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ОглавлениеCapítulo I
El largo camino a Santa Cruz
DORMIR ES DE DÉBILES
Christopher Gaylord,
leyenda de resistencia subterránea
Valle de Napa, California
Se acercaba la medianoche mientras iba zigzagueando por la calle desierta, llevaba nada más que unos pantalones cortos y un chaleco, y el teléfono móvil guardado en un bolsillo de mi mochila. Habían pasado horas desde mi último contacto con la humanidad, y el aire de la noche era silencioso y cálido.A la luz de la luna llena, podía ver los viñedos a lo largo de mi camino, y oírlos crujir con la brisa. Pero no estaba apreciando el paisaje completamente; seguía pensando en comer.
Estaba famélico. Esa noche temprano había comido un plato de macarrones con queso, una bolsa grande de galletas saladas, dos plátanos, una barrita PowerBar y un éclair de chocolate. Pero de eso hacía más de tres horas. En grandes ocasiones como ésta, necesitaba más comida.Y la necesitaba YA!
Con menos del cinco por ciento de materia grasa, mi cuerpo tiene el corte del de un boxeador, sin nada más que perder. Mi dieta es estricta, alta en proteínas, grasas saludables, sin azúcares refinados, sólo carbohidratos de metabolismo lento, pero esa noche tenía que ser imprudente. Sin comilonas hipercalóricas: hamburguesas, patatas fritas, helados, pasteles y tartas, mi metabolismo se pararía en seco y sería incapaz de cumplir mi misión.
En ese momento mi cuerpo me pedía una pizza enorme y grasienta.
El problema era que no había tenido acceso a comida en las últimas horas. Me dirigía hacia el oeste a través de las remotas afueras de Sonoma, lejos de cualquier lugar habitado, sin comida a la vista. Al alejarme más de la civilización, había visto que el indicador de señal de mi móvil había disminuido hasta el punto de no tener cobertura, dificultando mi contacto con el mundo exterior. La medianoche se acercaba, y yo estaba exhausto.
El aire de la noche era fresco y seco, y a pesar del hambre, era capaz de disfrutar de la tranquilidad del entorno. Era un extraño momento de serenidad en una vida cotidianamente frenética. A ratos me encontraba a mí mismo hipnotizado por la luna llena, que brillaba sobre las laderas de las montañas.
Y a ratos, lo único en lo que podía pensar era en encontrar el próximo Seven-Eleven.
Cuando ese día salí de la oficina temprano, recibí palmaditas en la espalda y mensajes de ánimo de varios compañeros de trabajo, la mayoría de los cuales están al corriente de mi otra vida. En un minuto yo era todo negocios, discutía sobre informes de beneficios y estrategias corporativas vestido con mi ropa informal pero impecablemente planchada de los viernes. Y al siguiente minuto salía disparado por la puerta, como un adolescente enloquecido por la inminente fiesta del fin de semana. Había aprendido a cambiar del trabajo al juego en el intervalo de pocos pasos. Me gustaba mucho mi trabajo, pero me encantaba lo que estaba a punto de hacer.
A las cinco de la tarde apreté un botón de mi cronómetro y la misión se puso en marcha, por decirlo de algún modo. Empezó en la bucólica y pequeña ciudad de Calistoga, en la frontera norte del Valle de Napa. La tarde era cálida y despejada y la gente del pueblo paseaba tranquilamente por las calles. Un tipo se llevó la mano al sombrero y dijo «hola» cuando yo pasé, y una mujer que barría la acera con una escoba de mimbre se paró y sonrió. Eran amables, pero a juzgar por las peculiares miradas que recibí, estaba claro que me estaban fichando: sabemos que no está aquí para causar problemas, pero ¿qué es exactamente lo que está haciendo?
A mi lado, en nuestra caravana VW(Volkswagen) (alias la Nave Nodriza) estaba mi familia: mis padres, mi mujer, Julie, y nuestros dos hijos, Alexandria y Nicholas. La Nave Nodriza sería nuestro «centro neurálgico» de operaciones para los próximos tres días. Eso, sin embargo, implica un nivel de pulcritud que no existía. La Nave Nodriza era como una casita rodante vagabunda, abarrotada de mapas, juguetes, revistas de viaje, prismáticos y tarros caseros atrapabichos. Entre los asientos había trozos de galletas y pescado rancio mezclado con arena de la playa. Era el perfecto ambiente anti Feng-Shui, y nos encantaba.
