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CAPÍTULO UNO
ОглавлениеKent 1816
El carruaje se sacudía mientras recorrían el camino. El sol entraba por las ventanas, destacando los asientos forrados de terciopelo. Mientras viajaban, Lady Annalise Palmer veía pasar por la ventana los diversos árboles. No era que el paisaje fuera particularmente impresionante, aunque tenía cierto atractivo, pero era porque no podía estar segura de su recepción una vez que llegara a su destino. Había escrito a su hermanastra, Estella, la nueva vizcondesa de Warwick y le explicaba por qué había actuado como lo había hecho; sin embargo, no significaba que la perdonaría. Había recibido una carta de Estella invitándola a visitar el castillo de Manchester. Annalise no podía evitar preguntarse por qué estaban en Kent, y no en la propiedad de Warwick.
“¿En realidad necesitabas viajar hasta aquí para ver a Estella?”. Le preguntó su hermano, Marrok, marqués de Sheffield. “Odio los largos viajes en carruaje”.
“No tanto como yo”, contestó agriamente. “Eres un horrible compañero de viaje”.
“Alégrate de que haya estado de acuerdo en acompañarte. De lo contrario, mi padre nunca te habría dejado salir de la abadía”. Marrok bostezó ruidosamente. “Aún sigue bastante enojado por haber ayudado a Estella a casarse con Warwick”.
Su padre, el duque de Wolfton, no tenía idea de todo lo que había hecho para ayudar a Estella. Él pensaba que le había enviado fondos para vivir, pero había hecho mucho más que eso. Su padre no era un hombre bueno y había hecho todo lo posible para asegurarse de que Estella fuera miserable el resto de su vida. Annalise había querido ayudarla antes, pero no sabía cómo podía ser posible. El duque observaba cada uno de sus movimientos y si ella lo hubiera intentado, habría encontrado la manera de evitarlo. Había tenido que ser más inteligente que él y eso requería una enorme cantidad de paciencia. Sus intrigas habían valido la pena al haber encontrado la manera de unir a Estella con el hombre que amaba.
“No me arrepiento”, dijo ella. “Estella necesitaba mi ayuda”.
“No estoy en desacuerdo. Padre es un imbécil. Estella nunca debió haber sido enviada lejos”. Marrok estiró los brazos sobre su cabeza. “De todas formas, ¿cuánto tiempo llevamos en este maldito carruaje?”.
Al menos su hermano no se había convertido en una copia de su padre. Pero, de ninguna manera era perfecto, aunque no tenía rachas de crueldad. Marrok no tenía paciencia para la idiotez y no soportaba a los tontos. Podía minimizar a cualquiera tan solo con una mirada o unas cuantas palabras, si decidía esforzarse para ello. En resumen, había reducido al taciturno hombre a la vergüenza, de hecho, lo había perfeccionado. Annalise amaba a su hermano, pero solo ella podía tolerarlo por tanto tiempo. Se compadecía de la mujer con la que un día había decidido casarse. Podía ser muy difícil vivir con él. Demonios, no había más que eso, él era un buen tipo, en un buen día. Ella apartó la mirada de la ventana y se volvió hacia él y respondió a su pregunta: “casi tanto como la última vez que preguntaste. Eres peor que un niño chiquito”.
“No más de lo que tú eres”. Se inclinó y miró por la ventana. “Lo digo en serio. ¿No deberíamos de haber llegado ya?”.
Mientras hablaba, el castillo de Manchester apareció a la vista. La estructura era majestuosa e impresionante. El hogar ancestral de Wolfton tenía su propia belleza, pero de manera diferente a Manchester. Este castillo parecía más fino, de cierta manera más feliz. Tal vez estaba siendo un poco caprichosa o quizás anhelaba la libertad de ser ella misma. Debido a las expectativas de su padre, siempre tenía que actuar y fingir que nada ni nadie le importaba.
“Ay, gracias al cielo”. Marrok se recostó en el asiento. “Pronto podré estirar adecuadamente mis piernas”.
Annalise puso los ojos en blanco, aunque en realidad no lo culpaba. Cada centímetro de sus músculos estaba rígido por haber pasado sentados durante horas. Sería bueno que finalmente salieran de la maldita cosa y caminaran un poco. El carruaje giró hacia el largo camino que conducía al castillo. Pasó por un bache y Annalise dio un salto. El dolor atravesó su trasero y recorrió por lo alto de su espalda al aterrizar en el asiento. “Ay”, gritó, incapaz de contenerse.
