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Capítulo IV

Corre por tu vida

ES LA BUENA VIDA,Y NO LA SIMPLE VIDA,LO QUE HA DE VALORARSE POR ENCIMA DE TODO

Sócrates

Del sur al norte de California

Mi carrera como corredor terminó, pero la vida seguía adelante sin demasiados remordimientos. Con tres niños de instituto en casa, el jaleo no era poco. Después de correr, las cosas se revolvieron. Descubrí el alcohol y empecé a dar fiestas de adolescentes cuando mis padres estaban fuera. Kraig y yo empezamos a pelearnos. Él empeñó mi moto para comprar una tabla de surf nueva, y nos enzarzamos en una pelea en el salón, rompimos la porcelana hicimos un gran agujero en la pared. Siempre éramos mi hermano y yo los que causábamos la mayor parte de los líos, y yo era, claramente, el que más ofendía, como la vez en que cogí el coche de la familia y conduje hasta México sin carné. Pary era siempre equilibrada.

Crecer siendo la única chica en una familia griega no era fácil, nuestro padre la sobreprotegía y raramente le dejaba ir lejos de casa. Era especialmente duro para él porque Pary era muy guapa: larga melena dorada, profundos ojos marrones, y la sonrisa de Julia Roberts. Mi pobre padre estaba constantemente preocupado por su seguridad y por los chicos. A pesar de ello, Pary no estaba disgustada por ello, y nunca se reveló. Ella estaba cómoda consigo misma y mucha gente, como yo, nos sentíamos arrastrados por su fuerza interna.

Pary y yo fuimos amiguísimos durante el instituto. Ella era mi confidente más cercana y nunca me juzgaba. Independientemente de cuánto me alejara de sus valores o de cómo metiera la pata. Y tío, a veces sí que la fastidiaba bien: me expulsaron dos veces por asistir borracho a los eventos escolares. Mis padres estaban furiosos, listos para mandarme a un internado, pero Pary se puso de mi parte, como si supiera que esta fase inestable de mi vida fuera a pasar.Yo admiraba su alentador modo de seguir siempre adelante, sin tomarse nunca la vida demasiado en serio. «Ellos todavía te quieren», decía, hablando de mis padres. «Tan sólo dales un poco de tiempo». Nosotros éramos una familia, e incluso en las peores circunstancias, nos teníamos el uno al otro. Eso era lo que importaba.

La graduación del instituto vino y pasó, y yo me fui a la universidad en Cal Poly, donde el libertinaje continuó, sólo que sin la supervisión de un adulto que me mantuviera en el buen camino. Estaba a kilómetros de casa y libre de preocupaciones, y todo me daba igual. Con un D.N.I falso, recién adquirido, era fácil obtener alcohol, y todas las noches parecían ser motivo de celebración.Yo hacía surf y windsurf todo el día, iba a clase cuando el tiempo me lo permitía y luego iba a fiestas hasta altas horas de la madrugada. Mis energías necesitaban una válvula de escape, y las juergas nocturnas cubrían esa necesidad. Julie y yo seguíamos juntos, pero yo me daba cuenta de que empezaba a cansarse de mi comportamiento. Ella había decidido ir a la universidad Baylor, en Texas, y prometimos mantener nuestra relación viva, aunque yo tenía dudas de que ella me fuera a ser fiel, dado el modo en que me estaba comportando. ¿Y quién podía culparla?


Mi hermana pequeña, Pary

Entonces, una mañana temprano, después de una noche particularmente salvaje, alguien llamó a la puerta de mi apartamento. Era un cura. La noche antes Pary había perdido el control del descapotable que estaba conduciendo. Fue expulsada del vehículo mientras rodaba, y murió. Era la víspera de su décimo octavo cumpleaños.

El efecto sobre mi familia fue más allá del shock y la tristeza. Un día era una saludable y brillante jovencita, y al siguiente ya se había ido. Su repentina desaparición abrió un abismo de desesperación entre nosotros. El vacío que dejó en mi propia vida era insoportable.

El pozo que su muerte creó en nuestra familia parecía no tener fondo. Una parte de nosotros faltaba, irremplazable; se había ido para siempre. La familia había pasado momentos malos anteriormente, pero siempre habíamos mantenido un cierto optimismo, confiando en que la situación cambiaría y las cosas irían mejor. En el peor de los casos, siempre nos teníamos los unos a los otros.

