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1 La profecía EL ORIGEN DEL MIEDO
Оглавление«No veo películas de miedo porque me dan miedo.» Ésta es una de las cosas que más me dicen cuando explico que escribo sobre cine y estoy especializada en el género de terror. También es mi comentario favorito. Es mi favorito porque es tan ingenuo como razonable. Y porque yo también tengo miedo. Tengo mucho miedo. Tengo miedo todo el rato. Y también caigo a veces en la tentación de esquivarlo en vez de enfrentarme a él. Sé perfectamente lo que es sentir un miedo atroz y paralizador.
Soy muy miedosa y, por paradójico que suene, creo que ése es el motivo por el que amo las películas de terror. Las disfruto porque, aunque su efecto pueda prolongarse, el terror en ellas está controlado, no puede salirse de los márgenes de la pantalla. Y las adoro, sobre todo, porque ver (o creer ver) mis miedos representados en una película y observarlos desde la distancia me permite analizarlos y me ayuda a enfrentarme a ellos. Cuanto más años llevo viendo películas de terror, menos miedo me dan. Hay casos excepcionales, y sí experimento otras cosas, como angustia y ansiedad. Pero miedo, lo que se dice miedo, me cuesta más. Cuanto más conozco los resortes del género, menos efecto tiene sobre mí. Pero no siempre fue así. Y muchos de mis miedos, de los más simples a los más profundos, se los debo a las películas de terror que vi (o intuí) de niña. Por eso no tengo ninguna duda de que el cine de terror me ha dado a la vez parte de mis miedos y las herramientas para combatirlos. Las scream queens, por ejemplo, las actrices que asociamos automáticamente al cine de terror, me han asustado y me han hecho más fuerte al mismo tiempo.
Adoro a las reinas del grito. Mi favorita es Jamie Lee Curtis, pero puedo recitar del tirón hasta cincuenta. Al principio pensaba que era por lo bien que gritan, algo que yo también hago a menudo pero bastante peor. Y porque incluso así, con los ojos apretados y la boca desencajada, están guapas y dignas. Pero, desde que soy freelance en el sector cultural y madre de dos niños, he descubierto la verdadera razón de mi fascinación: las envidio por su capacidad de frenar la acción en medio del caos, hacer que la atención se concentre en ellas y obligar a los culpables de su desesperación o de su miedo a que las escuchen. Es una de las concesiones, muy probablemente involuntarias, que el cine de terror ha hecho con respecto a los personajes femeninos: «Vas a pasarlo mal, pero, si sobrevives, puedes desahogarte». Pagaría para que, cada vez que no puedo abrocharme el botón del pantalón, me da plantón la canguro o pierdo la mañana reclamando el cobro de una factura de veinte euros, todo se detuviera, la cámara me enfocara y pudiera gritarle al mundo mi enfado y mis miedos como si me fuera la vida en ello. Porque me va la vida en ello. Pero lo normal es que nadie —o casi nadie— me haga caso. Ante el apocalipsis físico, doméstico o laboral suelo estar más cerca de Emily Blunt en Un lugar tranquilo (2018), la antirreina del grito, perdida en una película en la que la única manera de sobrevivir es callar y no hacer ruido, que de la protagonista de La noche de Halloween (1978). Aun así, cuando se tuercen las cosas, me alivia pensar en Jamie Lee, Isabelle Adjani y Sissy Spacek, mis tres ángeles de la guarda. Su imagen congelada, gritando sus miedos y preocupaciones con orgullo, hace que los míos se difuminen y pierdan fuerza al menos durante un rato.
No hace mucho, hablando con una amiga sobre las cosas que les dan miedo a nuestros hijos, empecé a pensar en las que me habían aterrorizado a mí de pequeña. Tengo algunas en común con Elliott y Nico, como la cabalgata de los Reyes Magos y la gente muy mal disfrazada, pero me vinieron a la cabeza tres episodios concretos. Uno está conectado con el cine de manera natural. Los otros dos los he relacionado yo a posteriori y quizá de una forma un tanto caprichosa. Empiezo por los últimos. Creo que el origen de mi miedo a los fantasmas —y de mi debilidad por las películas que tratan sobre ellos— está en una conversación que escuché por ser cotilla en la frutería cuando era niña. Una vecina que me llamaba mucho la atención, una mujer de unos sesenta años (o así la recuerdo) que siempre llevaba los labios pintados de rojo, el pelo cardado y las manos llenas de anillos, le explicó a la dependienta que protegía su casa de los malos espíritus con un ambientador Heno de Pravia. Cada vez que veo el final de Insidious (2010), con los fantasmas pintados como puertas, me acuerdo de aquella mujer y se me pone la piel de gallina. Y hace poco caí en la cuenta de que quizá sea también la razón de que en casa siempre tengamos, sin que se sepa muy bien quién lo ha comprado, un espray sin estrenar de esa fragancia.
