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PREFACIO

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-Las motos no son para todos —dice alguien a quien respeto mucho.

¿Por qué subirse a una? Si en la infancia no te subiste a un triciclo, tampoco a una bicicleta. ¡Podría ser fatal!

Yo tuve la fortuna de incursionar en los tres.

Tuve una motocicleta algo pesada para la época. No era último modelo, aunque me funcionaba muy bien. Hablamos de los años ochenta. Con aquellas máquinas que no desarrollaban el aerodinamismo de la nueva tecnología, ese solía ser mi sistema de transporte, que resolvía la movilidad de mi casa-trabajo-escuela.

El tanque para la gasolina pintado de un verde metálico brillaba contra los rayos del sol. Ese era su atractivo. Lo demás era color negro incluyendo el motor. En su escape cromado se reflejaban mis piernas, aunque se calentaba como un fierro salido de un brasero al rojo vivo. Los espejos cromados hacían juego con él.

De alguna forma me las arreglaba para cargar mis cosas, incluyendo el famoso portaplanos y la regla T, que son difíciles de maniobrar; eso sí, indispensables para un estudiante de arquitectura.

Me sentí afortunado cuando miraba que algunos de mis compañeros utilizaban el transporte masivo llamado comúnmente “guajolotero”. Aquellos autobuses sucios rebasaban el cupo: llevaban gente colgada de sus puertas, pero servían para transportarlos después de la jornada escolar, cansados y desvelados. Eran camiones muy ruidosos e incómodos que se alejaban entre una nube de humo negro. Tenían su piso de lámina de acero inoxidable, esa que propagaba la vibración desde los pies hasta la cabeza al momento del frenado. Yo también los utilizaba de vez en cuando.

Otros compañeros, desde luego un número menor, se transportaban en sus propios automóviles. Autos caros, novedosos, inalcanzables para muchos de nosotros. Me preguntaba cómo habían adquirido sus autos nuevos con rines deportivos y quemacocos.

La respuesta estaba detrás de la mentira. Sus unidades fueron regalos de los padres, de los tíos, de los hermanos y de quién sabe quién más. Ellos no los habían comprado. Eso no mermaba la sana convivencia, sin envidias ni competencias desleales, solo risas y amistades amalgamadas en diferentes formas. Fuimos cómplices y amigos de grupo.

Una mañana de sábado, reunidos en un punto previsto para realizar un trabajo de equipo que consistía en el levantamiento del museo de Tlatilco, nos encontramos para ir a medirlo, fotografiarlo y tomar apuntes. Para eso nos preparamos con cintas, el famoso metro y con nuestras carpetas para la toma de datos. Vaya tareas con las que se pierde el tiempo; eso sí, muy útiles para la convivencia de fin de semana.

En los ochentas, sobre la vía Doctor Gustavo Baz se podía transitar fluido, sin obstáculos ni autos estacionados en los costados de la avenida. Por ahí regresábamos de la visita a una velocidad promedio de noventa y cinco kilómetros por hora. ¡Quién iba a pensar que, presa del pánico, Pol venía aterrado y se sujetaba con las uñas del costado del asiento de mi moto!

Pol, mi compañero de generación, se sintió con la destreza adecuada y decidió subirse detrás de mí para volver al punto de reunión. Al principio, se mostró muy animado y sonriente. Hoy creo que no fue buena idea dejarlo subir.

¿Por qué decidió subirse a la moto? Jamás se lo pregunté. Tal vez nunca había experimentado la velocidad o quizá lo traicionaron sus nervios y fue cuando, presa del pánico, no supo reaccionar.

Entre los movimientos que realizaba en el camino de vuelta, mi amigo se asustó y… ¡decidió saltar! Se lanzó por el costado izquierdo.

¡¿Pero quééé carajooo…?!

Sentí que la motocicleta se tambaleó logrando desestabilizarme.

Pol no cayó parado. La física cumplió su objetivo y, para cada acción, corresponde una reacción. Qué feo sentí cuando la moto salió de su curso. Hubiera preferido llevar en ancas a Isaac Newton. Él no hubiera pasado por alto su tercera ley.

