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ОглавлениеCAPÍTULO III
La Villa de Madrid
Le costó conciliar el sueño, a la desazón por lo acontecido con su esposa, se sumaba la pesadumbre de no finalizar las obras; fray Joaquín siempre le había dispensado un trato excelente, y en su fuero interno, aún a sabiendas que era imperiosamente necesario partir, se sentía en deuda con él.
Aquella misma mañana le había contado la situación al fraile y este, lejos de ofenderse le había animado a partir:
―Hijo, ve con Dios, estoy seguro que todo saldrá bien. Yo, rezaré por tu esposa para que así sea ―le había dicho justo en el momento que le entregaba unas monedas, que Ginés se negó a aceptar.
Las obras seguirían su curso, había dejado a cargo a César, su ayudante de confianza, todo iría según lo previsto, aunque él era un hombre de bien, y eso no lo consolaba.
Tras la conversación matinal, habían convenido marchar máximo en tres o cuatro días. No había tiempo que perder, les esperaba un largo trayecto y sentían la inevitable necesidad de llegar lo antes posible.
Conversaron para decidir cómo organizarse y que debían de llevar, doña Rita puso a disposición el carro, tirado por dos burros, que utilizaba su tío don Francisco cuando visitaba a enfermos de pueblos o aldeas cercanas a Ézaro. Ella, haría acopio de las medicinas y enseres que considerara oportunos pudieran serles de utilidad. Ana, con la ayuda de los chicos, se encargaría de los alimentos, abasteciéndose de los menos perecederos para contar con provisiones aunque, durante el camino, irían dando cuenta de aquello que fueran necesitando.
La tarde del tercer día, todo estaba listo. Cenaron y se acostaron pronto, con las primeras luces del alba, emprenderían la marcha….
El viaje fue haciéndose duro a medida que avanzaban los días. Pasaron por una serie de vicisitudes que provocaron que todo fuera más difícil.
El frío se convirtió en su primer enemigo. Con el amanecer de cada mañana, continuaban la marcha.
―Durante el día nos encontraremos con gentes por los caminos y pueblos que atravesemos. Cualquier contratiempo será más fácil de solventar que de noche ―había dicho Ginés al partir.
Las bajas temperaturas de esas primeras horas eran insufribles. Víctor padeció la dureza de estas, con unas fiebres altas que lo tuvieron enfermo durante varios días.
Rita no era capaz de bajarle la temperatura. Estaba débil, no comía e incluso le costaba ingerir ni tan siquiera agua.
―Debes beber, hijo ―le apremiaba doña Rita con dulzura―, si no puedes llegar a deshidratarte y eso sería muy peligroso.
Al cabo del cuarto día, la fiebre comenzó a remitir y su cuerpo fue adoptando poco a poco su estado natural.
Ana cada vez estaba más pesada. Las jornadas eran más y más agotadoras. Muchas eran las horas que peregrinaban al día. Las piernas se le habían hinchado y sufría fuertes dolores. Durante el camino, apartó de su mente los pensamientos y la zozobra que la invadieron en el momento que doña Rita le puso al tanto de su estado.
Ansiaba arribar y ponerse en manos de don Alberto. Lo habían conseguido….
Quedaron asombrados. La magnitud de la ciudad los dejó atónitos. Eran gente de pueblo, acostumbrados a vivir en una pequeña comunidad, donde cada cara o lugar les resultaba familiar, no daban crédito a tanto gentío.
Se encontraban en la Puerta del Sol, uno de los lugares de encuentro más importantes de la Villa, aquí se situaba uno de sus mentideros más famosos: las gradas de San Felipe. Lugar de congregación de los habitantes de la ciudad donde se intercambiaban todo tipo de rumores y noticias.
Detrás de esas gradas, estaba sito el convento de San Felipe el Real, el cual poseía unos fuertes muros que servían para aislar la vida interior del bullicio que cada día tenía lugar fuera.
Según las señas con las que contaban, don Alberto vivía allí. No les costó dar con él, era un emplazamiento de sobra conocido por todo el mundo.
Había llegado el momento que tanto esperaban. Sin decir una sola palabra, todos notaban que el nerviosismo se adueñaba de ellos. En alguna ocasión durante el viaje, a Ana le habían asaltado las dudas:
―¿Y si no damos con don Alberto? Quizás viva en otro lugar, quizás….