Ella se había ido, y nuestra familia estaba destrozada. Las reuniones ya no eran un momento de celebración, sino de luto. Con el pasar de los años, intenté restaurar algo del sentido de la alegría en nuestro hogar. Me reformé, y empecé a pasar los fines de semana en casa. Kraig y yo resolvimos nuestras diferencias de hermanos y nos hicimos muy buenos amigos. Adoptamos una nueva mascota para nuestros padres, un juguetón cachorro de labrador. Pero nada podía consolarlos.

Después de intentarlo durante años, al final me rendí.

Unos años después de la muerte de mi hermana, mi padre empezó a hacer algo curioso. Empezó a correr. Mejor dicho, empezó a entrenarse para el maratón de Los Ángeles. Corría durante su pausa para el almuerzo, después de llegar a casa del trabajo, y por la mañana temprano. Seguía su rutina con una convicción extraordinaria, y gradualmente se preparó para el reto.

Cuando la pistola se disparó estaba preparado. La carrera le hacía polvo, pero seguía corriendo. No paró hasta cruzar la línea de meta, a pesar del dolor. Aunque nunca se habló de este tema, creo que éste fue su modo de rendirle tributo a mi hermana. Mientras lo llevaban a la caseta médica, hinchado y acalambrado, él sonreía desafiante.

Desde ese día en adelante, sin importar que él corriera menos después de completar el evento, siempre pensé en mi padre, fundamentalmente como un corredor de maratones.Y esto, para mí, era la mejor distinción que podía haber.

Tiempo después, me gradué en la universidad, más a fuerza de agallas y sudor que de becas.Tras perder a mi hermana, no podía cargar a mis padres con la obligación de financiarme los estudios. Sencillamente no me parecía bien. Así que me pagué la mayor parte de mi educación buscando becas y ayudas y trabajando en el centro de salud del campus. No era el tío más listo de clase, pero pocos tenían más vigor o trabajaban más duro. Hacer fiestas era lo último en que pensaba.

A pesar de que no hubiera corrido en años, los deportes al aire libre seguían siendo importantes para mí. Hice algo de escalada y buceo, pero canalicé la mayor parte de mi concentración en el windsurf, ganando algunas competiciones y terminando en la portada de varias revistas. Hasta conseguí hacerme con algunos patrocinadores, lo que ayudó a pagar las facturas de mi educación.

Cuando la graduación se acercaba, me sorprendí al saber que era yo el que iba a dar el discurso de graduación de mi clase. Cuando el decano me lo dijo por primera vez, pensé que se trataba de una novatada. Claramente, ese honor le pertenecía a uno los cerebritos del curso. Estaba claro que mis notas habían sido buenas, pero todo se debía al esfuerzo extra que puse en mis estudios. Lo puramente académico no me resultaba muy fácil, tenía que trabajar el doble sólo para poder mantener el nivel. Pero era cierto, yo había terminado entre los primeros de la promoción.

Después de mi diplomatura, vino mi especialización en la Cal Poly San Luis Obispo.Y después de la licenciatura vinieron los estudios empresariales en la Escuela de negocios y dirección McLaren de la universidad de San Francisco. Ahora me tomaba las clases más en serio, lo que me sorprendió hasta a mí. Estaba más interesado en escalar las escaleras corporativas que las montañas.

Julie y yo seguimos juntos en la universidad. Después de la muerte de Pary, nuestro compromiso se hizo más fuerte, y el lazo era irrompible. Ella volvió a mudarse a California después de terminar su carrera, y nos casamos poco después. Nos asentamos felizmente en la ciudad que nos encantaba, San Francisco, y la vida era acogedora. Empecé a subir peldaños en el departamento de márquetin de una gran empresa sanitaria, ganaba un buen sueldo y vivía una idílica vida yuppie.

El pasado iba desapareciendo lentamente. Intentaba no pensar en nada, más allá de lo inmediato. Por el momento estaba contento, por lo menos hasta donde podía ver.

A medida que pasaban los años, sin embargo, las presiones del trabajo empezaron a acumularse, y las cuotas del coche y la carga de la hipoteca empeoraban las cosas. De repente, el trabajo me estaba estresando. Empezaba a ser habitual quedarse a trabajar hasta tarde y salir en viajes de negocios.Al principio era glamuroso, pero en algún punto, entre las reuniones, las cenas, y los cócteles de recepción, fui consciente de mi vacío interior.Algo faltaba en mi vida.

El trabajo no me estaba proporcionando la satisfacción que yo siempre había pensado que me daría. ¿ Y qué si tenía un máster en administración de empresas y estaba ganando seis cifras al año? Había un vacío que mi carrera no llenaba. Empecé a anhelar en secreto llenar ese vacío, a pesar de que no estaba seguro de qué era exactamente o cómo podía hacerlo.

