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CAPÍTULO 1
Primeros años en Corrientes. El traslado a Buenos Aires. Integrante de la generación del 80

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Una burguesía comercial activa y extendida en el gobierno, un alto grado de rotación en el ejercicio de las responsabilidades gubernamentales, diversificación productiva, astilleros, granos, cueros, tabaco, yerba mate y azúcar, políticas proteccionistas y una eficaz red fiscal e impositiva como garantía última de funcionamiento de todo este sistema eran las características distintivas que hacían de Corrientes un caso único, sui generis, dentro del conjunto de unas provincias argentinas sumidas en los dilemas del caudillismo en la primera mitad del siglo XIX.1 Y un férreo opositor a las políticas librecambistas de Buenos Aires en la construcción de un Estado nacional, sin por eso renunciar a la defensa y preservación de su autonomía como estado soberano, surgido de la implosión ocurrida con los gobiernos centrales a partir de la Revolución de Mayo. Proteccionista de raíces neomercantilistas en defensa de su economía diversificada, compartía esa característica con otras provincias del interior, pero ninguna del litoral, monoproductoras ganaderas y cerealeras partidarias del libre comercio.

Al frente de todo ese proceso una burguesía mercantil poderosa, institucionalista, gustosa de la rotación y la alternancia de los funcionarios en los poderes gubernamentales, con aperturas industrialistas, como lo evidencia la juventud y los primeros años de la trayectoria de Pedro Ferré, desde temprano un renombrado constructor de barcos y de botes, además de partícipe activo del comercio fluvial. Colaborador en la campaña de Manuel Belgrano a Paraguay, capitán de milicias urbanas de José Gervasio Artigas en 1819 y comandante de marina con Francisco “Pancho” Ramírez, el gobierno de su provincia era un destino inevitable para él. Un destino al que alcanzaría por primera vez en 1824, por un plazo de tres años, aunque la calidad de su desempeño hacía irremediable su reelección, una posibilidad que le era negada por la Constitución provincial que no la permitía. Respetuoso de las instituciones y de la carta magna correntina, pidió que se hiciera una excepción, que le será concedida por el presidente Bernardino Rivadavia, un hombre al que admiraba y respetaba pero al que se opuso sin dudar cuando buscó la sanción de la Constitución unitaria de 1826. Cabal representante de los hombres de su clase, introdujo la imprenta en Corrientes, con la que se publicó el decano de los periódicos correntinos, La Verdad sin Rodeos, emitió por primera vez papel moneda, creó el Consejo de Educación provincial, acordó la paz con las tribus del Chaco, el fin del sistema de reducciones y obtuvo de ellas además el permiso de transitar libremente y de explotar los ricos recursos madereros de su territorio. Fundó las ciudades de Mercedes, Empedrado, San Cosme, San Luis del Palmar y Bella Vista, además de pelear por las armas y obtener para su provincia una participación en el reparto del territorio de Misiones, abriendo el puerto al comercio como fiel representante de la dominante burguesía de su provincia. Fue electo gobernador en dos nuevas oportunidades.

Sin embargo, achicando un poco la mirada, esa aparente homogeneidad encubre una dualidad profunda entre el ángulo noroeste de la provincia,2 escenario privilegiado de ese panorama, y el centro-sur ganadero, un lugar de despliegue de las fuerzas disciplinadoras de esa elite que recae sobre una población dispersa que se sostiene en un medio de amplia disponibilidad de tierras, de grandes estancias y de un ganado productor de cueros al que esa dirigencia aspiraba a controlar, haciéndolo desde la autoridad de los funcionarios representantes de su clase, que la ejercían desde las pequeñas ciudades, como Curuzú Cuatiá. Precisamente, en ese sur agreste era fundada en 1843 Paso de los Libres, aledaña a la mencionada Curuzú Cuatiá, aunque pegada al río Uruguay que la separaba de la brasileña Uruguayana, con la que estableció una relación privilegiada. Cuero sin curtir y ganado en pie para los saladeros y los pueblos fronterizos riograndenses, cigarros, madera de palmar, suelas y cítricos constituían lo principal de esos tráficos, no pocas veces clandestinos.3 Características todas que hacían de ella un lugar particularmente apto para el comercio y el surgimiento de una burguesía comercial poderosa, socialmente influyente y siempre predispuesta a establecer fuertes lazos con las clases políticas provinciales. Allí nacía dieciséis años después, el 20 de diciembre de 1859, a solo tres años de la sanción de la Constitución correntina, Domingo Felipe Cabred, hijo de uno de los miembros más destacados de ese sector acomodado, Jacinto Cabred, originario de Belén (Catamarca) aunque probablemente de ascendencia francesa, y de Salomé Chamorro, otra representante de las familias prominentes de ese mismo sector. Jacinto no se privaba de relacionarse con lo más granado de los círculos políticos de la provincia. Era masón,4 compañero de logia del gobernador Santiago Baibiene. Precisamente bajo las órdenes de Baibiene participó de las fuerzas correntinas que se opusieron en 1871 a la entrada del caudillo entrerriano Ricardo López Jordán, a quien derrotaron en Ñaembé.5 Allí conoció, y es seguro que trabara relación, con el segundo de Baibiene, el joven oficial tucumano Julio Argentino Roca, a cargo de las tropas nacionales de refuerzo que volvían de Paraguay y sería un referente insoslayable poco después en la construcción del Estado nacional argentino.

