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Capítulo III

Corre con tu corazón

AQUEL QUE SUFRE RECUERDA

Galleta de la fortuna

Baja California

Mi familia se mudó del área de Los Ángeles a San Clemente, una pequeña y encantadora ciudad costera en los límites más alejados de la Baja California, también conocida como el hogar de la Casa Blanca del Oeste de Richard Nixon. El padre de mi amigo estaba al frente del Servicio Secreto de Nixon y nos dejaba caminar por el complejo para conseguir los mejores puntos de surf. En ocasiones, el ex presidente pasaba con su cochecito de golf Rolls-Royce. «¿Qué tal está el agua hoy, chicos?» nos preguntaba. «Buena, Señor Presidente», le contestábamos nosotros, y ahí lo dejábamos, con nuestras tablas de surf debajo del brazo. No hacía falta desperdiciar la brisa con Nixon cuando el surf era tan bueno.

Por más que surfeara, me seguía encantando correr.Así que cuando comenzaron las pruebas para entrar en el equipo de Cross Country estaba deseando ir. Lo que descubrí rápidamente es que en el instituto la carrera estaba dividida en dos modalidades: aquellos que corrían campo a través y los que lo hacían en pista. Había una clara distinción. El tipo de corredor que eras reflejaba claramente tu visión de la vida. Los chicos del campo a través pensaban que los corredores de pista eran estirados y repipis, mientras que los corredores de pista veían a los chicos de campo a través como un puñado de inadaptados atletas.


Primer año de instituto

Era cierto que los chicos del equipo de campo a través eran un grupo variopinto. De complexión sólida, con pelo largo y despeinado y caras raramente afeitadas, parecían más un puñado de leñadores que corredores. Llevaban pantalones cortos anchos, calcetines gruesos de lana, y gorras de un tejido peludo, incluso cuando hacía un calor insoportable. La ropa raramente combinaba.

Los corredores de pista eran altos y larguiruchos; eran velocistas de piernas largas y delgadas y espaldas estrechas. Llevaban calcetines largos y blancos, camisetas a juego y pantalones tan cortos que marcaban los cachetes de sus nalgas. Siempre parecían acicalados, incluso después de correr.

Los chicos del campo a través quedaban en las cafeterías por la noche y leían libros de Kafka y Kerouac. Raramente hablaban de correr; simplemente era algo que hacían. Los chicos de pista, por el contrario, estaban obsesionados. La velocidad era lo único de lo que hablaban. «¿Piensas que vamos a hacer trabajo de tempo hoy?» se preguntaban el uno al otro en el vestíbulo. «¿Cronometraste tus fracciones el lunes?». Los miembros del equipo de pista raramente quedaban fuera de casa pasadas las 8:00 de la tarde, ni siquiera los fines de semana. Pasaban una cantidad de tiempo exagerada sacudiendo sus miembros y relajándose. Estiraban antes, durante y después de la práctica, sin mencionar durante la pausa para la comida y la asamblea, y antes y después de usar la cabeza. Los chicos del campo a través, por el contrario, no estiraban nunca nada.

Los chicos de pista corrían intervalos y llevaban una libreta donde anotaban sus resultados. Llevaban unos relojes chulos que contaban las vueltas y registraban el tiempo de cada vuelta. La milla estaba dividida en cuatro cuartos, cada cuarto se medía y se comparaba con marcas anteriores. Todo estaba medido, diseccionado, y evaluado.

Los chicos del campo a través no tomaban notas. Simplemente encontraban un camino y corrían en él. Algunas veces las carreras duraban una hora, a veces tres.Todo dependía de cómo se sintieran ese día. Después de la carrera, pasarían a otra cosa que normalmente era hacer surf.

Yo me inclinaba hacia el equipo de campo a través, en parte porque me encantaba hacer surf, pero principalmente porque la cultura me agobiaba. Durante mis entrevistas con los entrenadores y los capitanes de ambos equipos, las diferencias eran obvias. El equipo de pista era exclusivista y jerárquico. Me sentía como si me interrogaran y examinaran. En el equipo de campo a través, por otro lado, parecía que se trataba de trabajar juntos. Corrían por el bien del equipo en lugar de por el beneficio individual. Un corredor tiene que cubrir las debilidades de otro, así los dos podrán ir juntos por los puntos débiles de la carrera en lugar de intentar «eliminarse» los unos a los otros.