Un día, cuando se acercaba mi trigésimo cumpleaños, una llamada a mi despacho me sacó de una de mis frecuentes fantasías.

«Dean, soy el doctor Naish». Naish era el presidente ejecutivo de un cliente potencial que yo había estado persiguiendo durante meses. «La Junta Directiva ha tenido la oportunidad de deliberar y me complace informarle de que se le ha concedido el contrato».

En silencio alcé mi puño en el aire.

«Estamos ansiosos de hacer negocios con vosotros, chicos», continuó Naish. «Haré que mi asistente concierte una reunión para esta semana».

«¡Toma!» dije cuando colgamos. Éste era un contrato que mi empresa quería a toda costa. La noticia se iba a festejar. Llamé a mi jefe para darle la buena nueva.

«¡Sí!» Gritó por el auricular. Podía oírlo teclear números en su calculadora. «¡¿Sabes lo grande que será tu comisión?!».

Con una repentina sensación de bajón, me di cuenta de que no me importaba. Mi cheque podía ser muy grande, pero parecía que la cantidad de trabajo que se venía sobre mí iba a ser aún mayor.Todos los días recibía docenas de mensajes de voz urgentes y más docenas de correos electrónicos. Conseguir manejar todo el jaleo que llegaba era casi imposible. En un momento dado, el clamor había empezado a manejarme a mí.Ahora yo sólo reaccionaba ante los asuntos del día, sin marcar mi propio camino en ningún modo en concreto, sin sentir ninguna verdadera sensación de realización. Al principio me importaba el dinero porque yo nunca había tenido nada. Pero ahora que había conseguido juntar un buen montón, me di cuenta de que tenía que haber algo más en la vida que el continuo intento de aumentar esas reservas.

Porque la mayor parte de mi vida adulta me la había pasado poniendo fechas límite y persiguiendo el siguiente acuerdo. Había pasado mucho tiempo desde que me había parado a reflexionar, ya no estaba seguro de lo que era importante. Las cosas estaban yendo demasiado deprisa para mirar debajo de la superficie. Todo el mundo a mi alrededor parecía estar trabajando al mismo nivel, era un círculo vicioso. Estábamos todos atrapados en un huracán de reuniones importantes y comidas caras, negociaciones de consíguelo-o-muere, tratos lucrativos hechos en hoteles de moda con toalleros calentitos y albornoces con el símbolo del hotel.

Me había acostumbrado a la vida de alto standing, los bonus, los pesados paquetes de opciones. Mi futuro se veía brillante al tiempo que los bonus seguían entrando. Pero no podía ignorar la insistente sensación de que algo me faltaba. Me movía rápido, eso estaba claro, ¿pero me estaba moviendo hacia delante? Necesitaba un sentido de propósito y claridad quizá, de aventura.

Algo me abofeteó en la mañana de mi trigésimo cumpleaños. Comenzó de forma placentera, con Julie trayéndome el desayuno a la cama.

«Feliz cumpleaños, cariño» sonrió, sirviéndome el café. «¿Puedes creer que ya tienes treinta años?»

Esa sencilla pregunta, que se escapó tan inocentemente de su boca, me hizo caer en picado. Por primera vez me sorprendió: ¡Tenía treinta años! ¿Cómo podía ser?

Sentí como si aún no hubiera, ni siquiera, empezado a vivir. ¿Cómo podía tener treinta años? ¿Dónde se habían ido los años?

En ese momento me di cuenta de que estaba malgastando mi vida. Desilusionado con las trampas del panorama de la empresa, las cosas que realmente importaban –la amistad y la exploración, la expansión personal y el sentido de la existencia– giraban en torno a ganar dinero y comprar cosas.Anhelaba un lugar donde pudiera explorar la naturaleza y mis capacidades, lejos de la oficina de la empresa, del edificio de la empresa, de la ciudad con centros comerciales abarrotados y la gente juzgándome por el coche que conducía (que, por supuesto, era un nuevo Lexus).

Lo que necesitaba era un espacio donde poder respirar y sacar cosas en claro.Algo de espacio para determinar lo que realmente era importante para mí. Necesitaba una oportunidad para aclarar mi punto de vista y mirar al mundo con nuevos ojos.

«Cielo, ¿va todo bien?» preguntó Julie. «Parece como si estuvieras a kilómetros de aquí».

