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CAPÍTULO II

La decisión


Un año antes…

Bastaban un par de troncos para calentar la casa donde vivían. Era pequeña, de un solo piso. Totalmente cuadrada, el comedor era la estancia principal, solo un dormitorio, donde dormían sus padres. David junto a su hermano Víctor, lo hacían juntos en un gran jergón de paja de dos metros por dos metros para protegerse de los fríos inviernos.

Una alambrada metálica delimitaba la superficie exterior, fuera un pequeño huerto el cual les servía de abastecimiento de tomates, patatas, coles y alguna fruta.

Contaban también con un pequeño cobertizo donde criaban gallinas para después vender los huevos recolectados a los vecinos del pueblo. Ana se dedicaba a esos menesteres: cuidar del huerto y vender los huevos.

Su padre, maestro constructor, estaba finalizando las obras de la pequeña capilla del pueblo, encomendada por Fray Joaquín, a través del arzobispado de La Coruña. Las gentes de Ézaro, profundamente religiosas y creyentes, ansiaban, desde tiempos antiguos, un lugar de culto donde rezar y honrar al creador. Tras años de obras interminables, por fin, estaban a punto de lograrlo.

David y sus padres vivían en Galicia, en Ézaro, un pueblo muy pequeño de la Costa da Morte situado a muy poca distancia del pueblo de Pindo.

Admirado en toda Galicia por su cascada en el mar y por su playa de arena blanca, Ézaro era un pueblo de pescadores donde se vivía en paz y armonía, y donde David había crecido feliz y despreocupado. Todo esto iba a cambiar y su mundo daría un giro de ciento ochenta grados… Tras veinte años de matrimonio habían concebido dos hijos, David de 16 y Víctor de 13. Ahora, de nuevo se encontraba encinta del que iba a ser su tercer retoño.

Ana, una mujer menuda de metro sesenta y apenas cincuenta kilos, mostraba un poderío físico nada acorde a su complexión. Desde muy niña, junto a sus padres trabajó en el campo, donde aprendió a convivir con el frío intenso y el calor más sofocante, desde las primeras horas del alba hasta la caída del sol.

Esto le hizo ser una niña y posteriormente una mujer fuerte mentalmente, que valoraba todo lo que había conseguido a lo largo de su vida.

Ginés era diametralmente opuesto en el aspecto físico. Hombre fornido, alto, de tez morena con manos grandes y un bigote grueso que otorgaba a su rostro un aspecto de seriedad que nada se ajustaba a su jovialidad.

También trabajó desde muy joven con su padre, del cual heredó su profesión como maestro constructor, tras unos comienzos harto complicados debido a su impaciencia y celeridad por querer aprender el oficio.

Ambos vivían felices, y aunque nunca hablaron de volver a procrear, esperaban con gran ilusión la llegada de su tercer hijo.

Aquella noche, Ana se notaba extraña. Después de la cena –sopa de calabacín y una hogaza de pan untada con tomate– notaba ardores y algún que otro retortijón, que achacó a los tomates recogidos aquella misma tarde, los cuales, estaban un poco verdes.

Sin decir nada, después de arropar a David y a Víctor y darles un beso de buenas noches como siempre hacía, se fue al lecho, donde ya llevaba un largo rato Ginés, tras un día de trabajo agotador.

Al levantarse, notaba los mismos síntomas. Ginés había marchado como cada día antes de que el sol saliera, las obras se encontraban bastante avanzadas y el arzobispado deseaba verlas finalizadas lo antes posible ante la “amenaza” de quedarse sin fondos para el pago de las mismas.

―Ginés, las obras no pueden demorarse en demasía. Las arcas del arzobispado comienzan a resentirse y son muchas las peticiones de pueblos y aldeas de la comarca que solicitan ayuda. El arzobispo está muy contento con tu labor, por ello, quiere ver finalizada la capilla y poder hacerte entrega de los honorarios restantes a la mayor brevedad― le había dicho fray Joaquín una de las muchas mañanas que visitaba las obras.

―No se preocupe fray Joaquín. Comunique a su excelencia que, en el plazo máximo de dos meses, la capilla de Ézaro será una realidad.

Después de aquella conversación, se intensificaron esfuerzos y cada jornada se hizo más larga y duradera con el fin de poder cumplir con el plazo prometido.

Ana llenó un cuenco de leche y lo tomó frente a la puerta mirando un cielo gris que amenazaba tormenta, a la vez que observaba a sus hijos como corrían de aquí para allá jugueteando distraídamente.