Doña Rita, mujer positiva por naturaleza, no dejaba que aquellos pensamientos perturbaran más, si cabe, el estado de ánimo de Ana.
―Hija, tranquila. Todo saldrá como esperamos. Dios está con nosotros, va a protegernos y se encargará de que todo termine bien.
Ginés tomó la iniciativa, se adelantó y dio tres fuertes golpes a la puerta ayudándose del picaporte que la adornaba.
Nadie abría. El tiempo parecía haberse detenido, un gemido de dolor de Ana rompió un silencio casi sepulcral.
Cuando Ginés se disponía a llamar por segunda vez, la puerta se abrió.
Un joven fraile de mediana edad, apareció tras ella y, tras escrutarlos detenidamente, en tono afable les preguntó:
―Buena gente, ¿qué les trae a esta humilde congregación de siervos de nuestro Señor?
En esta ocasión, doña Rita tomó la palabra:
―¡Buen día, padre! Hemos realizado un largo viaje desde las tierras del norte, en busca de don Alberto. La hermana Ana se encuentra encinta y tengo la certeza que el bebé viene de nalgas, con el peligro que esto atañe tanto para él como para la madre. Mi difunto tío, don Francisco Manchón, era el médico del pueblo de donde venimos, y en una ocasión me contó que don Alberto había practicado la cesárea a una muchacha de La Mancha que se encontraba en situación similar. Según las señas que me proporcionó, don Alberto vivía aquí en este convento, junto a su congregación. Le pido que si así es tenga en cuenta nuestra situación y nos ayude a contactar con él.
El fraile escuchó con mucha atención todo lo que doña Rita le había contado, observó a los niños, ambos abrazados a su padre. Levantó la vista y vio a Ana, que seguía en el carro, pero se había incorporado al verlo aparecer tras la puerta.
―Don Alberto se encuentra aquí ―dijo esbozando una sonrisa―. Pasen por favor, yo iré en su busca.
El monasterio contaba con un amplio patio, en medio de este, una fuente con la escultura de dos ángeles alados, bañados por cuatro finos chorros de agua, lo adornaba. Un conjunto de arcos ofrecía sombra y era aprovechado por los frailes para pasear, leer o simplemente charlar en su tiempo libre. En la parte superior, se encontraban las habitaciones, donde de manera individual hacían vida cada uno de ellos.
Fray Emilio –así se llamaba el fraile que los recibió– dio orden a un par de clérigos de que salieran a por el carro y le dieran entrada por la puerta trasera del monasterio, ya que, la principal, situada en las gradas de San Felipe, contaba con escaleras y era esta otra la que utilizaban cuando habían de descargar mercancías o alimentos en grandes cantidades.
Fueron conducidos por el fraile a una habitación donde dieron acomodo a Ana en un pequeño banco de madera, mientras el resto, sentados en el suelo y con la espalda apoyada en la pared, buscaron un descanso más que necesario.
―No tardaré ―dijo fray Emilio desapareciendo tras cerrar cuidadosamente la puerta.
Era mediodía, y siempre que sus obligaciones se lo permitían, como reconocido amante del descanso, aprovechaba para echar una cabezada. Fray Emilio conocía sobremanera sus costumbres, por consiguiente, al llegar a su estancia, abrió unos centímetros la puerta y lo llamó:
―Don Alberto, ¿duerme? ―preguntó con un hilo de voz.
La voz ronca, pero siempre agradable del cirujano lo sorprendió.
―Me disponía a ello, Emilio, ¿algo importante que no pueda esperar? ―preguntó en tono irónico.
―Me temo que sí, don Alberto ―contestó abriendo la puerta y situándose junto al hombre.
Lo puso al tanto de la situación, y mientras se dirigían a la habitación donde esperaban los visitantes, fue ofreciéndole más detalles del estado de Ana, quién era doña Rita, de los muchachos y el hombre que las acompañaba… Cuando entraron en ella, todos al unísono giraron la cabeza en dirección a ellos. Aquellas gentes humildes, desaliñadas y casi exhaustas tuvieron la sensación de tener delante al mismísimo Dios. Este hombre era su única esperanza, y esperaban recibir de él la ayuda que precisaban.
