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CAPÍTULO 2
La asistencia sanitaria en Buenos Aires desde la colonia a los albores del Estado argentino

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Desde sus más remotos orígenes, hasta se podría decir desde la fundación misma de la ciudad de Buenos Aires, la atención de pobres y enfermos estuvo librada a su suerte. La lejanía del Real Protomedicato de Lima hacía improbable que pocos profesionales formados se aventuraran hasta estas tierras haciendo de ellas un territorio propicio para la proliferación de sangradores, curanderos y médicos improvisados.

Hasta mediados del siglo XVIII la aldea colonial tenía solo un hospital, teóricamente habilitado en 1611 aunque funcionaba, cuando funcionaba, intermitentemente, para ser confiado luego al cuidado los betlemitas, llamado Hospital San Martín, y que operaba más en los términos de una residencia para marginados, en el mejor de los casos una pobre enfermería con una docena de camas, que como un verdadero centro asistencial. En un rancho anexo al hospital, llamado vulgarmente el loquero, se alojaba a los enfermos mentales. La tendencia era, más que asistir, a aislar a los enfermos, incurables, locos y contagiosos, protegiendo de su presencia a la población “sana” de la ciudad.

En 1734, don Ignacio Bustillo y Zevallos donó parte de sus tierras a la congregación jesuita (terrenos situados en las actuales calles Defensa, con salida a Balcarce, Humberto I y San Juan). Ese predio iba destinado a la construcción de una casa para labores de carácter comunitario, lo que en el lenguaje eclesial se entiende como “residencia”. El mismo predio incluiría una chacra vecina. Ambas, residencia y chacra, se denominaron “de Belén”. Poco antes de que los jesuitas fueran expulsados (1767), sus nuevos dueños, los religiosos de Nuestra Señora de Belén, los betlemitas a cargo del Hospital San Martín (luego Santa Catalina), lograron que las autoridades les cedieran no solo la residencia y la chacra, sino incluso unos terrenos hacia el oeste, con el propósito de construir un pabellón para instalar allí un lugar de descanso (se supone que de allí su nombre la Convalecencia), que sirviera para los enfermos en recuperación, dados de alta en el Santa Catalina, que solo se ocupaba de pacientes agudos. Desde 1769, cuando los betlemitas se hicieron cargo de las propiedades de los jesuitas, trasladando a los insanos del Hospital de Santa Catalina a la Residencia de Belén, pasó a llamarse Hospital de la Convalecencia, que se convirtió en el Hospital General de Hombres. El Hospital de Mujeres comenzó a funcionar por entonces regenteado por las Hermanas de la Caridad. En 1770, la Residencia de Belén comienza a recibir dementes que eran enviados desde la cárcel del Cabildo, a cargo de un capataz, hábil en el uso del látigo con el que se hacía respetar imponiendo terror entre los internos.1

Por disposición del virrey Juan José de Vértiz se creó en 1780 el Protomedicato de Buenos Aires, que funcionó precariamente hasta 1790 cuando, presidido por el médico irlandés Miguel O’Gorman, acompañado por Francisco Argerich, Benito González, José A. Capdevilla y Antonio Herrera, se constituyó en tribunal para la fiscalización de los profesionales médicos de la ciudad, además de encargado de formar a quienes quisieran serlo, de establecer penas para los falsos médicos y curanderos, de controlar las boticas y recaudar fondos para los fines que perseguía. Sin embargo, el bajísimo número de las inscripciones a los cursos que desde 1801 impartieran el mismo O’Gorman, Agustín Fabré y Cosme Argerich –en 1804 cuatro inscriptos, ninguno en 1807 y 1810– da idea de una vocación que no lograba despegar.