Los macarrones con queso de sobre eran fáciles de cocinar en el pequeño hornillo de la nave Nodriza, y eso era lo que teníamos de cena esa noche. Por culpa de mis dos vidas, no comíamos en familia tan a menudo como me hubiera gustado, así que valoré mucho esa comida, con o sin queso en polvo.
Éramos como cualquier otra familia feliz cenando junta, sólo que estábamos sentados sobre el quitamiedos, en el arcén de una autopista. Los niños no parecían verlo raro –en realidad es que no conocían otra cosa– y mis padres se habían acostumbrado a beber el vino en vasitos de papel mientras guardaban equilibrio sobre el estrecho borde cuando los coches pasaban zumbando. Esa noche no había demasiado tráfico en la carretera, así que entablamos una agradable conversación.
Tomé segundos y terceros platos, y luego me terminé la comida de mi mujer. Siguió el postre: dos plátanos una PowerBar, y un éclair de chocolate.
«Odio cenar y salir», dije, sin poder estar un rato sentado, «pero tengo que ponerme en marcha».
«Papi, ¿estarás fuera toda la noche?» preguntó mi hija Alexandria. Sus enormes ojos marrones se llenaron de una curiosidad entusiasta, como si intentaran entender por qué su papi tenía ese extraño anhelo que no era compartido por muchos otros papis.
«Sí cielito, así es. Pero desayunaremos juntos mañana por la mañana».
Aunque esa conversación había sucedido hacía pocas horas, ahora tenía la sensación de que hacía mucho más tiempo. A pocos minutos de la medianoche, ya estarían todos durmiendo felizmente dentro de la nave Nodriza mientras yo recorría mi camino a través de Sonoma y continuaba por el oeste hacia la ciudad de Petaluma.
Conocida por sus almacenes de gangas y sus boleras, Petaluma no es una metrópoli bulliciosa. Pero a su favor, la ciudad cuenta con un Round Table Pizza, una de las franquicias más grandes del planeta.
Ya sabe usted, otras compañías de pizza no son tan flexibles como Round Table. La mayoría de ellas tienen reglas y políticas de reparto a domicilio muy complicadas –detalles remilgados como pedirte que dés una dirección para que te entreguen la pizza. Imagínatelo– ¡de hecho, tienes que decirles exactamente dónde estás! Round Table, por el contrario, entregará una pizza en cualquier sitio.
A lo largo de los años, he puesto a Round Table en situaciones realmente complicadas, pero ellos han superado contundentemente a las otras cadenas de pizza. Tenía tanta confianza en su destreza para entregar las pizzas, que una vez incluso les pedí que me trajeran una a casa.
Al coronar la cima y ver que mi móvil tenía cobertura, marqué. La señal era débil.
«Round Table», contestó una voz joven. Sonaba una altísima música rock de fondo.
«Necesito pedir una pizza».
«¿Cómo? ¿Necesita una pizza?»
¿Por qué si no iba nadie a llamar al servicio de reparto de Round Table? «SÍ, ¡NECESITO PEDIR UNA PIZZA!¡NECESITO PIZZA!»
«Vale, tío, no hace falta gritar».
«Perdón».
«No se preocupe.Ya sé cómo se pone la gente de nerviosa por su pizza».
«No estoy nervioso, estoy hambriento» dije yo en un tono muy nervioso.
«Lo que sea, tío. Estate seguro que te vamos a dar los bocados más sabrosos que puedas imaginar. Soy el encargado.Y ahora ¿qué va a ser?»
«Tomaré la de estilo hawaiano, con doble de queso. Doble de aceitunas. Doble de jamón.Ah! Sí… y también doble de piña».
«¿Doble de todo? De acuerdo; le echaré de todo encima. ¿De qué tamaño la quieres?»
Ésta era una pregunta difícil. No tenía intención de cargar con raciones de sobra, pero si la pedía demasiado pequeña, me quedaría sin combustible y nunca llegaría a Marin antes del amanecer.