El entrenador de pista, el señor Bilderback, era duro y dominante. Durante mi entrevista, hizo varios comentarios fuera de lugar sobre el equipo de campo a través, lo que parecía cruzar la línea entre una rivalidad saludable y un celo desmedido. El entrenador del campo a través, Benner Cummings, me insistió para que lo llamara Benner, no como el entrenador de pista, quien no parecía satisfecho si lo llamaba algo menos que Dios. Benner, hablaba conmigo en vez de a mí.

Era bajo, quizá 1,70 metros, y enérgico para ser un hombre de más de sesenta años.Tenía una sonrisa contagiosa y la cabeza llena de pelo de un oscuro natural. Su piel era reluciente y suave, y tenía unas cejas grandes y pobladas, que se movían cuando hablaba.

Para los chicos de instituto, respetar a alguien, y mucho menos a un profesor, es algo inusual, pero todos los miembros de nuestro equipo respetaban a Benner. Él funcionaba más como un gurú que como un entrenador, usaba métodos de entrenamiento que eran poco ortodoxos pero indiscutiblemente efectivos. Año tras año, su equipo de campo a través se situaba entre los primeros, o el primero de la liga.

El mismo Benner era un fantástico corredor, y nada le gustaba más que trabajar con su equipo. Con frecuencia, nos hacía correr el kilómetro y medio desde el colegio hasta la playa, donde dejábamos nuestros zapatos y corríamos descalzos por la orilla. Crecer en el sur de California tiene sus ventajas.Algunas veces corríamos en fila india sobre la arena blanda, siguiendo las huellas del otro y rotando al corredor de cabeza en cada torre de socorrista. Otras veces, nos mezclábamos corriendo uno al lado del otro en grupos de dos y tres.

Mi carrera de entrenamiento en la playa favorita era «perseguir la marea». Ésta era la alternativa de Benner a los esprines de viento, que los corredores de pista hacían obsesivamente con un cronómetro en tramos de cien metros. Nuestra rutina consistía en correr a lo largo de la línea del agua y perseguirla cuando ésta retrocedía, y luego correr alejándonos de ella cuando las olas volvían a mojarnos, quedándonos a sólo unos centímetros de la línea de la marea. Hacíamos esto durante kilómetros y kilómetros sin apenas darnos cuenta del esfuerzo físico que suponía porque estábamos muy metidos en el ritmo del juego.

La mayoría de los chicos del campo a través corrían en bañadores anchos de surf. Esto se alejaba notablemente de los pantalones cortos de carrera con su apretado suspensorio interno. Uno de mis compañeros de equipo me dijo que prefería llevar bañadores de surf holgados porque «los chicos aprecian el aire fresco».Tenía sentido, así que adopté esta práctica.

El campo a través era, en muchos aspectos, una paradoja. A pesar de que nuestra visión de la carrera podía parecer informal, nos tomábamos muy en serio el ganar. Si ganábamos, nuestros métodos poco convencionales y las escapadas a la playa serían vistas como brillantes tácticas de entrenamiento. Si perdíamos seríamos considerados un puñado de freaks.

Después del entrenamiento, siempre íbamos a nadar. A Benner le encantaba nadar. De hecho, le encantaba flotar. Nadaba hasta pasar las olas que rompían, se ponía de espaldas, cerraba los ojos y se quedaba allí una eternidad. Algunos de nosotros pensábamos que se echaba una siesta mientras flotaba.

Eran tiempos emocionantes para los corredores. Correr estaba ganando notablemente en popularidad, y Nike había cambiado para siempre el deporte con la introducción del primer sistema de cámara de aire. La suela con relieve había sido el estándar dorado de las zapatillas, pero la tecnología con cámara de aire llevó a un nivel totalmente nuevo de comodidad. Recuerdo mi primer par de Tailwinds, como recuerdo mi primer amor, como las sentía en mi mano, el olor de las suelas de goma.Viendo los capítulos repetidos de la Isla de Guilligan, por la tarde, me pasaba el capítulo entero retorciendo y apretujando las zapatillas para hacerlas ceder.

En el colegio, la pista de atletismo medía una milla (1,6 km); en el instituto medía 2,5 ó 3 millas (casi 5 km), así que tuve que mejorar mi potencia y mi fondo rápidamente. Mi constitución estaba lejos del ideal de un corredor, compacta y achaparrada en lugar de alta y delgada. Lo que me faltaba de un físico de corredor arquetipo, sin embargo, lo compensaba con una disposición a trabajar más duro que nadie. Siempre era el primero en llegar a la práctica y el último en marcharse, y con frecuencia, no llegaba a casa hasta después de oscurecer, lo cual no me importaba en absoluto, tanto mi padre como mi madre trabajaban y también llegaban tarde a casa.