El rostro de don Alberto transmitía confianza, y una vez comenzó a hablarles, cualquier tipo de duda en torno a su predisposición para con ellos, desapareció.
―¿Usted debe ser Ana? ―preguntó en tono jocoso, con cara de obviedad.
―Sí ―contestó esta sonriendo.
Tras hacerse una composición de quien era cada cual, prosiguió hablando:
―Imagino que estarán agotados, el viaje ha debido de ser tremendamente duro. En primer lugar ―indicó al fraile―, ha de encontrarles acomodo para que puedan asearse y descansar. Deben de reponer fuerzas, sobre todo usted ―dijo en esta ocasión dirigiéndose a Ana.
―A la hora de la cena, me reuniré con ustedes. Tendremos tiempo de profundizar en todos y cada uno de los detalles.
Se acercó a doña Rita, y le apoyó una mano en el hombro:
―Siento mucho el fallecimiento de su tío, no tenía noticia alguna.
Dicho esto, al tiempo que la mujer asentía aceptando sus condolencias, dio media vuelta y se marchó.
Fray Emilio los condujo a un ala del monasterio donde varias eran las estancias desocupadas, y que en ocasiones eran utilizadas por hermanos de otras congregaciones de paso por la Villa.
Ginés y Ana ocuparían un cuarto, los chicos el contiguo y doña Rita, estaría sola justo en el de enfrente de éstos. Mandó que les hicieran subir leche, pan y fruta, indicándoles donde quedaban las letrinas para hacer sus necesidades y el lugar de aseo.
―Descansen. A la hora de la cena, vendré a buscarles.
Tras asearse y cambiarse las ropas, todos juntos en el cuarto de Ginés y Ana, dieron buena cuenta de la comida suministrada. Parecían más relajados y el estado de ánimo era muy positivo.
Después cada cual se marchó a su lecho. Cuantiosas habían sido las noches pasadas al raso, en el viejo carro, tapados y acurrucados unos junto a otros para protegerse del frío.
Los dos hermanos unieron sus camas, mucho era el tiempo que llevaban durmiendo juntos, y allí, lejos de su hogar, necesitaban sentirse más cerca uno del otro.
―Hermano, todo saldrá bien con madre, ¿verdad? ―preguntó Víctor con los ojos cerrados.
David, tremendamente protector con él, contestó sin dudar―: ¡Claro que sí, pequeño! Pronto seremos tres…
Dicho esto, ambos se abrazaron y se dejaron llevar por un cansancio patente que no tardó en sumirlos en un profundo sueño.
Un joven fraile fue en su busca para acompañarlos al comedor. Habían conseguido dormir toda la tarde, pero ansiaban reunirse con el cirujano y esto pudo más que el propio cansancio. Desde hacía un largo rato, todos esperaban en el dormitorio de los padres.
Parco en palabras, el joven clérigo les indicó que lo siguieran―: Si están listos, síganme, les esperan. ―Dicho lo cual, en silencio, iniciaron la marcha.
El comedor estaba situado en la planta baja. Cuatro largas mesas de madera de roble colocadas de forma paralela unas respecto de las otras, con largos bancos de madera para tomar asiento, era todo el mobiliario del habitáculo. Don Alberto, junto a fray Emilio, esperaban en la más alejada de la puerta. Habían esperado a que la congregación se retirara para poder departir en la intimidad. Cuando llegaron a la altura de los dos hombres, ambos se levantaron, les dieron las buenas noches y les pidieron que tomaran asiento.
―¿Qué tal han descansado? ―preguntó el monje.
―La verdad, muy bien. Largo y duro ha sido el viaje, y necesitábamos reponer fuerzas ―contestó Ginés. Don Alberto tomó la palabra. Sentada a su derecha, se encontraba Ana. Dirigiéndose a ella comenzó a hablar, fue directo, pero tierno a la vez.
―Y bien, ¿cuándo notó, y cómo fueron los primeros síntomas?