«No, no va todo bien» repliqué. «Estoy confundido. Me siento atrapado por mi rutina de jornadas de doce horas.Ya no estoy seguro de lo que es importante. Mi miedo es despertarme dentro de treinta años y estar en el mismo lugar, sólo que arrugado y calvo… y muy gordo.Y malhumorado».

«Uy», dijo ella. «¿El café está demasiado fuerte?»

«Leí una historia ayer en el periódico sobre el primer escalador que llegó al monte Everest sin oxígeno suplementario», le dije. «Nadie pensaba que era remotamente posible escalar la montaña más alta del mundo sin usar una botella de oxígeno, pero este tío fue y lo hizo de todos modos. Un reportero le preguntó después por qué había ido allí arriba para morir, ¿y sabes lo que le contesto? ‘no fui allí para morir, fui allí para vivir’».

Ella escuchaba educadamente, pero yo podía ver que mis divagaciones no eran totalmente claras.

«Echo de menos a mi hermana», le dije, «y los buenos momentos que solíamos pasar juntos. Quiero que mi familia vuelva a estar unida. Estoy harto de que el trabajo sea el centro de mi vida, eso no lo es todo para mí. Me falta algo. ¿Es demasiado pronto a los treinta para tener una crisis de edad?»

Julie y yo pasamos el resto del día pateándonos la ciudad sin hablar demasiado. Piqué algo cuando paramos a comer, en la terraza de un café.

Esa tarde nos juntamos con amigos para tomar algo en el Paragon, una discoteca de postín, en el distrito de San Francisco más de moda, El Marina. La ciudad bullía, todos los bares de moda se llenaban de gente importante y profesional como yo. Julie, a la que no le va mucho la vida nocturna, decidió irse pronto a casa andando.Yo me quedé con los chicos y seguí bebiendo abundantemente como no había hecho en años.A un punto, una mujer guapa saludó a uno de mis amigos, y él me la presentó a mí.

«Este es Dean. Es su trigésimo cumpleaños».

Era una frase comprometedora y yo esperaba que ella la ignorara, pero no lo hizo.

«Bueno, hola, Dean», dijo ella apretando mi mano felizmente. «¿Qué se siente a los treinta?»

Es extremadamente preocupante, pensé. Pero le solté «¡Genial!», con una falsa sonrisa de borracho en mi cara.

Ella vivía también en san Francisco, y trabajaba en el centro. Me dijo que casi nunca iba a los bares, cosa que yo dudé. La invité a una copa.Y luego me invitó a una copa a mí.Ahogamos mi cumpleaños. En lo más remoto de mi mente, la parte que todavía estaba sobria, pude ver a dónde iba la cosa, y realmente no quería ir allí.

Pero claro, estaba borracho.Y deprimido.Y esta chica era realmente mona. El bar tenía una banda de jazz, y nosotros bailábamos y charlábamos. De pronto, ella se apretó contra mí, su cara, iluminada por una sonrisa seductora.

«Tengo que hacerte una confesión», conseguí decirle. «Estoy casado».

«Ya lo sé», sonrió. «He visto tu anillo.Yo también».

Ella levantó su mano izquierda para mostrar un pedrusco.

«Entonces, ¿puedo invitarte a otra copa, cumpleañero?» Ella se apretó contra mí otra vez.

Mi cabeza daba vueltas. «No te olvides de eso», le dije. «Déjame ir corriendo al lavabo».

Mientras me abría paso entre la multitud, mi corazón empezó a hablarme. Cuando llegué al lavabo, no paré. Seguí corriendo hasta la cocina, donde, detrás de las cocinas y los refrigeradores, había una entrada para el reparto. Di un empujón para salir por esa puerta hacia el pasillo de los proveedores, luego me hice camino entre los restos de comida y la basura de la calle.

Y seguí caminando.

El frío aire de la noche me despejó la mente de manera casi inmediata. Las calles de San Francisco estaban en silencio, excepto por la alarma de niebla en el puente Golden Gate, que sonaba en la distancia. Ligeros rastros de niebla barrían las calles, y la luna aparecía, y luego desaparecía detrás de las nubes. Era tarde y estaba oscuro y muy tranquilo desde que había salido del bar.

Cuando llegué a mi casa, que está a unas manzanas de aquel bar, vi que Julie había dejado la luz del porche encendida. Nuestro recibidor victoriano se veía cálido y seguro, e invitaba a entrar. Empecé a subir las escaleras, como lo había hecho miles de veces antes, pero sólo subí unos pocos escalones.