A medida que avanzaba la temporada, mi empeño empezaba a dar resultado. Mis tiempos de llegada estaban a la cabeza del grupo, y hasta gané un evento o dos. Mis compañeros de equipo empezaban a llamarme con cariño «Karno», y entre nosotros se desarrolló un fuerte sentimiento de camaradería.

La culminación de la temporada de campo a través fueron las finales de la liga. Nuestro colegio estaba empatado con el Mission Viejo y el Laguna Beach. Para más presión, Benner anunció que se jubilaría como entrenador de campo a través tras aquella temporada. Nosotros éramos su último equipo y queríamos asegurarnos de que terminara su carrera con un campeonato.

Benner me pidió que corriera en el equipo sénior para las finales, a pesar de que yo estaba en mi primer año de instituto.Acepté aquella invitación con honor aunque supusiera correr contra corredores mucho mayores y más fuertes. Algunos de mis compañeros de clase, pensaron que lo iba a estropear dejando pasar la posibilidad de ganar las finales de la liga júnior a cambio de tener la suerte de terminar entre los puestos de en medio del grupo de los mayores. Los chicos de campo a través, por otro lado, parecieron respetar mi sacrificio por una causa mayor, el equipo.

El evento cayó en sábado, una mañana que fue inusualmente fría y neblinosa para esta zona de California. Mi padre, quien una vez había sido corredor experto en el instituto (aunque como velocista, en la especialidad del cuarto de milla), me dejó en el campo de la universidad UC Irvine. Había seguido el progreso de nuestro equipo a lo largo de la temporada, aunque el pobre hombre tenía tres horas de viaje al día y no siempre tenía tiempo para todos los detalles. Lo que mi padre sí sabía es que a mí me encantaban las técnicas creativas de entrenamiento de Benner, y que yo ponía a Benner y al resto del equipo en un pedestal.

Los miembros de nuestro equipo erámos como una piña. Íbamos a la playa, extendíamos nuestras toallas y nos tumbábamos como una manada de lobos antes de que empezara la carrera.Algunas veces contábamos chistes y nos echábamos unas risas, otras veces, simplemente nos quedábamos mirando al cielo. Esa mañana contamos historias sobre Benner. Mi favorita era aquélla en que Benner llegó tarde a una reunión del personal que dirigía Bilderback, el entrenador de pista. Benner entró silenciosamente por la puerta de atrás y tomó asiento. Su aspecto era desaliñado y tenía el rostro sonrojado. Bilderback paró la reunión y preguntó delante de todo el personal por qué Benner había llegado tarde.

Benner vivía lejos de la ciudad y explicó que se había ido la electricidad en todo su vecindario.

«¿Así que te quedaste dormido?» tanteó Bilderback, intentando conseguir una risotada del público.

«No», replicó Benner, «El portón automático de mi garaje no funcionaba, así que no podía sacar mi coche».

«¿Entonces cómo has llegado al colegio, Ben?»

«Hice lo que pude», dijo Benner. «Corrí».

Bilderback se quedó con la boca abierta.

Nunca me canso de oír esa historia.

El sol estaba a punto de aparecer entre la niebla de la mañana cuando Benner nos condujo a la línea de salida. Algunos corredores rezaban plegarias entre dientes o se santiguaban.Yo simplemente me mordía el labio.

Había estado demasiado nervioso como para comer en las últimas veinticuatro horas. Ahora tenía náuseas y mis músculos estaban tensos. Tenía que dejarme aconsejar por Benner.

«¡Algo va mal en mis piernas!» le dije. ¡No las siento normales. ¿Qué debería hacer?.

«Sal ahí fuera y corre lo mejor que puedas» replicó. «No corras con tus piernas. Corre con tu corazón».

De algún modo, incluso como un novato de instituto, capté su mensaje: el cuerpo humano tiene limitaciones; el espíritu humano no tiene ataduras. No necesitaba un reloj de pulsera para marcar el paso; necesitaba correr con mi corazón. Caminé hasta la línea de salida centrado y recompuesto. Los siguientes kilómetros influirían en el resto de mi vida.