Ni siquiera la revolución de 1810 y su inevitable consecuencia, las guerras de la independencia, que inundaron las calles de heridos, ciegos y mutilados reducidos a la mendicidad y al abandono, acicatearon vocaciones y voluntades sino que, todo lo contrario, hicieron que muchos alumnos del Protomedicato optaran por posponer la aprobación de sus últimas materias pues, de rendirlas, se encontraban obligados a servir en el frente de batalla.2 Apremiados por la urgencia, se funda provisoriamente un Instituto Médico Militar. Luego de un frustrado intento por crear una “Facultad Médico-Quirúrgica”, el doctor Cosme Mariano Argerich presenta ante la Asamblea del año 1813 un plan de estudios que dio origen al Instituto Médico Militar, cuya principal función era proveer médicos y cirujanos para los ejércitos que, obligados por las circunstancias, peleaban por una independencia al inicio del proceso revolucionario, cuando se instaló un gobierno autónomo a nombre del rey, solo por algunos imaginada. Pero cuando la pretensión de la Junta revolucionaria de legitimar su mandato en las antiguas provincias del Virreinato se vio defrauda, provocando la insurgencia de regiones enteras y obligando al envío de expediciones militares al Alto Perú, Paraguay y la Banda Oriental, y el rey cautivo de Napoleón, Fernando VII, regresó pidiendo el escarmiento de aquellos revoltosos que se habían levantado contra su autoridad como paradoja invocando su nombre, la guerra se generalizó, con su lógico costo en el incremento de heridos y de vidas humanas, aumentando la exigencia de médicos en el frente. Profesores y alumnos eran considerados parte del cuerpo de medicina militar. Comenzó a funcionar, iniciando sus cursos en 1815, cubriendo bastante bien las necesidades de los cuerpos armados, aunque eso no tocaba a la población civil prácticamente librada a su suerte. En 1820 fallece su primer director, Argerich, asumiendo el cargo el doctor Cristóbal de Montúfar. Entre sus profesores, además del nombrado Argerich, se contaban Francisco de Paula Rivero y Juan José Montes de Oca, además de completar su formación el futuro catedrático Francisco Javier Muñiz. Pero nada de eso logró revertir entre la población la mala fama de de los “matasanos”. El doctor Francisco Rivero, a pedido de José Álvarez Thomas, calculaba en quince el número de médicos de Buenos Aires, la mayoría en el frente de guerra y no pocos contrarios al nuevo régimen, más algunos ingleses. Muerto M. O’Gorman en 1819, el Protomedicato, como todas las instituciones coloniales, dejó de funcionar en 1822 y fue remplazado, desaparecidas también las autoridades centrales nacidas con la Revolución de Mayo, por la Escuela de Medicina de la recién creada en 1821 Universidad de Buenos Aires. Fue uno de sus seis departamentos y se inició con tres cátedras, la de Instituciones Médicas a cargo de Juan Antonio Fernández, la de Instituciones Quirúrgicas a cargo de Francisco Cosme Argerich y la de Clínica Médica y Quirúrgica de Francisco de Paula Rivero. El material de enseñanza y los textos utilizados en los primeros años fueron casi exclusivamente de origen francés e italiano, debido a la influencia de dos reconocidos investigadores de esas nacionalidades, Aimé Bonpland y Pedro Carta Molino, respectivamente. Luego de dos años de iniciada la carrera se contó con sala de disecciones, y el gobierno decretó un presupuesto para costear en Europa el perfeccionamiento de los estudiantes sin recursos. El alumno podía doctorarse en medicina o cirugía, para lo cual debía presentar una tesis. Impulsada por Bernardino Rivadavia, ministro del gobernador Martín Rodríguez, y como parte de las tendencias favorables al laicismo de la época, en 1822 se aconseja el cierre del Hospital Santa Catalina, despojando de su manejo a las órdenes religiosas, que pasaría a manos de establecimientos y médicos egresados de la flamante Escuela de Medicina. La primera camada de médicos se graduó en 1827 y entre ellos tempranamente aparecen los primeros profesionales que se pronuncian a favor de las ideas de Philippe Pinel. La primera tesis de psiquiatría que se presenta en la Escuela es la de Diego de Alcorta, en 1827, bajo el título La manía aguda, que además fue la primera tesis publicada en el país y representa las aspiraciones de los nuevos facultativos para generar cambios en el tratamiento de las personas alienadas.

