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LA CIVILIZACIÓN Y LA CIUDAD UNIVERSIDAD DE PITTSBURGH

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Pittsburgh (Pensilvania)

1994

¡Qué gran día es este para todos nosotros! Para vosotros, que os graduáis, y para todos aquellos que os han acompañado por el camino, todos los que os han animado y os han provisto de lo necesario con gran generosidad: padres, hermanos, maridos, esposas, abuelos, compañeros de habitación, compañeros de equipo, docentes, entrenadores, empleados de la oficina de préstamos... y bibliotecarios. Y, en la calle, todos aquellos que os han vendido libros, zapatillas deportivas, cortes de pelo, cafés a media noche y pizza para llevar.

Para mí constituye un enorme honor participar en este día, haber recibido este gran encargo por parte de vuestra universidad. Porque no hay reconocimiento más dulce que el que te profesan en tu propia ciudad. No podría estar más contento y agradecido.

Así que aquí estamos, en esta tarde del mes de mayo de 1994, próximos a cerrar este turbulento siglo XX mientras, en el horizonte, se abre una nueva centuria desconocida, a cuyo nombre tardaremos un tiempo en acostumbrarnos.

Estamos en Pittsburgh, donde el Monongahela se une al Allegheny para formar el poderoso río Ohio, a 80 grados de longitud oeste, a 40 grados 26 minutos de latitud norte... Pittsburgh, Pensilvania, una de las mejores, más interesantes y prometedoras ciudades de nuestra nación. Y es de esta particular confluencia del tiempo y el espacio, y de la promesa de las ciudades americanas, de lo que quiero hablar hoy.

Pocos lugares hay donde el pasado y el futuro unan fuerzas con tanto ahínco como aquí. Pittsburgh tiene un modo particular de arraigarse en el pasado y de mirar al futuro. En otro tiempo fue la puerta de salida hacia el oeste, cuando el oeste era el futuro. El primer hospital general, la primera emisora de radio y el primer canal de televisión didáctica se fundaron aquí, convirtiéndose en acontecimientos de importancia nacional que se adelantaron a su tiempo. Y también creció aquí el imperio del acero con la llegada del procedimiento Bessemer, que puso a Pittsburgh sobre el mapa y lanzó el país a la supremacía industrial. La gran campaña de limpieza del aire y del agua iniciada a finales de la década de 1940 se convirtió en un ejemplo para el mundo, mucho antes de que se extendiera la conciencia ecológica. Y aunque la vieja ciudad del acero, la Pittsburgh de mi infancia, ha desaparecido —ya no queda rastro ni del humo ni del hollín ni de aquellas noches de palpitantes cielos rojos, como tampoco de la guerra mundial que mantenía las fundiciones a pleno rendimiento—, los magníficos barrios antiguos sobreviven como en pocos sitios: preciosas iglesias antiguas, templos, puentes, el gran palacio de justicia. La conservación histórica ha conseguido en nuestra ciudad un éxito que ha hecho que el resto del país tome nota y se anime a imitarnos.

Vuestra propia Catedral del Aprendizaje sigue elevándose sobre Oakland como el primer día tras su construcción. La erigieron en la década de 1930, cuando salíamos de la Gran Depresión, no lo olvidemos, como un símbolo de la decisión de una ciudad que sufrió con especial dureza la dura crisis.

La universidad, que en la década de 1890, época álgida de los barones del acero, contaba con solo noventa y cinco estudiantes de último curso, todos hombres, licencia hoy, en la década de 1990, a cinco mil hombres y mujeres cada año. Y además ha remplazado al imperio del acero —algo que la generación de mis padres habría considerado inimaginable— como primer proveedor de empleo de la ciudad, con un impacto económico sobre la comunidad en general mayor de lo que sugieren las estadísticas.

Separar Pittsburgh de su universidad, popularmente conocida como Pitt, supondría una tragedia: ciudad y Universidad se retroalimentan, se inspiran mutuamente y cada una tiene una responsabilidad fundamental sobre la otra. Les une un pasado esencial, tal como muestra Robert Alberts en su interesante historia de la Universidad de Pittsburgh. Y que nadie se engañe: el futuro de las dos también está conectado. Ambas deben hacer lo mejor para la otra, trabajar del mejor modo posible para proteger mutuamente sus intereses.