Había algo de transformación en la noche. Un cambio había sucedido dentro de mí. No iba a mirar los mensajes y luego deslizarme dentro de la comodidad de mi cálida cama.Tenía la determinación de hacer del mañana algo distinto. No iba a ir a la oficina como siempre, sólo para intercambiar quejas con mis colegas acerca de cómo nuestros trabajos se habían apoderado de nuestras vidas y cómo ya no quedaba tiempo para nada más.

No iba a seguir viviendo así. Esa era mi vida, y yo iba a vivirla perfectamente según mis propias condiciones. Me había ablandado a lo largo de los años, había perdido mi tirón. Pero todo eso estaba a punto de cambiar esa noche.

Fui al garaje y con cuidado me abrí paso en la oscuridad hacia el patio de atrás, donde guardaba un viejo par de zapatillas que usaba para trabajar en el patio. Pensé, por un momento, qué más ponerme. Después de pensarlo algún tiempo, me desabroché el cinturón y me bajé los pantalones. Llevaba un par de gayumbos que serían lo suficientemente cómodos. Me saqué el jersey pero me dejé puesta la camiseta. Los calcetines eran un problema. Eran un par de ejecutivos de seda negros. Los doblé hasta los tobillos, luego me puse las zapatillas.

En el bolsillo de mis pantalones encontré un billete de veinte dólares. Había empezado la noche siendo un billete de cien dólares, pero el bar había consumido el resto. Lo doblé cuidadosamente y me dirigí de nuevo a la calle.

Mientras empezaba a correr hacia el sur, me volví para echar un último vistazo a mi casa. Dentro estaba mi preciosa esposa, durmiendo plácidamente. Le tiré un beso y desaparecí.

Era duro marchar.No había corrido ninguna distancia de verdad en quince años. Pero me mantuve. Esa noche, sencillamente supe que tenía que mantenerme.

Así que corrí, y me llené de emociones y recuerdos. Pensé en mi hermana, Pary, y en cuánto la echaba de menos cada día, incluso ahora, casi una década después de su fallecimiento. Pensé en la vez en la que me había metido con ella porque no le gustaba el ketchup, y deseé no haberlo hecho.Y pensé en la vez en que Pary, Julie y yo habíamos hecho pellas en la escuela y habíamos ido a Disneyland, comido algodón de azúcar y montado en todas las atracciones, bromeado con Mickey –porque él sabía que estábamos haciendo novillos y no le importaba– y nos cogimos de las manos para dar brincos por la Tierra del Mañana, cantando, «¡yo ho, yo ho, una vida de pirata para mí!» y luego dejar a Julie en su casa de vuelta después de todo. Siempre di las gracias por ese día.

Esos recuerdos me hacían el camino agradable.

Tres horas después, llegó el agotamiento.Y el hambre. La carrera constante necesita una constante ingesta de combustible. Sentía el estómago como si fuera un globo deshinchado. Felizmente, vi las luces de Taco Bell un poco más adelante. Mi estómago rugía y se retorcía de ansiedad cuando me tambaleé hacia la puerta de entrada. El cartel decía claramente ABIERTO HASTA TARDE, pero la puerta estaba cerrada con llave. ¡Qué plomazo! Estaba hundido.

Me senté en el bordillo para recuperar el aliento. Mis pies estaban hinchados, y el dedo gordo del pie derecho me dolía terriblemente. Me saqué esa zapatilla. Lo que encontré fue estremecedor. La punta de mi calcetín estaba descolorida y empapada de pus. Cuando me lo saqué, vi la ampolla sangrante que me había salido en la punta del pie y que era la causante de la mancha.

Genial. Sólo había corrido 24 kilómetros y ya estaba lesionado. Debería haberme dado cuenta de que las zapatillas de jardinero no eran apropiadas para correr largas distancias. Pero es que no había tenido zapatillas de correr desde hacía bastante tiempo, no había tenido muchas ocasiones para usarlas.

Me quedé mirando ese maldito desastre cuando escuché que un coche se acercaba por detrás del edificio y vi que el local estaba sirviendo comida para llevar por la ventanilla para coches. Sí. ¡Estaba abierto!¡Estaba salvado!

Con las piernas doloridas y acalambradas, mi pie destrozado y mi cuerpo cubierto de una capa de sudor y polvo de la carretera, fui cojeando hasta el altavoz para coches. Pisé el cordón con mi talón. «¿Puedo tomarle nota?» me preguntó una vocecita.

«¡Claro!» grité. «Para empezar tomaré dos tacos, un burrito supremo, y dos tostadas».