―¡Chicos!, ¡venid! ―los llamó de forma enérgica―. El cielo está muy gris y el aire ha parado, creo que se acerca una tormenta. Recoged las patatas y tomates que estén listos, si no se echarán todos a perder.

―¡Vale, madre! ―contestaron ambos al unísono―. David y Víctor eran dos chicos serviciales que siempre estaban dispuestos a ayudar a sus padres en todo. Cogieron las cestas de mimbre donde colocaban la cosecha y comenzaron a recolectar las piezas que a su juicio estaban listas para comer.

Cuando hubieron terminado de recoger, guardaron y apilaron en hileras la cosecha: tomates por una parte y patatas por otra.

Era mediodía y Ana ya tenía preparada la comida, una cazuela de habas con tomate (la preferida de sus hijos), como premio al gran esfuerzo que habían realizado durante toda la mañana.

―¡David!, ¡Víctor!, la comida está lista. ¡Asearos y pasad a comer!

―¡Enseguida, madre! ―contestó Víctor mientras le acercaba a su hermano la última cesta de patatas para que este la colocara en su lugar.

Dieron buena cuenta de todo, con un hambre tan voraz que parecía que llevaran un par de días sin probar bocado. Acabaron con todas las habas e incluso rebañaron del fondo de la cazuela los restos de tomate restantes.

Ana no probó bocado, los observaba con ternura y orgullo, hasta que un fuerte dolor le devolvió a la realidad. Comenzaba a preocuparse, ya que los síntomas iban intensificándose a medida que transcurría el día, aunque no quería alarmar a sus hijos. Esperaría hasta el regreso de Ginés.

Al terminar se acostaron en el jergón, se taparon y girándose cada uno hacia un lado se quedaron dormidos. Comenzaba a notarse el frío, Ana preparó una manzanilla, agarró el cuenco de barro con fuerza para calentarse las manos y se acercó a la ventana que había junto a la puerta, justo donde se encontraba la mesa con las tres sillas de las que disponían.

«No hay duda, se acerca una fuerte tormenta», se dijo para sí misma, mientras daba sorbos al cuenco―. Terminó de beberla y se acostó en su dormitorio con la esperanza de que al levantarse pudiera encontrarse mejor.

Un fuerte dolor la despertó. Notaba que la tripa iba a reventarle, eran punzadas tan fuertes que le producían náuseas. Había perdido la noción del tiempo, no oía a sus hijos, «¿dónde estarán? », pensaba. Sudaba, sentía escalofríos recorrer todo su cuerpo y un frío intenso que la hacía tiritar.

Se levantó a tientas, estaba oscuro y no veía, tropezó, pero por fin llegó a la puerta. La abrió y sujetándose la barriga grito:

―¡David!, ¡Víctor!, ¡hijos míos, necesito ayuda!

Lo repitió tres, cuatro, cinco veces. Con cada grito, con cada llamada de socorro se sentía desfallecer. Por fin la puerta se abrió.

Los dos hermanos entraron a la casa empapados por la incesante lluvia, estaban jugando en el cobertizo como hacían siempre.

Encontraron a Ana sentada en el suelo, en la puerta de la habitación con las manos rodeando el vientre.

―¡Madre, madre! ¿Qué sucede? ―preguntó Víctor con cara pálida y ojos llorosos.

Sin decir nada, David cogió en brazos a su madre y la volvió a acostar en la cama, mostrando una tranquilidad que en realidad no era tal:

―Madre, ¿qué le ocurre? ―preguntó en esta ocasión David.

Desde ayer siento punzadas y dolores en la tripa que no son normales, pero no he querido decir nada para no alarmaros, quería esperar al regreso de padre.

―¡Madre! ―balbuceó Víctor ya con las lágrimas descendiendo por sus mejillas al tiempo que se acostaba a su lado y le agarraba las manos.

Ana era una mujer fuerte. Sabía que sus hijos estarían asustados, los conocía. Así que, con toda la serenidad que pudo mostrar e intentando no quejarse en demasía para no preocupar y ponerlos más nerviosos, les dijo:

―David, tú ve al pueblo en busca de padre. Si no lo encuentras en la capilla, ve a la venta de don Basilio, se encontrará allí, como hace cada día después de la jornada. Víctor hijo, tú te quedarás conmigo. Llena un cuenco de agua y le echas quince gotas de limón, lo tomaré mientras esperamos a que llegue padre. No te asustes, todo está bien.