Trasladarte en motocicleta implica conducir entre vehículos de todo tipo en movimiento, filtrarse junto a ellos a gran velocidad, frenar y acelerar con mayor rapidez que los autos en distancias cortas. Tal vez eso fue lo que le ocasionó el miedo a mi amigo, y su nerviosismo lo llevo a tomar la decisión de “salvarse”. Pensó que algo pasaría entre los coches, y entonces sucedió la tragedia: colisionamos con un vehículo que se encontraba tratando de ingresar a un predio de lado izquierdo de la avenida por el carril de alta velocidad. Lo golpeamos con la empuñadura izquierda de mi moto sobre la parte alta de la cajuela, por encima de la calavera, a unos centímetros para librarlo.

Pol intentó bajarse de la motocicleta con un impulso brusco justo cuando él se percató del vehículo estacionado. Ese pequeño dizque brinco causó la gran desventura.

¡¡Cuas!! ¡¡Pum!!

Hubo un golpe seco, ¡brutal!, que hizo virar la dirección hacia la izquierda. La inercia propició que la rueda delantera se torciera perpendicular al eje, causando la primera de cinco o seis volteretas a las que se le conocen como el salto del toro.

El choque fue estruendoso. Comenzamos a girar en forma de rueda, de arriba para abajo, yo quedé enredado en la moto. Por un momento miré a Pol caer a mitad de la calle. Es curioso, pero lo recuerdo de cabeza, o tal vez era yo el que estaba en esa posición.

Vi caer a mi amigo entre miles de chispas encendidas por el roce de los fierros contra el suelo. Mi casco rebotaba como una cáscara de nuez que se fracturaba con los continuos choques en el pavimento.

Al primer encontronazo de mi cabeza contra el asfalto, el casco amortiguó un golpe fatal y, frente a mis ojos, la visera de policarbonato de alta resistencia estalló en mil pedazos.

Traté de librarme de aquel enredo, pero no pude. La moto misma me lo impidió. Inevitablemente rodé aparatoso y sin control rayando el piso. A veces flotaba, a veces caía para volver a chocar mi cuerpo contra el duro concreto. Un instante fugaz en que, sin apoyo, estaba yo arriba o abajo, todo en cuestión de segundos, sintiendo punzones en mis piernas.

En eso, sentí que se detuvo el tiempo. Todo se volvió lento como si hubiera entrado a otra dimensión; me pareció un instante eterno. Recordé mi vida, como si fuera una película que se proyecta dentro de mi mente. Vi pasajes aleatorios desde que era niño hasta llegar a adulto; solo escenas evocadas, sin diálogos. Yo era el actor principal. Los actores secundarios se manifestaban como siluetas difusas que interactuaban sin protagonismo. Todo pasó en un par de segundos mientras rodaba. También estaba atento a la realidad.

Escuchaba el claxon de los autos. Hubo rechinidos y derrapes de algunos que frenaban detrás de mí para desviar su trayectoria y evitar arrollarme. Sucedió a lo largo de casi treinta o cuarenta metros desde donde se produjo el primer giro.

Hubo descontrol y le grité a mi amigo:

—¡¡Poooool!!

Aún con el casco puesto y fracturado, mi cuerpo terminó de rodar por la calle. Mi instinto de supervivencia me impulsaba a reaccionar y levantarme rápido, pero me sentí desorientado. Las cosas a mi alrededor pasaban como en cámara lenta. Solo escuchaba un zumbido intenso dentro de las almohadillas del casco que se comenzaban a saturar de algún líquido.

“¿Serán lágrimas?... ¡No creo! No me duele nada. Creo que es mi sudor”, pensé en ese instante.

El momento resultó confuso. No había dolor, no sentía nada, y tardé en reaccionar.

Me traté de incorporar, pero, al apoyar la pierna izquierda para levantarme, no me respondió y caí como un bulto sobre mi costado. Todo me daba vueltas, aunque poco a poco fue llegando la calma hasta convertirse en un silencio total. El tráfico y el ruido de los motores cesó y solo quedó aquel pitido intenso en mi cerebro: “Piiiiiiiiiii…”.

La gente poco a poco comenzó a acercarse. Se colocaban alrededor de donde yacía yo tirado, en medio de aquella avenida ancha. Yo vi un paisaje arquitectónico decolorado y deteriorado. Las fachadas se mostraban antagónicas y de feo aspecto. Cientos de cables atravesando la calle. Qué horrible y desolador paisaje. No podía ver las caras de la concurrencia por el sol de frente; se veían como sombras formando un círculo.

