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2 Carrie MIEDO A LA SANGRE

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Entré en el instituto pensando que sería como Carrie (1976) y sobreviví a esos años obsesionada con La noche de Halloween (1978). Ni mis temores ni mis anhelos se cumplieron del todo, pero, sin ser yo demasiado consciente entonces, ambas películas me inocularon el miedo y, a la vez, ciertas defensas para resistirlo. Me hubiera encantado ser preadolescente una década después, porque seguro que habría caído en mis manos Ginger Snaps (2000), una película maravillosa que relaciona menstruación y licantropía, y en la que la protagonista, una adolescente de los suburbios que está obsesionada con la muerte, se convierte en una mujer lobo cuando le viene la regla.

No me habría ido nada mal tener a Ginger (Katharine Isabelle) como imagen de esa nueva etapa, de mis cambios físicos y de mis nuevos apetitos. Pero me consuela pensar que algunas chicas que nacieron después que yo hayan tenido como modelo de conducta a esa adolescente segura y hambrienta que planta cara (a mordiscos) a lo que le disgusta. A Ginger o a Justine (Garance Marillier), la protagonista de Crudo (2016), una estudiante universitaria de veterinaria que canaliza su sensación de extrañeza y sus deseos renovados, en este caso asociados a un cambio de etapa posterior, en hambre de carne humana. La segunda película está escrita y dirigida por Julia Ducournau, y el guion de Ginger Snaps lo firman a medias John Fawcett, el director, y la guionista Karen Walton. Es una de tantas pruebas de que, por tratarse de algo tan simple como que son asuntos exclusivamente nuestros, temas como la menstruación y el deseo femenino brillan en manos de las cineastas.

Pero la realidad es que por aquel entonces era huérfana de ese tipo de referentes. El primer día que cogí el autobús para ir al instituto, que en realidad no era un instituto, sino el Nazaret, un colegio de monjas donde todos los alumnos se conocían y yo no conocía a nadie, me vinieron a la cabeza una adolescente y una representación de la adolescencia muy distintas: Carrie (Sissy Spacek), cubierta de sangre de cerdo, en el baile de graduación. Sabía que Carrie no se ajustaba del todo a la realidad por mi experiencia en el colegio de mi barrio donde hice EGB, sobre todo por un episodio muy concreto que viví el día que empecé a dejar atrás (conscientemente) la infancia. Esa sabiduría, sin embargo, no evitó que el primer día de instituto vomitara lo poco que había logrado desayunar nada más bajar del bus.

La escena del baile de Carrie que me arrolló en el autobús no es la única que me lleva a un momento importante de mi infancia o de mi adolescencia. Un par de años atrás, la mañana que me vino la regla, me asaltó la escena de las duchas. En ella, una de las viñetas más crueles jamás rodadas, Carrie, una adolescente inadaptada y asfixiada por una madre fanática religiosa, se ducha en el gimnasio del instituto. La escena —medio irreal, envuelta en el vapor del agua y poco sutil en las metáforas— se desestabiliza cuando la protagonista empieza a sangrar entre las piernas y se dirige asustada hacia sus compañeras, que la arrinconan con crueldad y empiezan a lanzarle compresas y tampones. Yo tenía doce años y hacía muy poco que había visto por error la película de Brian De Palma. Obviamente, me había dejado traumatizada. Era una de las cintas de grabar con la pegatina no tocar que había en el mueble bar de casa, detrás de las botellas de Baileys y de licor de manzana. ¿Cómo no iba a caer en la tentación de aprovechar un descuido de mi madre y meterla en el reproductor?

La mañana que me bajó la regla tuve que luchar contra varias cosas. Una, por supuesto, el recuerdo de la escena de las duchas. Otra, la negativa de mi madre a dejarme ir a clase por si me daba una bajada de tensión, algo que no podía entender porque me encontraba perfectamente y que tampoco podía aceptar porque prefería enfrentarme a las cosas cuanto antes. Si, para variar, abrazaba la menstruación con miedo, volvería a estar perdida. La última cosa con la que tuve que lidiar fue el empeño de mi madre en que me pusiera, «para ir cómoda», el chándal que me había comprado hacía unos días y que yo no quería ponerme bajo ninguna circunstancia. Era de táctel, un tejido que se puso de moda en los ochenta y destrozó estéticamente a toda una generación, y de un fucsia que hacía daño a la vista. Desde el momento en que lo vi, supe que no era buena idea llevarlo para ir al colegio, pero ese día era incapaz de darle otro disgusto a mi madre y me lo puse.

