Читать книгу Horizontes culturales de la historia del arte: aportes para una acción compartida en Colombia - Diego Salcedo Fidalgo - Страница 10
Cuerpo, género, afecto: alusiones y enunciaciones de lo in(re)presentado en la escritura de historia del arte Karen Cordero Reiman
Оглавление¿Cómo concebimos la escritura en la historia del arte y qué implicaciones tiene eso? Esta es una problemática central para la práctica de la disciplina, un campo donde convergen los debates principales sobre cómo se desarrolla y a quiénes se destinan sus resultados.
El presente ensayo propone analizar algunas de las estrategias en la escritura de la historia del arte, en sus distintas modalidades metodológicas, en las que se favorece la normalización o invisibilización de las diferencias, en los procesos de percepción y los sujetos de enunciación. Asimismo, aborda algunos de los momentos y las posturas historiográficas que irrumpen en esta tónica para ampliar el repertorio de voces e interlocutores en los textos disciplinares, con atención particular al impacto del feminismo y los estudios de género a partir de la década de 1970. Con base en algunos escritos de la historiadora del arte feminista Griselda Pollock, aquí se ejemplifican los retos para la escritura presentados por la introducción explícita de cuerpo, género y afecto en la prosa sobre el arte, y se comentan algunas de sus implicaciones para la transformación de la docencia, la práctica de la investigación y la inserción social del campo.
En 1998 Donald Preziosi tituló el ensayo introductorio a su antología crítica de la historiografía de la historia del arte The Art of Art History (El arte de la historia del arte): “Art History: Making the Visible Legible” (La historia del arte: haciendo legible lo visible), atendiendo a la operación de traducción con la que se instaura el poder de la palabra, de la narrativa, sobre la presencia que captamos de manera no lineal, inmersiva, por medio de los sentidos (Preziosi 1998). Allí, en un texto breve pero de gran intensidad, Preziosi analiza los recursos conceptuales y categorías metodológicas de la disciplina de la historia del arte a partir de los cuales se confecciona un modo de escritura que —argumenta— expresa su pertinencia para y, a la vez, contribuye a la producción de la modernidad:
Desde sus inicios, y en concierto con sus profesiones aliadas, la historia del arte trabajó para hacer el pasado visible de forma sinóptica, para que pudiera funcionar en y sobre el presente; para que el presente pudiera verse como un producto demostrable de un pasado particular; y para que el pasado así escenificado pudiera ser enmarcado como un objeto de deseo histórico: representado como aquello de que un ciudadano moderno desearía ser heredero (Preziosi 1998, 18, traducción propia).
Implícito, pero no mencionado directamente en su texto, está también todo lo que estas categorías y recursos invisibilizan y reprimen en su esfuerzo por construir una explicación lógica y científica del fenómeno artístico, que justifica la presencia de su objeto de estudio en el concierto de las ciencias sociales y las humanidades.
Preziosi señala la preocupación reiterada de la disciplina por la causalidad y la explicación de la obra de arte como evidencia de las características de la época en la que fue creada, o sea su estatuto como representativo de su entorno, un producto de un contexto histórico determinado. El estilo se convierte, en este marco, en el elemento que, al sintetizar las características, las claves lingüísticas, que vinculan una obra con otros objetos de su momento, establece una especie de común denominador plástico que permite identificar las normas formales e iconográficas para las creaciones de un periodo, su principio de semejanza, cotejándolas con palabras como ‘Renacimiento’ y ‘Barroco’, o ‘Realismo’ e ‘Impresionismo’. Estas, en la literatura histórico-artística se convierten a su vez en los ejes de constelaciones de conceptos asociados, a menudo especificados también en términos de un entorno geográfico: “Barroco español” o “Renacimiento nórdico”. Estas constelaciones cobran a menudo vida propia en la disciplina —escondiendo su naturaleza construida, para convertirse en las lentes conceptuales por medio de las cuales miramos y discriminamos el arte—, que se percibe como síntoma representativo de un periodo o lugar, en vez de una presencia enigmática con la capacidad de perturbar nuestro presente.
