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3 La noche de Halloween MIEDO A NO SER ACEPTADA

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El slasher es un subgénero de películas de terror en las que, aunque pueda haber tímidas variaciones, un psicópata (normalmente de identidad desconocida) asesina, uno tras otro, a un grupo de adolescentes. Al menos en mi cabeza, casi todas las víctimas de esas películas eran chicos y chicas carismáticos, populares y algo promiscuos. Así que entré en el instituto caminando por la cuerda floja. Por un lado, mi objetivo era ganarme a las populares para no acabar como Carrie: incendiar un polideportivo con mis compañeros, mi interés romántico y mis profesores dentro no entraba en mis planes. Pero, por otro (y en caso de que eso fuese una opción), debía evitar convertirme por completo en una de ellas para que no me sucediera lo mismo que a los adolescentes de las películas slasher. Ahí está el origen de uno de los conflictos con los que aún convivo: una necesidad constante de aprobación, de gustar a los demás (con la consecuente frustración cuando eso no sucede) y, al mismo tiempo, el miedo a la posibilidad de trascender mínimamente, porque destacar suele traer consigo tantas alegrías como disgustos. Igual más disgustos que alegrías.

Pasé los veranos de mi infancia y de mi adolescencia en San Ildefonso. Mis padres no tenían ni pueblo al que llevarnos ni, por supuesto, un apartamento en la playa. Pero nunca lo viví mal, supongo que porque en mi barrio era difícil aburrirse. Siempre era un hervidero, no se vaciaba ni en agosto. Recuerdo los parques infantiles llenos de niños, los comercios abiertos y el olor a fritanga en las terrazas. Y recuerdo pasar horas y horas delante del televisor sin percibir que mis padres se sintieran culpables por ello, algo de lo que solo puedo estarles agradecida. No hace mucho, hablando con unos compañeros del entorno del cine de terror, comprobamos que, pese a conocernos desde hace años, nunca habíamos compartido de dónde venía nuestra fascinación por el género. Para unos estaba en los cómics que habían leído de pequeños; para otros, en los libros no adecuados (o sí) para su edad que cayeron en sus manos cuando eran niños. Para mí está, sin duda, en aquellos veranos en la Ciudad Satélite, en las películas que vi en los dos cines que tenía cerca de casa, el Avenida y el Pisa, ya desaparecidos; en la tele y en los VHS que alquilé nerviosamente, mordiéndome los labios, en el videoclub. Al principio no me dio solo por el terror: pocos reproductores de vídeo rebobinaron tantas veces la escena del baile final de Dirty Dancing (1987) como el de casa de mis padres. Pero tanto en los ochenta como a principios de los noventa era difícil esquivarlo porque era un género que se colaba con más facilidad que ahora por las rendijas de las películas para toda la familia. A la que fueras un poco sensible a él, te agarraba del brazo y no te soltaba. Por otro lado, mi miedo infantil e irracional a la carátula de La profecía se dio poco a poco la vuelta hasta convertirse en una atracción irrefrenable por las portadas más inquietantes. La única que se me resistió fue la de Street Trash (1987), en la que aparecían unas piernas cortadas, con los huesos astillados a la vista, y calzadas con botas militares. No me atreví a ver esa película hasta la universidad, animada por un medio novio al que le hacía muchísima gracia esa historia. Fue un bajón: no era ni la mitad de terrorífica que en mi cabeza.

Mi intuición frente a la inmensidad de las paredes del videoclub, con sus caóticas hileras disparándose hacia el techo, y mi primo Angelito hicieron que La noche de Halloween (1978), Pesadilla en Elm Street (1984) y otros slashers menores cayeran en mis manos ese verano antes de comenzar el instituto. Y, como no podía ser de otra manera, se convirtieron en el alimento perfecto de mis nuevos miedos, a la vez que hicieron que los que llevaba de serie pasaran al siguiente nivel. Mis miedos a no encajar en un sitio nuevo, a hacer nuevas amigas, a los chicos, al sexo y a mis propias hormonas se dispararon.

