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CAPÍTULO I

La inquietud



La luna iluminaba su cara. Majestuosa, sobre las tranquilas aguas del río Guadiana en una calurosa noche de julio en la ciudad de Mérida.

Sentado en una de las murallas del puente romano, David seguía absorto en sus pensamientos, solo interrumpidos por Pocha, su perra, su fiel amiga, que olisqueaba y daba vueltas sobre los restos de un hueso carcomido y desgastado.

Cerca de él, la estatua de la Loba Capitolina, aquella que amamantó a Rómulo y Remo, lo miraba con ojos imperturbables, penetrantes, buscando respuesta a aquellos pensamientos.

Cada noche, desde el comienzo de la primavera y la llegada del buen tiempo, recorría el puente silbando, otras veces canturreando alguna canción, hasta llegar allí, a su lugar predilecto, a aquella parte de la muralla donde se acostaba, y donde, su mente y su cuerpo tomaban diferentes caminos.

Recordaba todo lo que había dejado atrás, su pueblo, sus amigos, aquellos paisajes que adoraba… Era su lugar, su momento, donde sentía la paz que necesitaba, ya que, podía dejar volar su imaginación y sentirse más cerca de todo lo que añoraba, hasta que, un ladrido de Pocha indicándole que era el momento de regresar, lo devolvía a la realidad.

Hacía un año de su partida, ya no era aquel chico alegre y risueño, dicharachero y parlanchín. Sus ojos, reflejaban lo que ocurría en su interior, algo invisible, que desconocía, pero que a la vez le hacía sentir diferente a como era él.

Pero esta noche, nada de todo eso recorría su mente ni sus pensamientos, había algo que centraba toda su atención, aquella conversación que escuchó días atrás y que lo tenía intrigado.

―¡La Felicidad! ¿Qué es La Felicidad?

La reflexión en voz alta, hizo que Pocha lo mirara por unos segundos, sorprendida, levantando las orejas en señal de sorpresa, ya que, David, siempre se sumía en un silencio imperturbable por nada y por nadie hasta el momento de volver a casa.

Aquella mañana, David había ido al mercado de Santa Eulalia, como otras tantas, a comprar ciruelas para su madre. Desde que nació Miguel, su hermano pequeño, sufría grandes dolores de tripa debido a las complicaciones durante el alumbramiento, las cuales, le provocaban una difícil digestión que en ocasiones la tenían encamada durante varios días.

Contaban las curanderas que la ciruela era una fruta que ayudaba a solucionar este tipo de problemas, y aprovechando la época estival, llevaba semanas comiéndolas.

―Dos por la noche, durante treinta noches, y que tome brotes de alfalfa al alba, hervidos en agua. Con esto, los problemas desaparecerán ―le había dicho Eufrasia, la vieja curandera que vivía sola alejada de la ciudad, en la aldea del Peri, la noche que Ginés, padre de David, subió desesperado ante los gemidos de dolor de Ana.

Por la ciudad, entre los lugareños, corría el rumor de que era bruja, que por las noches encendía hogueras e invocaba al diablo, al cual, había entregado su alma años atrás. Se decía que era inmortal.

Las pocas veces que se dejaba ver por la ciudad, las gentes no se atrevían a mirarle a la cara, se apartaban despavoridas y con temor de que esta, les lanzara una maldición por el solo hecho de fijarse en ella. Fue por eso que Ginés, subió acompañado de dos de sus hombres de confianza, y llenos de temor ante la idea de encontrar a Eufrasia en cualquier tipo de invocación demoníaca.

El mercado de Santa Eulalia estaba enclavado en la calle que le daba su nombre, verdadera arteria vital de la ciudad, que perpetuaba el que fuera eje de la colonia romana, el Decumanus Maximus. Esta vía seccionaba la urbe de oeste a este, desde la puerta del puente sobre el río Guadiana hasta donde comenzaba el mercado y donde, en otro tiempo, estuvo ubicada otra puerta, de ahí que esta plaza recibiera el nombre de Puerta de la Villa.

En la actualidad ya no había puerta, sino una estatua femenina de bronce, representando a la arqueología como una mujer, vestida a la usanza romana, portando un ramo de laurel en una de sus manos.

