Читать книгу Confesiones de Dorish Dam - Delia Colmenares - Страница 6

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Prefacio

Vapor «Orcoma», alta mar, fecha, siglo XX.

El capitán del barco «Orcoma», un inglés sumamente simpático y agradable, con el rostro y las manos tostadas por el sol y la brisa marina, me presentó una mañana, en alta mar, a Dorish Dam. La bella figura de esta mujer me llamó enormemente la atención. Diríase la sublime y diablesca creación de una estampa de Leonardo da Vinci. Había en sus ojos de un azul de horizonte algo extraordinario de vida y misterio.

Elegantemente vestida con un traje de seda gris y una chalina de vivos colores en el cuello, y en su cabeza un flexible sombrero de lana blanca, Dorish Dam lucía morbosamente unos veinticinco años. Ni alta ni baja, delgada, de una palidez deliciosa y el cabello de un oro tenue. El perfil era griego y la boca vívidamente roja y diminuta. Su cuerpo fino y delicado, al caminar, lo inclinaba ligeramente hacia atrás con graciosa actitud y aristocrática elegancia. En sus manos blancas y finas ostentaba dos anillos: en el índice de la derecha tenía una grande esmeralda y en el dedo que se llama del corazón un purísimo diamante que daba multitud de tonos. Al darme la mano, más arriba de su muñeca, pude ver un finísimo brazalete de platino, un hilo de rubíes que parecía un hilo de sangre. Al darme la mano, tuvo una sonrisa de princesa y de cortesana que le dejaba lucir la admirable perlería de su dentadura.

El capitán del barco interrumpió el miraje minucioso que yo hacía de Dorish Dam, y llamó su atención al prestarme su lente de larga vista para que viera una interesante lucha de ballenas y tiburones.

Súbito, Dorish Dam me convida a sentarme en un sofá de mimbre. El capitán inclina la cabeza y se despide de nosotras. Le es urgente ir al puente, porque una imprevista neblina ha cubierto la clara atmósfera.

Dorish, cruzando la pierna, me mira simpáticamente y enseguida añade con el educado timbre de una voz grata al oído:

—Usted tal vez se ha dado cuenta de mi enorme simpatía hacia su persona. Desde que la vi por primera vez en el comedor de este barco, no sé qué cierta afinidad me atraía hacia usted. Cuando yo fijé la mirada a su mesa, usted comía con tanto gusto unos melocotones que yo me entusiasmé por ellos. No se sonroje, esos detalles son cosas muy mías, tan mías que nadie podrá arrebatármelas. Yo sé de usted y de las bellas páginas de arte que ha escrito y, por ello, yo la admiro y la quiero. Sé que ha escrito unas páginas estupendas que ha titulado Las princesas malditas. En esas páginas que he leído sin que usted sepa cómo ni cuando están muy bien relievadas las almas diablescas de Cleopatra y Salomé. Yo soy también como ellas: una maldita.

Dorish, advirtiendo en mi rostro un raro azoramiento, afirmó enérgicamente:

—Sí… es cosa que pasa. Estoy enferma de muerte, soy una mujer maldita; tres veces millonaria y de noble familia. Viajo mucho, he recorrido Europa y Oriente. Soy sudamericana y he visitado lo invisitable y he vivido lo invivible... Sí, soy una visionaria infernal. Yo le agradecería, con esta alma extraña y este corazón que no es igual a los demás porque supo sentir demasiado y afrontar de la vida todos los excesos, que me ponga entre las páginas de sus princesas malditas. Yo, alma bohemia, con luz, con locura, con ideas, con embriaguez de deseos de laberintos sensuales; bohemia que también ha subido al cielo para ver de cerca las estrellas y conversar con la luna...

Yo que tengo vida de bulevar, de vino, de rezo, de ensueño, que, riéndome de la humanidad, de la vida, de mí misma, he querido como regenerar a los demás en una carcajada clownesca, mezcla de llanto y de ironía, conjunción de emociones de pecado y de virtud; en una fuerte y larga carcajada decidora. Yo soy de espíritu artista del Barrio Latino de París, al que fui a convidar al poeta y al pintor para ir a la ópera y aplaudir la sinfonía soberbia del cantante al que luego ofrecí la cena en el cabaret. Yo soy la cínica complicada, difícil de analizarme porque tengo variaciones como el mar: unas veces soy sutil, exquisita, dulce, ingenua, Julieta; y otras, terrible pecadora, Thais. Excuse usted, señorita, ante todo, este atropellamiento mío de decir tantas cosas. Compréndame como si fuese un ánfora que por fuera está untada de lodo, que se ha volcado y que de su boca salen raras piedras preciosas y diabólicas. Sobre todo, estoy en vísperas de emprender un largo viaje. Ahora vengo de Oriente, pero este otro viaje que voy a hacer será un viaje vulgar, pero novedoso para mí porque no sé en qué estación he de quedarme: si en el Purgatorio, el Cielo o el Infierno. No se vaya a alterar, señorita literata, que estoy en mis cabales. He de repetir que estas cosas son muy mías, tan mías que nadie podrá arrebatármelas. Usted va a saber de mis terribles cosas, va a enterarse de los lodos en que he estado y va a dolerle la cabeza o, por lo menos, a vacilar ante aquello de: «La vida es sueño y los sueños, sueños son».

Con este viaje que voy a hacer, quiero librarme de la fantasmagoría de cosas que bailan en mi cerebro y llenan de horror mis noches, porque esa fantasmagoría murmura en mis oídos como latigazos sobre carne virgen. Yo he tenido la divina y caprichosa audacia de ir anotando en cuartillas la turbulenta vida mía, anotando los teatros en que he actuado, anotando a las marionetas que han tomado parte en la tragicomedia de la existencia mía. Esas cuartillas las tengo en desorden y siempre van en mi maleta de viaje; esas cuartillas son para mí como perversos cilicios, pero en este largo viaje que voy a emprender quiero legárselas a usted. Permita que se las entregue, me es tan necesario que alguien sepa, me compadezca o goce de mi vida vivida, que si no lo hiciera habría de morirme de rabia. Sufra usted también leyéndome. Usted ha sido destinada a ser mi confidente por mi propia voluntad. Hágame el honor… Venga… al camarote 101.

Y con paso ligero seguí a Dorish hasta donde me llevaba.

—Aquí es, señorita. Entre. Este es el maletín de las cuartillas.

Dorish, terriblemente pálida y perversa, puso las cuartillas en mi pecho e hizo que las abrazara.

—Sí, así, fuertemente, como quien abraza a un hijo que no ha visto en mucho tiempo. Ahora, yo, de rodillas, besando sus manos que han de hojear una y cien veces las cuartillas en que está anotada toda mi vida infernal.

Yo me quedé estática. El barco comenzó a cabecear y todas las cosas que había en el camarote caían al suelo. Aquel estupendo cuadro, mientras viva, estará dentro de mi cerebro y de mi corazón.

Confesiones de Dorish Dam

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