El escenario de esas películas no podía resultarme más extraño. San Ildefonso, con sus edificios inmensos y donde vivíamos en un decimosegundo, no tenía nada que ver con el barrio residencial de casitas bajas y con jardín de La noche de Halloween. Solo en mi bloque de pisos éramos veintisiete familias, todas con una media de dos hijos de las mismas edades que mi hermana y yo, por lo que las posibilidades de que Freddy Krueger me eligiera a mí eran prácticamente nulas. Era bastante más probable que saliera huyendo por el estrés de tener que escoger a alguien que la opción de que atacara. Y lo más parecido que había visto al campamento Crystal Lake de Viernes 13 (1980) era el Filipinas, un camping a las afueras de Barcelona al que habíamos ido un par de veranos y donde me dejaron muy claro que era demasiado mayor para integrarme. Gordita, insegura y empollona, tampoco tenía mucho que ver con las chicas de los slashers: ni haciendo grandes esfuerzos hubiera encontrado en mí una sombra de su energía, su gracia y su atractivo. Además, después de una carrera como las que se pegaban ellas delante del asesino, hubiera muerto antes ahogada que acuchillada. Sin embargo, nada impidió que me proyectara en esas películas: había en ellas demasiadas invitaciones a pasarlo mal como para dejarlas escapar.

Si en el bus había pensado en Carrie, tal y como entré por la puerta del instituto se desplegó ante mí el escenario de un slasher... de un slasher del que tenía que salir viva. Ese día consolidé también mi historia de amor con Jamie Lee Curtis: pasara lo que pasara, mi modelo debía ser siempre ella, la protagonista de La noche de Halloween, la chica final, la última superviviente. El recorrido que la directora del colegio y la recepcionista nos hicieron por las instalaciones del centro a los cuatro alumnos nuevos, tres chicas y un chico, me confirmó el potencial de ese lugar para el terror: la cocina, que totalmente vacía tenía algo de morgue; el laboratorio; el gimnasio de baldosas blancas, ¡las duchas del gimnasio de baldosas blancas! ¡Las duchas del gimnasio de baldosas blancas, como el de Carrie! Temblaba por dentro y por fuera. Podía visualizar en todos esos sitios tanto a Michael Myers, el asesino de Halloween, con un cuchillo como a una chica —ligera de ropa— corriendo en círculos y chillando entre los fogones, las probetas, el potro, las colchonetas y el plinto.

Tras la visita guiada por las futuras escenas del crimen, casi que agradecí entrar por fin en la clase que me había tocado, donde me senté en la última fila. El aula era diáfana y luminosa, lo que reducía de manera notable la sensación de peligro, y no éramos muchos alumnos. Respiré, observé y me sentí observada. Y, cuando nos mandaron al patio, hice lo que llevaba planeando desde que llegué: encerrarme en el lavabo. No era exactamente por miedo a empezar a hacer amigos, que también, sino porque tenía algo importante que hacer. No iba a levantarme del váter sin un esquema con el orden en el que creía que serían asesinados mis nuevos compañeros de clase si les tocara vivir en un slasher, si un psicópata se colara en el recinto. Eso me indicaría con quién me convenía relacionarme y de quién debía alejarme. Acordé que primero caerían las dos chicas que se habían reído de mí cuando la tutora hizo que los nuevos saliéramos a la pizarra para presentarnos. Eran demasiado guapas y demasiado pavas para sobrevivir al primer acto. Después le llegaría el turno al chaval que lo sabía todo, el que levantaba la mano incluso antes de que la profesora acabara de formular su pregunta: estaba pidiendo a gritos que lo mataran. Y la penúltima, porque la última iba a ser yo, sería la chica de la camiseta de Guns N’ Roses. En realidad no me había dado tiempo a intuir qué tipo de persona era esta última, que también era una de las alumnas nuevas, pero solo por el hecho de tener buen gusto pensé que merecía llegar hasta el final. Ese croquis, que escondí como pude cuando una monja me obligó a salir del lavabo, tenía que ayudarme a decidir lo antes posible con quién debía relacionarme si quería sobrevivir al instituto.