Pero las dificultades no tardarían en materializarse y lo harían con fuerza durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas, al suprimirse los fondos presupuestarios asignados a la Escuela en 1838, a lo que habría que agregar las tensiones políticas generadas por el exilio de los profesores que discrepaban con el régimen rosista, lo que la condenó a su desaparición o a una inacción manifiesta. Caído Rosas, la Escuela de Medicina fue separada de la Universidad, hasta tanto fuera reorganizada, pasando a depender directamente del gobierno de la provincia de Buenos Aires. Por decreto de octubre de 1852 se creó el Consejo de Higiene Pública que restableció la antigua Academia de Medicina otorgando a los estudios médicos la jerarquía de facultad. Fue designado como su primer presidente decano el doctor Juan Antonio Fernández, remplazado en 1855 por el doctor Francisco Javier Muñiz. La enseñanza de la medicina era efectuada en el edificio del Hospital de Hombres, al lado de la iglesia de San Pedro Telmo, en la actual calle Humberto Primo entre Defensa y Balcarce. Los años posteriores serán testigos del desarrollo de un sostenido proceso de reorganización, caracterizado por logros fundamentales. Entre esos progresos deben citarse la inauguración del nuevo edificio de la facultad en 1858, en el primer solar propio frente a la citada iglesia, y la creación en 1863 de la biblioteca, impulsada por Juan José Montes de Oca, tercer presidente decano, lo mismo que la creación de varias cátedras, que en general seguían el modelo de la Facultad de Medicina de París. En estos años se dieron, asimismo, los primeros pasos organizados de estudios universitarios odontológicos, obstétricos –para la formación de parteras– y farmacéuticos.

En 1859, un destacado profesor de la Academia, el doctor Ventura Bosch, encarga al presbítero G. Fuentes (cura de la parroquia de San Miguel) la construcción de un asilo para enfermos mentales al que se dio el nombre de Hospicio de San Buenaventura en homenaje al iniciador de la obra. El edificio fue levantado en terrenos que ahora pertenecen al Hospital Rawson, de la antigua Convalecencia. Caído Rosas, en 1852 el gobierno de la provincia, poco después escindida de la Confederación Argentina, crea la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires en lugar de la Academia,3 que pasó a ser el órgano directivo y administrativo que legislaba y asesoraba al decano en la gobierno del nuevo instituto superior de instrucción en medicina. La Facultad se encargaría de la enseñanza y concesión de grados; el Consejo de Higiene, de la policía sanitaria, y la Academia, de la gestión universitaria. En 1867-1868 una epidemia de cólera mostró la vulnerabilidad de las ciudades, en particular Buenos Aires, una impresión agigantada por la epidemia de fiebre amarilla de 1871. En 1860 se crea la Sociedad Médica Bonaerense, que fue la base de la Sociedad Médica Argentina, que fundó y presidió Emilio Coni y que luego cambió su nombre por el de Asociación Médica Argentina, que ostenta hasta la actualidad (y que en 1864 comienza a publicar la Revista Médico-Quirúrgica). Un año después, el rectorado de Juan María Gutiérrez supuso cambios significativos tanto en la orientación de los estudios como en las formas de gobierno de la Universidad de Buenos Aires. La fundación del Departamento de Ciencias Exactas en 1865 significó la primera presencia de estudios modernos de carácter experimental que consolidaron el abandono de la precedente tradición escolástica. Ese mismo año Gutiérrez elaboró un reglamento universitario que establecía que la institución sería gobernada por un consejo de catedráticos presidido por el rector, un modelo que repetiría en las facultades. Años después, precisamente en 1871, elevó un proyecto de ley orgánica para todo el sistema de enseñanza que concebía la universidad como el resultado de la articulación de un conjunto de facultades y contemplaba el sistema de concursos como mecanismo para la adjudicación de las cátedras. Estas disposiciones fueron canalizadas por decreto del Poder Ejecutivo a cargo de Nicolás Avellaneda en 1874.