A su vez, estos conjuntos conceptuales han sido vehículos clave en el establecimiento de un canon de objetos “tipo” que, sometidos a memoria por generaciones de historiadores de arte en formación (entre los que me incluyo), forman un andamio visual que coadyuva a la integración de ciertos ejemplos. Dicha estructura facilita su incorporación en un sistema lógico de representación de mentalidades e intenciones colectivas, a menudo simbolizadas por algún artista individual u obra icónica, y también propicia la marginación de otros ejemplos que no concuerdan con la narrativa canónica o el principio de semejanza que rige sus categorías y ordenamiento, ya sea por las características nacionales, sociales, raciales, de clase o de género de sus creadores, o bien por su mismo contenido formal y conceptual disonante. La historia del arte traza, entonces, desde su fundación, una narrativa ideal, que discrimina con base en un ejercicio de poder.
En las clases de historiografía del arte que impartí durante años, invitaba a los alumnos a que se concientizaran de este proceso cuando leíamos a Vasari, pidiéndoles que desarrollaran una pequeña obra de teatro que pusiera en escena una confrontación imaginaria del autor de Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos con un creador (o a menudo creadora) que había quedado fuera del volumen, en la que este último cuestionara los criterios que habían determinado su inclusión o exclusión.
Asimismo, la naturaleza cronológica de la mayoría de las narrativas tradicionales de la historia del arte ha tendido a considerar los cambios en la forma y el contenido de las obras de arte como indicadores de una evolución cultural o social, que se expresa en nuevos criterios estéticos, modos de relacionar la percepción y la representación, y el dominio de nuevas tecnologías en este último rubro.
Por medio de este proceso, se crea un simulacro convincente de la historia del arte como hecho y no como construcción, acto consumado en una voz narrativa inequívoca, autoritaria, que enuncia verdades, no posibilidades o visiones situadas. Quien escribe desde esta perspectiva distancia su argumento tanto de sí mismo en cuanto sujeto, como del lector/espectador, y así crea un campo mimético donde erige su narrativa como verdadera. Y, a la vez, para sustentar mayormente su postura, a menudo desarrolla una argumentación en la que evidencia las fallas o equivocaciones en el trabajo de otros estudiosos, basando su posición en datos comunicados en voz pasiva o bien dando un aura universalizante a su discurso personal, por medio del uso de una voz colectiva que apela a un imaginario compartido (“Vemos que…”, “Sin duda…”).
Paul Barolsky nota al respecto, con humor ácido, que el historiador del arte se convierte en este contexto en una suerte de “asesino entrenado” de otras posibles interpretaciones (Barolsky 1996, 399). Desde otra perspectiva, cuando aprendemos a escribir así, a prueba de balas, nos ponemos la armadura de la objetividad, el disfraz que garantiza el ingreso de nuestro discurso al templo de la ciencia.
El ordenamiento de los objetos o las imágenes en el espacio de un museo o en el imaginario del lector también impone un modo de ver y entender las relaciones entre obras. Este convencionalmente se da a partir de principios de cronología, autoría y geografía, invitándonos a replicar con la mirada y el recorrido corporal la lógica de una historia inexorable, que pone en escena relaciones causales y al mismo tiempo se compromete con la visibilización de los protagonistas del proceso aludido, instaurando sus categorías por medio de herramientas mnemónicas performáticas.
El uso del lenguaje en esta construcción clásica de la disciplina de la historia del arte ha sido caracterizado por James Elkins como “nuestros textos bellos, secos y distantes” (“our beautiful, dry and distant texts”) por la manera en que rehúye la subjetividad, la diferencia, la disonancia, la paradoja, la duda y la pregunta (Elkins 2000). Pareciera, de repente, como sugiere poderosamente la prosa protodisciplinar de la Historia del arte de la antigüedad de Winckelmann, que la represión de la sensorialidad corpórea que conlleva el encuentro con la obra de arte es una condición necesaria de la construcción de la historia del arte como disciplina, de igual manera que el hedonismo es una de las más frecuentes características de las vocaciones que atrae.
