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ОглавлениеCapítulo IV
José el “Kiyo”
Prometía ser un día especial. Desde que se instalaron en Mérida, cuantiosas eran las veces que David había pedido a su padre poder trabajar con él.
―Padre, creo que ya tengo edad para comenzar a aprender el oficio. Quiero seguir sus pasos ―decía siempre a modo de súplica.
―En cuanto la ocasión lo permita, empezarás, hijo mío. ―Ginés siempre le ofrecía la misma respuesta.
Al llegar de La Villa, no le costó mucho encontrar trabajo. Sabedor de que nadie lo conocía, aceptaba todo aquello que le ofrecían.
―A medida que te des a conocer, seguro que no te faltará faena ―le decía siempre Ana.
Una tarde, en la que trabajaba con ahínco reparando las grietas de la fachada de la herrería, vio aparecer a don Ángel, el jefe de los herreros, con un hombre de edad avanzada. Ambos sin decir nada, se situaron justo detrás de él.
Al sentirse observado, Ginés dio media vuelta y preguntó al herrero:
―Don Ángel, ¿tiene usted alguna pega con mi trabajo?, ¿hay algo que esté haciendo mal?
―¡Nada de eso, Ginés! ―se apresuró a decir este―. Lo que ocurre, que no queríamos entorpecer su labor. ¡Acérquese, por favor!
Al acercarse al herrero, le presentó al hombre que lo acompañaba―: Ginés, él es don Domingo, el jefe de obra del convento Jesús el Nazareno, viene a proponerle algo.
―Ginés, don Ángel me ha hablado de usted. Está muy satisfecho con su forma de trabajar. Le tiene por una persona seria y honrada, y por este motivo venía a proponerle algo: Por encargo de la Orden Hospitalaria de Jesús Nazareno, vamos a poner en marcha en el propio convento, las obras para la construcción de un hospital, y poder tratar a los convalecientes pobres. Es mucha la mano de obra que preciso y me gustaría que trabajara para mí…
Habían pasado varios meses desde aquel día, las obras avanzaban según lo previsto. Esa mañana, mientras Ginés preparaba la mezcla para la argamasa, don Domingo se le acercó.
―Ginés, ¿cree usted que alguno de sus hijos estaría interesado en trabajar como ayudante?
Al instante, le vino a la mente la oportunidad que tanto demandaba David.
―¡Por supuesto, don Domingo!, ¿cuándo habría de empezar? ―preguntó.
―Mañana mismo, que venga con usted a primera hora.
Era ya de noche, al llegar a casa encontró a su padre sentado en su mecedora de mimbre. Pocha corrió en su busca y de un salto se subió a sus piernas. A la vez que acariciaba al animal, se dirigió a su hijo:
―David ven, toma asiento a mi lado. Tengo algo de que hablarte ―dijo señalando la silla que había preparado junto a él.
El chico se sentó.
―Por fin ha llegado el momento que tanto ansiabas. A partir de mañana, trabajarás como ayudante conmigo en las obras del convento.
Al muchacho se le iluminó la cara y abalanzándose sobre su padre le dijo:
―¡Muchas gracias!, ¡no le defraudaré!
Al salir de su habitación, David ya estaba preparado. Ginés lo miró con admiración, sabía cuánto tiempo había esperado este momento.
―¡Hola, hijo!, ¿estás listo para tu primer día?
―¡Por supuesto, padre!, ¡no he pegado ojo en toda la noche!
La casa donde vivían estaba situada en la barriada de San Bartolomé, relativamente cerca del convento. Tras cerrar la puerta, durante todo el trayecto hacia el trabajo, el muchacho no paró de formular preguntas sobre todas aquellas dudas que durante la noche coparon sus pensamientos. El hombre, sabedor del nerviosismo de su hijo, contestó a todas y cada una de ellas.
Casi sin darse cuenta habían llegado. Estaban en la puerta. Ginés agarró a su hijo por los hombros y le dijo―: David, eres un gran chico. Tranquilo, sé tú mismo y todo irá bien.
Al entrar, todo estaba calmado. Habían llegado un rato antes del comienzo de la jornada para así poder hablar con don Domingo y que este le explicara cuales iban a ser sus obligaciones.
Se dirigieron al punto de encuentro donde cada mañana, el jefe de obra esperaba a todos los trabajadores, para desde allí organizar los grupos de trabajo.