En 1873 se produjo, por iniciativa de Eduardo Rawson y el entonces profesor de Fisiología doctor Santiago Larrosa, una reorganización interna de la Facultad, a través de la cual se creaba por primera vez una cátedra de Higiene. Como antecedente, la elevada mortandad inducida por la epidemia de fiebre amarilla de 1871 había generado consenso entre la población y las autoridades municipales de la ciudad de Buenos Aires sobre la necesidad de ofrecer una respuesta integral al problema del tratamiento, la obtención y distribución de agua potable. La creación de una red de aguas corrientes y desagües cloacales comenzó a tomar forma y dio solución a ese problema, aunque más no fuera en el centro, pero exigió un sustrato intelectual que le diera fundamento y continuidad a lo largo del tiempo. En ese sentido, la obra de José María Ramos Mejía y Eduardo Wilde, que propició la firma de tratados con Brasil y Uruguay para evitar nuevos brotes que circularan por vía marítima y fluvial, que, junto con la de Guillermo Rawson, fue parte principalísima del nuevo movimiento higienista que operaba como vanguardia en ese momento. “Asilar”, “aislar” (eufemismos que se refieren a la habitual práctica de la secuestración de personas), “prevenir”, “educar”, “alimentar”, “higienizar”, “suprimir” las malsanas costumbres que imperaban en los barrios periféricos donde todavía dominaba la “mala vida” (la prostitución, el alcoholismo, las enlodadas calles de tierra y los infectos zanjones al aire libre, que favorecían la proliferación en dolencias infectocontagiosas y la mala iluminación que propiciaba la delincuencia, entendida como enfermedad, por dar algunos ejemplos) eran términos médicos que se convirtieron en lenguaje común de la población a través de los folletines, las novelas, el cancionero, el refranero, el circo criollo y los periódicos que llegaban hasta ella. El carácter voluntarista, además de controlador y discriminatorio de esta propuesta, dirigida a los sectores pobres pero no a la parte sana de la sociedad, que se descontaba los tenía por definición incorporados, se revela no solo por su matriz ideológica, romántica y positivista, sino porque todos esos problemas son ahora parte de los reclamos que esos mismos sectores populares de los barrios con insistencia les formulan a unas autoridades municipales de los pueblos y las ciudades de la provincia de Buenos Aires y del interior, además de las provinciales y nacionales, que se muestran impotentes (hoy más que nunca) para poder darles respuesta. Cuestiones ideológicas al margen –que por supuesto no lo están a la luz de algunos inmovilizadores dogmas actuales que buscan presentarse como soluciones únicas y excluyentes cuando no lo son y se revelan como poderosas barreras para el progreso y las aspiraciones de ascenso social de una población4 que nunca estuvo “por encima” sino que vivió de acuerdo con las posibilidades que le brindaba cada época, por contraste con el liberalismo y el positivismo decimonónico que no se ponía techo y siempre iba por más, como corresponde a un país que quiera gravitar de manera no servil en el concierto de las naciones internacionales y esté al servicio de la gente que lo votó y no de otros intereses ajenos a ellos–, basta recorrer la literatura borgeana, donde los “niños bien” se divertían recorriendo los “piringundines” de la periferia, tierra de guapos, compadritos y malevos, pero también de pobres indigentes reducidos a la condición de arlequines para la generalizada risa de los malcriados de la clase alta,5 para tomar conciencia de la naturaleza incumplida de ese programa que no lograba cuajar en la realidad. En 1874, por otra parte, por el ya mencionado decreto del Poder Ejecutivo Nacional se determinó que la Facultad de Medicina volviera a la órbita de la Universidad de Buenos Aires y que la Academia de Medicina se hiciera cargo de su gobierno, acompañando a los decanos. A partir de esta nueva organización, se sucedieron como decanos los doctores Manuel Porcel de Peralta, Pedro Antonio Pardo, Cleto Aguirre, Mauricio González Catán, Leopoldo Montes de Oca y Enrique del Arca. En 1880 se inauguró el nuevo Hospital de Buenos Aires en la calle Córdoba, que es entregado a la Facultad de Medicina en 1883, luego de la “federalización” de la ciudad, denominándose a partir de entonces Hospital de Clínicas. En 1895 fue inaugurado un nuevo edificio para la Facultad –frente al antiguo hospital–, que se convirtió en sede de los estudios médicos en la denominada Escuela Práctica de Medicina y Morgue, creada a propuesta de Eliseo Cantón.

En 1880, de todas maneras, ante la inminencia del enfrentamiento armado que sacudió a Buenos Aires por la sucesión presidencial y la federalización de la capital, Eduardo Rawson propició la fundación de la rama local de la Cruz Roja, junto con el cardiólogo español Toribio Ayerza, y fue designado presidente honorario de la institución. Se ocupó de las condiciones de vida de los superpoblados conventillos y las casas de inquilinato del pobre y olvidado sur de la ciudad de Buenos Aires donde, más allá de la eliminación de los saladeros –y a diferencia de los barrios pudientes del norte y centro–, las redes cloacales y de aguas corrientes tardarían todavía un tiempo en llegar, en un marco comparativo con las condiciones de vida de los barrios obreros de otras grandes ciudades como Londres y Nueva York. Pero es en otro contexto, en el de las realizaciones y de su aplicación, donde el discurso reformista, con especial énfasis en la prevención y la educación, también herramienta predilecta para la fallida reconversión de los hijos de los inmigrantes en ciudadanos argentinos a través de la escuela pública, donde la utopía higienista desnudaba más claramente sus limitaciones. Es en ese terreno donde ideas, pensamientos e imaginarios buscan traducirse en prácticas y políticas públicas, donde las imposibilidades del modelo médico hegemónico se revelan, por encima de las posiciones alcanzadas en las cátedras universitarias y en los poderes del Estado.6 De todas maneras, y pese a sus limitaciones, la higiene se transformó en la disciplina clave en el proyecto de modernización del período 1870-1900, para lo cual se construye como una “mitología” dinámica, que permite adaptaciones según la emergencia, y que resultaba propicia tanto para el proyecto de consolidación y control de su campo de acción de la naciente corporación médica como del de la elite gobernante del incipiente Estado nacional argentino. A partir de entonces la corporación médica argentina se consolidó como grupo de poder con amplia incidencia en las prácticas político-institucionales del Estado. Esa fue la Facultad de Medicina y esos los principios donde se formó el joven Domingo F. Cabred.