«¿Eso es todo?»

«Y una coca-cola grande y dos burritos de alubias»

«¿Algo más?»

«Eso es todo»

«Por favor, pague en la ventanilla».

Saqué el billete de veinte de mi zapatilla, me fui paseando felizmente hacia la ventanilla de retirada. La chica de ahí dentro no parecía muy feliz.

«¿Señor, tiene usted un vehículo? Usted no puede pedir comida en la ventanilla de conductores a menos que esté en un coche».

Yo la analicé. Era sólo una niña. Sin lugar a dudas era el encargado quien le había impuesto esta norma.Y yo no debía tener muy buena pinta. Pero ella estaba ahí de pie, entre mis tacos y yo. Esto iba a requerir algo de delicadas técnicas de persuasión, que había adquirido en el trabajo. Intenté ponerle mi sonrisa más encantadora.

«Entiendo lo que dices», le dije calmado y comprensivo. «Pero sólo por esta vez ¿Podrías dejarlo pasar? No lo volveré a hacer, lo prometo».

Ella me miró de arriba abajo y a mis anchos gayumbos, andrajosos y deshilachados.

«Buen intento».

«Mira, tengo el dinero aquí y puedo ver mi pedido justo ahí».Yo seguía sonriendo e intentaba mantener el tono de histeria alejado de mi voz. «Hagamos una rápida transacción y terminamos con esto. Nadie lo sabrá jamás».

«Lo siento señor, pero si hacemos una excepción con usted, tendremos que dejar que todo el mundo haga pedidos desde el pasillo de conductores sin un coche».

¿De qué estaba hablando? Me preguntaba yo. Miré detrás de mí. Ningún otro treintañero en gayumbos parecía estar intentando colarse por la zona de conductores del Taco Bell, en mitad de la noche.

Le enseñé el billete de veinte otra vez.

«Por favor. Déjame llevarme mi pedido y te quedas con el cambio».

«Buenas noches, señor».

«Pero…»

Ella desapareció de la ventana.

«¡Comida!» Me lamenté. «¡Necesito comida!»

Justo entonces un coche se acercó al área de conductores, un robusto Oldsmobile de último modelo. Fui cojeando hasta él mientras el asiático conductor de mediana edad bajaba su ventanilla. Él se vio sorprendido pero no asustado al verme, lo que no era un buen síntoma.

«Escucha, estoy muerto de hambre», le dije muy bajito, para que no nos escuchara Helga, la nazi del Taco. No me dejan hacer un pedido. Necesitaría ir en tu coche hasta la ventanilla».

«¿Y…dónde está tu coche?» me preguntó.

«Mi coche está en San Francisco»

«¿Quieres que te lleve a San Francisco?»

«No. Sólo quiero pasar contigo por la ventanilla para conseguir la comida». Él parecía un duro negociador. «Si tú me haces pasar, pagaré tu comida».

Eso le sorprendió. «¿Tú pagar? ¡Tú loco! ¡Tú loco, tío!».

Riéndose aún, me indicó el asiento del copiloto. No quería que Helga me viera a su lado, así que me deslicé hacia el asiento de atrás y me escondí allí fuera del alcance de su vista.

«¿Nosotros jugar taxi?» sonrió. «Vale, yo hombre taxi. ¿Qué tu pedir?»

«Pídeme ocho tacos» le dije en voz baja.

«¡Ocho tacos!» gritó él. Le hice señales para que hablara bajo.

Helga parecía sospechar durante toda la conversación con él, pero lo hizo divinamente. Hubo un momento delicado cuando le pasé el billete arrugado y él se lo alcanzó a ella. Ella frunció el ceño ante eso, y yo pude ver que se estaba preguntando cuándo lo había visto antes. Mantuve la respiración. Al final, con un poco de desgana, cogió el dinero y entregó las benditas bolsas con la comida.

Mi conductor reía encantado mientras salíamos de ahí. «¡Tú muy loco!», seguía diciendo. Llevó el coche hasta un aparcamiento cercano y apagó el motor. «¿Ahora comemos?».

¿Quién era este tío? Me preguntaba. ¿Cuántas otras noches habría comido comida mexicana solo en este vacío aparcamiento?¿Tendría algún sitio a donde ir?

¿Por qué estaba tan dispuesto a recoger a un desconocido?

Pero era hora de que yo volviera a la marcha, así que estas preguntas no tendrían respuesta. «No puedo quedarme», le dije mientras salía. Me acerqué a su ventanilla y me dio una bolsa de tacos.