El hombre estaba esperando con un muchacho de la misma edad que su hijo. Al verlos caminó hacia ellos; a su encuentro, el chico lo siguió callado:
―¡Buenos días, don Domingo!, él es David.
―¡Buenos días, Ginés! ―Tras el saludo, se dirigió a los dos muchachos sin tan siquiera presentarlos―: A partir de este momento, sois los ayudantes de obra. El trabajo será duro. Vamos a comenzar con el proceso de tabiquería. Vuestra función principal será la de realizar la mezcla de la argamasa, si bien, debéis estar a disposición para realizar cualquier labor que se os pueda encomendar. Como sabéis, el calor en esta ciudad es asfixiante, por lo tanto, también os encargaréis, cuando se os indique, de traer agua del pozo que hay justo en la plaza que tenemos enfrente.
Dicho esto, les preguntó:
―¿Tenéis alguna duda?
Ambos, sin mediar palabra, negaron con la cabeza.
―¿Sabéis qué es la argamasa?
Los dos afirmaron con rotundidad.
―Pues bien, ¡ahora id a la plaza y buscad el pozo!, así cuando tengáis que traer agua, ya sabréis dónde se encuentra.
Los dos chicos caminaron en silencio hacia la puerta. Cuando ya no estaban al alcance de la vista de los hombres, don Domingo, en tono burlón, le dijo a Ginés:
―El otro muchacho es mi nieto. Espero no haber sido muy autoritario y haberlos asustado. Seguro que lo harán bien. Cuídelos.
―¡Descuide! ―respondió Ginés.
Tras lo cual, se echaron a reír.
No les costó mucho dar con él. El pozo estaba situado justo en el centro de la pequeña plaza.
―Bien, ¡ya lo hemos encontrado! ―comenzó diciendo el hijo del constructor―. Mi nombre es David ―dijo ofreciéndole la mano y una amplia sonrisa.
―Yo me llamo José, pero “to er mundo me dice Kiyo” ―contestó el otro aceptando el saludo.
El carácter afable de los muchachos hizo que su amistad se estrechara de forma inminente. Muchas eran las horas que al cabo del día pasaban juntos, y aunque terminaban exhaustos, se sentían unos privilegiados.
David disfrutaba mucho junto a Kiyo. El deje andaluz de su amigo, pasó de sorprenderle a hacerle llorar de risa cuando ambos se imitaban. Kiyo le contó porque vivía en Mérida. Era el pequeño de dos hermanos, y sus padres lo habían mandado con su abuelo en busca de un porvenir, ya que, su familia era muy humilde y no podían ofrecerle un futuro muy esperanzador.
Por su parte, David narró a su amigo toda la historia de cómo su familia abandonó Ézaro en busca de don Alberto, el nacimiento de Miguel, el porqué habían decidido venir a vivir aquí… En muy poco tiempo se conocían muy bien, es más, no había secreto alguno entre ellos, salvo aquel que tan intrigado tenía a David… Esperaba la ocasión para poder contar a su amigo la conversación que había escuchado aquella mañana. Buscaba el momento idóneo para, con todo detalle, explicarle que había oído y porque se sentía así.
Una tarde, al salir del convento, se dirigieron al puente romano. Desde que se conocieron, muchas eran las ocasiones en que los dos muchachos se tumbaban en la muralla.
Para David ese momento había cambiado. Ya no lo hacía solo, en silencio. Su amigo, se acostaba a su lado y hablaban del futuro y de sus sueños. No había algo que imaginaran que no fuera para hacerlo juntos.
De repente, David se incorporó:
―Kiyo…
―Dime, “mpare”.
―Hay algo que quiero contarte ―dijo con la mirada perdida en el horizonte.
El tono de David sorprendió a Kiyo, que de inmediato, al igual que su amigo, se incorporó sentándose a su lado.
―Me estás preocupando. Por tu gesto, diría que es algo serio.
―No es para preocuparse, grandullón. Pero sí, es muy importante….
David explicó con detenimiento aquella conversación que había cambiado su vida. Le habló del tesoro al que llamaban Felicidad. De cómo, todos los allí presentes, escuchaban a aquel hombre. Nadie se atrevía a interrumpirlo. De la excitación en sus caras al oír aquella revelación… Al igual que le sucediera a David, Kiyo quedó boquiabierto. Tras un momento de reflexión, fue este quien sorprendió a su amigo:
―¿Y si vamos en su busca? ―preguntó decidido.
―¿En busca de qué?