Tras escuchar las órdenes de su madre, David salió a la carrera en busca de Ginés. Tal y como había predicho Ana llegó una vigorosa tormenta. La casa donde vivían estaba algo alejada del núcleo principal del pueblo y en la parte opuesta donde se situaba la capilla.

Todo estaba embarrado, una cortina de agua dificultaba su visión, tropezó con una piedra y se dio de bruces contra el suelo. Sin tiempo para quejarse se levantó y continuó corriendo todo lo deprisa que le permitían sus piernas, no quería tardar, recordó el estado en el que se encontraba su madre y un gran miedo recorrió todo su cuerpo. Por fin llegó a la capilla, exhausto, le faltaba la respiración.

―¡Padre!, ¡padre!, ¡soy yo, David, tu hijo! ―gritaba y gritaba, pero no encontraba respuesta alguna.

―¡Maldita sea! ―se maldecía―. Para llegar a la venta tendría que correr otro trecho y se preguntaba como seguiría su madre.

Sin tiempo que perder partió. «Cuanto antes saliera antes llegaría», pensó. La lluvia no cesaba, incluso tenía la sensación de que llovía más fuerte.

Estaba empapado y el peso de su ropa iba en aumento, una capa de barro cubría la suela de las botas, lo que le provocó varios tropiezos que a punto estuvieron de hacerlo caer nuevamente.

La venta de don Basilio era un lugar muy concurrido por viajeros que pasaban por el pueblo, mercaderes que llegaban a Ézaro a vender sus materias primas o lugareños y vecinos de pueblos colindantes que después de sus quehaceres aprovechaban, con el pretexto de sacarse el frío del cuerpo, para beber algún chato de Ribeiro o una bebida procedente del hollejo de uva a la que llamaban orujo y que les hacía entrar en calor de manera inmediata.

Cuando abrió la puerta, no pudo distinguir la figura de su padre. Debido a la fuerte lluvia, la venta estaba abarrotada, la gente bebía y charlaba distraídamente esperando a que amainara la tormenta. Fue abriéndose paso, no sin dificultad, intentando llegar a la mesa situada junto a la chimenea, allí era donde por norma general su padre tomaba asiento. Dio varios empujones para poder avanzar hasta su objetivo, le costaba zafarse de tantas personas. Propinó un golpe en el codo a una señora gorda que degustaba un vaso de vino y se lo vertió encima.

―¡Muchacho, a ver si miras por donde andas! ―le gritó con cara de pocos amigos―.

Si logró escucharla, no hizo ademán de contestar, ni tan siquiera se giró. Su mente y su cuerpo actuaban con inercia, en la dirección prevista.

Por fin lo vio, estaba allí, sentado. «Lo he conseguido», pensó.

―¡Padre!

Ginés se levantó y se acercó hacia él agarrándolo de los brazos; por el aspecto y el rostro de su hijo supo enseguida que algo pasaba y no era bueno.

―¡David, hijo! ¡Estás empapado! ¿Qué sucede? ¿Es madre?, ¿tu hermano?

Se puso nervioso, mil pensamientos se arremolinaron en su mente.

En ese instante David desfalleció y comenzó a llorar, todo el llanto que consiguió reprimir hasta ese momento, tanta tensión acumulada hizo mella en él y se derrumbó, aún así, sacó fuerzas de flaqueza, se recompuso y comenzó a hablar con tranquilidad para que se le pudiera entender bien en medio de todo el griterío.

―¡Es madre! Jugaba en el cobertizo con mi hermano cuando escuchamos unos gritos, al entrar en casa la encontramos en el suelo, en la puerta de la habitación. Se queja de unos fuertes dolores en la tripa, dice que desde anoche. ¡Sudaba, estaba helada!, aunque mantuvo la calma, se le notaba asustada y me mandó venir en su busca.

Una paz interior invadió su cuerpo al contar lo sucedido a su padre, este actuó de inmediato.

―¡Vayamos a casa de doña Rita!, ella podrá ayudarnos.

Fueron abriéndose paso entre la gente hasta que lograron llegar a la puerta, para su sorpresa ya no llovía.

Doña Rita llegó a Ézaro muy joven, siendo una adolescente. Tras fallecer su padre, su madre se trasladó junto a ella y su hermano pequeño a vivir a casa de su tío, don Francisco, el médico del pueblo. Pronto se convirtió en su ayudante y con el paso de los años adquirió gran experiencia. Hacía unos meses que don Francisco había fallecido y no había médico en Ézaro, siendo ella la única referencia para los vecinos, a los que trataba de ayudar en la medida de lo posible. Doña Rita vivía cerca de la venta, no tardaron en llegar. Tocaron a la puerta.