Pero las cosas habían cambiado dramáticamente en Corrientes. La férrea oposición al libre comercio de Buenos Aires y la ruptura con Juan Manuel de Rosas de Pedro Ferré –que lo condenó a un breve exilio brasileño–, la apertura portuaria durante el bloqueo francés y la alianza con los unitarios para enfrentar a Rosas, la posterior derrota y muerte de Genaro Berón de Astrada constituyeron el prolegómeno de una época de decadencia, caracterizada por la pérdida de influencia de los líderes tradicionales, la merma de recursos fiscales por la cerrazón aduanera de Buenos Aires y el surgimiento de poderes alternativos (comandantes de campaña) en el sur ganadero, además de los acuerdos y la competencia entre unitarios y federales. Esos fueron algunos de los ingredientes de ese deterioro agravado, por si fuera poco, por la involucración territorial de la provincia en la guerra del Paraguay. Por eso mismo, en el sur, otro grave dilema de la época era el elevado nivel de militarización, consecuencia de todos esos hechos, donde los jefes departamentales y caudillos militares adquirieron un predicamento y una creciente autonomía respecto de las elites tradicionales. En ese clima enrarecido, el poder político, la propiedad de la tierra y las posibilidades de ascenso social se manifestaron en el sur más abiertamente que en otros lugares del espacio provincial. Y, como era habitual en las regiones de frontera, se vincularon aquí con el servicio en la milicia. El típico ejemplo lo encontramos en Nicanor Cáceres, el caudillo hijo de comerciantes, luego dueño de la estancia latifundista El Paraíso en Curuzú Cuatiá desde donde ejercía su poder discrecionalmente. Desde muy joven vinculado a la milicia antirrosista del gobernador Joaquín Madariaga, cuyas fuerzas estaban al mando del general José María Paz, después de la derrota de Vences pasó al servicio de vencedor Justo José de Urquiza. La política correntina estuvo desde esta época subordinada a Entre Ríos hasta bien entrada la década de 1860. Con carisma particular, gran capacidad de mando, poseedor de bastas extensiones de tierras, Cáceres actuó con gran independencia de los gobernantes de la capital correntina. Negoció por momentos con algunos de los jefes departamentales y hasta hizo peligrar la estabilidad institucional correntina. Respondía cabal, casi servilmente, a las órdenes de Urquiza… Eso lo puso en la mira de los gobiernos de Juan Pujol y su sucesor José María Rolón, que trataron de controlarlo militarmente sin poder lograrlo, y lo expuso al desdén de las elites gobernantes tradicionales y las burguesías comerciales locales que soportaban mal la subordinación de una provincia, antes entera dueña de su vida y gestora de su porvenir sin interferencias. Cosas del destino, Rosas mediante, participó del pronunciamiento de Urquiza y luego de la unión entre las fuerzas del gobernador Benjamín Virasoro, las suyas propias y las del poderoso caudillo entrerriano, que formaron parte de la coalición que puso fin a la dictadura del tirano porteño en la batalla de Caseros, de la que Nicanor Cáceres participó activamente, aunque disconforme con el papel que le otorgó su comprovinciano Virasoro. Luego de un breve exilio entrerriano, el gobernador José Pampín le reconoció su condición de caudillo al encomendarle la conducción de las milicias de los departamentos del sur. El asesinato de Urquiza lo puso imprevistamente al lado de Baibene, Roca y Jacinto Cabred, cuyo desprecio no es difícil de adivinar, contra Ricardo López Jordán, con quien había coqueteado tiempo atrás, pero alcanzó a divisar como cómplice del violento deceso de su antiguo amigo para terminar, después de un fallido avance sobre la capital correntina, exiliado en Uruguay, más precisamente en Salto, donde finalmente lo habría de alcanzar la muerte.