Frente a este panorama que Preziosi acopla convincentemente con el imperativo ideológico de la modernidad occidental, irrumpen —sobre todo a partir de la década de los setenta del siglo XX— voces que no sólo cuestionan las narrativas fundacionales de la disciplina de la historia del arte, sino también las estrategias de escritura que encarnan su “cómo” y “para quién”, insistiendo en las omisiones del canon y abriendo alternativas teórico-metodológicas y posibilidades discursivas que ponen en duda la dicotomía objeto-sujeto.
La llamada “nueva historia del arte” de ese periodo, vinculada sobre todo con el auge de la historia social del arte, a partir de una crítica de los prejuicios de clase, raza, género y el colonialismo implícitos tanto en la definición de la “obra de arte”, así como en los discursos al respecto, plantea una visión dialéctica de imágenes de diversos orígenes que enriquece y problematiza el objeto de estudio y el canon disciplinar. Pero es sobre todo a partir de la crítica feminista y su enlace con ciertas tendencias interpretativas posestructuralistas que surgen propuestas alternas de escritura y epistemología de la historia del arte, que reivindican cuerpo, género y afecto como componentes clave de la experiencia artística y estética. Así, propician una muy distinta dinámica entre autor y espectador/lector, y planteamientos narrativos no lineales, transhistóricos y transdisciplinares.
Atender a la diferencia y no a la semejanza como base del análisis de la percepción y la recepción artísticas será fundamental para la implosión y reconfiguración de las narrativas canónicas desde una perspectiva dialógica, que concibe la mirada no como un fenómeno homogéneo, abstracto y universal, sino como un acto dinámico entre la obra de arte y un cuerpo situado en términos precisos de género, clase, edad, cultura y biografía vital, que se da en un espacio social en el que mirar implica una relación de poder.
Por ejemplo, Griselda Pollock en su ensayo “Modernidad y espacios de la femineidad”, publicado originalmente en Vision and Difference en 1988, desarrolla las implicaciones de la inclusión de la obra de Mary Cassatt y Berthe Morisot en la concepción y definición del Impresionismo, analizando las posibilidades del ejercicio de la mirada y el registro pictórico del espacio urbano para mujeres burguesas en el París de finales del siglo XIX, y la luz que arroja este análisis sobre las diferencias temáticas y de estructura compositiva entre las obras de estas mujeres y las de sus contemporáneos masculinos (Pollock 2007c). Inicia su ensayo con un enunciado y varias preguntas y respuestas:
Todos aquellos que han sido canonizados como los iniciadores del arte moderno son hombres. ¿Se deberá a que no había mujeres involucradas en los movimientos artísticos de la primera modernidad? No. ¿Será acaso porque aquellas que lo estuvieron no fueron determinantes en la forma y carácter del arte moderno? No. ¿O tal vez es porque la historia del arte moderno celebra una tradición selectiva que normaliza, como el único modernismo, un conjunto particular de prácticas relativas a un género? Como resultado, todo intento de ocuparse de artistas que son mujeres, en esta temprana historia del modernismo, requiere de una desconstrucción de los mitos masculinos del modernismo (Pollock 2007c, 249).
De la investigación y el análisis de Pollock se desprende un cuestionamiento de la definición del Impresionismo a partir de tropos como el flâneur y la observación libre del escenario de la vida cotidiana, el ocio y los espacios públicos en la ciudad, ya que las obras de las autoras que estudia se enfocan mayormente en espacios domésticos y, cuando abordan espacios externos o públicos, suelen colocar una barrera entre un primer plano, el adentro, donde implícitamente se coloca el cuerpo de la pintora y el espacio afuera, lo cual refleja la diferenciación en el ejercicio de la mirada en su particular contexto histórico y social.
De análisis puntuales, fundados en un ejercicio riguroso de la historia social del arte desde una perspectiva de género, se desprende la necesidad de “diferenciar el canon”, como lo plantea Pollock en un texto de 1999, subtitulado “Deseo feminista y la escritura de las historias del arte” (Pollock 1999). “El encuentro del feminismo con el canon ha sido complejo y multi-estratificado”, advierte, implicando una acumulación de diversas prácticas que producen “una disonancia crítica y estratégica frente a la historia del arte que nos permite imaginar otras formas de ver y leer prácticas visuales distintas de aquellas encerradas en la formación canónica” (Pollock 2007a, 141).