De repente, alguien se abrió paso entre los presentes y se acercó a mí. De cuclillas me susurro:

—Soy médico. Dime si algo te duele… No te muevas, por favor. Me dices si te duele la cabeza.

Pensé en resistirme.

—Gracias, estoy bien —le dije.

No quería que nadie viera mi rostro. No quería quitarme lo que quedaba del casco, pero la visera había desaparecido por completo y lo demás sonaba roto. ¡Qué pena! Todos me miraban.

El líquido que escurría por mi cara ya se comenzaba a colar por los oídos hasta llegar al cuello. Esa sensación caliente y húmeda, como de agua tibia que resbala, se propagaba rápidamente entre mi chaqueta.

Escuché que alguien gritó:

—¡Ya viene la ambulancia!

La llamaron por teléfono.

—Retírense un poco para que no le quiten el aire —pidió el médico, y me volvió a decir—: Dime si te duele algo. —Me comenzó a revisar—. No muevas la mano izquierda— me dijo, y al llegar a la rodilla exclamó—: ¡Hay que esperar a que lleguen los paramédicos! ¡Creo que la tienes rota!

El momento comenzó a parecerme eterno. Entre más tiempo pasaba, más gente se acumulaba alrededor de mí y el líquido ya lo sentía en la espalda.

Sentía el pavimento caliente. Creo que hace mucha falta forestar las calles. Ese sol abrazador quema la piel y ningún árbol cerca. Muchos postes llenos de cables como telarañas, un transformador; uno, dos, otro por allá. Debe haber negocios que necesiten corriente alterna de doscientos veinte volts. ¡Eso qué importa! En ese momento ya no distinguía a nadie. Podía ver a la gente asustada. Algunos gritaban, otros miraban; quizá algún amigo trataba de hablar bajito. Los que bajaban la cabeza, como forma de expresar tristeza o desánimo, se imaginaban cosas peores. Pensarían que moriría, tal vez….

Por fin se escuchó la sirena de la ambulancia y, apartando la barrera de personas, se abrieron paso dos hombres. Eran dos paramédicos de la Cruz Roja. Con mucho cuidado, comenzaron a retirarme lo que quedaba de casco. Entre crujidos y rechinidos liberaron mi cabeza, y menuda sorpresa me llevé. Aquel líquido no eran lágrimas, tampoco sudor: era sangre que me salía del perímetro del ojo derecho.

Al girar mi cabeza, escuché ese sonido peculiar de quien pisa una charca, y miré los zapatos blancos inmaculados de los paramédicos teñirse de rojo. Se empapaban como si fueran árboles nutriéndose, por ósmosis, de savia, a través de sus raíces, aspirando frenéticamente el líquido del suelo.

—Fue una astilla de la visera —me dijo el camillero—. No te muevas porque te vamos a rasgar el pantalón para revisar tus piernas.

En ese momento se acercó una señora de complexión robusta cargando su bolsa vacía. Al parecer, se dirigía a comprar su despensa. Con tanto bullicio tuvo curiosidad y se acercó… Al verme ahí tirado, hizo la señal de la cruz en su cara, frunció su ceño y se alejó con terror.

Me pregunté qué la asustó tanto. ¿Qué sería lo que ella vio? Entonces traté de levantar mi cabeza para mirar mis piernas.

Lo que la asustó fue aquella escena dantesca. La sangre regada en el piso, mi pierna izquierda con una enorme cortada que dejaba los huesos expuestos, esa lesión que fue ocasionada por la palanca de velocidades al enterrarse desde la espinilla hasta el empeine. Tenía quemaduras múltiples en ambas piernas que me habían dejado sin piel: comenzaban desde el talón hasta llegar a los muslos. Esas fueron producidas por el contacto con el escape caliente y cromado. Mi mano izquierda, dislocada por el brusco golpe del manubrio contra la cajuela del automóvil, no la sentía.

Esas fueron las heridas “leves”. Lo fatal fueron las lesiones severas en mis pernas. Una de ellas había quedado doblada al revés de su movimiento natural, tenía rotos los ligamentos mediales, cruzado anterior y posterior, meniscos y ligamentos laterales, hechos pedazos.