«¿Para cuántas personas es la grande?»
«Cinco, con todos estos extras. ¿Cuántos sois en el grupo?
«Sólo yo. Cogeré la grande».
«¡Caramba, tío! Sí que debes de tener hambre».
Si tú supieras, pensé. «¿Qué postres tenéis?»
«Tarta de queso y cerezas. Está de muerte, la he probado esta tarde».
«Vale, tomaré una».
«¿Una ración?»
«No, quiero toda la maldita tarta».
«Tío, ¡esto es mítico!»
«¿Cuánto crees que tardaréis?»
«Veinte, treinta minutos. ¿Tienes prisa?»
«No es prisa exactamente, estaré fuera un rato. Es que necesito saber cuánto tardaréis para poder deciros dónde me podéis encontrar»
« Vale… pues, digamos veinticinco minutos».
«Entonces nos encontramos en la esquina de la autopista 116 con Arnold Drive».
«¿Qué?¿ Justo en la esquina?» preguntó. «Ése es un tramo bastante solitario de la autopista. ¿De qué color es su coche?»
«No voy en coche» dije. «Pero seré fácil de identificar. Soy el único aquí fuera que está corriendo».
«¿Corriendo?» Hubo un breve momento de silencio. «Alguien te está persiguiendo?»
«No», me reí.
«¡Pero si es medianoche!» dijo.
«Sí, es tarde. Por eso necesito la pizza. Me estoy muriendo de hambre».
«Vale, lo pillo». [Larga pausa] «Tiene mucho sentido. ¿Hay algo más que te pueda llevar?»
«¿Hay un Starbucks en la ciudad?»
«Sí, pero seguro que a estas horas está cerrado. Pero yo tengo mi propio alijo de granos justo aquí. Prepararé un poco mientras se hace la pizza. Tú sigue corriendo todo recto por la autopista 116 que ya daremos contigo».
Después de darle mi número de móvil y colgar, bajé la cabeza y seguí adentrándome en la oscuridad. Si me iban a localizar en la ruta, no hacía falta que esperara en la esquina, de lo cual me alegré. Estar de pie holgazaneando en la brisa de la noche era un modo seguro de tener un calambre de piernas que me debilitara.
Al guardar el móvil en el bolsillo trasero de mi mochila, saqué la foto de una niña pequeña. Incluso con tubos y agujas clavados por todo su cuerpo, su cara se veía brillante. Pero estaba enferma; de hecho estaba al borde de la muerte, y yo estaba corriendo para ayudar a salvarla. Di un último vistazo a la foto y la volví a guardar.
Exactamente veinticinco minutos después, una furgoneta polvorienta de ruedas gigantes se acercaba por la carretera. Mi pizza había llegado. Para mi sorpresa, el joven encargado iba al volante.
«¡Tío!»gritó él mientras salía del coche de un salto. «Estás como una cabra. ¡Esto es chulísimo!»
Sacó la pizza del asiento del pasajero y abrió la caja. Era una obra de artesanía, casi tan alta como ancha, con un montón de piña y aceitunas apiladas encima. Parecía algo con lo que alimentar a un rinoceronte. Pagué la cuenta, le di las gracias y me preparé para la carga.
«¿Vas a seguir corriendo?» preguntó. «¿No quieres que te lleve?»
«Ahora que tengo buen combustible», le contesté sujetando la comida, «Voy a darle buen uso».
«Pero ¿Hasta dónde vas a llegar?»
«Me dirijo a la playa», le dije.
«¡A la playa!» gritó. «¡Tío, la bahía de Bodega está por lo menos a 48 kilómetros de aquí!»
En realidad me dirigía a la playa de Santa Cruz, que estaba a más de 241 kilómetros de allí, pero pensé que ninguno de los dos estaba preparado para enfrentarse a esa realidad.
«No puedo creer que sea humanamente posible correr 48 kilómetros» gritó sofocado. «¿Eres como una especie de Carl Lewis o algo así?»
«Oh… sí», contesté. «Soy como Carl Lewis, sólo que más lento».
«¿Dónde dormirás?»