En suma, la segunda mitad del siglo XIX estuvo marcada por una constante inestabilidad política que los contemporáneos adjudicaban a las dificultades para establecer un control efectivo sobre un territorio marcado por la presencia de esteros, lagunas y extensos cursos de agua que impedían las posibilidades de extender la influencia de los debilitados gobiernos centrales y facilitaron la acumulación de poder político y militar en manos de los comandantes de campaña. Por un instante, el antiurquicismo actuó como un factor aglutinante, pero fue solo un momento. El involucramiento en la guerra de la Triple Alianza exacerbó el peso del estamento militar que se haría presente en la resolución de cada conflicto que necesitara un desenlace siquiera provisorio.6

Sin embargo, a pesar de todos esos contratiempos, no faltaron intentos de conciliación entre facciones políticas, incluso entre unitarios y federales. De modo que cuando el presidente Nicolás Avellaneda propuso en 1877 la conciliación entre autonomistas y liberales con vistas a las elecciones presidenciales de 1880, esa práctica ya gozaba de una larga tradición en Corrientes, y su fruto más logrado había sido el fusionismo, a inicios de la década de 1870. Pero el mismo fusionismo fracasó por la perdurabilidad de sus diferencias encubiertas. En 1875, el gobernador liberal Juan Vicente Pampín murió y el vicegobernador autonomista José Luis Madariaga desencadenó una persecución desembozada contra los elementos liberales de la fuerza de gobierno que integraba. En realidad, esto no era nuevo. Una y otra vez esos intentos conciliatorios chocaron no solo contra los desacuerdos entre partidos sino contra la ferocidad de las luchas facciosas dentro de un mismo grupo político.7 Pero en 1878, después de la muerte de Madariaga, las desavenencias tocaron fondo: autonomistas y liberales hicieron comicios, nombraron colegios electorales y gobernadores paralelos obligando al presidente Avellaneda a designar como interventor federal al doctor Victorino de la Plaza. De la Plaza se retiró sin normalizar la situación, y nuevamente la violencia se enseñoreó en la provincia. Lo sucedió una nueva intervención a cargo de José Inocencio Arias quien, muy a pesar del gobernador autonomista Manuel Derqui, considerado gobernador legal por las autoridades nacionales, supo granjearse la simpatía de los liberales al no desarmar sus milicias compuestas por diez mil hombres. En esas condiciones, consideró pacificada la provincia, llamando a elecciones, que dejaron el poder en manos de los liberales de José Felipe Cabral, quien debió mantenerse sostenido por las armas. Los liberales apoyaron, acuerdo mediante, la candidatura presidencial de Rufino de Elizalde primero y de Carlos Tejedor después. Excusa última que precisaba Julio A. Roca, ahora nuevo presidente, para “disciplinar” a la siempre díscola Corrientes, mediante intervenciones federales y el establecimiento de un orden que respetara el nuevo estado de cosas imperante.8