Corte a: mi fiesta de graduación, el reverso amable (y anodino) de la prom party de Carrie. Sin sangre y sin llamas, pero también sin reina, sin purpurina y sin un análogo de John Travolta meneándose en la pista. Esa vez, las películas de terror me habían preparado para algo que no iba a suceder. Durante los cuatro años que duró la etapa del instituto experimenté varios dramas, por supuesto, y no dejé una sola mañana los miedos olvidados en casa. Pero ni la película de Brian De Palma ni La noche de Halloween son exactamente una metáfora de mi paso por el instituto. Sobre todo porque, por mucho que me entrenara para creérmelo y sentir que estaba en la misma onda que mis amigas desde parvulario, el Nazaret no era un instituto. Ellas se habían matriculado en el instituto de El rector (1987), donde tenían de profesor a Jim Belushi y los alumnos fumaban crack en el patio, y yo iba a un colegio de monjas de Esplugues en el que nos tenían superprotegidos y no había margen ni para la perversión ni para el conflicto. Sé que el tópico asegura lo contrario, e igual en el fondo hubiera preferido que así fuera (al menos un poco), pero mentiría si dijera que cuando las monjas se daban la vuelta aquello era Sodoma y Gomorra.

Cabe la posibilidad, eso sí, de que mi aterrizaje en el nuevo colegio hubiera sido diferente, que hubiera pasado más miedo, si en vez de inflarme a slashers esas vacaciones hubiera visto por fin La profecía o hubiera caído en mis manos El exorcista (1973). Eso, sin duda, habría amplificado y sofisticado mis temores. Pero no fue así, ambas películas las vi más adelante. Ese verano, mi primo, que había estudiado en el centro en el que yo estaba a punto de entrar, frenó todos mis intentos de alquilar la película de William Friedkin.

—Ángel, ¿y si nos llevamos El exorcista?

—Ya la he visto.

—Ya, pero yo no.

—Me da pereza verla otra vez, la he visto mil veces. Además, está pillada.

—¡No puede ser! ¡Cuando hemos llegado tenía la tarjeta! ¡Te lo juro! Siempre pasa igual, es como si desapareciera después de que entremos —dije levantando la voz y moviendo airadamente los brazos para que me escuchara el dueño del videoclub.

—No sé, Desirée, será casualidad.

—Que no, Ángel. Que te juro que estaba.

Y era verdad: estaba. Cuando llegábamos, El exorcista, que no era precisamente una novedad, siempre estaba disponible, pero si me despistaba, aunque no hubiera nadie más que nosotros, el tarjetón desaparecía. Durante semanas pensé que era cosa del dueño, que quitaba las tarjetas para que los menores de edad no alquiláramos películas de adultos. Llegué a admirar a Pedro por su capacidad para hacer ese movimiento maestro sin que nos diéramos cuenta, incluso me planteé que usara la telequinesia. Pero el día que vi a la vecina de abajo, un par de años más pequeña que yo, salir tan pancha con el VHS de El cementerio viviente (1989) debajo del brazo, se rompió el encantamiento. Vi clarísimo que el artífice era mi primo. No solo no fui capaz de decirle que me había dado cuenta, sino que seguí fingiendo sorpresa —cada vez más sobreactuada, cada vez más actriz— cuando el tarjetón desaparecía. Supongo que lo hacía para protegerme. Debió intuir (e hizo bien) que no era buena idea que viera El exorcista antes de pisar por primera vez un colegio religioso.

Me costó poco integrarme. Había alumnos más populares que otros, y el primer año tuve que soportar los comentarios de una chica que llevaba aún peor que yo mi sobrepeso. Pero eso era todo. El esquema que había diseñado en el lavabo —y que acabó tatuado en mi barriga tras un día entero escondido debajo de mi camiseta y pegado al cuerpo— no me sirvió de mucho. Las dos chicas que se habían reído al verme eran más nerviosas que famosas, y Anna, que acabaría siendo una de mis mejores amigas, llevaba la camiseta de Guns N’ Roses por casualidad. Se había quedado a dormir en casa de su tía «la moderna» y, como no tenía ropa limpia por la mañana, le había dejado lo único que le quedaba más o menos bien. La rutina de la escuela estaba más cerca de los preparativos del festival de verano de Midsommar (2019) que de la dinámica de un slasher.

Mis miedos estaban ahí, los sentía muy cerca. Pero, en vez de manifestarse con la contundencia que esperaba, aparecían de forma puntual para recordarme que no bajara la guardia. Era como si estuvieran preparándose para arrollarme los años posteriores. Pero la realidad es que el tiempo que pasé en el Nazaret solo me apretaba el miedo cuando se me hacía tarde y tenía que atravesar sola un descampado para llegar al colegio. Por desgracia, el miedo a ser asaltada y agredida sexualmente me invadió desde muy pequeña y nunca he sabido cómo dominarlo. También me aterrorizaba la clase de educación física, algo que arrastraba del otro colegio y que vuelvo a experimentar cada vez que me apunto a un gimnasio. Y sentí miedo genuino en un episodio muy concreto y espiritual.