En materia de salud mental,7 la Sociedad de Beneficencia detrás de Tomasa Vélez Sarsfield, que agrupaba a las matronas y damas de la alta sociedad, consiguió que el gobierno de Buenos Aires ordenara a la Comisión Filantrópica, presidida por Ventura Bosch, que habilitara un lugar dentro de la Convalecencia donde se pudiera ubicar a las mujeres dementes que estaban en la cárcel o en el Hospital General de Mujeres, dando alivio a las familias que tenían débiles mentales y escondían su vergüenza en habitaciones cerradas, en los altillos de sus casas o en celdas especialmente construidas en sus quintas por las familias adineradas. Se creaba así en 1854 el Hospicio de Alienadas8 (hoy Hospital Neuropsiquiátrico Braulio A. Moyano), donde el recogimiento, la oración y el trabajo femenino eran los medios de redención establecidos por las damas de la alta sociedad porteña de la Sociedad de Beneficencia. Predominaban entre la población del Hospicio, al principio, las mestizas, indígenas y mulatas, luego las extranjeras, en particular las prostitutas (la locura como sinónimo de pecado), las abandonadas y las mendigas, asociadas a la gran inmigración. La situación de hacinamiento en la que se vivía, además de los planes de remodelación y de construcción de nuevos pabellones casi nunca concretados, daba lugar a situaciones de conflicto entre los pacientes y las enfermeras religiosas, que no pocas veces terminaba en el suicidio de las primeras, que se arrojaban desde las terrazas o las ventanas de los edificios donde supuestamente estaban bajo su cuidado y custodia.9 Como es de esperar, contra el discurso, pocas “se redimían” y volvían a reintegrarse a la vida social.

Nada diferente sucedió entre los hombres del San Buenaventura que pronto, en 1863, se reconvirtió en Hospicio de las Mercedes (hoy Hospital Interdisciplinario Psicoasistencial José Tiburcio Borda), que tuvo por primer director a José María Uriarte, seguido –luego de su muerte ocurrida en 1876– por Lucio Meléndez. Los internos, que apenas superaban el centenar a su apertura, se multiplicaron rápidamente bajo el influjo de las migraciones masivas.10 Con Meléndez las condiciones de vida en el asilo cambiaron considerablemente. Se ampliaron y multiplicaron los pabellones. El primero, relicto material heredado del San Buenaventura y antecesores, oscuro, sin ventilación, con celdas pestilentes donde los locos eran encerrados por los guardias (que los reprimían físicamente) apenas los médicos abandonaban el edificio y donde además comían, hacían sus necesidades y dormían entre sus heces en un régimen, pese a los esfuerzos de Uriarte, casi carcelario. Meléndez lo amplió, iluminó y ventiló, mejorando sus condiciones de habitabilidad. El segundo pabellón, separado del primero por amplios jardines donde se recreaban los pacientes, es entera obra de Lucio Meléndez, y se construyó respetando todas las normas de la moderna terapéutica de la locura. En él comenzó a funcionar desde 1884 la cátedra de Patología Mental de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires desde hacía años a cargo del propio Meléndez. El tercero, retomando y perfeccionando la obra del anterior, fue realizado bajo la dirección de Domingo Cabred, transformando en un moderno establecimiento sanitario lo que era un anticuario, relicto de épocas pasadas.