«Tú loco», se rió. «¿Cuánto te debo?».

«Nada», le sonreí. «Y ser tú el loco. Gracias».

Nos dimos la mano y yo empecé a marchar por la carretera. Desenvolví un taco mientras corría alejándome de allí. Era complicado intentar comer mientras corría. En un momento, respiré por accidente mientras masticaba y un cuadradito de tomate se me fue por detrás de la garganta. Por un momento pensé que me ahogaría con eso, pero, en su lugar, lo que vino a la superficie fue un estornudo. Y con el estornudo se fue también el trozo de tomate que salió por la nariz. Una buena capa de nata agria ayudó a lubricar su trayecto, y dejó una asquerosa baba ácida en mis conductos nasales tras la salida.

Mi dedo herido me estaba matando. Es gracioso cómo el dolor va y viene por momentos.Algunas veces el dolor era tan insoportable que casi no podía apoyar nada de peso sobre él. Sin embargo, durante los descansos era casi imperceptible.Al final, toda la parte delantera de mi pie se había entumecido.

Mientras seguía corriendo más hacia al sur de la península de San Francisco, el paisaje urbano fue dando paso lentamente a las laderas montañosas de la costa. Atravesando una hilera de montañas hacia el sur de la bahía, vi las coloridas luces de pista del SFO, aeropuerto de San Francisco, parpadeando en la distancia. Justo por encima del horizonte, las chispeantes luces delanteras de los aviones que llegaban parecían clavadas en el cielo.

Coroné la cadena montañosa de la costa y empecé a bajar por el lado oeste de la bifurcación dirección al océano. Las luces del Silicon Valley ya no eran visibles, y se hacía progresivamente más oscuro. Aunque la zona estaba fundamentalmente sin urbanizar, con frecuencia pasaba por pequeñas hileras de casas que se alineaban a lo largo de la carretera silenciosa. En ocasiones, había una luz encendida dentro, o el traslúcido brillo azul de un aparato de televisión, pero en su mayoría, las casas estaban a oscuras, que era probablemente lo mejor. Imagínate salir de tu casa a las 4:00 de la mañana para ver a un hombre en ropa interior corriendo por allí, luchando como si cada paso fuera el último. «Fugado del manicomio», sería lo primero que pensaría yo.

El aire de la noche se volvía brumoso y húmedo cuanto más corría hacia al oeste en dirección a la costa.A lo largo de la carretera se formaban charcos por la condensación de agua que caía de los árboles, y los punzantes aromas de pino y eucaliptos vagaban en el aire. Una mofeta salió de entre los arbustos. Se giró para mirarme pero no parecía demasiado preocupada por mi presencia. Yo, en cambio, estaba un poquito más preocupado por la suya. Por suerte, nuestro encuentro estuvo libre de olores.

Después de correr arriba y abajo por varios picos y valles, me hice camino hacia una depresión marcadamente más profunda. Hacía frío y había neblina en el fondo de aquella garganta, y la escalada hacia la otra era brutalmente empinada. Parecía que nunca acababa. Justo cuando la carretera parecía que se ponía a nivel, había otro tramo de subida. La niebla era espesa. Después de luchar contra esta bestia de montaña tanto como pude, salió lo mejor de mí. Me preparé para recomponerme, y me quedé de pie encogido sobre mis rodillas y jadeando al lado de la carretera, preguntándome cuántos sobreesfuerzos más podría soportar mi cuerpo.

Después de un breve respiro, levanté la cabeza para apreciar pequeños claros en las nubes. Casi había escalado por encima de la línea de la niebla. Estaba conquistando esa montaña, acercándome a la cima, y ni siquiera me había dado cuenta. Algo de esta revelación me levantó el ánimo. Las cosas se estaban volviendo más claras. Bajé la cabeza, ignoré el dolor, y volví otra vez a empezar la subida a un paso dinámico, –lo que, después de haber corrido cuarenta kilómetros, era más o menos el equivalente a un paseo moderado–.

Aunque mis piernas gritaban pidiendo clemencia, cada paso me dejaba tener una vista más brillante del cielo que me cubría, y el aire parecía más cálido y más seco cuanto más alto escalaba. El sudor me caía por la cara, a pesar de la fría niebla que me rodeaba. Entonces, como si hubiera perforado abruptamente una ola cuando rompe, me encontré a mí mismo de pie en la cima de las nubes. El cielo estaba lleno de estrellas que parecían brillar con más intensidad de lo que había visto nunca. Sentía como si pudiera estirar la mano y agarrar un puñado de cielo. Estaba maravillado por la calma y el silencio, totalmente absorto en el momento.