A raíz de esta pregunta, la velada transcurrió de manera distendida. Ana le contó como comenzaron los dolores, doña Rita le puso al tanto del reconocimiento al que la sometió, de la profesión de Ginés, del porqué salieron en su busca, como había transcurrido el viaje… Don Alberto no perdía detalle y en el momento que consideraba oportuno, hacía un inciso y pedía que le volvieran a explicar aquello que no había entendido. Tras departir de todos y cada uno de los temas y situaciones pertinentes, el cirujano expuso los pasos previstos a poner en marcha:
―Mañana a primera hora, la reconoceré. Según las fechas que hemos manejado, debe estar casi salida de cuentas y no creo conveniente alargar más el alumbramiento. Si todo está correcto, nos prepararemos para dentro de un par de días. Doña Rita, usted me ayudará. ―La enfermera asintió sin ningún atisbo de duda. Prosiguió―: He hablado con los hermanos de la congregación y no tienen inconveniente alguno de que se alojen aquí el tiempo necesario hasta que Ana se recupere.
―Don Alberto, sabemos por doña Rita, que una cesárea es peligrosa, y que, en muchos casos, tiene fatales consecuencias para la madre, el bebé e incluso los dos… ―acertó a decir Ana con los ojos anegados en lágrimas, pero mostrando serenidad.
La había llevado a cabo en dos ocasiones. En la primera, fallecieron la madre y el niño, en la posterior, solo pudo sobrevivir el bebé, pero era algo que no estaba dispuesto a desvelar, si no, los temores de la mujer y de su familia, no harían más que ir en aumento.
―Ha de estar tranquila; cierto es que una cesárea entraña peligro, pero en los casos que las llevé a cabo, gracias a Dios no hube de lamentar pérdida alguna. No entiendo en esta ocasión, que vaya a ser distinto ―dijo con seguridad.
Tras lo cual, se dirigió a Ginés:
―Debido a su profesión, podría echarnos una mano en torno a unos arreglos que andamos detrás de realizar.
―¡Por supuesto, don Alberto!, cuente conmigo y con mis hijos para lo que gusten mandar. Es un gran gesto el que han tenido para con nosotros. Ruego les transmitan nuestro más sincero agradecimiento.
Tras dar cuenta de la cena y departir sobre el viaje, la vida en la Villa y alguna que otra cosa trivial, se retiraron.
―Ana, acuéstese y se sube el camisón, por favor.
Había amanecido, y antes del desayuno, don Alberto mandó avisar a la mujer para que se personara ante él. Esta, acudió acompañada por doña Rita y su esposo a la habitación que el cirujano utilizaba de consulta, para atender a los enfermos del convento.
Tras un reconocimiento exhaustivo, y después de realizarle las preguntas pertinentes para poder recabar información, mientras se lavaba las manos, dijo:
―Mañana llevaremos a cabo la cesárea ―anunció en tono autoritario―. Doña Rita, hoy la necesito conmigo. Usted me ayudará a preparar cuanto necesito.
Se acercó a Ana que ya se había bajado el camisón, y escuchaba atenta junto a Ginés:
―Usted esté tranquila. Le recomiendo que descanse y retome tantas fuerzas como le sea posible, las necesitará.
Don Alberto transmitía a Ana mucha seguridad, sentía que nada malo podría ocurrir estando en sus manos. Dios lo había puesto en su camino y estaba convencida que tanto ella como su bebé, saldrían adelante.
―Aprovecharé para rezar.
Tras decir esto, se acercó al hombre y mientras lo abrazaba, le susurró al oído:
―Es usted un ángel. Gracias por todo… El día transcurrió con normalidad. La vida en el convento era lo bastante apacible para que nada perturbara la tranquilidad que allí reinaba.
Los frailes iban y venían enfrascados en sus labores y menesteres. Era una congregación muy metódica y organizada sobre todo en el orden y la pulcritud. Ana aprovechó la jornada para dar pequeños paseos; de cuando en cuando tomaba asiento en alguno de los bancos situados en el patio exterior, y mientras tomaba el sol, no perdía detalle alguno de todo lo que allí ocurría.
En un par de ocasiones, la puerta trasera por la que recibían a los mercaderes se abrió, dando paso a varios carros cargados de lo que supuso serían encargos en grandes cantidades que eran servidos en el propio convento.
Antes de la comida, se dirigió a la capilla; cuando se disponía a entrar, se topó con fray Emilio, que salía de ella:
―¡Fray Emilio!, disculpe, no lo había visto.
