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INTRODUCCIÓN DIODORO Y EL MUNDO HELENÍSTICO

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Unos pocos, empezando desde los tiempos antiguos, se propusieron describir los hechos universales hasta su propia época, pero, entre esos, unos no llegaron a los tiempos propios de cada cual, otros omitieron los hechos de los bárbaros; otros aún despreciaron las viejas mitologías por la dificultad de la obra y otros no culminaron el plan de su proyecto privados de la vida por el destino. Ninguno de los que realizaron esa obra ha llevado a cabo la historia más tarde de la época macedónica; unos terminaron sus composiciones en los hechos de Filipo, otros en los de Alejandro, algunos en los diádocos o los epígonos, pero aunque omitidos muchos y grandes hechos de después de eso hasta nuestros días, ningún historiador se propuso elaborarlo en una sola composición a causa de la magnitud de la empresa1.

Tal como declara al comienzo del libro I, aquí citado, Diodoro pretendía con su obra llenar un hueco en la historiografía, y, sin duda, como vamos a ver, los libros XVIII-XIX y XX de la Biblioteca histórica son los que mejor plasman estas intenciones.

La idea de una historia universal debió de surgir en su mente ante los vastos horizontes del mundo helenístico que había abierto Alejandro Magno y que había hecho posible que un griego como Megástenes pudiera acabar como embajador de Seleuco I en Pataliputra, en la India; o que el filósofo Clearco de Solos pudiera llevar las máximas del oráculo de Delfos hasta Ai Khanum (Alexandria ad Oxum en la antigüedad), una ciudad en las riberas del Amur Darya a los pies del Hindu Kush. Los ideales del panhelenismo, que tan paradigmáticamente hubiera formulado Isócrates en el siglo IV a. C., habían hecho que el limitado mundo de las modestas ciudades-Estado del Egeo se abriera a los vastos confines del exótico mundo oriental.

Además, no hay que olvidar que, cuando Diodoro escribe su magna obra, Roma ya se había hecho con todo el Mediterráneo en poco más de medio siglo tras la victoria en la Segunda Guerra Púnica. A diferencia de Alejandro Magno que, guiado por una idea ecuménica del mundo, aspiraba a unificar bajo su égida los territorios todavía dispersos entre la India y las columnas de Hércules, Roma se había alzado con el poder supremo con una simple consigna: «divide et impera». Esta divisa la practicaron precisamente a partir del siglo II a. C. sobre el mosaico de reinos helenísticos surgidos tras la muerte de Alejandro Magno. En época de Diodoro y en su Sicilia natal, el poder absoluto del emperador quiso manifestarse con la fundación de una colonia militar en Tauromenio en el año 36 a. C. (Diod., XVI 7, 1); pero en los libros XVIII, XIX y XX, sin embargo, Diodoro nos introduce en una época en la que Roma aún era una potencia local en Italia que surgía balbuciente e iba avanzando posiciones frente a sus sofisticados vecinos de Etruria y las montaraces tribus samnitas del sur.

Ese vasto mundo por descubrir animó a nuestro autor a emprender largos viajes. Durante treinta años Diodoro, que era natural de Agirio, una ciudad de segundo orden en las inmediaciones del Etna, viajó por Asia Menor, Europa (Diod., I 4, 1) y Egipto (Diod., III 11, 3); lugares donde principalmente transcurre la acción que se desarrolla en estos tres libros del presente volumen. Nuestro autor ostenta su experiencia personal y la presenta como un factor determinante en su labor como historiador (Diod., I 4, 1), mientras, a su vez, la combina con una concienzuda labor de investigación en la propia Roma, donde afirma (Diod., I 4, 2-3) que él residió durante largo tiempo; y, además, sabía latín, lo que le permitió acceder a fuentes escritas en esa lengua.