La pistola disparó y la carrera empezó.Al principio, el trayecto era recto, por un camino de hierba, bien cuidado y relativamente ancho. Mis dos compañeros de equipo más fuertes, Fogerty y Fry, se pusieron pronto a la cabeza.Yo me coloqué en un segmento secundario de corredores e intenté encontrar un hueco entre ellos. Pero cuanto más empujaba para alcanzar posición, más compacto se volvía el grupo. Los corredores me rodeaban; tenía que salirme del conjunto o arriesgarme a correr con el tempo que dictaban los corredores del equipo contrario.

Siempre hay un riesgo tremendo en una «escapada», especialmente en los primeros momentos. Supone un esfuerzo temporal a un nivel difícil de mantener y esperar que la energía que gastas no evite un fuerte esprín final. Era un riesgo que tenía que correr. Aumenté mi paso fuertemente y me puse por delante de la mayoría del conjunto, pero dos corredores me siguieron.

Empezaron a aprovecharse de mí, escondiéndose detrás de mi sombra y usándome como barrera para cortar el aire. No me importaba tener un corredor detrás de mí, pero dos eran demasiados.Aceleré mi paso un poco más y fui capaz de quitarme a uno de ellos, pero el otro se mantenía firme. Giramos en una curva del recorrido y encontramos un fuerte viento de frente, lo que me hizo sentir el peso del otro corredor, quien se pegó a mi espalda como una lapa, acercándose tanto que podía sentir su respiración en mi nuca. Reduje el ritmo tácticamente, esperando a que me adelantara de modo que yo pudiera pegarme a él durante un rato. Pero no cayó en el engaño. Redujo justo igual que yo, quedándose detrás de mí.Y entonces, al haber yo reducido mi velocidad, podía oír detrás de nosotros al grupo que acabábamos de dejar atrás, y ahora intentaba alcanzarnos.

El recorrido pasó por un pequeño terraplén y se estrechó. Era el momento de hacer otro movimiento. Justo cuando el grupo alcanzó la espalda del corredor detrás de mí, recurrí a mis reservas. Esta vez, cuando salí disparado, nadie me siguió. Bajé la cabeza y me abrí paso con todas mis fuerzas en el viento. El corredor que había estado detrás de mí no pudo mantener el ritmo, y ahora tenía al grupo entero pegado a su espalda. ¡Era precioso!

¿Podría yo mantener este margen durante el resto de la carrera sin reventar? Con casi un kilómetro y medio aún por recorrer empecé a tener dudas. Sentía el corazón como si fuera a salírseme del pecho. Mi respiración era irregular y entrecortada, y todos los músculos de mi cuerpo gritaban de agonía. Me vi forzado a reducir la velocidad para evitar un colapso, así que me retraje y anduve dolorosamente a paso lento, esperando a que el grupo corriera hacia mí. Lo había estropeado, había empujado demasiado pronto en la carrera.Tío, esto iba a ser humillante.

Pero el grupo no me adelantó, aparentemente todos habíamos ido demasiado fuerte. El camino bajo nuestros pies se había vuelto mojado - trozos de hierba y barro salían volando de mis zapatillas cuando de, repente la línea de meta apareció en la distancia. Si sólo pudiera aguantar un poco, ésta sería la mejor carrera de mi vida. Descubrí una voluntad más fuerte que nunca. Necesitaba mantener mi posición; y eso representaba todo un mundo para mí. No podía dejar que nadie me pasara.

En mi visión periférica, pude ver a tres o cuatro corredores venir rápidamente. Ahora estaban a menos de un paso por detrás de mí. Entonces, dos de ellos empezaron a adelantarme, uno por cada lado. Sus brazos estaban aleteando y sus cuellos se estiraban para poder ponerse delante de mí. Se pusieron delante a un paso o dos, bloqueándome, un sólido muro delante de mí. Entonces, otro corredor empezó a adelantarme por la derecha. Miré hacia atrás para ver que otros cuatro o cinco estaban detrás de mí. ¡Mierda! Era hora de apretar más fuerte, de dar todo lo que tenía, así que empecé un esprín a toda velocidad.

Incluso entonces, me fue imposible abrirme paso entre ese muro de dos hombres que corrían delante de mí. Primero el lado derecho, después por el izquierdo sin resultado. Los corredores parecían estar trabajando al unísono para bloquearme.

La línea de meta estaba ahora a 274 metros. La gente a ambos lados del camino gritaba, «¡VAMOS, KARNO;VAMOS!». Al diablo con su bloqueo, pensé para mí mismo. Si no me dejan pasar, correré justo entre ellos.