―Disculpe usted, doña Ana ―dijo en tono cariñoso―, andaba distraído, pero ya me marchaba. La dejo, imagino que querrá estar sola.
Los ojos de Ana se cubrieron de lágrimas, y notó que le flaqueaban las piernas, aun así, y con la voz rota, consiguió sacar un hilo de voz de su garganta:
―No se marche, por favor. No quiero estar sola.
El fraile quedó sorprendido por la actitud de la mujer. Débil, asustada y vulnerable. Todo lo que necesitaba en ese instante, era un hombro en el que llorar y a alguien a quien poder contarle los miedos que la atormentaban, los cuales no era capaz de relatar a su esposo y mucho menos a ninguno de sus hijos. Fue una larga conversación, profunda y, ante todo, sincera.
Varias fueron las veces en las que la emoción superaron a la mujer, y en las que se vio obligada, entre sollozos, a detener su relato. Aun así, sacó fuerzas de flaqueza y fue capaz de contar al fraile, sin tapujo alguno, como se sentía y a qué tenía miedo. Persona de profundas creencias religiosas, desde niña siempre soñó con casarse, amar y ser amada, para poder formar una familia.
Era inmensamente feliz, Ginés siempre la había querido y respetado, y era madre de dos niños a los que adoraba con todo su corazón. Aunque no tenían previsto volver a ser padres, se sintieron afortunados porque Dios los había bendecido con el que sería su tercer hijo. Aquella noticia los colmó de felicidad. Ana siempre había soñado con envejecer junto a su esposo, ver como sus hijos seguían sus pasos y sus nietos correteaban por su pequeño huerto. Aunque confiaba plenamente en don Alberto y en la voluntad del Altísimo, no era capaz de borrar de su mente la posibilidad de no superar la cesárea y perderse todos los momentos que faltaban por llegar.
El fraile la escuchó con atención, sin interrumpirla, impertérrito. Cuando hubo terminado, él también fue sincero y le transmitió lo que en realidad pensaba, no aquello que quizás la mujer necesitaba oír.
Estaba de acuerdo con ella que una cesárea era muy peligrosa, que cabían muchas posibilidades de que no saliera bien y que alguno, o quizás los dos, perdieran la vida. Pero no había otra elección, así que le pidió que mantuviera la fe en Dios y en el cirujano y que no disminuyera un ápice, aquella fuerza que la había llevado hasta allí, superando aquel largo viaje emprendido desde tan lejos.
―Si me permite, voy a darle un último consejo.
―Lo recibiré encantada ―asintió Ana mirándolo fijamente a los ojos.
―Disfrute hoy de su familia tanto como pueda. Aunque estoy seguro que lo saben de sobra, dígales cuanto los quiere, todo lo que le han dado durante estos años y aquello que espera de ellos en el futuro. Que no la vean flaquear ni débil. Haga planes con su esposo y sus tres hijos, eso los colmará de esperanza para afrontar este difícil compromiso, y desviará cualquier pensamiento negativo que pueda azotarles. Y usted tendrá más motivos, si cabe, para seguir luchando.
Se encontraban de pie, las palabras del fraile emanaban de lo más profundo de su alma, e hizo que ambos se levantaran del banco donde se sentaron al entrar, sin apenas darse cuenta.
―Que Dios lo bendiga, Padre. Muchas gracias por todo ―acertó a decir Ana, acariciando su mejilla.
―Las gracias a los desconocidos… ―sonrió este.
Dicho esto, y tras encender un par de cirios, la puerta de aquella vieja capilla se cerró, guardando para siempre el secreto de aquella conversación.
―¿Tiene hambre? ―preguntó sonriendo fray Emilio.
―Ahora que lo dice, sí ―contestó Ana devolviéndole la sonrisa.
De forma instintiva, ambos se abrazaron por los hombros y emprendieron camino dirección al comedor. Desde aquel instante, el vínculo de amistad entre los dos, creció de una manera infinita…
Ana hizo suyo el consejo del fraile. Después de la comida, y hasta la hora de retirarse, tras la cena, no se separó ni un solo instante de su familia.
La mujer era consciente que podrían ser los últimos momentos que quizás viviera junto a ellos, aunque después de salir de la capilla, aquellos pensamientos habían quedado muy lejanos, casi en el olvido.