Las ciudades son civilización. Y todas las grandes urbes son grandes estructuras compuestas, no son solo un mercado comercial, o centros de producción o de finanzas ex­ clusivamente, o el lugar donde salimos a cenar o a tomar copas, o a animarnos gracias a la música, el teatro o el arte, sino que son todo eso a la vez. En nuestras ciudades se encuentran nuestros centros vitales de aprendizaje, de derecho, de investigación científica, de producción editorial, y también las sedes de gobierno, lugares de encuentro, centros médicos y centros de las ideas. Todo nuestro estilo de vida americano depende de nuestras urbes, del pulso de lugares como Pittsburgh.


La Catedral del Aprendizaje, Universidad de Pittsburgh.

Somos un pueblo al que le encanta la naturaleza. Cantamos a los cielos abiertos, a las montañas azules y salimos a explorar en nuestros todoterrenos. Nos ponemos nostálgicos con los pueblecitos y construimos cada vez más barrios periféricos. Pero la fuerza de Estados Unidos, la gran concentración de riqueza, cultura y oportunidades, el gran filón de recursos humanos..., todo eso se encuentra en las ciudades americanas, y las ciudades americanas se hallan sumidas en graves problemas, por lo que nuestro estilo de vida se enfrenta a una amenaza más grave de lo que parecemos dispuestos a admitir.

Es algo que no podemos rehuir. No podemos hacer caso omiso ni agarrarnos a la vana esperanza de que se arreglará por sí solo de algún modo.

¿Qué podemos hacer —nos preguntamos— para combatir los crímenes violentos? ¿Las adicciones a las drogas? ¿La epidemia de sida y los sufrimientos y las muertes que conlleva? ¿Qué podemos hacer con los miles de sintecho que viven en nuestras calles? ¿Con la degradación progresiva de los más pobres? ¿Y con sus niños, sobre todo? ¿Qué podemos probar? ¿Qué funcionará?

Yo tengo una sugerencia, y es esta: debemos recurrir al poder y a los recursos de nuestras universidades, usándolos de una manera diferente.

Del mismo modo que durante los años de la Guerra Fría nuestras principales universidades, con una financiación federal de millones de dólares, estaban activamente implicadas en la investigación y el desarrollo del sector militar, tenemos que conseguir que las grandes universidades de nuestras ciudades se impliquen activamente en ayudarnos a entender y paliar los graves problemas urbanos.

Si realmente la paz arroja dividendos, dediquemos una parte sustancial a este objetivo en forma de financiación y becas para las universidades de nuestras grandes urbes, de modo que puedan examinar los problemas que persisten en su entorno, aportar recursos e innovación y hacerse responsables en mayor medida del futuro de esas ciudades. Pero haya o no «dividendos de la paz», se necesita un fuerte apoyo por parte de las corporaciones, empresas, instituciones financieras y fundaciones que tantos intereses tienen en las ciudades.

Se ha hablado repetidamente de un Plan Marshall para las ciudades, pero hasta ahora se ha quedado en nada. Este podría ser el primer paso, positivo y creativo.

¿Y por qué no empezar aquí mismo, en Pittsburgh, ciudad pionera en tantas cosas, con la Universidad de Pittsburgh a la cabeza?

Yo diría que la base de un programa de estas características debería ser la historia, por un motivo específico y realista: que todos los problemas tienen historia y que el camino más sensato para encontrar una buena solución a prácticamente cualquier problema empieza por comprender su historia. De hecho, casi todos los intentos de solucionar un problema sin comprender su historia son una apuesta por el fracaso, y un ejemplo de ello es nuestra trágica intervención en Vietnam sin tener prácticamente ni idea de su pasado.

¿Cuál es la historia de los sintecho del condado de Allegheny? ¿Cuánto sabemos del tema? ¿Qué experiencia tenemos como comunidad, en conjunto, con respecto al alcoholismo y la adicción a las drogas? ¿Qué podemos aprender de la respuesta de la comunidad a las epidemias a partir de la terrible experiencia de 1919, cuando la gripe europea arrasó el oeste de Pensilvania? ¿O de los crímenes violentos registrados durante generaciones?

Dejemos que sea la universidad la que gestione sus recursos, su inmensa capacidad y sus múltiples instrumentos para la investigación y el análisis, su gran potencial intelectual. Dejemos que la ciudad que la rodea sea su laboratorio, el terreno para su labor de campo, su sujeto de estudio, hasta un punto mucho más allá de lo que se ha hecho hasta ahora. Que haya una amplia gama de proyectos a nivel universitario y posuniversitario, especialmente en historia, pero también en otras disciplinas: economía, salud pública, gobierno, urbanismo, labor social o ingeniería medioambiental.