Llama la atención en este enunciado la inclusión de varios términos —deseo, encuentro, escrituras (en plural) y prácticas visuales— que nos permiten observar en la consciente transformación del lenguaje utilizado la transformación política en la disciplina que conlleva el postulado feminista “Lo personal es político”. Al igual que la artista plástica y ensayista Mira Schor, en su ensayo “Patrilineage” (Linaje paterno) de 1997 (Schor 2007), el trabajo de Pollock, junto con un amplio concierto de voces que se visibilizan en los años ochenta y noventa, sugiere la necesidad de una radical reescritura de la historia del arte. Pero no se trata de reemplazar una postulación de verdad con otra, sino de implementar estrategias de escritura múltiples en entornos temporales, geográficos y sociales específicos, construyendo narrativas que sumen subjetividades —ficciones o versiones particulares de la historia—. Schor nota en este sentido que en la crítica de arte, aun la legitimación de mujeres artistas, suele basarse en referencias a autores masculinos, y propone la construcción de linajes maternos, que permitirían no sólo visibilizar otras artistas sino también plantear una red de relaciones históricas y transhistóricas distintas (Schor 2007).
La referencia al deseo nos advierte del abandono de una concepción anónima, distanciada y universalizante, tanto de la voz autoral como del sujeto en la escritura, a favor de una voz autorreflexiva que reconoce el deseo propio y el de los otros como un agente activo, una directriz en el establecimiento de relaciones, interpretaciones y lecturas del arte. Aquí se introduce, entonces, lo que el filósofo francés Gilles Deleuze entiende como afecto: “los afectos son devenires —relaciones de un cuerpo con otra cosa— que desbordan a aquellos que los experimentan y devienen otros” (Wenger 2012).
La escritura de Pollock potencializa explícitamente estos encuentros, entre sus vivencias cotidianas o recuerdos personales y sus preguntas e interpretaciones de la historia del arte, con lo cual enriquece la posibilidad del lector o la lectora de identificarse con el acto interpretativo como actualización de la obra1. Como anota la antropóloga Ruth Behar en su libro The Vulnerable Observer: Anthropology that Breaks Your Heart (El observador vulnerable: antropología que te rompe el corazón), al hacerse vulnerable, la autora propicia la apertura, la involucración afectiva y la autorreflexividad del lector, abriendo lo que Wolfgang Iser entendería como un espacio de indeterminación que invita a la ocupación o acción imaginativa, lo cual dinamiza el texto (Behar 1996).
En “The Case of the Missing Women” (El caso de las mujeres ausentes), una conferencia en la ocasión de su nombramiento en una cátedra académica, Pollock desarrolla un complejo discurso en diálogo crítico con la teoría psicoanalítica, en la que la pérdida de su madre en la adolescencia y los cuestionamientos que le provoca la ocupación de un lugar en la academia inglesa que sólo tardíamente había sido accesible para las mujeres, se enlaza con el análisis del retrato que realiza Mary Cassatt de su madre leyendo. Se trata de un ensayo íntimo en el que la autorreferencialidad permite referirse a la violencia y misoginia que todavía suscitan a menudo el acoplamiento de la maternidad y el intelecto en la academia: “el costo psicológico e impacto afectivo de trabajar como mujeres en contextos que repiten el crimen fundacional de la cultura moderna: el matricidio” (Pollock 2000, 234-235). Y a la vez remite a “la genealogía maternal como una imagen modélica para las relaciones sociales y producción cultural feministas” (Pollock 2000, 250), incluyendo las que construye la historia del arte. Este ensayo desborda los límites convencionales, y no sólo de la historia del arte, tanto al constituirse como un ensayo de crítica cultural con una metodología y bagaje teórico transdisciplinares, como al moverse libremente entre lo público y lo privado, y entre lo personal y lo académico; es un acto de transgresión que constituye la puesta en práctica de la teoría que enuncia, al poner sobre la mesa para el lector o la lectora la altamente sugestiva carga que eso implica.