Muchos estudiosos han tachado a Diodoro de ser un acrítico compilador sin ambición de estilo, un erudito que no trataba más que de adaptar sus diversas fuentes para convertir su vasto (y a veces, confuso) material en una enciclopedia realmente accesible. Diodoro puede cometer errores, es cierto, pero es tan bueno como le permiten serlo las fuentes a las que accede y toma como referencia. Su estilo discursivo es predominantemente sencillo, claro, sin perder el hilo de la narración con amplios y elaborados discursos (práctica que Diodoro critica de sus contemporáneos en Diod., XX 1-2, 2). Todo esto redunda en la inteligibilidad del texto griego original2.

A su favor, podemos decir que los libros XVIII-XX de la Biblioteca histórica son nuestra principal fuente para el período comprendido entre la muerte de Alejandro Magno (323 a. C.) y la batalla de Ipso (301 a. C.)3. El libro XVIII, en concreto, es especialmente denso y abundante en detalles; se centra casi en exclusiva en los sucesos de Asia, Grecia y Sicilia entre los años 323 a. C. y 318 a. C., e incluye citas de inscripciones, como el decreto de los exiliados emitido por Alejandro Magno y el edicto de Poliperconte en nombre de los reyes del año 318 a. C. A estos libros de Diodoro solo cabría añadir otras fuentes como las Vidas de Eumenes, Demetrio, Foción de Plutarco, la Vida de Eumenes de Nepote y el epítome de Justino de la Historia Filípica de Pompeyo Trogo4. Algunas noticias sueltas y singulares anécdotas podemos extraerlas de la lectura de autores de época imperial como Estrabón, Pausanias, Polieno, Eliano, Arriano y Ateneo; y también de fragmentos papiráceos, como el que preserva fragmentariamente el discurso pronunciado por Hiperides en el funeral del general ateniense Leóstenes, el héroe caído en la guerra Lamíaca.

Es poco, desgraciadamente, lo que queda de la producción literaria de una época, la helenística, que debió de ser ingente; especialmente si consideramos que algunos de los principales protagonistas de este período, como Ptolomeo I, fueron autores de obras históricas donde aportaron su propio testimonio; o, como en el caso de Antígono el Tuerto, fueron patronos de las artes y de las ciencias. Para la guerra de los diádocos, por ejemplo, es especialmente lamentable la pérdida de la obra del historiador Jerónimo de Cardia, autor que Diodoro menciona en estos libros. Jerónimo desempeñó un papel destacado en los eventos que él describe, primero al servicio de su compatriota Eumenes y, posteriormente, al servicio de Antígono el Tuerto, Demetrio Poliorceta y Antígono II Gónatas. La muerte le alcanzó a la avanzada edad de ciento cuatro años; lo que le permitió escribir una vasta obra consignando sucesos que acaecieron desde la muerte de Alejandro Magno hasta la muerte de Pirro de Epiro, cincuenta años después5. Para los sucesos acaecidos en Sicilia, Diodoro usa principalmente como fuente a Timeo de Tauromenio, y para los eventos en Italia usa como fuente la analística romana. Otro historiador importante es Duris de Samos, a quien se le conoce una historia universal desde la muerte de Amintas III, abuelo de Alejandro Magno, en el 370 a. C., hasta la muerte de Lisímaco en la batalla de Curupedion en el año 281 a. C.; pero a nuestro autor quizá le debió interesar más la monografía que Duris dedicó a Agatocles de Siracusa y que se cree que, efectivamente, fue la fuente para los eventos ocurridos en Sicilia, y recogidos en los libros XIX y XX6.

Hay, pues, una relativa riqueza de fuentes directas que ayudan a corregir o confirmar el texto de Diodoro: aparte de los decretos preservados en inscripciones, especialmente abundantes en Atenas a partir del año 307 a. C. (año de la instauración de un gobierno plutocrático controlado por Macedonia) y el Marmor Parium, resulta interesante la colección de tablillas cuneiformes de Babilonia conocidas como la Crónica de los diádocos, que nos permiten evaluar el impacto del avance de Seleuco en estos territorios7.

