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Prólogo El miedo

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—Nico, ponte el abrigo, que llegamos tarde a la guarde.

—No.

—¿Cómo que no? Venga, que Elliott ya está listo.

—Que no. Que me quiero quedar con los yayos.

—¿Con los yayos? Los yayos están en su casa, no pueden venir ahora. Además, tienes que ir a la guarde como todos los niños.

—No.

—¿Pero por qué?

—Porque tengo muchísimo miedo.

Recuerdo perfectamente que era lunes, la última semana de cole antes de las vacaciones de verano, y me quedé un buen rato clavada en la cocina, con la boca abierta, intentando asimilar lo que acababa de decirme mi hija de dos años.

Mi madre, mi hermana y yo. Todas las mujeres de mi familia somos fuertes, muy fuertes de hecho, pero tenemos mucho miedo. Puede parecer contradictorio, pero no lo es: hay que acabar de una vez por todas con esa idea. Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Las tres tenemos más miedo de lo normal, más del que debería estar permitido. No hay una explicación lo bastante sólida y, si la hay, no somos conscientes: ninguna recuerda una situación lo suficientemente traumática que justifique la angustia con la que afrontamos el día a día. Incluso en vacaciones, incluso cuando todo parece estar bajo control y más o menos tranquilo. Cada una ha encontrado la manera de convivir con ese miedo, un miedo que, tanto si es lógico como absurdo, experimentamos con un exceso de intensidad. Nos puede dar el mismo miedo la oscuridad que la muerte, dormir solas y ver un fantasma.

Tenía tan asumido mi miedo que había dejado de pensar expresamente en él. Pero cuando mi hija de dos años, sentada en el suelo del pasillo, con una camiseta de Frozen y una galleta en la mano, me contestó como la protagonista de un slasher, vi claro que tenía que volver a darle una vuelta al tema. Si Nico había dicho «Tengo muchísimo miedo» sin motivo y con la misma naturalidad con la que hubiera podido decir «Tengo caca», solo podía ser por una razón: me lo había oído decir a mí mil veces, la mayoría de ellas como una muletilla en cuanto se me planteaba la más mínima dificultad.

Hicimos el trayecto al colegio como cada mañana, con prisas; yo empujando medio ahogada el carrito calle abajo y mis hijos —Nico sentada y Elliott, que entonces tenía cinco años, de pie apoyado en el respaldo— acabando de desayunar por el camino. Pero una vez los dejé en la guardería y en el colegio, me derrumbé. Por un lado, me sentía muy estúpida por no haber sabido controlar el lenguaje delante de ellos: «Tengo muchísimo miedo». ¿En qué estaría pensando? ¿Cómo había podido decir tantas veces y tan alegremente eso delante de mis hijos? Por otro, temía haberle contagiado a Nico el virus del miedo que compartimos su abuela, su tía y yo. Desde que nació mi primer hijo estoy obsesionada con romper todas las cadenas de miedo que arrastran tanto mi familia como la de Carlo, mi novio y el padre de mis hijos.

Durante los días que siguieron se me pasó el disgusto y me esforcé en dejar de clamar mis miedos a los cuatro vientos, al menos fuera de horario escolar. Pero no paré de pensar en lo que había sucedido, y eso me llevó a volver a preguntarme en serio cómo convivíamos cada una de nosotras con el miedo y qué herramientas usábamos para combatirlo. Hoy por hoy, aunque pueda sacar mis propias conclusiones, sigo sin saber muy bien cómo lo hacen mi madre y mi hermana. Las veces que he sacado el tema en la sobremesa ha sido un fracaso.

A las tres nos da miedo viajar solas. Cuando llegamos al destino se nos pasa, pero el día antes nos invade una angustia desproporcionada. Da igual si tenemos que hacer un vuelo con tres escalas a Toronto o coger un tren a Albacete, la noche antes es un sinvivir para nosotras. También nos aterra llegar a un hotel a solas de madrugada y que no esté el recepcionista: la posibilidad de que no funcione la llave de la habitación y nadie pueda atendernos nos horroriza. Y tenemos la costumbre de dejar ropa de calle justo al lado de la cama por miedo a que se declare un incendio mientras dormimos y tengamos que salir a la calle corriendo. Mi estrategia siempre es la misma. En esos encuentros familiares, primero recuerdo entre risas, como si fueran las simpáticas anécdotas que en realidad no son, los miedos más tontos y ridículos que tenemos en común, a menudo conectados con la superstición. Después intento tirar de ellos hasta llegar a los más complejos. Pero no hay manera. Mi hermana y mi madre desvían la conversación en cuanto advierten que me pongo más seria de lo normal. No sé si son menos conscientes que yo de ese miedo y mi solemnidad les da pereza, si no quieren hablar del tema o si les aterra dedicarle aún más tiempo. Podría perfectamente darles miedo hablar de sus miedos; para mí tiene todo el sentido. También es probable que, sin darme cuenta, sea yo la primera en recular, como si hubiera propuesto una sesión de güija y, tras convencer a las demás para que participasen, gritara: «¡Esto no va! ¡Esto es un timo!», al notar un movimiento en el tablero.

Yo sigo teniendo miedo todo el tiempo. Y sigo cometiendo el error de decirlo a veces delante de mis hijos. Pero, de alguna manera, aquella anécdota con Nico supuso un punto de inflexión para mí. Dejé de obsesionarme con encontrar el origen de mis miedos para preguntarme cuáles eran exactamente y qué era lo que me ayudaba a gestionarlos, lo que me ayudaba a convivir con ellos. Me ayudan mi familia y mis amigos. Me ayuda la terapia. Pero lo que más me ayuda a manejarlos y, a veces, reducirlos son las películas de terror. Soy incapaz de recordar momentos importantes de mi vida sin que haya una película de terror de fondo o en primer plano. Es probable que ellas hayan contribuido a mi estado permanente de alarma y de pavor, pero tengo más cuestiones que agradecerles que cosas que recriminarles. Supongo que es la razón por la que, en cuanto pude, metí la cabeza en el entorno del cine de terror, un entorno que no tardé en descubrir que era muy masculino (aún más cuando yo empecé) y donde no siempre lo he tenido fácil.

Veo películas de miedo desde que era niña y llevo más de veinte años obsesionada con ellas como crítica, programadora y espectadora. Me han hecho sentir angustia y han alimentado mis temores. Pero también me han dado herramientas para enfrentarme a lo que me aterra. En ellas proyecto mis miedos, muchos de ellos estrictamente femeninos, en busca de alivio y de respuestas. Adoro el cine de terror por mil razones: su libertad, su intensidad, su inclinación a lo inesperado. Pero la principal es esa invitación a observar mis miedos desde fuera e interpretarlos. Eso me ha dado y me da una fuerza increíble. Porque se puede ser miedosa y, a la vez, fuerte.

Reina del grito

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