Aunque no todo lo que reluce es oro. Noticias publicadas sobre su construcción, que se hizo con mano de obra contratada y la de los propios internos del Hospicio a imitación de lo que paralelamente sucedía en la Colonia Nacional de Alienados, también bajo la dirección de Cabred, no son tan halagüeñas como se podía esperar. Porque, a decir del diario anarquista La Protesta Humana, entre cuyos directores se contaba el “Doctor Inglés”, el irlandés residente en Luján, John Creaghe:

Casi no pasa día sin que en las columnas de este diario no aparezca alguna queja de los pobres que, aplastados por la tiranía del Estado o la miseria, se hallan recluidos en las cárceles, hospitales, manicomios, etc. A veces son cartas conmovedoras de presos que víctimas de una justicia brutal se ven privados de toda libertad por muchos años y aun por toda la vida, cruelmente martirizados por los miserables esbirros que cometen cualquier acción para granjearse las simpatías de los directores de esta clase de establecimientos.

Directores como Antonio Ballvé, de la Penitenciaría de esta Capital, prototipo de los procedimientos inquisitoriales y que sin embargo tiene la desfachatez de dar conferencias blasonando de moralidad, y de la utilidad de tratar humanamente a los presos.

Ya sabe todo el mundo de lo que es capaz el célebre Ballvé, a pesar de sus hipocresías manifiestas en varias conferencias impresas después de notables arreglos porque conviene advertir que el jefe de los verdugos de la Penitenciaria Nacional sabe escribir mucho menos que los niños de segundo grado.

Del modo que se trata a los enfermos en los hospitales también nos hemos ocupado algunas veces, siempre que se han apersonado a esta redacción.

Ayer nos llega una carta de los albañiles que trabajan en el Hospicio de las Mercedes de esta Capital, denunciando un hecho que corrobora nuestra afirmación triste si se quiere pero verídica e irrefutable: en los establecimientos públicos se trata de un modo indigno e incalificable.

Un pobre loco de las Mercedes hacía las veces de peón de albañil transportando ladrillos, cuando de improviso dos enfermeros la emprendieron a trompadas y puntapiés con el desdichado enfermo.

No contentos con eso, uno de los enfermeros (bonito modo de curar) lo golpeó con el cortaplumas cerrado en el bajo vientre y en otros sitios donde debían hacerle daño sin dejar señales de equimosis.

Los albañiles que presenciaron esta escena bochornosa protestaron, pero de una manera demasiado débil, pues se limitaron a manifestar su indignación verbalmente.

Los verdugos contestaron con el mayor desparpajo que al loco en cuestión era bueno para darle “el aguardiente” de vez en cuando.

Sin más comentarios el hecho que narramos da una prueba más del trato que reciben los que tienen la desdicha de hallarse recluidos en cárceles, hospitales y manicomios.

La caridad y la justicia burguesa son una manifestación de la crueldad contra los indefensos.11

De ser verdad esos acontecimientos, cosa que por habitual no dudamos, reflejan la pervivencia de viejas prácticas bajo nuevo formato, incluso por encima de lo sugerido por Michel Foucault que nos informa que se trata de un proceso de sustitución donde nuevas y sutiles formas de violencia regladas remplazaron a los más burdos y brutales métodos del pasado, abriendo paso a la idea de la sobrevivencia solapada de esas mismas prácticas represivas, todavía enquistadas en la vida cotidiana de las nuevas instituciones y encarnadas en las personas de guardianes y enfermeros, comúnmente intérpretes repetidos de esas malsanas experiencias. ¿Cómo conciliar entonces el discurso progresista de los profesionales médicos e intelectuales muchas veces directores de esos establecimientos y la persistencia de esas formas de proceder entrevistas como anacrónicas? Emil Kraepelin nos recuerda:

El enfermo mental ha sido tratado a menudo como una persona peligrosa, que inspiraba miedo y obligaba a la sociedad sana a defenderse de él. Un paso más allá estaba la necesidad que sentía mucha gente, por miedo unido a la ignorancia, de librarse de un peligro potencial. Para ello se recurría a cualquier medio –el miedo todo lo justificaba– y no se reparaba en la situación en que se colocaba al alienado o demente. A menudo, incluso los propios familiares y allegados se quedaban tranquilos cuando podían situarle lejos y se podían liberar de la preocupación que les causaba […] El loco estaba atado, casi inmóvil, a veces azotado, mal nutrido, en locales sin ventilación, llenos de suciedad, golpeado. Esto prácticamente en todas partes. Las descripciones médicas sobrepasaban la imaginación de los novelistas.12