El otro episodio es tan delirante que me da vergüenza contarlo, pero con los años he dejado de recordarlo como una de las anécdotas más ridículas de mi vida (aunque lo es) para plantearme que igual se encuentra ahí la génesis de mi rechazo frontal hacia el cine de terror sobre violencia sexual. Son, sin duda, las películas que más me cuestan. En los bajos del edificio de L’Hospitalet donde vivían mis abuelos paternos, había un taller de reparación de coches. Una tarde acompañé a mi padre a recoger el suyo y me quedé petrificada frente a una de las paredes. Rodeado de carteles descoloridos de mujeres desnudas había un calendario con una foto que me horrorizó. Eran unos genitales masculinos disfrazados de detective, con gafas y un puro. Al pánico por el recuerdo de esa imagen, que pretendía ser graciosa pero a mí me dejó traumatizada, se sumó la ansiedad de no saber cómo contarle a mi madre (a mi padre, por supuesto, ni lo intenté) qué era lo que había visto que me había dado tanto miedo. Era pequeña pero no tonta, y sospechaba que mi revelación iba a ser —con razón— motivo de guasa. Así que me lo quedé dentro y pasé semanas entre aterrada y avergonzada por el recuerdo de aquel engendro. Sobre todo aterrada. Supongo que mi miedo fue una simple reacción a algo grotesco que no me esperaba, pero de adulta rememoro ese episodio como una desafortunada primera toma de contacto con una versión horrible de la masculinidad. No me merecía ver algo tan repulsivo con seis años, pero también es verdad que no era un sitio al que solieran ir los niños.
Pero el recuerdo en el que veo con más claridad mi flirteo consciente con el miedo y, al mismo tiempo, con el cine de terror tiene que ver con un reproductor de vídeo.
Cuando alguien nos pregunta por la película que más miedo nos ha dado nunca, casi todos respondemos aquella que nos aterrorizó de niños. Estoy segura de que, al hacerlo, no revivimos el miedo que nos dio, sino el absoluto pavor que nos provocó imaginar lo que había dentro de la película antes incluso de verla. Yo evoco lo que sentí cuando mi madre le contó enterita a mi tía Melu por teléfono La noche de los muertos vivientes (1968). Siempre ha sido la mejor recreando verbalmente las películas que le impresionan o le gustan, pero ese día se superó en los detalles. O recuerdo cuando me clavé un pendiente en la carne tras tirarme la hora y media que dura Pesadilla en Elm Street (1984), la película que estaban viendo mis padres en el comedor, acostada en la cama y tapándome los oídos con una fuerza inaudita. O revivo lo que me sugerían las carátulas de las películas de miedo del videoclub, que en mi barrio estaban casi siempre pilladas. Las hileras dedicadas al terror y a las artes marciales eran, con diferencia, las que siempre tenían menos tarjetones blancos, las codiciadas cartulinas que indicaban que estaban disponibles y podías llevártelas. Pero sobre todo pienso en el día en que el VHS de La profecía (1976) se quedó atascado en el vídeo de casa.
—Desirée, saca la película que hay que devolverla. Cuando vengamos del mercado, la llevamos —me gritó mi madre desde la cocina.
Yo debía de tener unos nueve años y me acuerdo perfectamente de que eran las vacaciones de Navidad.
—¿Mama, la rebobino? —chillé desde el salón.
En casa de mis padres siempre se hablaba a gritos de habitación a habitación, una tradición que me he esforzado en importar sin éxito a todos los hogares que he tenido.
—Sí, rebobínala.
—Ay, mama, hace un ruido raro. Creo que se ha quedado enganchada. —Mi madre corrió al salón, visiblemente agobiada.
—Madre mía, espero que no se haya roto. Como se haya roto me da algo. Es de las que más pide la gente. ¡Hay incluso lista de espera! Y me contó el Angelito que, si las rompes, las tienes que pagar —me dijo mirándome a los ojos con la voz temblorosa.
Yo recordaba perfectamente el comentario de mi primo, que había contribuido sin querer, por pura arrogancia juvenil, a alimentar la leyenda urbana de que esas cintas costaban quinientas mil pesetas. El Angelito, mi primo favorito, cinco años mayor que yo y la persona que hizo que me picara el gusanillo del cine.
Los mitos sobre el videoclub eran una maravilla. Como lo eran sus rituales, entre los que destacaba el hilarante ceremonial para alquilar porno. La intención: proteger al vecino que quería llevarse una película X haciendo que entrara en un cuarto detrás del mostrador. El resultado: que todo el videoclub se enterara de quién era el guarro que se colaba en la cámara secreta y se iba a su casa con una película pornográfica bajo el brazo.
—¿Qué película se ha quedado atascada? —le pregunté a mi madre, que había desistido de encender y apagar el vídeo y tocar botones de forma totalmente arbitraria.
—La profecía.
—¡¿Qué?! ¡Mama! ¿La de los padres mirando al niño con mucho miedo? ¿Con la sombra de un perro? ¡¿Por qué no me lo habías dicho?! ¡¿Por qué no me habías dicho que la habías cogido?! ¡¿Y que estaba dentro del vídeo?! —le grité echándome las manos a la cabeza—. ¡Mama! ¡Que está dentro del vídeo! ¡Sácala! ¡Que me da mucho miedo! —Corrí hacia el sofá y me tumbé boca abajo hundiendo la cabeza entre los cojines.
