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Introducción

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Domingo Felipe Cabred, nativo de Paso de los Libres, Corrientes, se trasladó a Buenos Aires en una época convulsionada, cuando la ciudad, antes pequeña aldea, se convertía en una gran metrópoli y se transformaba con la llegada masiva de emigrantes europeos. Pero el arribo de Cabred no se producía en el vacío sino que llegaba por influencia de la poderosa burguesía y de la clase política correntina, a la que estaba relacionado y la que, sumada a otros nuevos contactos, le facilitaría el acceso hasta las más altas investiduras, hasta al mismísimo presidente Julio A. Roca, quien en adelante se convertiría en su padrino, como Lucio Meléndez en el plano intelectual, y en el sostenedor de una carrera donde era posible reconocer muchos de los problemas que ocupaban el centro de la preocupaciones de las clases intelectuales y dirigentes argentinas. Entre ellos, la inesperada reconversión de esa inmigración europea, a la que habían llamado como fuente de civilización, para la remoción de los malsanos hábitos del bárbaro poblador del campo argentino, cuna del caudillaje. Pero que con el tiempo se había transformado en otra clase de barbarie, ahora urbana, que ponía en jaque esa gobernabilidad tan trabajosamente amasada. Prueba de ello era, en un extremo, la superpoblación urbana, el incremento del conflicto social y la radicalización inducida por la introducción de ideas foráneas, pero también, en el otro, la desocupación, la marginalidad, la mendicidad extendida, el abandono, el alcoholismo y la imprevista alteridad de una nueva inmigración que se superponía a la que había llegado antes del Mediterráneo; todos factores que configuraban un abanico de problemas que ponían en riesgo a las clases gobernantes. Unas clases gobernantes que, en lugar de asumir su responsabilidad, como siempre, las querían poner fuera, haciendo de los extranjeros los depositarios, los únicos culpables de todos los males que las aquejaban.

Paralelamente, mientras eso sucedía, iba cobrando vida una nueva generación intelectual y profesional, cuya carrera en algunos casos incluso había sido promovida desde el gobierno, llamada a proponer soluciones específicas para muchas de esas cuestiones entendidas como medulares para la continuidad del progreso del incipiente Estado nacional. Entre ellos, y en contacto con todos los demás, este trabajo se propone estudiar la trayectoria de Domingo Cabred, creador entre varias instituciones de la Colonia Nacional de Alienados y presidente de la Comisión Nacional de Asilos durante el segundo mandato de Julio A. Roca. La idea es examinar su desarrollo y fuentes de inspiración en la encrucijada supuesta entre las necesidades del gobierno, las nuevas propuestas intelectuales y las miradas contrapuestas de una inmigración que desbordaba todos los marcos de contención, sin por eso desmentir su condición de factor necesario para el desarrollo. Es en esa contradicción donde debe verse el origen de algunas propuestas que combinan la idea de curación para la reincorporación al aparato productivo con otras de neto corte represivo, aunque enmascaradas en esas nuevas doctrinas de “rostro humano”.

Eso no resta valor a las enormes dimensiones de la obra cabrediana, ni a su apuesta al trabajo como instrumento de reeducación para la reinserción social de los individuos, en cuanto superadora de las formas de violencia explícita aplicadas antes en perjuicio de los “locos” en las cárceles, hospitales y asilos donde habían estado recluidos. “Loco”, una palabra si las hay ambivalente, que en realidad carece de un significado preciso si se prescinde de las épocas y los lugares en que se la utiliza. Por eso, devolverle sus múltiples dimensiones no supone desmerecer la obra de Cabred, sino que implica restituirle su natural duplicidad, en un contexto donde se ponen en juego numerosas circunstancias. Considerar esa duplicidad, por otra parte, nos aleja de cualquier tentación apologética, al ubicar las cosas “en su lugar”, escuchando todas las voces, incluidas las de los pacientes que son sus beneficiarios o víctimas según se los entienda, y ayuda a comprender por qué el Estado, siempre esquivo a invertir más de la cuenta en un asunto que en definitiva afecta a una minoría, se muestra dadivoso con una persona y un conjunto de iniciativas difíciles de financiar y, más allá de su necesidad, difíciles por su magnitud de sostener en el tiempo. En cualquier caso, y eso independientemente de haber sido en su momento en el elogioso comentario del presidente Julio A. Roca “el hombre que el país necesita”, la personalidad de Cabred debe ser comprendida en todas sus múltiples facetas y en relación con su entorno.

Ególatra, orgulloso miembro de una generación intelectual más allá de las valoraciones personales de características excepcionales, trabajador y realizador incansable, de fuerte carácter, tan riguroso en el trato con los enfermeros, guardianes y personal a su cargo como condescendiente y hasta compinche (por lo menos desde la mirada de Georges Clemenceau, con los enfermos de los establecimientos que dirigía), docente universitario, formador de toda una generación de profesionales médicos destinada a gestionar y/o trabajar en los institutos que él había creado. Las características que lo distinguen deben ser apreciadas en su totalidad, en lo que tienen de bueno y lo que tienen de malo –aunque calificar no es función de historiadores–, en su individualidad, pero sobre todo también como parte de una generación, como hombre de un tiempo cuyas ideas no podía sino compartir sin eludirlas, aunque a nosotros nos resulten anacrónicas, chocantes a veces, difíciles de entender y hasta es probable que imposibles de compartir en el presente. Pero no lo eran en ese momento, cuando constituían más bien el espíritu de su tiempo. Él era hijo de su época, como nosotros lo somos de la nuestra. No podemos juzgarlo desde nuestras ideas, sino comprenderlo en su contexto, en el tiempo en que vivió. Hacer lo contrario sería malinterpretarlo, algo inaceptable para quien ejerce el oficio de historiador. Aunque después, desde nuestra ideología, desde nuestras instituciones, desde nuestra actualidad, hasta desde nuestro fuero íntimo, pensemos que las cosas pudieron haber sido de otra forma. Pero proyectar nuestras ideas hacia atrás sería una injusticia para con los protagonistas de una época en cuyo lugar, incluso contra nuestras convicciones, debemos hacer el esfuerzo de ponernos. Nuestra obligación en todo caso es exponer, interpretando, cómo fueron las cosas en su tiempo, que no es poco. Queda al lector justipreciar los alcances de una obra en sus múltiples dimensiones, una razón que legitima la pretensión de dar vida a una biografía como la que en las próximas páginas trataremos de desarrollar con el mayor equilibrio que podamos hacerlo.

Domingo Cabred, una biografía

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