―¡“Cohones mpare”, hoy estás espeso! ¡Verás! Vamos a ver al gordo, ¡al viejo del pañuelo! A él le han hablado del tesoro, ¿no? Pues bien, que nos diga cuanto sepa, a qué tierras se refería el mercader de lana… Que nos lo cuente todo. ¡Y después, pues vamos a por él! ¿No querías viajar?, ¡esta es nuestra oportunidad!
Tras decir esto, dio un golpe en la espalda a su amigo que por poco lo hace caer de arriba de la muralla.
David tardó un instante en reaccionar. Su semblante también cambió. La idea de su amigo, sencillamente le fascinó. Su respiración sonaba entrecortada.
―Pero, ¿dónde encontramos al abuelo?
―Lo que yo te diga a ti, ¡hoy estás “padentro”. ¿No dices que los escuchaste en el arco?
―¡Sí!, debajo de unas palmeras.
―¡Pues ya está!, ese será su lugar de encuentro, donde han de juntarse para hablar de sus historias.
Juntos, planearon como ir en busca del hombre. Con frecuencia, don Domingo los mandaba a por encargos que hacían falta para la obra. Por norma general, siempre iban juntos. Desde que su nieto conoció a David, había cambiado y lo veía más feliz.
Al llegar de Jerez, muchas eran las noches que lo había oído llorar. Estar separado de su familia lo sumió en una gran tristeza, que desapareció desde el momento en el que su amigo surgió en su vida, y aunque durante el trabajo era duro con ellos, procuraba que no se separaran.
La tercera mañana desde aquel día, llegó el momento que tanto esperaban. Se dirigían a la plaza a por agua como de costumbre. Justo cuando iban a salir por la puerta, la voz de don Domingo los detuvo:
―Muchachos, ¡esperad! ―El tono sonaba autoritario, como siempre que se dirigía a ellos―. Id a la herrería y traed aquello que don Ángel os entregue. ¡No os demoréis!
―¡Sí, abuelo! ―contestó de inmediato Kiyo―, no tardaremos.
Tras girar la esquina, los dos muchachos tuvieron el mismo pensamiento. Tal era su complicidad que, con solo mirarse a los ojos, sin decir una sola palabra se entendieron.
Corrieron calle abajo. Tras unos instantes el sudor hizo acto de presencia. Jadeaban, pero no se detuvieron hasta llegar… Lo tenían delante. El arco se encontraba a muy poca distancia del convento. No había nadie, ni rastro alguno de los abuelos.
Era cerca de mediodía y con aquella temperatura, la gente buscaba refugio para protegerse y resguardarse de semejante bochorno. Ambos se miraron. Cuando el desánimo iba a apoderarse de ellos, una voz los alertó. Debajo de una palmera, alguien se maldecía por no poder hincarle el diente a una hogaza de pan duro que sostenía en la mano. David lo reconoció, era un viejo flaco y desdentado con aspecto demacrado que ya había visto en alguna otra ocasión. Asintió con la cabeza, haciéndole un gesto a su amigo para avanzar a su encuentro. Cuando estuvieron delante de él, el hombre levantó la vista y se dirigió a ellos con displicencia:
―¿Queríais algo, muchachos? Me disponía a comer y me gusta hacerlo solo.
Los dos chicos permanecieron callados. Aquella mirada los dejó sin habla.
―Si no queréis nada, ¡desapareced de mi vista y dejadme tranquilo!
―Si deseamos algo ―acertó a decir Kiyo, no sin cierto titubeo―, buscamos a una persona.
El gesto del viejo denotó sorpresa.
―Así que buscáis a alguien… No veo cómo podría ayudaros. Creo que no nos conocemos, ¿estoy en lo cierto?
Aquella voz transmitía desconfianza y maldad, pero no consiguió amedrentarlos. En esta ocasión fue David quién habló.
―Buen hombre, creo que sí que está en disposición de poder ayudarnos. Alguna mañana, he parado en este mismo lugar y he escuchado historias que cuentan un grupo de ancianos. En una ocasión, alguien habló de un tesoro al que llaman Felicidad. Era un abuelo que portaba un pañuelo en la cabeza y un gorro de paja. Solo hablaba él. Todos lo escuchaban con mucha atención y recuerdo que ese día usted también estuvo aquí, ¿sabe de quién le hablo?
El viejo entornó los ojos, y tras un instante de silencio, contestó:
―Todos saben quién es el abuelo del sombrero de paja…