Mi chaqueta, destruida, dejaba ver las múltiples lesiones de mi espalda. Mis codos y mis hombros tenían heridas que se miraban con la carne viva, color rojo muy intenso, también sin piel, pero ocultaba las contusiones que dentro de mi sentía. No sabía si tenía hemorragia interna. ¡Cómo saberlo en ese momento, cómo saber si el peso de la moto pudo haberme causado una lesión en mis órganos vitales! Desangrarme me llevaría a un estado de shock, o tal vez solo era sangre que comenzaba a salir de mi boca por alguna mordida a mi lengua. Yo mismo sacaba mis conclusiones tratando de mantenerme despierto.

Para entonces, no solo las sombras de las personas me obstruían la vista, sino también la sangre que se había acumulado en mis ojos. Mientras, el paramédico me auscultaba y entablillaba mis extremidades.

A mí no me impactó la escena. De hecho, todavía no reaccionaba ni pensaba con claridad. Otra cosa era la que me preocupaba…

Una pregunta del paramédico me hizo despertar del letargo. Me dijo sarcástico:

—¿Te volverías a subir a la moto?

No contesté. Solo asentí con la cabeza un sí, pero eso no me quitó del pensamiento lo que me rondaba en el cerebro.

Pensé: “¿Qué será de mi mamá y mi papá cuando me vean en este estado? Verme tirado ahí, destruido y roto. ¿Qué les voy a decir después de tantas recomendaciones que me hacían para no usar la motocicleta?”. ¡Eso sí me preocupaba!

Y si muero en el camino, ¿quién les dará la noticia?

Estaba colapsado como los edificios que se derrumban con un sismo y quedan los escombros apilados entre puntas de varillas y pedazos de piedra, esos que alguna vez formaban una estructura armónica.

Pronto me vi acostado dentro de la ambulancia. A través de sus ventanas se podían ver las fachadas del entorno. Cuando inició su marcha, todos aquellos frentes de casas y comercios pasaban uno tras otro formando una línea gris amorfa entre cables y anuncios. ¡Qué gran contaminación visual! Entre postes y árboles secos llegamos al edificio de la Cruz Roja. Ahí me bajaron en una de esas camillas altas con rueditas como en las películas.

En aquellas instalaciones frías y precarias, me recostaron sobre una plancha de concreto forrada de azulejos blancos, fría como el hielo. Los médicos, rápidamente, comenzaron a realizar su trabajo sin que me diera cuenta del tiempo que transcurrió. Después, mientras estaba solo, me percaté de un reloj viejo colgado a un costado de la pared. Por algún motivo, no funcionaba. Supongo que a nadie le importaba reemplazar sus baterías y se había detenido a las seis. A mí me recordó aquel cuento de Giovanni Papini: “Reloj parado a las siete”.

Luego observé a lado mío una mesa que contenía instrumentos como tenazas y tijeras de acero inoxidable. Apenas me comenzaba a estabilizar entre el dolor y la carga moral. Minutos después, apareció la enfermera que, por órdenes del médico, me cortaba con tijera la piel que se había desgarrado en la espinilla. Pretendía regularizar la herida. Después la comenzó a coser en una sola línea de cuarenta puntadas, y me dijo:

—¡Espero no te duela mucho! Si te llega a doler, te pongo anestesia local.

Las preguntas de la gente extraña me ponían furioso.

Casi todos coincidían en la misma: “¿Te volverías a subir a la moto?”.

—¡Que sííí, chingao! —le dije al camillero.

—¿Te duele? —me preguntaban los médicos.

Qué pregunta más tonta. Claro que sí, ¡y me duele del carajo! “No solo eso —pensaba yo—; además, me duele el cuello y quiero orinar.”

Las lesiones me dolían. Ya no tenía sangre en la cara; me la habían limpiado. Pero, en ese momento, comenzó el verdadero dolor: el del alma, ese dolor sentimental y físico que se estableció en mí para acompañarme por el resto de mi vida.

Todos pasamos por adversidades, todos tenemos un momento de titubeo. Después de aquella experiencia, entendí que también tenemos un compromiso en la vida. Como miembros de una sociedad y de una familia, tenemos que poner todo el empeño en mantenernos vivos y, a la vez, mantener el equilibro personal, ese que nos permita alcanzar los más grandes y anhelados sueños. Como decía Albert Einstein: “La vida es como andar en bicicleta: para mantener el equilibrio, debe mantenerse en movimiento”.