También en “La mujer como signo: Lecturas psicoanalíticas” de Pollock, un ensayo que nominalmente se enfoca en el análisis de la obra del pintor y poeta prerrafaelita Dante Gabriel Rossetti, nos remite —a unas páginas del inicio del ensayo— a un performance que realizaron sus alumnas en 1979 con base en anuncios de cosméticos, para establecer un muy pertinente paralelismo entre la idealización de “La Mujer” —desprovista de la especificidad, complejidad y diversidad de la mujer de carne y hueso— en las dos instancias de la cultura visual (Pollock 2013, 220). Nuevamente, esta yuxtaposición, que enlaza la vivencia cotidiana con el ámbito de la historia del arte, subraya la relación integral entre la práctica académica y la vida, y así, la inserción social de nuestro campo de acción profesional.
La palabra “encuentros” también nos remite a la pluralidad de relaciones transhistóricas y transculturales que se pueden establecer en la vida, la mente humana y la historia del arte, en una escritura que, con el colega francés Georges Didi-Huberman, celebra la historia del arte como disciplina anacrónica (Didi-Huberman 2006). En Encounters in the Virtual Feminist Museum: Time, Space and the Archive (Encuentros en el museo virtual feminista: tiempo, espacio y el archivo), Pollock retoma el modelo del Atlas Mnemosyne de Aby Warburg y el planteamiento de la dialéctica de imágenes de Walter Benjamin, para experimentar con un modelo de escritura de la historia del arte que no sólo transgrede los principios históricos de unidad espacio-temporal y cronología, sino que además invierte la relación de imagen y texto en la experiencia del lector (Pollock 2007b). Cada capítulo inicia con una suerte de “museo imaginario” (Malraux 1996), en donde se confrontan obras de arte de diversos continentes y contextos históricos con publicidad, reproducciones y objetos cotidianos, como punto de partida para la elaboración de un discurso reflexivo que desarrolla relaciones analíticas y reflexiones teóricas a partir de estos encuentros, establecidos no por la historia sino por la autora, como práctica visual, curatorial y cuasiartístico/conceptual.
Este ejercicio de escritura con y a partir de imágenes (que tiene algo en común con un proyecto de escritura experimental sobre arte desarrollado en la web por el crítico y teórico James Elkins) busca sustraer el objeto artístico, y el concepto mismo del museo, del circuito de capital y consumo en el que se encuentra cada vez más atrapado (Elkins 2014). Comenta Pollock:
Lo que diferencia los estudios críticos feministas en las artes visuales inicia con las varias posibilidades que reclamamos para hacer seguimiento de las relaciones entre obras de arte, más allá de las categorías museales de nación, estilo, periodo, movimiento, maestro, cuerpo de obra, para que las obras de arte puedan hablar de algo más que los principios abstractos de la forma y el estilo, o el individualismo del autor creativo […] Si abordamos las obras de arte como proposiciones, como representaciones y textos, eso es, como sitios para la producción de significados y afectos por medio de sus operaciones visuales y plásticas entre sí y para espectadores/lectores, dejan de ser meros objetos para ser clasificados en términos de valoración estética o autoría idealizada. Las obras de arte piden ser leídas como prácticas culturales, negociando significados formados tanto por la historia como por el inconsciente. Piden la posibilidad de cambiar la cultura en la que intervienen, al ser considerados como creativas: agentes poéticos y transformadores (Pollock 2007b, 10, traducción propia).
Las nuevas tendencias en la escritura de la historia del arte que he ejemplificado aquí, principalmente con el trabajo de Griselda Pollock, buscan restituir la historia de arte como práctica que potencializa la tensión entre lo visible y lo invisible, el afecto y la política, sin reducirlo a una legibilidad estática. Nos permiten escribir en primera persona, desde el cuerpo, sin perder una postura dialógica capaz de transformar la docencia, la práctica de la investigación y la inserción social del campo.