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Capítulo 6

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Antes de tomar el bus a París, había intentado comunicarse con Odette en Juvisy y dejó sonar el tono unas veinte veces en la conserjería vacía. La conserje no aguantaba más de quince cuando andaba haciendo aseo, acompañada por su mal humor. La última edición del France-Soir, comprada en el quiosco de la estación de metro de Issy, dedicaba su titular al asesinato, en Mans, de un soldado profesional que había vuelto de Indochina y de Corea. La asesina había sido su esposa, una enfermera militar que había conocido, cinco años antes, en un hospital de Saigón. Leyó igualmente el relato de otro drama ocurrido dos días antes en Mazenay, en Saona y Loira. Ahí se trataba de un plomero que trabajaba con zinc que, exasperado por la lentitud con la que su mujer preparaba la cena, la había asesinado a golpes de sartén. Una vez satisfecha su curiosidad, miró el artículo que detallaba las reformas que el ministro del Interior François Mitterrand proponía para retomar el control de Argelia, entre ellas el derecho a voto para las mujeres musulmanas. Bajó a Châtelet. Los pasillos, las escaleras, la plaza, estaban invadidos por grupos de comerciantes, artesanos que agitaban pancartas con reivindicaciones y entonaban eslóganes que exigían la disminución de los impuestos y las cargas. La dirección de «Mélinée Assadourian, esposa de Manouchian», el 19 de la calle Au Maire, a la altura de la calle Beaubourg, cerca de Arts et Métiers, correspondía a una pequeña vía estrecha, con edificios de unos cinco o seis pisos que acogían en el primer piso a los inevitables talleres. Subió por las escaleras después de haber verificado la presencia del primer apellido en un buzón. Golpeó varias veces la puerta sin que nadie apareciera. Iba a irse cuando de repente otra puerta del piso se abrió. Una anciana con la espalda encorvada, enteramente cubierta por un chal negro, se acercó deslizándose lentamente, incapaz de levantar sus pies.

–No hay nadie.

–Voy a esperar...

Se dio cuenta de que estaba contando las perlas de un rosario entre sus dedos.

–No le va a servir de nada. Se fueron hace ocho días a visitar a su familia en Marsella. No volverán antes de mañana en la noche... ¿A quién quiere ver?

–A Mélinée Manouchian... ¿Ella vive aquí?

–No, ella venía, hace tiempo, pero ahora ahí están su hermana y sus pequeños... Sigo diciendo «pequeños» aunque me sobrepasen por una cabeza los dos...

Asintió con la cabeza.

–¿Y usted sabe dónde puedo encontrarla? Tengo que hablarle a propósito de su marido...

–Va a tener que darse muchas molestias... Ella tomó un barco para irse a Armenia, hace ocho años, junto con una docena de sobrevivientes que se había instalado en el barrio.

–No es mi día de suerte...

Ella se llevó el rosario a los labios para marcar una estación, murmurando las palabras de una oración.

–El hermano de Hampartsoumian, el mayorista de tejidos de la calle des Gravilliers, era parte de ellos. A él lo contactan de vez en cuando... Cartas, tarjetas postales. Él envía encomiendas. Sin embargo, parece que todo va bien... Podría quizá darle informaciones, mientras espera a Armène. Es muy cerca de aquí, una calle más arriba...

Dragère agradeció a la anciana antes de volver a bajar las escaleras. El interior de la tienda de Stepan Hampartsoumian (una razón social resumida en StepHam en su letrero) parecía una bombonera afelpada. Después de años de colores oscuros, la moda se inclinaba definitivamente por el rosa. En todas sus variantes. Desde el rosa persa hasta el rosa viejo, pasando por los matices del rosa desteñido, pálido, suave, claro, salmón o malva. Las obreras abrían los sacos a punto de reventar, llenos de suéteres, chalecos, polerones tejidos en los talleres, las bodegas de Alfortville, Décines, Valence o Issy les Moulineaux. Ellas verificaban la calidad del trabajo, la regularidad del punto jersey, arroz, elástico, jacquard, y luego los separaban por modelos en unos cajones de madera que otras empleadas llevaban a un taller donde se cosía a máquina la marca del mayorista. Stepan Hampartsoumian, un hombre regordete de unos sesenta años, estaba ocupado cargando unos lotes de ropa en una camioneta estacionada detrás de la tienda. Transpiraba a pesar del intenso frío y se secó el rostro con su pañuelo antes de estrechar la mano de Dragère. Después de que el periodista le explicara el objeto de su visita, sin darle el título de la publicación para la cual trabajaba, Stepan le pidió que lo siguiera a una oficina del segundo piso que podría haber sido la de un redactor jefe en una noche de elecciones, tomando en cuenta solo la cantidad de papel tirado en los muebles, el piso y los estantes.