Detesto hacer ejercicio. Lo odio con todas mis fuerzas. Jamás seré una de esas personas que se redimen de décadas de apatía, flacidez y complejos convirtiéndose en corredores profesionales, que pasan de perder el autobús por no echar una carrera a inscribirse en la maratón de Nueva York. Y esta sensación tiene que ver con el miedo que me daba en el colegio la clase de gimnasia. Las veces que no colaba el justificante cómplice de mi madre diciendo que estaba indispuesta, iba al colegio aterrorizada. Era, simple y llanamente, miedo al ridículo y a la humillación. Miedo a correr ahogada a cinco metros de mis compañeros, miedo a estamparme contra el potro al intentar saltarlo, miedo a que nadie me quisiera en su equipo cuando jugábamos a baloncesto, miedo a que llegara el verano y nos obligaran a llevar pantalón corto, miedo a hacerme rozaduras entre las piernas. Miedo a que se rieran de mí o me rechazaran por no ser precisamente atlética. Para una niña gorda, la clase de deporte era un tormento. Y, aún ahora, cada vez que entro por la puerta de un gimnasio, me invade esa sensación tremenda de desamparo y hundimiento. Siento que la gente que hace elíptica a mi lado me mira con la misma mezcla de compasión y de guasa que los niños del colegio. Y el pánico se viene conmigo hasta los vestuarios, donde vuelvo a pensar en Carrie. Por eso aguanto cuatro días apuntada. La última vez que me matriculé en un gimnasio, seguí esta ruta: llegué, me desmayé en la bicicleta estática y me desapunté. Todo en un día. En lo de la ineptitud deportiva llevo batiendo récords desde la infancia.

Sobre el episodio concreto al que me refería, se trata de la primera vez que fui de retiro espiritual con mi clase a la montaña de Montserrat, un macizo rocoso imponente que no tiene nada que envidiar al lugar donde se pierden, para no volver a aparecer, las chicas de Picnic en Hanging Rock (1975). En vez de llevar vestidos blancos y etéreos igual que ellas, íbamos abrigados hasta las cejas porque hacía un frío que pelaba. Y, en lugar de dedicar el tiempo a confundirnos lánguida y poéticamente con la naturaleza, estuvimos tres días en una abadía rezando, conversando y reflexionando.

Tenía catorce años y todavía no me había dado por las películas de terror sobre gente aislada en casas, en cabañas, en bosques. Pero tenía muy presentes trozos de El resplandor (1980), una de esas películas que, antes de verlas, construí en mi cabeza a partir de imágenes robadas. Y con el recuerdo de esas escenas, vistas a través de las rendijas de mis propias manos, me bastaba y sobraba. Cuando me descubrí totalmente sola en una celda del monasterio, el lugar más frío y austero donde haya pasado la noche nunca, sentí un miedo brutal. El cine de terror vino entonces al rescate. De un modo menos amable que otras veces, pero al rescate. Me tumbé en la cama con la ropa de calle, sin atreverme a ponerme el pijama, me tapé hasta la cabeza con las mantas y metí los dedos índices en las orejas porque prefería escuchar mis latidos al pitido del silencio.

Estoy convencida de que, si no hubiera visto fragmentos de El resplandor (y armado en mi cabeza los que faltaban hasta completar la película), esa noche se habrían desatado de golpe todos mis miedos, tanto los que tenía atados en corto como los que no, y me habrían devorado. Miedo a la oscuridad, a estar sola, a los fantasmas, a que se acabara el mundo y me pillara en pleno retiro espiritual, a que entrara alguien a violarme o a matarme... Pero el recuerdo de esa película los bloqueó. Pasé las horas fantaseando sufridamente con que Jack Torrance ( Jack Nicholson) acariciaba la puerta, confundiendo mis pulsaciones con el sonido del triciclo de Danny y aguantándome las ganas de mear por si, al salir al lavabo, me encontraba con las gemelas. Lo pasé fatal, pero los miedos prestados siempre son más llevaderos que los propios. De ahí que haya tanto fóbico fan del cine de terror.

Reina del grito

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