdo aquella moto, aunque nunca le di el verdadero valor hasta que me deshice de ella.

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