—¿Pero qué te da miedo? ¿Una cinta? Hija, de verdad.
Pese a mi ataque de histeria infantil, mi madre no me hizo mucho caso. Bastante tenía con pensar en cómo explicarle al dueño del videoclub que nuestro aparato se había tragado una de las películas que le daban más dinero... ¡y que costaba quinientas mil pesetas! Por suerte, el Angelito tenía un amigo que sabía arreglar vídeos y que se comprometió a sacar la película «de gratis» cuando volviera de esquiar de La Molina. No se lo contamos a mi padre porque ¿para qué? Desconectamos el teléfono de la pared por si llamaban del videoclub para reclamarla (no lo hicieron, pero nos cobraron un recargo antológico cuando la llevamos). Y, mientras el amigo de mi primo esquiaba, yo pasé un fin de semana largo absolutamente aterrorizada.
No podía soportar la idea de estar en la misma habitación que La profecía. Si hubiera sido solo un día, me las habría ingeniado para no tener que dar explicaciones de por qué no quería salir al comedor. Pero como iban a ser tres, preferí ir con la verdad por delante.
—Mama, hasta que no saquemos la película del vídeo, no voy a salir al comedor.
—¿Ah, no? ¿Y qué vas a hacer todo el día?
—Quedarme en la habitación. Leyendo.
—Desirée, de verdad, ¿qué tonterías son ésas? ¡Pero no ves que es un cinta de plástico! ¿Qué quieres que te haga una cinta de plástico?
Es evidente que, siendo tan miedosa como yo, mi madre no hubiera pensado lo mismo si Te Ring (El círculo) (1998), la famosa película japonesa sobre una cinta de VHS que causa la muerte de quien la ve, ya hubiera existido por entonces. Pero no era el caso, y mi pavor a un trozo de plástico le parecía todo lo ridículo que en realidad era.
—Hija, de verdad, haces cosas rarísimas. Además, esa película no da nada de miedo. Casi la quito a la mitad porque no daba miedo —me contestó—. Fíjate que tu padre se acostó antes de que acabara porque le estaba pareciendo un rollo.
Lo segundo era verdad, lo primero era evidente que acababa de inventárselo.
—Sí, claro.
Estuve tres días comiendo de pie en la cocina, en la que no teníamos ni mesa ni sillas, cenando bikinis en mi cuarto y comunicándome con mis padres y mi hermana de dos años desde el quicio de la puerta. Durante el día lo llevaba bien. Aburrida, pero bien. Pero las noches eran otra historia.
—Mama, ¿puedo dormir con vosotros? —desperté a mi madre a las tres de la madrugada.
—Pues no. ¿No ves que ya eres más grande que tu padre? —me contestó medio en sueños.
—Por favor, que he visto una luz en el comedor. Y sombras. Y he oído un ruido rarísimo. Creo que era un perro.
—Anda y calla. Era la puerta del ascensor. A la cama.
—Porfa.
—¡Que a la cama! —me dijo susurrando a gritos—. Y calla que vas a despertar a tu hermana y me ha costado mucho dormirla.
Atravesé el pasillo hacia mi habitación muerta de miedo y sintiendo en la espalda una vibración extraña. La profecía me llamaba desde la otra punta del piso, pero yo era la antítesis de la niña de Poltergeist (Fenómenos extraños) (1982). Si ella acudía sin rechistar al reclamo del televisor y se arrodillaba delante hipnotizada, yo era incapaz de caminar hacia el salón. La profecía, la película con la carátula que más miedo me daba de todo el videoclub, estaba dentro del reproductor VHS de mi casa, y yo sabía que si estaba cerca del aparato o lo miraba por error, caería sobre mí una maldición y me atropellaría un coche.
Vi la primera película que me dio miedo años después de que me diera miedo. Y esa primera vez real no me dio tanto miedo como la falsa primera vez. No fue así las siguientes veces, en las que, por otras razones, sentí un miedo tan intenso con La profecía como el que experimenté al irme a la cama sabiendo que la cinta dormía plácidamente en mi salón. La película de Richard Donner tiene ese efecto sobre mí, y me encanta. Da igual las veces que la vea, siempre reactiva esos terrores infantiles. En su momento lo viví como un drama. De hecho, tardé varias semanas en poner una cinta mía en el reproductor por si la maldición de La profecía seguía dentro; esperé a que las películas de mis padres acabaran de arrastrar los restos del virus del mal que —asumía— se habían quedado enganchados al aparato. Pero hoy me alegra que fuera esa película y no otra. Me alegra por el título. Es como si el reproductor de vídeo de casa de mis padres hubiera elegido ese título por intuición, profetizando que acabaría amando las películas que entonces me asustaban. Y me alegra porque es una película en la que se concentran muchos de los miedos con los que convivo a diario: a fracasar como madre, a perder la integridad psicológica y emocional, a la pérdida, a no entender nada. Son esos algunos de los miedos que persigo insistentemente en el cine de terror en busca de mi reflejo, de alivio y de respuestas.