Crecí en San Ildefonso, en Cornellà, un barrio del extrarradio de Barcelona que durante años fue conocido como la Ciudad Satélite. Me encantaba cuando mis padres o algún vecino seguían llamándolo así. El nombre hacía referencia a sus orígenes de barriada a las afueras, de ciudad dormitorio, pero a mí me gustaba porque me sugería un lugar imaginario, un escenario de ciencia ficción. Ahora veo que el apego a ese nombre era, de alguna manera, una forma ingenua pero hermosa de evadirme de la cantidad de adversidades que la buena gente de San Ildefonso tuvo que atravesar aquellos años, sobre todo cuando la heroína azotó el barrio. Vivíamos en una manzana de edificios altísimos, y el colegio estaba justo enfrente. Por las mañanas, además de la entrada principal, abrían una pequeña puerta trasera que daba al patio. No le di importancia al esfuerzo que hacía el personal de la escuela para habilitar cada día ese doble acceso hasta que de adulta comprendí que lo hacían para que los niños que bajaban solos a la escuela porque sus padres madrugaban para ir a trabajar no tuvieran que dar toda la vuelta hasta el colegio sin la compañía de un adulto.

Esa mañana me planté en la puerta de atrás de la escuela con mi chándal rosa histeria. Con el chándal, la mochila y, por sugerencia de la vecina de enfrente, dos compresas enlazadas para que no se me manchara el pantalón. Tardaría muchos años en prescindir de ese consejo, que en cualquier caso siempre será mejor idea que las compresas con alas. Para llegar a las aulas había que cruzar el patio entero. El día en cuestión no hizo falta que avanzara demasiado, apenas había atravesado la puerta trasera cuando las vi y, peor aún, cuando las escuché. Ahí estaban, plantadas debajo del arco del vestíbulo y vestidas prácticamente igual, mis compañeras de clase Carol y Lydia. Líderes natas desde parvulario, me señalaban muertas de risa.

—¿De dónde has sacado ese chándal? ¡Es horrible! —me preguntó Carol en cuanto llegué.

Lógicamente, Lydia y ella no habían sido las únicas en verme a veinte metros de distancia. No las culpo: con ese chándal podrían haberme avistado desde un avión. Se cumplía mi fantasía de ser el centro de todas las miradas, pero hubiera preferido que fuera por otras razones. Infravaloré el impacto del chándal. En mi cabeza era un poco cantón, en el colegio era una invitación entusiasta a la humillación.

—Me ha venido la regla —le dije a Carol al oído, vigilando para que no lo oyera nadie más.

—¡Es que es feísimo!

—¿A ti te dolió? A mí no —insistí.

—¿No había de otro color? Lo bueno es que así no te pierdes. ¡Podemos saber todo el rato dónde estás! —añadió Carol mientras Lydia le reía las gracias y otros compañeros se apresuraban a rodearme dispuestos a unirse a la guasa.

Nada que ver con la escena de las duchas de Carrie. Bueno, sí, también me habían medio acorralado y humillado. Pero mi menstruación había sido eclipsada por mi estilismo. La película de Brian De Palma me había provocado un miedo atroz a la regla, al que habían contribuido las caras de circunstancias de mi madre y mi vecina. Pero la realidad me había demostrado que no era para tanto, que si un chándal fucsia podía robarle el protagonismo, era porque, en realidad, se trataba de algo completamente normal. Aunque fuera por contraste, siempre le agradeceré a Carrie que me hiciera naturalizar la regla desde el primer día, despojándola de tópicos y tabúes. Otra cosa que comprobé años después es que, aún creyentes y practicantes de algunos clichés sobre la menstruación, mi madre y mi vecina no estaban descompuestas por temor a la sangre, sino porque sabían que para mí se acababa de abrir la puerta a un mundo que iba a ser cada vez más complicado.