Por primera vez esa tarde, –demonios, ¡por primera vez en años!– sentí que ese rincón era justo el lugar al que yo pertenecía… no importaba que estuviera medio desnudo en medio de ninguna parte, y fuera prácticamente incapaz de dar un paso más. Eso era irrelevante. Me sentía feliz, totalmente contento sólo estando allí de pie. Había escuchado a mi corazón y éste era el lugar al que me había guiado.

El sol estaba saliendo cuando llegué a la ciudad de Half Moon Bay, en la costa de San Mateo. Había corrido durante siete horas sin parar toda la noche y había recorrido cuarenta y ocho kilómetros. Hacía mucho que había pasado el delirio y ahora estaba en un estado semicatatónico. Los sucesos parecían desplegarse ante mí como si estuviera mirando una película animada. En otras palabras, necesitaba un café. Desesperadamente.

Muchos de los habitantes de Half Moon Bay se desplazan para ir a trabajar desde «encima de la montaña» hasta Silicon Valley, y empezaban a hacerlo a esa hora, en medio de un tráfico frenético. Era como si alguien hubiera cambiado el proyector a la modalidad de cámara rápida, y todas las hormiguitas viajeras estuvieran corriendo ajetreadas a toda prisa en sus coches.

Encontré una cabina e hice una llamada a casa, desperté a Julie.

«¿Dónde estás?»

«Es una larga historia. La versión reducida es que estoy fuera, frente a un 7-Eleven».

«¿El 7-Eleven de la calle Geary?» «No, El 7-Eleven de Half Moon Bay», le dije con la voz ronca. «¿Puedes venir a por mí?».

«¡¿Half Moon Bay?!, ¿cómo has llegado hasta allí?»

«Corrí»

«¿Tú qué? ¿Corriste? ¿Desde dónde?»

«Desde casa. Llegué aquí hace unos cinco minutos».

«¿Quieres decir que corriste toda la noche?», me dijo aturdida. «Dios mío, ¿estás bien?»

«Eso creo. He perdido el control de los músculos de mis piernas, y mis pies están hinchados, atascados en mis zapatillas. Estoy aquí de pie en ropa interior. Pero a parte de eso, estoy bastante bien. De hecho, me siento extrañamente vivo».

Podía oírla moverse por toda la habitación cogiendo sus cosas. «No se te oye demasiado entero. Aguanta ahí que llegaré lo antes que pueda. ¿Hay algo que quieras que te lleve? ¿Comida? ¿Ropa?»

«Sí», le dije, intentando no alarmarla. «Por favor, coge también nuestro carné del seguro. Puede que necesite parar en el hospital de camino a casa».

Cuando Julie me encontró estaba atónita y encantada. Quería saberlo todo sobre mi aventura, y yo estaba deseando contarle la historia, sólo que me desvanecí en el coche después de un minuto escaso de camino a casa. La última cosa que recuerdo fue un hilo de baba colgando de mi barbilla mientras Julie me miraba desconcertada. Luego las cosas se volvieron negras.

Yasí es como volví a ser un corredor una vez más. En el curso de una sola noche, había pasado de ser un yuppie tonto y borracho a un atleta vuelto a nacer. Durante un período de gran vacío en mi vida, volví a correr para tener fuerza. Oí la llamada, y fui hacia la luz.

Durante semanas, después de mi paliza de cuarenta y ocho kilómetros, estuve casi incapacitado por los espasmos musculares y la inflamación. Pero era un dolor bueno, uno de los que haría sentirse orgulloso al entrenador McTavish. Al tiempo que cojeaba por mi despacho, intentando parecer natural, me recordaba a mí mismo que el dolor y el sufrimiento son, a menudo, los catalizadores para las lecciones de la vida más profundas. Una pasión que había ignorado durante la mitad de la existencia había sido recuperada fortuitamente en un follón de cuarenta y ocho kilómetros en una noche. Las consecuentes bolsas de hielo y tubos de Ben-Gay, fueron un bajo precio a pagar.

Todo corredor devoto tiene un despertar. Sabemos cuál fue el lugar, el momento y la razón por las que aceptamos correr en nuestras vidas. Después de media vida, había vuelto a nacer. La mayoría de los corredores son capaces de mantener una perspectiva racional de su devoción, y entrenan con responsabilidad.Yo no pude, y me volví un fanático.

Ultramaratón

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