La historia de Pittsburgh ya forma parte del currículo de Pitt, su universidad, en un curso impartido por el profesor Ted Muller. Pero es solo un curso y tiene un aforo limitado a cuarenta estudiantes, un tercio de los que querían seguirlo. Yo propongo no solo ampliar el programa del profesor Muller, sino que se creen muchos más.

En la década de 1940 se lanzó en Yale un nuevo programa de estudios americanos, se creó un departamento de estudios americanos, y la idea enseguida se extendió a otras universidades. La contribución de Pitt podría ser un nuevo departamento de estudios sobre Pittsburgh. Y, sí, habría una licenciatura en estudios de Pittsburgh.

El nuevo departamento podría sacar un gran partido al talento de los docentes con los que ya cuenta la universidad. Podría centrarse en los diversos programas que ya tratan temas relacionados con la ciudad y ser la herramienta de coordinación.

«Demasiado limitado en cuanto a programa», podría aducirse. No más limitado de lo que es el estudio de cualquier otro tema. Todo depende de quién imparta las clases, de quién inspire a los estudiantes para que piensen cosas nuevas. Al fin y al cabo, los horizontes de esta proteica ciudad en permanente cambio son infinitos.

Otros podrían cuestionar el «valor de mercado» de tal programa. ¿Dónde podría llevarnos una licenciatura en estudios sobre Pittsburgh? Me resulta difícil imaginar que alguien que se graduara en la Universidad de Pittsburgh con un gran conocimiento sobre cómo funciona la ciudad no fuera bienvenido en los sectores empresarial, gubernamental o educativo. Especialmente aquí, pero también en otros lugares.

Y pensemos en lo que aportaría a la comunidad tener cada año entre veinte y cuarenta licenciados más especializados en Pittsburgh. Pensemos en el valor creciente de la investigación, en la experiencia acumulada en un período de diez o veinte años. Imaginemos el flujo de ideas que se generará cuando los estudiantes descubran la emoción que supone abrir un nuevo campo, con la motivación añadida de saber que lo que hacen es importante.

Pensemos en los errores, caros e innecesarios, que podrían evitarse aquí y en otros centros urbanos de Estados Unidos si esa idea de programa universitario arraigara. En St. Louis se proyectó un nuevo tren de alta velocidad para conectar con el aeropuerto que atravesaba un antiguo cementerio negro porque no entendieron —o consideraron siquiera— la importancia que tenía para la comunidad negra, lo que provocó que el proyecto acabara cancelándose y que las pérdidas económicas fueran incalculables.

Tenéis que saber lo que ha vivido la gente para comprender lo que quieren y lo que no quieren. Ese es el quid de la cuestión. Y lo que ha vivido la gente es lo que llamamos historia.

En 1996 se inaugurará en el centro de Pittsburgh un nuevo organismo de historia regional, que consistirá en una combinación de museo, biblioteca, archivo y centro de investigaciones. Será un nuevo atractivo para la ciudad, el mejor centro de ese tipo de todo el país, y podría convertirse en el complemento perfecto para un nuevo programa de estudios sobre Pittsburgh en Pitt. La ocasión no podría ser mejor, el momento es el ideal, el plan de acción para esa combinación de fuerzas podría lanzarse de inmediato.

Todo el mundo conoce la extraordinaria y pionera tradición en medicina de la Universidad de Pittsburgh. El proyecto recién anunciado por la universidad para editar las obras literarias de autores caribeños y latinoamericanos del siglo XX en excelentes traducciones es una de las iniciativas editoriales más emocionantes y ambiciosas de la historia. La innovación y la vanguardia son tradición en la Universidad de Pittsburgh. La Catedral del Aprendizaje, concepto universitario sin par, se convirtió en símbolo de su determinación en los oscuros años treinta; hagamos lo mismo ahora, cuando tantas de las cosas esenciales de la vida americana están en juego. Hagamos algo al respecto.

Con ese espíritu me dirijo a vosotros, a los que integráis el curso de 1994, a los que ahora empezaréis cursos de posgrado o de especialización para iniciar vuestra carrera profesional, o a los que os pondréis directamente a trabajar, que no podríais ser más bienvenidos. No podríais ser más necesarios.

Sed generosos. Dad algo de vosotros mismos. Tened valor para defender vuestras convicciones. Y cualquiera que sea el camino que toméis, cualquiera que sea el trabajo que hagáis, disfrutadlo ante todo, porque si sois felices, pensaréis mejor.

América

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