Fue en ese contexto de violencia en el que algunos liberales apoyaron e integraron el nuevo gobierno mientras que la mayoría huyó a Paraguay; no parece extraño que no pocas de las familias burguesas correntinas más influyentes emigraran, que fueran y vinieran al compás de los acontecimientos o decidieran completar la educación de sus hijos en otros lugares, como Santa Fe o la flamante Capital Federal. Esta última, después de un cierto ida y vuelta, fue la opción finamente escogida por Jacinto Cadred para radicarse junto con su familia (el último de sus tres hijos, Estanislao, nacía en la ciudad de Buenos Aires en 1871, aunque la instalación definitiva de Domingo recién se produciría en 1874). De modo que, cuando a mediados de esa década su hijo mayor ingresaba a la Universidad de Buenos Aires, lejos de ser un extraño recién llegado, era un joven conocedor y comprometido con los problemas de su tiempo, parte de una generación de jóvenes talentos llamada a reinterpretar la realidad argentina. Hombres, con excepciones, más o menos nacidos en la misma época, pero que sobre todo compartían una misma experiencia y similares metas. La integraban, entre otros, Julio Argentino Roca, Carlos Pellegrini, Nicolás Avellaneda, Miguel Juárez Celman, Joaquín V. González, Roque Sáenz Peña, José Figueroa Alcorta, Victorino de la Plaza, Indalecio Gómez, Rodolfo Rivarola, Norberto Piñero, Nicolás Matienzo, Delfín Gallo, Luis María Campos, Martín García Mérou, Miguel Cané, Juan Agustín García, Estanislao Zeballos, Luis María Drago, Pedro Goyena, Lucio V. Mansilla, Eugenio Cambaceres, José S. Álvarez (Fray Mocho), José María Miró (Julián Martel), Lucio V. López, Manuel Podestá, Vicente Quesada, Paul Groussac, Ramón J. Cárcano, Manuel Pizarro, Pablo Riccheri, Florentino Ameghino, Francisco Pascasio Moreno, Eduardo Ladislao Holmberg, Juan Bautista Ambrosetti, Emilio Civit, Manuel Podestá, Emilio Coni, Eduardo Rawson, Francisco Ramos Mejía, José María Ramos Mejía, Carlos Octavio Bunge, Eduardo Wilde, José Ingenieros y Telémaco Susini, integrantes todos de esa con demasiada amplitud llamada generación del 80.9

La noción de la existencia de una “generación del 80” se forjó en el largo plazo para referirse en fórmula sintética a la época histórica signada por la consolidación del Estado-nación y la modernización del país.10 Una primera y simplista aproximación, en la década de 1920, la equiparaba demasiado fácilmente con la oligarquía porteña. Autores como Ricardo Rojas caracterizaron a los miembros de esta agrupación como un grupo de dandis, jóvenes miembros de acaudaladas familias porteñas, adeptos a las modas literarias y estéticas europeas. Hasta 1950 el elenco generacional se mantuvo relativamente estable: Eugenio Cambaceres, Lucio V. López, Martín García Mérou, Julián Martel, Manuel Podestá, Lucio V. Mansilla, Santiago Estrada, Miguel Cané, Eduardo Wilde y José S. Álvarez (Fray Mocho).11 Durante la década de 1960, caídas en desuso esas visiones simplificadoras, una primera característica que unifica las contribuciones revisadas es la manifestación de una intención antes ausente: la de definir a la generación del 80 en términos de clase y grupo social que asumió responsabilidades concretas y de gestores intelectuales de la obra que iban a encarar, ya desligados de toda referencia geográfica en que se los quisiera encapsular. Las diferencias aparecen a la hora de especificar con qué grupo se los debe identificar.12 Para José Luis Romero se trataba de una versión renovada de las clases dirigentes de las décadas anteriores, sobre todo de la generación del 37, calificable como “nueva oligarquía”.13 Una segunda característica diferenciadora que se delineó en esos años encuentra su justificación en la intención de dar cuenta del “proyecto” de la generación del 80. La generación del 80 dejaba así de ser una camada hija para ser una generación de padres fundadores. Su proyecto se identificó en algunos aportes con la intención de una clase de perpetuarse y subordinar a su poder al resto de la sociedad y, en otros términos, con las pretensiones de un grupo de conducir al país a su modernización difundiendo las bondades del progreso.14 Modernizadores o conservadores, los hombres que componían el elenco de la generación del 80 habrían cumplido un rol fundamental consistente en marcar a fuego todas las esferas de la vida del país.

Las décadas de 1970 y 1980, es seguro que signadas por el oscurantismo intelectual impreso por la dictadura militar, supusieron un retroceso aunque aparecieron algunas obras de desparejo valor, a saber, Católicos y liberales en la generación del 80 de Néstor Tomás Auza,15Cómo fue la generación del 80 de Hugo Biagini16y La generación del 80: su influencia en la vida cultural argentina de Hebe Campanella.17En ellas, los temas vinculados con las corrientes de ideas encarnadas por la generación del 80 tienen un lugar privilegiado. Se abandonaba así la intención de rastrear proyectos y planes porque se apostaba a focalizar la atención en el plano de las ideas y no en el de la acción de la misma. En ese marco, aunque algunos años antes, Marcelo Monserrat había destacado la existencia de una “sensibilidad positivista” o “sensibilidad evolucionista” en el desarrollo de la vida cultural finisecular y la predominancia de una “filosofía del progreso” que acompasó la pretensión de las elites de dar cuenta del mundo y ordenarlo de manera racional.18