–Entonces, ¡usted está interesado en la Armenia soviética!

–No, en realidad, no es lo que dije... Estoy interesado sobre todo en Missak Manouchian, cuya mujer, Mélinée, se fue a la Armenia soviética...

Apartó varios portafirmas, y puso sobre el espacio liberado una botella de raki, dos vasos y una jarra de agua.

–Una bella estupidez, pero ella no es la única... Son cinco mil allá los arrepentidos, desde hace ocho años... ¿Qué quiere de ella, Mélinée?

–Me hubiera gustado hablarle... O enviarle una carta, hacerle algunas preguntas...

Le tendió un vaso generosamente lleno de alcohol suavizado con agua fría.

–¡Por su salud! Puede hacerlo, si no está muy apurado... La última vez que envié un correo a mi hermano se demoró tres meses en llegar a Erevan. Luego su respuesta hizo el recorrido inverso en un tiempo récord de siete semanas... Con un poco de suerte, tendrá noticias de ella en Pascua, si no se pierde el correo en el camino.

Dragère estaba enojado por el tono de la conversación. Bebió un largo trago anisado, apretando el vaso un poco más fuerte de lo necesario.

–¿Quién le dice que son los rusos los que tienen mala voluntad? El camino de una carta es bastante misterioso, ¿no?

–Escuche, tengo familia en el mundo entero, en Canadá, en Australia, en Italia. Es parecido con ellos. ¡El correo de ellos se demora! No me siento perjudicado personalmente. Yo sé que hago negocios con mis tejidos, pero de ahí a imaginar que hay un complot planetario para atrasar el correo de los Hampartsoumian hay un margen... De lo que estoy seguro es de que están siendo retenidos como prisioneros...

–¿Todos? ¿Los cinco mil?

–Sí... Agop tanto como Mélinée. Si pudieran elegir, volverían a casa todos juntos...

–¿Dónde leyó eso, en Le Figaro?

A Stepan le bastó con levantar los hombros.

–En ninguna parte. Si se lo digo es simplemente porque lo pienso. Nadie habla de los armenios franceses que se fueron a construir el socialismo en Armenia. Nadie. ¡Ni Le Figaro ni L’Humanité! Silencio en la oreja derecha, silencio en la oreja izquierda. Ya no existen fuera del corazón de sus cercanos, de sus amigos...

–Al escucharlo, uno diría que se los llevaron... No se fueron a la fuerza... Fueron voluntarios...

Vertió un poco de raki en el agua turbia.

–Lo peor, es que es la pura verdad... Pasamos noches enteras aquí, en 1947, discutiendo con Agop... Quería convencerme de ir. ¡Yo intentaba hacerle comprender que teníamos que quedarnos! Me mostraba su certificado Nansen y el timbre «Regreso prohibido» gritándome: «¿Quién tiene el derecho de prohibirnos volver a Armenia? Desde hace veinte años que estoy aquí con este trozo de papel. Allá tendré un verdadero pasaporte, seré un ciudadano plenamente». Qué podía responderle... Todavía soy apátrida. Para él, allá estaba El Dorado, donde todo surgía sin esfuerzo, mientras en Francia vivíamos aún con tickets de racionamiento. Como la mitad de la empresa le pertenecía, compartíamos los stocks, las máquinas. Pusimos su parte en el camión, con la inscripción «Hampartsoumian Hermanos» sobre la cubierta. Como no tenía el permiso, yo lo acompañé hasta Marsella, a principios de septiembre, con su mujer y mis dos sobrinas. No sabíamos el nombre del muelle. En un primer momento, los gendarmes nos condujeron a Port de Bouc, creyendo que éramos judíos decididos a retornar a Israel en el Exodus, que estaba en el golfo de Fos... Cuando llegamos al rompeolas Léon Gourret, ahí sí creí que Agop había encontrado su buque, el Rossia. No había visto nunca un barco tan bello, tan limpio, una tripulación tan disciplinada. Eran más de tres mil los que se embarcaban, y había una multitud cercana a las diez mil personas sobre el puerto para despedirlos en su partida. Usted quizá no me creerá, pero, tomado por el ambiente, canté el himno soviético y La Internacional... La Marsellesa también, varias veces. En la borda habían desplegado lienzos que decían «Viva la República francesa», «Viva la Armenia soviética», «Gracias, Francia, por tu hospitalidad generosa».