En un momento, los dos corredores se separaron un pelín y yo me colé entre ellos. Mientras lo hacía, el chico de la derecha balanceó su codo derecho bien alto y me pilló directamente en el tabique nasal. El dolor fue un shock, pero no iba a permitir que eso me ralentizara. Sacudí mi cabeza fuertemente, apretujé mis hombros por el hueco, y forcejeé hasta hacerme camino entre ellos.

Hierba y barro volaban por todas partes y podía sentir un líquido tibio vertiéndose por mi boca, barbilla y camiseta quizá sudor.A través de los escombros, la banda encima de la línea de meta se puso en el punto de mira. En un arranque de locura, aleteé mis brazos salvajemente para intentar adelantar a mis dos adversarios. Los tres explotamos al cruzar la línea como caballos de carrera en plena lucha.

Yo estaba doblado, con mis manos sobre las rodillas, jadeando, sin saber quién había ganado. Es ahí cuando empezó la avalancha.Alguien saltó a mi espalda, luego otro, y otro. Con mi cara contra la hierba por el peso de, al menos, seis personas, y la rodilla de alguien en mi mandíbula, oí a uno de ellos gritar, «¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado!»

Acabábamos de quedar campeones de una de las ligas más duras del sur de California. Después me enteré de que un puñado de corredores rivales había terminado con segundos de diferencia respecto a mi tiempo. Si sólo uno de ellos hubiera estado delante de mí, habríamos perdido.

Me puse en pie con dificultad, limpié mi cara y me sorprendí muchísimo al ver que el dorso de mi mano estaba rojo brillante. El golpe que había recibido mientras pasaba entre los dos corredores tuvo como consecuencia una hemorragia nasal tremenda; toda la parte delantera de mi camiseta estaba empapada de sangre.

«Wow» le dije a Fogerty, quitándome el suéter.

Él rió entre dientes. «Sí, has corrido los últimos 30 metros cubierto de sangre. ¡La multitud se estaba volviendo loca!»

Cuando el equipo subió al podio para recibir nuestras medallas fue uno de los momentos de más orgullo de mi vida, rivalizando con el paseo en bicicleta de diez horas a casa de mis abuelos, unos años atrás. Mi cabeza podía estar golpeada y ensangrentada, ya me podían doler los músculos durante semanas, pero nada podría reemplazar el sentimiento de orgullo que se tiene tras un mérito físico, sentimiento que dura hasta el día de hoy.

La vuelta a casa y compartir mi medalla con la familia fue glorioso. Ellos estaban muy orgullosos y yo sentía como si hubiera estado a la altura de mi familia. Pary se maravilló con el colorido adorno de acero, pero sabía que no era la medalla lo que importaba; el verdadero premio eran el sudor y la sangre que me habían llevado a ganar. Ella la miró, luego me miró a mí, y dijo, «¡Cómo mola!»

La temporada concluyó con un banquete de celebración, en el que me dieron el premio al miembro «Más Inspirador» del equipo.Yo no estaba muy seguro de cómo interpretar el premio. «El Más Inspirador» podía significar que yo había mostrado un valor y una determinación ejemplares. O podía significar «Este loco hijo de perra quería someterse a sí mismo a más dolor que nadie, así que tenemos que darle algo». Creo que ambas eran correctas.

La jubilación de Benner se acercaba y muchos de los miembros del equipo se marcharon. De forma ocasional, me iba con algunos de los chicos y hablábamos pero no era lo mismo. Juntos habíamos compartido un momento increíble, pero la vida se mueve rápido, especialmente en el instituto.

Más tarde, ese año me encontré a Benner un día en la playa. Él estaba justo saliendo del agua, la piel arrugada de sus manos y pies indicaban que había estado ahí un buen rato, quizá echándose una siesta. Le di las gracias por el consejo que me había dado antes de los campeonatos de liga. Benner había inculcado en mí una pasión por correr, y sus lecciones de vida eran igual de valiosas. Correr trata de encontrar tu ritmo interno, y así es una vida bien vivida. «Corre con tu corazón», él me había dicho.

Corrí mi primer maratón ese mismo año. No era una carrera organizada, sino una carrera benéfica para niños desfavorecidos. Nosotros los estudiantes obteníamos donativos por cada vuelta que completábamos en la pista del instituto. Los donantes normalmente se comprometían a aportar un dólar por cada milla, y la mayoría de mis compañeros de clase corrieron entre de 2,5 a 4 millas entre unas diez y quince vueltas.