“Estoy dispuesto a apostar que te alegra también que ya hayamos llegado”. Marrok rió alegremente. “Admítelo”.
“Te odio”, murmuró ella.
“No, no es verdad”, contestó Marrok y luego rió de nuevo. “Me adoras y ambos lo sabemos”. Le guiñó un ojo. “No te preocupes, no haré que te arrastres y te disculpes por ser mala”.
“Como si lo fuera a hacer”, contestó ella. “Puedes esperar toda la vida, y eso no sucederá”. Annalise no podía evitar mover sus labios hacia arriba. El alboroto que armaba Marrok le había quitado el mal humor. Ella se preocupaba demasiado por nada. Estella no la hubiera invitado a Manchester si no hubiera perdonado sus acciones. Lord Warwick no había sido dañado, mucho, en su plan de ubicarlo a bordo del barco de Estella. Ambos habían sido miserables al no estar unidos. Ahora podían ser felices, como debieron serlo todo el tiempo.
El carruaje se detuvo y Marrok abrió la puerta antes de que el conductor pudiera hacerlo. Tenía tanta prisa por apearse del transporte y poner los pies en tierra. Annalise rió ligeramente por su reacción. Algunas cosas nunca cambiaban. Marrok siempre había odiado viajar, pero sí recordaba ser un caballero. Él se volvió y le tendió la mano para que ella bajara. “Gracias, querido hermano”.
“Como siempre, querida hermana”. Él guiñó un ojo. “Sabes que puedes contar conmigo”.
Caminaron hacia la puerta principal y esta se abrió antes de que tuvieran la oportunidad de tocar. Un hombre alto y delgado los saludó. “¿Cómo puedo ayudarlos?”.
“Hemos venido a visitar a lady Warwick”, contestó Annalise. “Recibí una invitación de su parte”.
“Lady Annalise Palmer, supongo”, dijo el hombre alto. “¿Y usted quién es señor? No sabía que alguien más estaría acompañando a la joven”.
“Soy su hermano, marqués de Sheffield”. Marrok levantó una ceja. “¿En verdad esperaba que mi hermana viajara sola?”.
“No”, respondió el hombre. “Pensé que tal vez un sirviente, pero no un acompañante. Por favor, adelante. Haré que un lacayo se encargue de sus maletas”. El mayordomo, que era lo que Annalise suponía que era el hombre, cerró la puerta después de su ingreso. “¿Desean descansar de su largo viaje o, les gustaría presentarse en el salón de té, ante lady Manchester y lady Warwick?”.
“Prefiero dar un paseo”, contestó Marrok. “Me inquieta la inactividad”.
“Muy bien, mi ‘lord’”, contestó el mayordomo. “Le dará tiempo al ama de llaves para preparar sus habitaciones”. Volteó hacia Annalise. “¿Y usted, mi ‘lady’?”.
Ella empezaba a pensar que debió haber escrito a Estella antes de partir, para hacerle saber que Marrok la acompañaría. “Me gustará acompañar a las damas a tomar el té”. Descansar podría esperar hasta después de tener una reunión con su hermanastra. De lo contrario, nunca podría relajarse completamente.
“Entonces, sígame por favor”, indicó el mayordomo.
La condujo por un largo corredor hacia un salón grande. No parecía ninguna sala en la que hubiera estado. Ni siquiera había sillas, pero sí una mesa larga. “Encontrará a las otras damas al fondo del salón. El mayordomo se volvió y salió, dejando a Annalise valerse por ella misma. El hombre era bastante grosero...
Ella se adentró y pudo escuchar los distintos sonidos de metal golpeando contra el metal, seguido rápidamente de risas femeninas. Annalise inclinó la cabeza ante los ruidos. Qué interesante…ella aceleró el paso hacia donde se escuchaban los ruidos. Después de dar vuelta en una esquina, encontró el motivo de la risa. Estella se encontraba en medio de un combate de esgrima con otra mujer. Annalise nunca antes había visto a la otra mujer, y no estaba segura de quién era, pero sospechaba que podía ser lady Manchester.
“Suficiente”, Estella dijo después de otro golpe de floretes. “Si seguimos así, tu esposo vendrá y nos golpeará a las dos”.
La otra mujer relajó el brazo que sostenía la espada y arrugó su nariz. “Garrick no se atrevería”.
“¿No?”, dijo Estella levantando una ceja. “nos daría un sermón de una hora, antes de permitirnos practicar la esgrima. De alguna manera dudo que le gustaría que te permita excederte”.