Finalmente, las últimas décadas muestran la existencia de una floreciente cultura científica y se detienen en sus diversas expresiones, las ciencias sociales, el ensayo positivista, los estudios históricos atravesados por las nuevas tendencias. Mientras que otros estudios señalaban la existencia de un clima ideológico colectivo homogéneo, caracterizado como excluyentemente positivista, liberal, cívico, laico, materialista y secularizador –pese a las excepciones señaladas por Auza–, y otros apuntalaban la idea de un notable eclecticismo que hace de la cultura científica una cantera de referencias generales no traducible en una adscripción ideológica única pero sí parte de un proyecto común, una idea que se retoma. A pesar de este eclecticismo, la unidad de esta “cultura científica” en la que actuaban era el recurso a la hegemonía indiscutida de la ciencia como organizadora de la realidad y la postulación de lecturas de la sociedad caracterizadas por un determinismo reduccionista y por la adaptación a las necesidades de las elites de la época.19 Convergían en ella el evolucionismo biológico de Charles Darwin, el evolucionismo social de Herbert Spencer, las teorías de corte determinista de Hippolyte Taine, la criminología positivista italiana de Cesare Lombroso, Enrico Ferri y Raffaele Garofalo, el monismo materialista de Ernst Haeckel y las teorías sociopsicológicas de Gustave Le Bon y Jean-Gabriel Tarde, entre otras líneas interpretativas. En él aparecen conceptos como progreso, evolución, raza, lucha por la vida, selección natural, organismo y enfermedad social, leyes, determinación biológica, de seres “superiores” e “inferiores”, y otros términos y metáforas afines que convivieron en las obras de diferentes intelectuales para dar cuenta de fenómenos sociales, políticos, culturales y económicos en términos de explicaciones causales y deterministas. La ciencia, entendida en un sentido amplio, se convirtió en la proveedora de legitimidad de discursos y representaciones, y sus categorías fueron trasladadas a análisis de diversos aspectos de la realidad, como la psicología, la sociología, la historia y la política.20 Pero no solo eso, sino que el papel que Oscar Terán le otorgó a estas voces intelectuales tendía a colocarlas en un sitio privilegiado en la construcción de representaciones sobre la sociedad, pero también en un lugar central en cuanto productores de discursos en clave sobre una “terapéutica de las reformas sociales” que demanda el preciso conocimiento del campo sobre el cual pretendía operar y, para ese fin, los sujetos habilitados para escrutar a la sociedad y sus males, que deberían ser esos tan escasos científicos; es a partir de estas minorías del saber como se podría imaginar una intervención eficaz de los intelectuales sobre la esfera estatal. Subrayaba, sin embargo, que pese a que el positivismo constituyó la “matriz mental dominante”, otras tendencias ideológicas convivían con este. Una de sus interpretaciones más destacadas identifica al ensayo positivista como la forma discursiva que articuló las lecturas sobre los efectos indeseados de la modernización y los discursos útiles y necesarios para “inventar la nación”.21 Además, los hombres encargados de formular ese diagnóstico social inspirado en las ciencias positivas pasaban a ser así considerados una minoría portadora del saber científico y comenzaron a intervenir en las esferas estatales. Esta mirada acerca de las relaciones entre saber científico, Estado e intelectuales sirvió posteriormente como marco de interpretaciones, como las de Hugo Vezzetti22 que, atravesadas por las lecturas del Michel Foucault de Vigilar y castigar,23aventuraron afirmaciones categóricas sobre el “control social” y su efectividad, perdiendo de vista algunos de los matices que el propio Terán había formulado en sus trabajos. Parte de esos matices fueron recuperados por los aportes de las dos últimas décadas, que muestran la existencia de una floreciente cultura científica y se detienen en sus diversas expresiones: las ciencias sociales, el ensayo positivista, los estudios históricos atravesados por las nuevas tendencias. Mientras que algunos estudios señalan la existencia de un clima ideológico colectivo y homogéneo, otros apuntalan la idea de un notable eclecticismo que hace de la cultura científica una cantera de referencias generales no traducible en una adscripción ideológica única.24