Yo ahí no tenía ni idea. No sabía la cantidad de cambios, dudas y miedos nuevos que me esperaban. Pero la preocupación silenciosa de las mujeres adultas que me rodeaban, algo que no sabía muy bien cómo interpretar, me estrujó el estómago. Ni mi madre ni mi vecina se sentaron a contarme el porqué de sus caras compungidas ni yo me atreví a preguntarles qué pasaba, qué me estaba perdiendo, qué tenía que hacer. Ellas eran más de advertir que de explicar, y no las culpo. Al contrario. Aunque con mis hijos me esfuerce en lo segundo para evitar crear un clima de temor, no puedo estarles más agradecida porque lo hicieron lo mejor que supieron. Pero yo entré en la adolescencia un poco desconfiada, con la sospecha de que había cosas al acecho que nadie me había querido contar.

La película de De Palma se coló en mi infancia y en mi adolescencia con una fuerza extraordinaria. Fui una niña obesa, con lo que, cuando puse Carrie en el reproductor, ya estaba familiarizada con la humillación. Pero verla fue para mí tremendamente revelador. Aunque los paralelismos entre nuestras vidas eran escasos, me identifiqué con la fragilidad y la desconfianza de la protagonista. De ahí el miedo a ir al colegio —¡incluso armada con mis dos compresas!— al que hice frente el día que me vino la regla, de ahí las náuseas el primer día de instituto, de ahí que años después me imaginara a Nico en su fiesta de despedida de la guardería vestida como Sissy Spacek en el final de Carrie. Pero, sobre todo, arrojó luz sobre mi ingenua pubertad. Me permitió ver con distancia y analizar cómo funcionaban las cosas en el colegio y en el instituto. Ni todos estábamos en la misma posición, ni eran sitios del todo seguros, ni era posible salir viva de ellos sin un mínimo de estrategia. Creo que ya intuí entonces algo que confirmo cada vez que voy a buscar a mis hijos a la escuela: que es una representación a escala y superfiel de la sociedad. Muy mal o muy bien lo tienen que hacer en la vida los niños para no llegar a adultos con el rol que ya adoptan o que se les atribuye en educación infantil. Pero, sobre todo, Carrie me facilitó un manual de supervivencia que utilicé los años que me quedaban de colegio y que exprimí en el instituto. En realidad, todo se resumía en tres cosas: disimula el miedo, no bajes la guardia y, salvo si te enteras de que son asesinas en serie, júntate con las compañeras de clase que tengan el control.

Dicho esto, aun con la lección aprendida, en el trayecto en bus hacia el instituto me imaginé en el escenario con el vestido rosa, la corona de reina y un ramo de flores en los brazos, y vi claramente a cámara lenta cómo me caía el cubo de sangre de cerdo encima.

Las nuevas generaciones crecen entendiendo la importancia de la amistad entre chicas, lo necesario que es hacer piña y frente común. Lo veo cuando hablo con las hijas adolescentes de mis amigas. Y es fundamental seguir informando y educando en esa dirección. El cine de terror, receptivo al latir de los tiempos, ha empezado a abrazar esta idea de forma consciente. Tiene que ponerle aún un poco de entusiasmo al tema, pero ya hay películas que la incorporan. Un ejemplo es Nación salvaje (2018), un filme que acierta y se equivoca sucesivamente, que no acaba de gestionar bien su enfado, pero al que es imposible negar la contundencia con la que ensalza la amistad entre las cuatro chicas protagonistas. Yo, la verdad, mentiría si contara que llegué a la pubertad con esa imagen mental de la amistad. Ojalá hubiera sido así, pero el día que pisé por primera vez el instituto, mi visión de las relaciones entre compañeras seguía estando más cerca de Carrie que de Nación salvaje.

Por eso mi obsesión inicial fue disimular a toda costa el miedo a que vieran algo en mí —o me sucediera alguna cosa— que me señalara de inicio, que me colocara en la mesa de los perdedores. No se me podía notar el miedo a no encajar, un miedo que aún no he logrado superar: me puede arrollar por igual en un evento profesional, en una barbacoa y en una reunión del colegio de mis hijos. Después de vomitar al bajar del bus, entré por la puerta del Nazaret con el plan de seducir a las ganadoras, algo que había activado con resultados óptimos el último año de colegio. Sin embargo, acostumbrada a la duda y a la contradicción, propensa a ponerme trabas a mí misma, sumé una capa de complejidad a mi misión. Aunque pudiera, cosa que no estaba tan clara, tenía que evitar a toda costa convertirme del todo en una de ellas. No porque creyera que ser intocable en el instituto supusiera obligatoriamente ser insoportable o mala persona. Era porque había visto demasiados slashers... y ya sabemos quién suele morir antes en esas películas.

Reina del grito

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