¿Se trataba realmente de manejos, como insinúa el periódico anarquista, apañados por los propios directores de los institutos, o eran un conjunto de comportamientos fuera de lugar que perduraban inmutables en el comportamiento de un personal poco preparado y por lo tanto reticente a las nuevas formas de cómo se aconsejaba tratar a la enfermedad, y a sus portadores los enfermos, y por lo tanto más dispuestos a continuar ejerciendo las modalidades cuasi carcelarias dominantes en el pasado? A favor de la primera hipótesis parecen apuntar las reiteradas experiencias de Guillaume Duchenne y el indiscriminado uso del electroshock o la electroterapia como métodos de curación. A favor del segundo, atestiguan los Libros de Empleados de la Colonia Nacional de Alienados, cuando mencionan la rutinaria predisposición de Domingo Cabred para despedir al personal que se comprobaba que maltrataba a los pacientes.13 También su insistencia en la necesidad de formar personal preparado, nuevas enfermeras y guardianes, instruidos en la renovada línea de procedimientos predicados. A mitad de camino, parece más sensato pensar que se trataba de ejercicios a veces institucionalizados, como la hidroterapia,14 pero a los que se podía echar mano para casos individuales de reincidencia o de insolencia manifiesta, o de acciones nada aisladas de quienes debían velar por la salud de los enfermos pero que de todas maneras, sin consentimiento, solían apelar con demasiada habitualidad a las viejas y más fáciles prácticas de control y disciplinamiento que a la incorporación de nuevos conocimientos. Habría que saber qué porcentaje de ese personal era analfabeto. Pero lo que no se puede argumentar seriamente es que fueran usos totalmente ignorados que escaparan al conocimiento de los directores de los asilos, actuaran o no sobre ellos. De una u otra manera, sea como fuera, estos hechos suponen severas disonancias entre prácticas y discursos, que no pueden ni deben ignorarse de ninguna manera.

En ese entramado institucional, completando el cuadro, se debe recordar que más o menos al mismo tiempo, en el Hospital General San Roque, el doctor José María Ramos Mejía inauguraba un consultorio de enfermedades nerviosas que funcionaba de acuerdo con los principios de Jean-Martin Charcot.15 Ese servicio se complementaba con el Observatorio Clínico-Criminológico creado por el mismo José María Ramos Mejía y por José Ingenieros que funcionaba, no por casualidad, en el edificio anexo y se conectaba con el Instituto de Criminología, la cátedra de la materia que allí tenía sede y los vecinos Archivos de la Policía Federal. Una demostración más, por si fuera necesario, de la asociación indisoluble que en ese momento se pensaba existía entre locura y delito, como si fueran expresiones distintas de una misma patología. El cuadro se completa con la creación en 1897 del hospital de la provincia Melchor Romero, cuya dirección fuera confiada por su amigo y compañero de estudios, el gobernador Guillermo Udaondo, a Alejandro Korn, que en paralelo con Meléndez y Cabred, introdujo en ese “depósito de locos” las premisas del método Open Door. La trayectoria previa de Korn, como la de muchos de sus colegas como Ingenieros, comenzó en la policía. Médico de la policía en La Plata, cargo que desempeñó nueve años, su tesis doctoral Locura y crimen anticipa desde su título lo que después confirmaran sus Estudios médico-forenses: la alienación mental es una respuesta a las tensiones provocadas16 por los avatares de la experiencia migratoria y la necesidad de nacionalizar ese conglomerado humano en busca de una más clara identidad. Esa asociación entre alienación y delito también está presente en los nuevos edificios de material del Melchor Romero, que remplaza a los originales y precarios del instituto inaugurado en 1884: sobre la sala Charcot se superpone el pabellón Lombroso. Dos personalidades opuestas, que en nada se tocan pero que aquí se complementan. Todo está dicho. Por último, anticipando el proceso de derivaciones y/o transferencias que luego constantemente se darían entre el Hospicio de las Mercedes y la Colonia Nacional de Alienados se crea el Asilo de Alienadas de Lomas de Zamora (hoy Hospital Interzonal José A. Estevez) como un desprendimiento donde se vuelcan los excedentes de pacientes del Hospicio de Alienadas.17

1. Rosa Falcone, “Breve historia de las instituciones psiquiátricas en Argentina, del hospital cerrado al hospital abierto”, 2012.

2. Irina Podgorny, “Los cirujanos y la guerra: la Revolución de Mayo y la medicina”, Ciencia Hoy, vol. 20, núm. 118, 2010.