―¡Doña Rita, soy Ginés, el maestro constructor! ¡Abra por favor, necesito su ayuda!

Al cabo de unos segundos la puerta se abrió.

―Don Ginés, ¿qué ocurre? ―preguntó esta.

―Es Ana, mi esposa. Ginés dio buena cuenta de los detalles que sabía por las explicaciones que había obtenido de David, para ponerla al tanto de la situación. ―Discúlpenme un instante ―respondió con aplomo―. Al cabo de un par de minutos, regresó con una capa de lana sobre los hombros para protegerse del frío. Cerró la puerta y con una leve sonrisa hacia padre e hijo, dijo―: Vayamos a ver a su esposa. ―Al mismo tiempo que acariciaba la cara del muchacho con afecto para intentar tranquilizarlo.

Sentado en el umbral de la puerta, Víctor los vio llegar, se abalanzó sobre ellos y los abrazó―: ¡Padre, que falta me hacía! ―dijo mientras sus ojos se cubrían de lágrimas.

―¡Tranquilo hijo, todo saldrá bien!, ¿dónde se encentra madre? ―preguntó al tiempo que revoloteaba su pelo.

―Sigue acostada desde que marchó mi hermano.

―¿Ha seguido quejándose todo este tiempo? ―preguntó doña Rita, tomando la palabra por primera vez.

―Sí, aunque intenta disimular para que yo esté bien, por instantes contiene incluso la respiración y luego suelta el aire con el rostro compungido.

―Bien hecho, muchacho ―contestó ella―, pasemos pues.

Cuando entraron en casa, doña Rita esperó en el comedor para ofrecerles un momento de intimidad.

Al ver a su esposo junto a sus dos hijos, Ana esbozó una sonrisa de alivio y se reclinó apoyándose en la almohada, al tiempo que el primero se acercó a ella y besando su mejilla le dijo en un susurro: «Ana, esposa mía, ya estoy aquí, todo va a solucionarse». Doña Rita esperaba paciente, sabía que para un enfermo la tranquilidad emocional era casi más importante que la propia medicina. Era una de las primeras cosas que aprendió de su tío y siempre lo tenía presente.

―¡Pase, por favor!

Ana miró hacia la puerta en el momento que entraba en la habitación:

―¡Doña Rita! ―dijo esta con gesto dulce.

―Ana, hija, ¿cómo se encuentra?, cuénteme ―le inquirió a la vez que se sentaba junto a ella.

Comenzó a contarle los síntomas de la noche anterior, cómo había empezado todo y de cómo se agravó con las punzadas que la despertaron esa misma tarde. Tras escuchar el relato con mucha atención, se giró dirigiéndose a los chicos:

―Muchachos, he de desvestir a vuestra madre, por favor, esperad fuera.

―Lo que usted ordene ―contestó David, a la vez que agarraba a su hermano por el cuello y salían cerrando la puerta.

Le subió el camisón hasta el cuello, dejando a la vista desde unos pechos flácidos y castigados por anteriores lactancias hasta el vello púbico que cubría su vagina. Comenzó a palparle el vientre con delicadeza, con cada movimiento de sus manos y cada vez que tocaba, preguntaba a Ana que sensaciones sentía o si le dolía. Lo primero que tuvo claro es que el bebé seguía con vida, ya que, al poco de iniciar la exploración notó como este se movía. En principio no notó nada extraño, hasta que llegó el momento del reconocimiento vaginal; ahí dio con el problema y con la posible causa de los terribles dolores que estaba padeciendo.

Tras decirle que se bajara el camisón, doña Rita comenzó a explicarle el que, para ella, con casi total seguridad, era su diagnóstico.

―Ana, en un embarazo, a partir del séptimo mes de gestación, que es en el que tú te encuentras, el feto va girando en el interior del útero hasta encajar el cráneo en la pelvis hasta el momento del alumbramiento. Pues bien, en ocasiones, cuando se han tenido más hijos, como es tu caso, el bebé puede volver a cambiar de posición antes de nacer. En este caso, no me equivoco si te digo que el bebé ha cambiado, y viene de nalgas.

―¿Qué quiere decir eso, doña Rita? ―preguntó Ana incrédula y con gesto de temor.