El mercado ocupaba toda la calle hasta desembocar en la entrada opuesta, donde se accedía también por la denominada Plaza de España.

Era un mercado rico en frutas, legumbres, especias, vinos. Los mercaderes de los pueblos cercanos aprovechaban la gran afluencia de gente que este tenía para lucir sus mejores galas, dejando las mercancías de menor calidad para otros que no podían permitirse estos alimentos por su elevado coste.

El puesto de las ciruelas se encontraba a mitad de la calle. Era una mañana muy calurosa, el calor era tan asfixiante que penetraba en la garganta produciendo en ocasiones una respiración dificultosa. David y Pocha, como cada día que visitaban el mercado, bajaban a la carrera desde la entrada hasta el puesto de la señora Lupe, que siempre los recibía con la mejor de sus sonrisas, la cual disimulaba una cara de arrugas castigada por los años.

―¡Buenos días, doña Lupe! ―saludó David casi sin respiración.

―¡Hola, hijo! Enseguida te doy lo tuyo ―dijo Lupe a la vez que se giraba hacia una hilera de cestas de color verde, donde en lo alto, anudada en una de sus asas se encontraba la bolsa con las catorce ciruelas que semanalmente desde hacía ya quince días, recogía David.

―Aquí tienes. ―Lupe le entregó la bolsa, a la vez que acariciaba cariñosamente a Pocha, la cual le devolvió el gesto lamiéndole la mano en señal de agradecimiento.

David le entregó dos monedas y casi sin decir adiós, desapareció a la carrera, tal y como había llegado.

El puesto de Lupe se situaba en un marco privilegiado, justo a su espalda, imponente, señorial, se ubicaba el Arco de Trajano. Un arco de quince metros de altura, con un núcleo de hormigón y base revestida de lastras marmóreas, de un solo vano, con dos aberturas laterales de medio punto.

Un conjunto de palmeras en uno de sus laterales, ofrecían sombra y daban tregua para poder resguardarse del sofocante calor.

En las ocasiones que David iba al mercado, siempre por norma general, volvía a casa cruzando el arco, le gustaba contemplarlo y alzaba la vista preguntándose, cómo y quién había podido construir algo tan alto y con esa forma redondeada.

Una de las mañanas en las que regresaba, encontró a un grupo de abuelos que, sentados alrededor de una palmera, charlaban distraídamente contando anécdotas e historias de sus vidas, de su pasado. Hablaban del campo, de las primeras cosechas que recogieron con sus padres o abuelos, del tiempo, del mar… David desataba su cantimplora de hojalata del cinto, «parece de legionario romano», le había dicho su padre, y mientras bebía y se refrescaba los escuchaba atento, en muchas ocasiones sin entender incluso nada de lo que allí se decía.

Pero en esta ocasión fue diferente; a medida que iba acercándose a ellos, fue observando gestos, miradas e incluso un tono de voz distinto al que estaba acostumbrado a oír en días anteriores.

Uno de ellos, bajo y tripón, que portaba un pañuelo anudado en la cabeza y un gorro de paja para protegerse del incesante sol, se levantó. Hablaba con excitación:

―¡Dicen que La Felicidad es un tesoro! ―comentó mientras los otros lo miraban atónitos―. ¡Me lo ha dicho un mercader de lana que viene de aquellas tierras!

―Un tesoro, ¿de qué época? ―preguntó dando un respingo de la piedra donde estaba sentado un viejo escuálido que mostraba, con cara de codicia, el único diente que conservaba de su dentadura.

―Yo nunca había oído hablar de La Felicidad, ¿qué más sabes! ¡Cuéntanos! ―dijo otro que se había levantado colocándose a su lado.

Todos se acercaron al viejo del pañuelo para poder escuchar aquello que este iba a decirles; sus caras eran de nerviosismo y expectación. Aquellos hombres de tan avanzada edad habían oído muchas historias de batallas, reyes y reinas, imperios o reinados grandes en los tiempos. Y aunque sí de otros, no de este tesoro al que llamaban Felicidad.

Cuando quiso darse cuenta, David y Pocha, estaban formando parte del círculo que rodeaba al viejo, con los ojos abiertos como platos, esperando el momento en el que comenzara a hablar….

El sentido del camino

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