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INTRODUCCIÓN

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Me gusta pensar que la historia es un modo más amplio de ver la vida. Es fuente de fuerza, de inspiración. Tiene que ver con lo que somos y lo que defendemos, y nos resulta esencial para la comprensión de cuál debería ser nuestro papel en el tiempo en que vivimos. La historia —no debemos cansarnos de repetirlo— es propia de los humanos. Tiene que ver con las personas, que nos hablan a lo largo de los años.

Nuestra historia, la historia americana, es nuestro modo de definirnos como pueblo y como nación. Es una historia sin parangón, nuestro mayor recurso natural, podríamos decir: el propósito de mi trabajo ha sido siempre dar a esa historia y a esos protagonistas una dimensión más nítida, más humana, tanto en mis escritos como en mis discursos.

Los discursos incluidos en este libro han sido seleccionados de entre muchos otros ofrecidos en los últimos veinticinco años, con la esperanza de que lo que tenía que decir nos ayude a recordar, en este tiempo de incertidumbre y de discordia, lo que somos exactamente y lo que defendemos, las elevadas aspiraciones que inspiraron a los Padres Fundadores de nuestra nación, nuestros valores y la importancia de la historia para orientarnos en estos tiempos plagados de conflictos y dudas.

Dos de los discursos los pronuncié durante la celebración de sendos aniversarios de la nación: en el Bicentenario del Congreso de Estados Unidos y en el Bicentenario de la Casa Blanca. Otros dos tuvieron lugar en escenarios históricos, coincidiendo con dos experiencias memorables eminentemente americanas: una de grandes esperanzas, la otra en recuerdo de una pérdida trágica y de unas palabras de un valor imperecedero.

El primero fue con ocasión de una ceremonia de nacionalización, celebrada en verano en la antigua residencia de Thomas Jefferson en Monticello. El segundo fue en el mediodía del 22 de noviembre de 2013, en Dealey Plaza (Dallas, Texas), durante la ceremonia en la que se conmemoraba el 50.º aniversario del asesinato de John F. Kennedy. Se habían reunido más de cinco mil personas, muchas de ellas venidas de muy lejos. Hacía un día horrible —frío, con viento y lluvia— y la multitud llevaba congregada desde primera hora de la mañana. El Glee Club de la Academia Naval cantaba el Himno de Batalla de la República. Aquella imagen, vista desde el estrado, no la olvidaré nunca.

Otros discursos incluidos tuvieron lugar en facultades y campus universitarios. En esas ocasiones, lo que esperaba era dejar claro a los jóvenes que se lanzaban a una nueva etapa de participación plena en la vida americana la importancia vital de conocer la historia de su país, pero también que la historia, como la música, la poesía o el arte, es un modo fantástico de aumentar la experiencia de la vida, y que esa historia no solo trata de política y de guerra, en absoluto, puesto que la música, la poesía y el arte son elementos importantes de la historia, punto este que subrayé especialmente en la charla que di en el Lafayette College en 2007.

No tengo idea de cuántos discursos he pronunciado, ya que empecé al menos hace cincuenta años, pero sé que he hablado en los cincuenta estados y aún sigo, sobre todo porque todavía siento que tengo algo que decir, y porque me sigue gustando visitar nuestro país, conocer a gente y escuchar lo que tienen que decir.

Sí, tenemos muchos motivos de preocupación, muchas cosas que corregir, mejorar o eliminar. Pero la vitalidad y la energía creativa, la decencia esencial, la tolerancia y la insistente búsqueda de la verdad, así como la generosidad del pueblo americano siguen ahí, constantemente.

Más de una vez he arrancado un discurso algo desmoralizado por el estado de las cosas, pero luego he recuperado el ánimo al ver, una y otra vez, que los clásicos valores americanos siguen bien arraigados, que siempre hay buenas personas uniendo esfuerzos para cambiar las cosas a mejor, que el espíritu americano sigue vivo.

América

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