Recordaron anécdotas de cuando los chicos eran pequeños, de los planes y deseos de futuro que ambos albergaban, e incluso decidieron, el nombre de su hermano.
En los anteriores alumbramientos, no lo habían elegido hasta ver la cara del bebé, en esta ocasión, sería diferente. Tras haber deliberado entre abundantes risas y bromas, tenían veredicto:
―Si es niña se llamará María. Si por el contrario es varón, su nombre será Miguel ―aseveró Víctor tras el cónclave familiar.
Ginés también aprovechó para trasladarles una idea que desde hacía algún tiempo le rondaba en la mente:
―Cuando todo haya terminado y tanto el bebé como vuestra madre se encuentren en condiciones de viajar, he pensado dirigirnos a Mérida. Cuentan que es una ciudad en auge, donde podría encontrar trabajo y seguir ejerciendo mi oficio ―dicho lo cual, preguntó―: ¿Qué os parece la idea?
Los tres asintieron afirmativamente. Siempre apoyaban cualquier decisión del cabeza de familia, ya que, todo lo hacía pensando en ellos…
Poco antes del amanecer, doña Rita fue en su busca. Ana ya la esperaba fuera de su habitación. Su semblante parecía bastante tranquilo. Erguida, con la espalda apoyada en la pared y la mirada perdida en algún pensamiento que la enfermera no tenía intención alguna de perturbar.
La presencia de la mujer la sorprendió, no había notado su llegada hasta que estuvo junto a ella.
―Buenos días, Ana. ¿Está lista? ―preguntó al mismo tiempo que la agarraba por el brazo.
―Sí, claro ―contestó muy segura.
En ese mismo instante, Ginés salía de la habitación. Dio los buenos días a la enfermera.
Los chicos permanecerían en la suya hasta que todo hubiera acabado.
Los tres enfilaron el camino que les llevaría hasta la sala donde les esperaba el cirujano, que ya tenía todo preparado para comenzar con la cesárea.
Durante el trayecto, no volvieron a cruzar palabra alguna. Doña Rita, entendía el estado de nerviosismo en el que estaría sumida la mujer, (aunque esta, intentara disimularlo). Atravesar la puerta marrón desvencijada, que tenían enfrente, era el último obstáculo para enfrentarse a su destino.
Antes, Ginés se acercó a su esposa y le dio un beso en la frente:
―Hasta dentro de un rato. Estaré aquí esperando a que todo termine.
―Hasta dentro de un rato, no tardaré ―contestó ella, ofreciéndole una amplia sonrisa.
Dicho esto, se dirigió hacia la puerta. Doña Rita la siguió, en silencio, tras sus pasos.
Al abrirla, encontraron a don Alberto de pie, frente a ella. Ana entró en primer lugar, a la vez que la enfermera cerraba la puerta.
Ambos caminaron uno hacia el otro, hasta encontrarse. El hombre la cogió por las manos:
―Ana, ha llegado el momento.
El tono era cálido, transmitiendo tranquilidad.
La mujer le miró fijamente a los ojos. Su mirada, era la de una persona segura y dispuesta a afrontar aquello que la vida le había deparado.
―He de pedirle un último favor.
El hombre notó como las manos de Ana apretaban las suyas cada vez con más fuerza.
―Necesito que me abrace. Tiene algo especial, cuando estoy con usted me encuentro en un lugar seguro, se me olvida todo, me da energía y me siento bien…
Tras un largo y sentido abrazo, desnuda por completo tal cual le pidió don Alberto, la mujer se acostó e intentó tranquilizarse. Tomaba grandes bocanadas de aire, para después, expulsarlo lentamente.
―¿Preparada, doña Rita? ―preguntó el cirujano.
A lo que esta asintió.
―Comencemos entonces…
Un fuerte gemido de dolor, puso en conocimiento de Ginés que don Alberto había comenzado. De aquel hombre dependía el futuro de su esposa y de toda su familia. Tal cual les había explicado, haría una incisión en el abdomen en el sitio donde rotara el útero, con el fin de proteger la vejiga. Acto seguido se extraería al niño por el costado de la madre, previa incisión en el útero. Finalmente y, quizás lo más importante, le practicaría un drenaje de los loquios hacia la vagina para evitar una infección en la cavidad abdominal, sin duda alguna, la causa frecuente de muerte en estos casos.