Yo hice 105 millas. Me llevó casi seis horas conseguirlo, pero sencillamente no iba a parar hasta que hubiera completado el equivalente a un maratón. Estaba oscuro y desierto cuando terminé, salvo por algunos amigos incondicionales que se quedaron anonadados por mi persistencia.

Tendría que haber visto las caras de la gente cuando les dije que debían 105 dólares. Principalmente de sorpresa. Una justa cantidad de gestos de felicitación. Y unos cuantos incrédulos que levantaban las cejas, que pagaron rápidamente cuando me quité la zapatilla y les enseñé las ampollas.

Había habido una chica, en la pista durante la carrera, un poco antes, que me había dejado intrigado. Era impresionante, y todavía más porque estaba cubierta en sudor. La mayoría de las «reinas de la belleza» de nuestro instituto no tenían nada que ver con el deporte o con sudar en público. Pero ella era una belleza a la que no parecía importarle. Me chifló la manera en que se veía, toda sonrojada y exhausta, intentando completar otra vuelta alrededor de la pista.

Descubrí que estaba en primer año y que su nombre era Julie. Más tarde tuve el valor de pedirle una cita para ir al cine. ¿Grease? ¿Fiebre del Sábado Noche?, no me acuerdo.Todo lo que recuerdo es a ella, que estaba a mi lado, que tenía una cita conmigo. Quiero decir, los mayores y los tíos estrella querían salir con ella. Por supuesto, yo era un atleta, pero uno poco convencional. No jugaba al béisbol ni al fútbol americano; corría y surfeaba. Pensaba que ella pegaba más con el quarterback del equipo de los mayores, y sin embargo, ahí estaba, conmigo.

Era mi primera cita, y me enamoré –no sólo un capricho pasajero de instituto, sino enamorado genuinamente– de la cabeza a los pies. Reflexionando otra vez sobre ello, así es como hacía las cosas. O me comprometía cien por cien, con firme devoción o nada en absoluto. Enamorarse no era una excepción.

Los dos nos volvimos inseparables. Siguiendo la tradición griega, Julie se convirtió en parte de nuestra familia y no parecía para nada incómoda con la costumbre, a pesar de que era una mujer blanca americana reservada, en una casa llena de griegos escandalosos. Parecía estar en su salsa durante las reuniones vacacionales llenas de familiares bromistas, ouzo a discreción, platos rotos, y bailes en el salón.

Igual que mi hermana, Pary, Julie era la única chica de su familia, y la amistad entre ellas se hizo excepcionalmente fuerte. Las dos parecían compartir una calma y desenvoltura particular, incluso en una habitación llena de dominantes hombres griegos. Julie podía mantenerse, en contra de cualquier tío machista influido por el ouzo, de un modo divertido y alegre. Su rápido ingenio nos ganó a todos a la vez, aprendía un par de palabras griegas y las soltaba cómicamente en frases inesperadas en los momentos más oportunos.

Una vez que la temporada de campo a través hubo terminado, sólo tenía una opción para seguir corriendo de forma organizada: apuntarme al equipo de pista. La temporada de pista empezó después de que terminara la de campo a través. Era casi como pasarse al bando contrario, pero dejé que mi amor por la carrera sacara lo mejor de mí.

Bilderback, el entrenador de pista, me puso en el equipo sin una prueba oficial, lo que fue bastante amable por su parte. Pero mi primer encuentro con él como entrenador fue desastroso.Aparecí para un entrenamiento el primer día y, como siempre, no llevaba mi reloj. Me tuvo corriendo una serie de pruebas de tiempo. Cada vez que terminaba una vuelta miraba su cronómetro y gritaba los tiempos, golpeando con su boli en la carpeta mientras chillaba. Era irritante.

Yo lo había hecho bien en el campo a través sin que alguien estuviera ladrando órdenes cada vez que corría.Así que, después de que Bilderback me hubiera cronometrado, medido, evaluado mi paso y diseccionado mis tiempos, le mencioné que no era realmente necesario gritarme los tiempos mientras corría.

«Pero si no sabes cuáles son tus tiempos por tramo», dijo «¿Cómo vas a medir tus propios resultados?»

«Corro con mi corazón» repliqué.

Eso debió haber sido la cosa más graciosa que Bilderback había escuchado nunca. «¡Corre con su corazón!»

Quise darle al bastardo un puñetazo. En cambio, salí de la pista y colgué mis zapatillas.

No volví a correr en quince años.

Ultramaratón

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