–Ve... Con respecto al resto está inventando cosas...

–Si usted lo cree sinceramente, solo puedo proponerle una cosa...

Dragère sonrió, sorprendido de haber puesto en dificultades al dueño de la sociedad StepHam tan fácilmente.

–¿Sí? ¿Qué cosa?

Stepan Hampartsoumian sacó una carta entre las diez que estaban dobladas en una caja de hojalata. El periodista, intrigado, la abrió con precaución.

–Le pido simplemente que lea la primera carta que me hizo llegar mi hermano Agop, seis meses después de haberse instalado en Armenia...

Empezó a leer en voz alta.

Erevan, 12 de febrero de 1948

Mi muy querido Stepan. Como puedes ver, te escribo con tinta negra, a pesar de que desde la escuela, siempre preferí escribir con tinta roja, el color de mis convicciones, pero se me dio vuelta la botella y no he tenido el tiempo para ir a la tienda a comprar otra. No me arrepiento de la decisión que tomé de venir con mi esposa Nouritza y mis dos hijas, Adriné y Ovsanna. Ellas se suman a esta carta con un saludo. Desde que llegamos nos han instalado en una gran casa. A la semana siguiente pude comenzar a trabajar en un taller de tejidos. La comida es buena y abundante. También es muy barata, por lo que nuestros sueldos alcanzan vastamente para pagar todo. Nuestros vecinos nos adoptaron inmediatamente, y nos llevamos todos muy bien. Te equivocaste al no venir con nosotros y querer seguir con esa vida de refugiado, mientras aquí somos considerados ciudadanos soviéticos en toda regla. La policía nos protege, así como nuestro salvador, el mariscal Stalin. Aunque me dé pena estar separado de mi hermano querido, por nada del mundo aceptaría hacer el viaje de regreso. Espero que algún día, el buque Rossia vuelva a hacer una escala en Marsella, y así podamos volver a encontrarnos. Tu hermano para siempre. Agop Hampartsoumian.

Dragère bebió el fondo de su vaso de raki, luego volvió a doblar la hoja de papel que devolvió al mayorista.

–No se puede ser más claro. No entiendo por qué usted está obstinado en defender un punto de vista contrario al de su hermano... Él está bien, ¡sabe por dónde va la cosa, claramente!

–Sí, pero antes de ser tan tajante, señor periodista, permítame precisarle una cosa. Antes de que se embarcaba en el Rossia, con flores en los brazos, hice un acuerdo con Agop. Fue por el nombre del barco que se me ocurrió, el Rossia, es decir, el rojo... Le había pedido que me escribiera con tinta roja si es que las cosas no estaban bien, y de dar vuelta las frases de tal manera que yo debería leer exactamente lo contrario de lo que había en el papel... ¿Entiende usted ahora? Por las restricciones, tiene solo tinta negra a su disposición, ¡entonces me está diciendo que debo leerlo como si estuviera escrito en rojo! Usted me dice que Agop «sabe de qué se trata». La expresión no podría ser más exacta. Mire, por si no le basta...

Y dio vuelta la caja de hojalata sobre la bandeja, dejando al descubierto las otras cartas, todas recubiertas de una fina escritura roja.

–¿Usted trabaja para qué periódico, por cierto? No se lo he preguntado...

Por primera vez, Dragère pronunció el nombre del periódico sintiendo algo de vergüenza.

L’Humanité.

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