―No quiero engañarle, cuando un bebé viene de una manera que no es la normal, el parto se complica para ambos ―doña Rita continuó hablando con rostro serio―. No son muchos los casos de los que yo tenga conocimiento, pero sí recuerdo uno del que mi difunto tío me habló. Era el segundo hijo de una moza de La Mancha a la que le sucedió lo mismo que a ti.

Ginés rodeó a su esposa entre sus brazos y sentado junto a ella, preguntó:

―¿Qué sucedió doña Rita?

Esta, con los ojos entornados, dijo:

―Según contó mi tío, la trasladaron a la Villa de Madrid. En aquella ciudad, vive un reputado cirujano barbero, don Alberto se llama. En situaciones como esta, el parto no puede ser de manera natural, y se realiza mediante una técnica que llaman cesárea, que consiste en realizar una incisión en la tripa y el útero y extraer por ahí al bebé. Voy a serle sincera, las probabilidades de mortalidad tanto para la madre como para el feto son bastante altas pero, si no la llevamos a cabo sería aún más peligroso.

Doña Rita sabía que había sido dura en su declaración, pero era conveniente que supieran la situación en la que se encontraban para tomar una decisión, conocedores del riesgo que entrañaba cualquiera de las dos.

Una sensación de angustia se apoderó de ambos, abrazados e indefensos en la cama. El silencio invadió la estancia, se miraban, no sabían qué decir, mil temores, dudas y preguntas se agolpaban en sus mentes. Una nueva punzada cortó la respiración a Ana, doña Rita tomó la iniciativa.

―Ha sido un día duro, sería bueno que descansaran, estoy segura que mañana con la mente fresca, podrán pensar y decidir con más claridad. Si no les causa molestia, quisiera quedarme a pasar la noche, estaría más tranquila. De todos modos, los dolores no tardarán en remitir, ya que, el bebé parece estar encajado.

―Me parece una buena idea, ya es noche cerrada y hace frío ―dijo Ginés―. Usted puede dormir aquí con mi esposa, yo lo haré con los chicos en el jergón.

Dicho esto, dio un beso en la frente a su esposa y con una mirada enternecedora le dijo―: Descansa, debes de estar agotada. Todo va a salir bien.

Cerró la puerta desvencijada que separaba la habitación de la estancia principal y salió, a sabiendas que la noche sería larga.

Unos débiles rayos de sol que se colaban por la ventana lo despertaron. No debía de haber dormido mucho. Cuando se acostó junto a los niños, la cabeza le daba vueltas y le costó conciliar el sueño, ellos tampoco dormían.

«¡Ana!», pensó.

De un salto se levantó del jergón y se acercó a la puerta, estaba cerrada, con los nudillos dio varios golpes.

―¿¡Ana!, ¡doña Rita!?

―Adelante, pase ―contestó esta última.

Al abrir, su esposa terminaba de colocarse bien el camisón, mientras que doña Rita comenzó a explicarle―: Ha pasado buena noche, los dolores cada vez son más esporádicos.

Al acabar de vestirse, Ana se sentó en la cama y le pidió a su esposo que hiciese lo propio, debían tomar de manera consensuada lo que creyeran mejor:

―Pienso que debemos de ir a la Villa de Madrid ―comenzó diciendo―. Partiendo, poniéndome en manos de don Alberto, y con la ayuda de Dios, tenemos la posibilidad de que todo salga bien, si no lo hacemos, aquí todo será más difícil.

La entereza con la que habló su esposa, dejó sorprendido a Ginés. Doña Rita callaba, sabedora que la decisión competía exclusivamente a ellos. Las palabras de Ana, despejaron cualquier tipo de duda que pudiera tener; tras unos segundos de reflexión dijo:

―Pienso de igual manera. Doña Rita, ¿Cuándo cree usted que deberíamos partir?

―Opino que a la mayor brevedad, quería decirles además, si no ven inconveniente alguno, que estaría gustosa de acompañarles. El viaje será largo y duro y creo que podría serles de utilidad si surge cualquier tipo de complicación.

El rostro de Ana se iluminó, aquella mujer que la había tratado con tanto mimo y cariño, se había convertido en su protectora, sentía que con ella, nada malo podía ocurrir.

―Doña Rita, ¿haría eso por nosotros? ―preguntó Ana, a la vez que se acercaba a ella.

Esbozando una sonrisa, contestó:

―Hija, nada hay que me retenga en Ézaro. ―Fundiéndose ambas en un tierno abrazo.

El sentido del camino

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