“Está bien”, acordó la mujer. Garrick se molestaría. Pero creo que es seguro decir que tu esposo nunca permitiría ponerte un dedo encima”.
“También eso es verdad”. La risa de Estella resonó en el salón. Se aproximó a una mesa cercana y colocó su florete, después tomó una tetera y sirvió un poco en una taza. “¿Crees que el té siga caliente?”.
“No lo sé”, contestó la dama. “Pero no me importa. De repente me dio hambre”. Tomó un bizcocho y prácticamente lo empujó en su boca, después tomó la taza de té de la mano de Estella y bebió el contenido. “Es increíble”.
“El embarazo hace cosas extrañas a las mujeres”.
“No quiero interrumpir...” apareció Annalise. “El mayordomo...”.
“Annalise”, exclamó Estella y se apresuró hacia ella para abrazarla. “Ya está aquí”. Dio un paso atrás. “¿Acaba de llegar?”.
Annalise no sabía qué pensar del combate de esgrima de su hermanastra con la condesa de Manchester, porque la otra dama tenía que ser ella. Parecía que tenían una relación amistosa, que Annalise envidiaba. Mostró una sonrisa y asintió con la cabeza a Estella. “Hace unos momentos. Marrok está conmigo, pero ya sabes cómo es. Tenía que caminar antes de poder establecerse”.
“Me alegra que esté con usted aquí. Me preocupaba que viajara sola”, dijo Estella. “Venga, deje que le presente a Hannah. Ella está bastante ocupada con su té y el bizcocho, pero perdone la grosería. Llevar un bebé la ha vuelto voraz en ocasiones”. Estella la llevó hasta donde se encontraba Hannah. “Lady Manchester, Hannah, me gustaría que conocieras a mi hermanastra, lady Annalise Palmer”.
Lady Manchester dejó la taza de té e hizo una reverencia. “Por favor, perdone”, dijo la mujer. “Lo que dice es verdad. Me asedia a menudo y generalmente de manera inesperada”. Sonrió cálidamente. “Es un placer conocerla”.
“También me da gusto conocerla”. Annalise sonrió a la mujer. “Y no necesita disculparse. Es su casa y usted aquí puede hacer lo que guste. Además, si alguna vez tengo la suerte de tener un hijo, me gustaría que la gente respetara mis deseos”.
“¿Gusta una taza de té?”.
Por los comentarios que había escuchado cuando llegó, el té tenía que estar espantoso. Annalise quedó atrapada entre ser grosera y tomar el té frío. Pero los bizcochos se veían bastante deliciosos. Su estómago grúñó al enfilarse ese pensamiento. “¿Qué tipo de bizcochos son estos?”
“Ay”, lady Manchester expresó alegremente. “Son bizcochos de limón. He tenido terrible antojo por ellos y el cocinero ha sido muy amable en preparármelos todos los días”.
“¿Le importa?”. Annalise hizo un gesto hacia ellos. No quería quitarle el gusto favorito a la dama.
“Sírvase”, dijo ella y presionó una mano sobre su estómago. “No me estoy sintiendo bien. Creo que iré a acostarme un momento”.
Annalise tomó un bizcocho y lo mordió. El bizcocho de límón era dulce y agrio, absolutamente delicioso. Podía ver por qué lady Manchester los devoraba a diario. Probablemente también iban bien con el té. Miró la tetera y consideró servirse una taza fría y rechazó la idea. No estaba tan sedienta...
“Adelante”, insistió Estella. “Nos veremos más tarde”.
Lady Manchester asintió y salió del salón, dejando solas a Estella y a Annalise. Estella volteó hacia ella y dijo: “¿Está usted cansada?”.
“Un poco”, admitió Annalise. Ahora que se encontraba con Estella, su nerviosismo se había disipado. Finalmente podía relajarse y tal vez tomar una pequeña siesta. Esto la ayudaría a recuperarse de su viaje.
“Venga”, le dijo Estella. “Le enseñaré su habitación y más tarde podremos hablar de todo”.
Annalise sonrió a su hermanastra. Salieron juntas del enorme salón. El pasillo seguía siendo largo, y también los escalones. El camino hacia su habitación asignada estaba más lejos de lo que pensaba. Finalmente llegaron y Estella nuevamente la abrazó. “Es bueno verla. Gracias por venir a visitarme”.
“No hay otro lugar donde me gustaría estar”.
Estella dio un paso atrás y se marchó. Annalise cerró la puerta y después se recostó en la cama. Cerró sus ojos y el sueño llegó antes de que se diera cuenta de que había dejado de pensar.