Como directa consecuencia de todas esas múltiples definiciones, ellos constituirán las clases dirigentes que presidirán el proceso de modernización económica y social y de construcción política de la República Argentina con Julio A. Roca, Carlos Pellegrini, Roque Sáenz Peña, José Figueroa Alcorta o Nicolás Avellaneda como protagonistas fundamentales, pero también otros como Joaquín V. González, Nicolás Matienzo o el politólogo Rodolfo Rivarola. Otros iniciarán un proceso de renovación intelectual con límites difíciles de mensurar. Campos tan diversos como la literatura, el teatro, el periodismo y la historia contaron con Miguel Cané, Lucio V. Mansilla, Eugenio Cambaceres, Julián Martel, Fray Mocho, Lucio V. López Vicente Quesada y Paul Groussac, entre otros, a la cabeza. Los descubrimientos geográficos ocuparon un espacio nada menor dentro de ese movimiento, comprometiendo gran parte de sus esfuerzos en el redescubrimiento de la Patagonia, con sus costas y acantilados, sus mesetas, grandes lagos, cordones montañosos y hielos continentales, acompañado todo eso con el estudio de la fauna y de la flora y el surgimiento y posterior acrecentamiento del acervo geológico, arqueológico y antropológico del país llevado adelante por Estanislao Zevallos, acompañado siempre por Germán Burmeister, pero sobre todo por Eduardo Holmberg, Juan Bautista Ambrosetti, Florentino Ameghino y Francisco P. Moreno, con los diarios de viaje de Charles Darwin como instrumento de guía y de interpretación intelectual. En el horizonte se hallaba la meta del crecimiento científico con los estudios sociales y la medicina como ejemplo y el despertar del higienismo como punta de lanza con Emilio Coni, Eduardo Rawson, José María Ramos Mejía, Carlos Octavio Bunge, Eduardo Wilde y José Ingenieros, como cabezas visibles de ese movimiento.

Fue en ese escenario donde pronto, muy pronto, a los dieciséis años, asistimos al temprano despertar de la vocación médica de Domingo Cabred, una vocación que se desplegó sobre un virtual vacío entre otras cosas, evidenciado por la enorme mortandad producida entre la población de la ciudad por la reciente epidemia de fiebre amarilla de 1871, mas no solo por ella sino por las más frecuentes de cólera y viruela. Un panorama desolador, aunque antecedido por la lenta evolución de un embrionario aparato de atención médica, que reconocía antecedentes desde la colonia pero que completaría su desarrollo recién entonces. Es en ese fértil terreno donde las iniciativas de las jóvenes vocaciones como la de Cabred, muchas veces inspiradas en modelos europeos que se desplegaron sobre las inconsistencias del sistema local, se hicieron lugar aunque para ello debieran convencer y contar con el apoyo de los círculos gubernamentales de un naciente Estado nacional. Un Estado en absoluto ausente, como habitualmente suele considerarse, si no todo lo contrario: predispuesto a intervenir en todas y cada una de las cuestiones que requirieran su consideración porque interferían en la construcción política del embrionario sistema. Una construcción que parecía asediada desde demasiados flancos que exigían su atención, bajo riesgo de que si se los descuidaba se ponía en peligro su propia existencia, lo mismo que el de una clase política que se consideraba destinada para comandar ese proceso.25

1. José Carlos Chiaramonte, Mercaderes del litoral: economía y sociedad en la provincia de Corrientes, primera mitad del siglo XIX, Buenos Aires, FCE, 1996.

2. Pedro Ferré, Memorias, Buenos Aires, Coni Hnos., 1921; Antonio Emilio Castello, Historia de Corrientes, Buenos Aires, Plus Ultra, 1984.

3. Enrique César Schaller, “El comercio de la provincia de Corrientes durante la primera mitad del siglo XIX: un panorama de su evolución”, Folia Histórica del Noreste, núm. 17, 2008, p. 153.

4. http://www.logiamazzini.org/la-francmasoneria/masones-ilustres-argentinos.

5. Fermín Chávez, Vida y muerte de López Jordán, Buenos Aires, Nuestro Tiempo, 1970.

6. Pablo Buchbinder, Caudillos de pluma y hombres de acción: Estado y política en Corrientes en tiempos de la organización nacional, Los Polvorines, Universidad Nacional de General Sarmiento-Prometeo, 2004.