Un acto reflejo le llevó a taparse los oídos e ir en busca de sus dos hijos. Aunque la noche anterior decidieron que esperarían en su habitación, el hombre se sentía solo y necesitaba estar con ellos. La operación duraría como mínimo una hora, que sentado allí, sin compañía de nadie, podría parecerle eterna, y no se veía capaz de oír como su mujer sufría.
A mitad de camino se cruzó con los dos muchachos, que no podían soportar la idea de estar allí, sin tener noticias.
―¡Padre! ―gritó Víctor al tiempo que corría hacia él.
―Ya ha comenzado. Muy pronto todo esto habrá sido un mal sueño.
―Estoy seguro de que sí ―contestó el muchacho con convencimiento.
―Bajemos a caminar por el patio y en un rato subimos. Aquí no hacemos nada ―propuso el mayor de los hermanos.
Creían haber esperado el tiempo suficiente cuando decidieron subir de nuevo. No habrían terminado aún, si así hubiera sido, habrían ido a avisarles.
Al girar hacia el pasillo en busca de noticias, encontraron al cirujano y a doña Rita intercambiando impresiones. Hablaban tan bajo que no lograron escuchar nada hasta estar prácticamente a dos metros de ellos.
Al verlos, Ginés se apresuró. Sus hijos hicieron lo propio.
―¡Don Alberto, ¿cómo ha ido? ―preguntó el hombre casi sin aliento.
Los dos muchachos se abrazaron a la enfermera esperando la ansiada respuesta por la que habían rezado desde su marcha de Ézaro.
Secándose las últimas gotas de sudor de la frente, el cirujano contestó:
―Hemos hecho todo cuanto estaba en nuestras manos. Lo que ocurra ahora, solo lo sabe Dios…
Desde que Ana dio a luz, el tiempo había transcurrido deprisa. Estaban muy adaptados y vivían felices con la vida que el monasterio les ofrecía.
Ginés y los chicos realizaban cuantos arreglos les encomendase fray Emilio. Ana, se dedicaba por completo a Miguel, que era ya un hermoso y sano bebé y que se había convertido en el juguete de la congregación. La familia que llegó desde tierras del norte, era ya conocida por todos y cada uno de los frailes, y el pequeño, los tenía enamorados.
Abundantes eran las visitas en la habitación de Ana. Si paseaba por el convento, todo aquel que se cruzara con ella, hacía un inciso en su tarea para acercarse al niño. Este, siempre les regalaba una sonrisa, que incluso en ocasiones, terminaba en una sonora carcajada.
Fueron alargando el momento, pero al fin, el día llegó. Se encontraban en mitad del patio, junto a la fuente que les dio la bienvenida, sus dos ángeles serían testigos de excepción del instante en que las vidas de aquellas personas tomarían diferentes derroteros y se separarían. Se separarían solo físicamente, porque sus almas y corazones, por todo lo allí vivido, seguirían unidos por siempre.
En un pequeño corro, nadie era capaz de mediar palabra. Don Alberto, doña Rita, fray Emilio, Ginés, Ana… Querían prolongar aquel último instante. Todos temían empezar la conversación que los alejaría para siempre. Ana, quien sostenía al bebé en sus brazos tomó la palabra:
―Tengo la certeza, de que hablo en nombre de toda mi familia cuando digo que jamás podremos vivir lo suficiente, para agradecerles cuanto han hecho por nosotros. Allá donde nos encontremos, nuestros rezos y pensamientos estarán con ustedes, y el pequeño Miguel sabrá que les debe la vida a tres personas maravillosas.
Dicho esto, se dirigió a la enfermera. Días atrás esta le había dicho que iba a quedarse a vivir en la congregación. Don Alberto debía visitar a muchos pacientes, precisaba tener una ayudante y tenía previsto aceptar el puesto que el cirujano le ofreció.
―Su tío estaría muy orgulloso de usted.
Fueron múltiples los besos y abrazos que, acompañados por alguna que otra lágrima, todos se dispensaron, tras lo cual, Ana y Ginés subieron al carro donde esperaban David y Víctor.
La puerta trasera que un día se abrió para darles cobijo, hoy lo hacía para decirles adiós…