Así, roto y estático, ¿adónde llegaría? Los sueños, los planes, todo aquello, ¿ahora qué pasaría?

Era recurrente aquella frase que mi papá repetía constantemente del papa Pío XI: “El hombre se hizo para trabajar como el ave para volar”. Esa que me gustó tanto y la adopté para hacerla mía.

Ya con muletas y yesos, volví a pasar por múltiples interrogantes. ¿Cómo lograría la autorrealización tan anhelada? Lo preocupante era si mi físico lograría restablecerse. “Mis piernas… —pensaba yo—. ¿Algún día lograré caminar? Quiero tener una familia, tal vez hijos, quiero dejar mis experiencias plasmadas en hojas de papel, mis notas personales, trabajos y teorías para que puedan servir a otros.”

Gracias a mis padres, que nunca me reprocharon nada. Yo hubiera preferido sus gritos: “¡Te lo dije!”… Pero no hubo nada. Solo hubo silencio. Sus miradas tristes y sus ojos empapados de lágrimas, fijos en mí, mostraban su dolor interno. Ese fue el peor castigo que recibí, al verlos rotos también a mis padres.

Aquel día, frente a ellos, como una momia vendada y tiesa, me prometí actuar con disciplina, cumplir con mis compromisos. Ese día, aprendí que vivir requiere de muchos sacrificios, que no importa cómo ni a qué precio, todos los sueños se pueden lograr si comienzas con el simple hecho de creer en ellos. Me convencí también de que los valores se heredan desde el seno familiar, porque provienen de nuestros padres. Nuestra tarea es mejorarlos, preservarlos y transmitirlos, siempre y cuando éstos sean los adecuados.

Ellos, mis padres, creyeron en mí, a pesar de mis errores. Ahora, yo creo en mis hijos.

Todos, en algún momento, hemos sentido algún dolor intenso, hemos tenido depresión y frustración. Lo más sencillo es rendirse. Yo agradezco eso porque, sin todas esas barreras en el camino, sin esos incentivos, no habría podido levantarme a mi caída. Solo cuando pasamos por algún momento de peligro, enfermedad o algún accidente fatal, nos detenemos a pensar en esas cosas tan insignificantes y tan importantes como la salud, que no valoramos: respirar, comer, vivir, caminar, reír, correr, abrazarse, los árboles, las flores, el aire, etcétera. Todo eso que tenemos y no vemos. Es triste que lo volvamos a olvidar.

Aprovechemos el tiempo para vivirlas y disfrutarlas en todo momento. Los deseos hay que sostenerlos aun en los momentos más difíciles. Podemos caer para levantarnos y comenzar otra vez…

Concebí este libro desde que salí de la universidad.

Me tomó treinta y cinco años concluirlo. Las razones que me impulsaron se descubren a medida que se avanza con la lectura. No lo niego: hubo momentos en que quise claudicar. Sabía que no podía componerlo sin tener la voz de la experiencia a lado mío aconsejándome. No obstante, terminé de escribir el libro, y, aunque pueda parecer inmodesto, espero sinceramente que se convierta en un clásico. Una de las razones que me permiten esperar eso son los comentarios positivos que he recibido de personas que reaccionan ante los relatos que contiene, como “El médico”, “El Mosco”, “El método”, “Canarios y gorriones”, entre otros. Sin embargo, este libro no pretende tener carácter narrativo: se desarrolló con un contenido temático que conduce a la reflexión. Va dirigido a todas las personas que deseen leerlo, y especialmente, a estudiantes y profesionales del ramo de la arquitectura. El libro contiene una gama de temas de interés, como los efectos que producen los sismos a nuestra ciudad. Asimismo, trato sobre la sociedad, el arquitecto, la arquitectura, la enseñanza universitaria, las responsabilidades del profesional; pero, sobre todo, me refiero puntualmente y de forma directa a la manera de ejercer y dignificar nuestras profesiones.

Ojalá se cumpla mi esperanza y mi propósito.

David Antonio González Piña

Abril de 2020

Yo elegí Arquitectura

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