7. Raquel Bressan, “Las repercusiones en Corrientes de la política de conciliación de partidos, 1877-1880”, Coordenadas. Revista de Historia local y regional, año III, núm. 1, 2016, https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=5775536

8. Laura Cucchi, “Garantizar el orden: debates sobre el derecho de revolución y el federalismo en el Congreso Nacional durante la intervención a Corrientes de 1878”, Polhis, 11, 2017, http://www.historiapolitica.com/datos/boletin/Polhis11_CUCCHINAVAJAS.pdf.

9. Paula Bruno, “Vida intelectual de la Argentina de fines del siglo XIX y comienzos del XX: un balance historiográfico”, Polhis, núm. 6, 2012, pp. 66-91.

10. Para un examen de los usos de esta denominación, a la que seguiremos puntualmente en las próximas páginas, cfr. de Paula Bruno, “Un balance acerca del uso de la expresión generación del 80 entre 1920 y 2000”, Secuencia. Revista de historia y ciencias sociales, núm. 68, 2007, pp. 117-161.

11. Ricardo Rojas, Historia de la literatura argentina: ensayo filosófico sobre la evolución de la cultura en el Plata. Los modernos II, Buenos Aires, Guillermo Kraft, 1922.

12. David Viñas, Literatura argentina y realidad política: el apogeo de la oligarquía, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1964; Noé Jitrik, El mundo del 80, Buenos Aires, Editores de América Latina, 1998.

13. José Luis Romero, Las ideas en la Argentina del siglo XX, Buenos Aires, FCE, 1987.

14. Oscar Cornblit, Ezequiel Gallo y Alfredo O’Connell, “La generación del 80 y su proyecto: antecedentes y consecuencias”, en Torcuato Di Tella et al., Argentina, sociedad de masas, Buenos Aires, Eudeba, 1965, pp. 18-58.

15. Néstor T. Auza, Católicos y liberales en la generación del 80, Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1975.

16. Hugo Biagini, Cómo fue la generación del 80, Buenos Aires, Plus Ultra, 1980.

17. Hebe Campanella, La generación del 80: su influencia en la vida cultural argentina, Buenos Aires, Tekné, 1983.

18. Marcelo Monserrat, “La mentalidad evolucionista: una ideología del progreso”, en Ezequiel Gallo y Gustavo Ferrari, La Argentina del 80 al centenario, Buenos Aires, Sudamericana, 1980, pp. 785-818.

19. Ricaurte Soler, El positivismo argentino, Buenos Aires, Paidós, 1968; Ezequiel Gallo, La Argentina del 80 al Centenario, Buenos Aires, Sudamericana, 1980; Hugo Biagini, El movimiento positivista argentino, Buenos Aires, De Belgrano, 1985; Oscar Terán, Positivismo y nación en la Argentina, Buenos Aires, Puntosur, 1987; Pablo Gerchunoff y Lucas Llach, La generación del progreso, 1880-1914: el ciclo de la ilusión y el desencanto, un siglo de políticas económicas argentinas, Buenos Aires, Ariel, 1998.

20. Filippo Barbano (ed.), Sociologia, storia, positivismo: Messico, Brasile, Argentina e l’Italia, Milán, Franco Angeli, 1992.

21. Eric Hobsbawm y Terence Ranger, The Invention of Tradition, Cambridge University Press, 1983.

22. Hugo Vezzetti, La locura en Argentina, Buenos Aires, Paidós, 1985.

23. Michel Foucault, Vigilar y castigar: el nacimiento de la prisión, Buenos Aires, Siglo XXI, 1989; Ricardo Salvatore (comp.), Reformadores sociales en Argentina, 1900-1940: discurso, ciencia y control, Buenos Aires, Instituto Di Tella-Centro de Investigaciones Sociales, 1992.

24. Charles Hale, “Las ideas políticas y sociales en América Latina, 1870-1930”, en Leslie Bethell (ed.), América Latina: cultura y sociedad, 1830-1930, Barcelona, Crítica, 1990, t. VIII, pp. 1-64. Acerca del eclecticismo como tendencia filosófica en Argentina, Arturo Roig, “Notas sobre el eclecticismo en Argentina”, Revista de Historia Americana y Argentina, t. VI, 1963, pp. 159-182.

25. Eduardo Zimmermann, Los liberales reformistas: la cuestión social en la Argentina, 1890-1916, Buenos Aires, Sudamericana, 1995.

Domingo Cabred, una biografía

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