3. Marcial Quiroga, La Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, 1822-1872, Buenos Aires, Facultad de Medicina de la UBA, 1935.

4. Paul Krugman, El retorno de la economía de la depresión y la crisis actual, Madrid, Crítica, 2012; Joseph Stiglitz, Caída libre, Madrid, Penguin Random House, 2008, y El precio de la desigualdad, Madrid, Taurus, 2012; Samuel Sosa Fuentes, “Otro mundo es posible: crítica del pensamiento neoliberal”, Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, núm. 234, 2012, pp.66-86; Federico Bernal, Critica al neoliberalismo argentino, Buenos Aires, Planeta, 2016.

5. Tal el caso del en su momento célebre bufón de las clases altas porteñas, el “Negro” Raúl Grigeras, que terminó su vida como interno de la Colonia Nacional de Alienados de Open Door, después de vivir más de dos décadas en ella. Cfr. Paulina Alberto, “Títere roto: vidas posibles y vidas póstumas del «Negro Raúl», 1886-2011”, en Alejandro Frigerio, Lea Geler y Florencia Guzmán, Cartografías afrolatinoamericanas II: perspectivas situadas desde Argentina, Buenos Aires, Biblos, 2016, pp. 135-160. También, Dedier Norberto Marquiegui, “¿Te acordás hermano del Negro Raúl? Desmesura e infortunio en la vida de un afrodescendiente en la cosmopolita Argentina del Centenario”, en Otras memorias: memorias de África y los afrodescendientes en América, Buenos Aires, Asociación Otras Memorias, 2016, vol. 6, pp. 11- 22.

6. Alejandro Khol, Higienismo argentino: historia de una utopía. La salud en el imaginario colectivo de una época, Buenos Aires, Dunken, 2006.

7. Juan Carlos Stagnaro, “Evolución y situación actual de la historiografía de la psiquiatría en Argentina”, Vertex. Revista Argentina de Psiquiatría, núm. 98, Buenos Aires, 2011, pp. 281- 295.

8. Silvia Bayón, “Las locas de Buenos Aires: una representación social de la locura en la mujer en las primeras décadas del siglo XIX”, en José Luis Moreno (comp.), La política social antes de la política social: caridad, beneficencia y política social en Buenos Aires, siglos XIX-XX, Buenos Aires, Trama-Prometeo, 2009, p. 249.

9. Sobre las desgracias condiciones de vida en el Hospicio, además de expresar la disconformidad y disgusto del ministro Manuel Montes de Oca, nos cuenta La Vanguardia, Buenos Aires, 2 de abril de 1906: “Las infelices mujeres se hallan hacinadas, sin espacio entre las camas, y durmiendo dos en cada una de estas, habiendo ciento sesenta obligadas a dormir en el suelo. Más allá de que la mitad de las asiladas se encuentran atacadas por tuberculosis, lo cual no es muy de extrañar si se tiene en cuenta que los dormitorios, demasiado reducidos para el considerable número de aquellas, se hallan también en deplorable estado de asquerosidad. En las paredes, que son muy húmedas, chorrea agua, y en todas partes se ven inmundicias propagadoras de enfermedades”.

10. Rosa Falcone, “Breve historia de las Instituciones psiquiátricas en Argentina”.

11. La Protesta Humana, Buenos Aires, 27 de agosto de 1907.

12. Emil Kraepelin, Cien años de psiquiatría, Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 1999.

13. Museo y Archivo de la Colonia Nacional de Alienados, Libro de Empleados.

14. Francisco Pérez Fernández y María Peñaranda Ortega, “El debate en torno a los manicomios entre los siglos XIX y XX: el caso de Nellie Bly”, Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, vol. 37, núm. 131, 2017.

15. Lucía Rosi, Florencia Ibarra y Magalí Jardón, “Las historias clínicas del Hospicio de las Mercedes en contexto institucional: Argentina, 1900-1957”, Anuario de Investigaciones, vol 19, núm. 2, 2012.

16. Valentina Antonowicz, Carlos Karakachoff y Emilio Valchetto, “La rebeldía creadora: Alejandro Korn, de médico a filósofo”, Temas de Historia de la Psiquiatría Argentina, núm. 13, 2001.

17. Vanesa Narvalaz y Magalí Jardón, “Los diagnósticos e historias clínicas de mujeres en los hospicios de Buenos Aires entre 1900 y 1930”, Anuario de Investigaciones, vol. 17, núm. 1, 2010.

Domingo Cabred, una biografía

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