«No dormiré»
«¿Vas a correr toda la noche seguida? Esto es una locura. ¡Me encanta!» Volvió a meterse en la furgoneta de un salto. «No puedo esperar a decírselo a los chicos de la tienda». Salió a toda prisa.
Me gustó ese chico. Para la mayoría de los no corredores, correr es lo más aburrido y los más terriblemente doloroso y sin sentido que hay. Pero él parecía genuinamente intrigado por la aventura y por eso conectamos enseguida, aunque no me daba la impresión de que él fuera a hacer algo de deporte en los próximos días.
Con la tarta de queso apilada encima de la pizza, empecé a correr otra vez, comiendo mientras marchaba. Con los años había perfeccionado la técnica de comer en plena marcha. Llevaba balanceando la caja de pizza y la tarta de queso en una mano y comía con la otra. Era un buen ejercicio para la parte superior del cuerpo. Afortunadamente, mis antebrazos estaban bien desarrollados y no tenían problemas para llevar el exceso de peso. Para mayor eficiencia, enrollaba cuatro trozos de pizza formando un gran tubo, como un enorme burrito italiano. De ese modo, era más fácil de meter en la boca.
Justo cuando estaba terminando el primer plato, oí la furgoneta del encargado acercarse otra vez. El ruido de su silenciador suelto era inconfundible. Se había olvidado de darme el café. Llenamos una de mis botellas de agua con la oscura bebida y me bebí el resto. Intenté pagarle por ello, pero no aceptó nada de dinero.
Cuando estaba a punto de marcharse otra vez, el joven sacó su cabeza por la ventanilla de la furgoneta y me preguntó, «entonces tío ¿me permites que te pregunte por qué estás haciendo esto?».
¿Por dónde empezar? y «jo, tío», le respondí, «Tendré que contestarte a eso en otro momento».
Yahora es el momento de pensar en la pregunta. Millones de americanos corren. Corren por hacer ejercicio, por su salud cardiovascular, por el aumento endorfinas. En 2003, cuatrocientas sesenta mil personas completaron una de las muchas maratones del país estableciendo un récord. Desafiaron los límites de su propia resistencia para completar los 43 kilómetros.
Y dentro de esto, hay un pequeño grupo de corredores fuertes, una especie de subgrupo dentro de los corredores, que se llaman ultramaratonianos. Para nosotros, una maratón es sólo un calentamiento. Corremos carreras de 80 kilómetros, de 160 kilómetros. Corremos veinticuatro horas o más sin dormir, a penas parando para comer y beber, o incluso para usar el baño. Corremos por las montañas arriba y abajo; a través del Valle de la Muerte al final del verano; en el Polo Sur. Llevamos nuestros cuerpos, mentes y espíritus mucho más allá de lo que la mayoría de los humanos consideraría los límites del dolor y el esfuerzo.
Soy uno de los pocos que ha corrido más de 160 kilómetros sin descansar, lo que creo que me hace un extra-ultra-maratoniano. O simplemente un pirao. Cada vez que la gente oye que he corrido 160,9 kilómetros de un tirón, inevitablemente me hacen dos preguntas. La primera es «¿cómo puedes hacerlo?». La segunda, y mucho más difícil de contestar, es la misma que me hizo el chico de la pizza: «¿Por qué?».
Es una pregunta excelente, aunque las adicciones nunca se pueden definir claramente. Cuando le preguntaban por qué intentaba ser el primero en escalar el monte Everest, George Mallory ofrecía la famosa frase lacónica: «Porque está ahí». Esta frase se ha convertido en un dicho famoso, así que parece satisfacer a la gente lo suficiente. Pero, en realidad, no se trata de una respuesta muy buena. A pesar de ello, puedo entender la breve respuesta de Mallory. Cuando la gente me pregunta a mí por qué corro distancias tan imposibles durante la noche muchas veces me he visto tentado a contestar con algo como, «Porque puedo». En realidad es cierto, pero los atletas no son siempre los espíritus más introspectivos. Sin embargo, no es una respuesta completa. Ni siquiera me satisface a mí.Tengo mis propias preguntas.
¿Qué me impulsó a correr?
¿Para quién estoy corriendo?
¿Hacia dónde estoy corriendo?
Todos los corredores tienen una historia.Aquí tienen la mía.