Resulta lógico pensar que Diodoro usó para los libros XVIII, XIX y XX las variadas fuentes que tenía a su disposición, dada la amplia geografía en la que se desarrollan los eventos que narra. Dicha diversidad, además, se intuye en el diferente estilo y enfoque con los que trata a los personajes y los acontecimientos que narra. Aquellos capítulos que versan sobre los asuntos de Grecia y Asia aportan detalles técnicos, como la configuración y el número de tropas o el tipo de armamento y maquinaria pesada de guerra del que disponen las fuerzas de combate, así como detalles topográficos y cronológicos que llegan a especificar los momentos del día en que se desarrolla la batalla; lo que contrasta con el tratamiento que lleva a cabo cuando su narración se desarrolla en relación a otras regiones. Entre las personalidades tratadas descuellan Antígono el Tuerto y Demetrio Poliorceta, cuyos retratos son los que mejor se perfilan con unos trazos muy positivos, lo que denota el uso de una fuente promacedonia, como el ya mencionado Jerónimo de Cardia; pero no podemos excluir el uso de fuentes alejandrinas para el relato de los eventos de Egipto, dado el perfil tan favorable que Diodoro traza de Ptolomeo I.

También los capítulos sicilianos divergen sustancialmente en su tratamiento de los capítulos italianos. Mientras que Diodoro trata la progresiva expansión de Roma de una manera sobria y escueta (a veces en breves apuntes que no llegan ni a un solo capítulo), se narra con todo lujo de detalles el ascenso y la caída de Agatocles, el tirano de Siracusa que se proclamó rey tras su victoriosa campaña en Africa contra Cartago. En los numerosos capítulos en los que se trata la vida de este estratega se incluyen todo tipo de digresiones etnográficas y mitológicas, prodigios y señales divinas, milagrosas huidas, lances amorosos e incluso comentarios del propio Diodoro (que, por otra parte, era de la propia Sicilia), haciendo el relato más ameno y apasionante.

Con todo, en una época de grandes y opuestas personalidades en continua lucha, Diodoro sabe ofrecer en breves pinceladas concisos retratos de los protagonistas de esta historia (probablemente inspirados por las fuentes que usa): el generoso y diplomático Ptolomeo frente al arrogante y ambicioso Pérdicas que, con sus rudos métodos, precipita su muerte a manos de sus propios hombres; o el impulsivo carácter y el oportunismo de figuras menores de esta historia, como son los jóvenes generales Alcetas, Teutamo y Antígenes; frente al más inteligente y taimado Antígono el Tuerto, un genio militar de la vieja escuela, de probada experiencia en el campo de batalla, pero de una desmesurada ambición que le conduce a la muerte.

A la hora de organizar todo este ingente material, Diodoro se comporta como un historiador analista: cada año viene encabezado con una indicación del nombre del arconte eponimo, de los cónsules en Roma y, cada cuatro años, de la pertinente edición de las Olimpiadas que se celebraron ese año con el nombre del vencedor en la prueba más importante y más antigua, esto es, la carrera del estadio. Los problemas surgen a la hora de distribuir los eventos acaecidos anualmente, ya que las fuentes principales de Diodoro (es decir, Jerónimo de Cardia) parecen seguir una cronología por campañas militares, casi coincidiendo con el calendario juliano; mientras que el año ateniense comenzaba a mediados del verano y acababa con la designación del arconte epónimo en el verano del año siguiente. Hay, en definitiva, una diferencia de meses que provoca no pocos desajustes cronológicos8 con la omisión de algunos datos y la dificultad de datar eventos muy poco documentados9.

El principal problema es que Diodoro suele ser impreciso a la hora de establecer una cronología relativa de los acontecimientos. Suele usar expresiones vagas del tipo «poco después» (μετὰ ὀλίγον χρόνον, μετὰ τινα χρόνον) o «al mismo tiempo (ἃμα)10. En otras ocasiones, sin embargo, puede llegar a ser bastante preciso, como cuando especifica que los samios recuperaron su isla en el 322 a. C., cuarenta y tres años después de que esta fuera capturada por el general Timoteo (XVIII 18, 9); o que Pérdicas murió en el 320 a. C., tres años después de haber asumido su regencia (XVIII 36, 7); que Casandro reconstruyó Tebas en el año 316 a. C., veinte años después de la destrucción de la ciudad ordenada por Alejandro (XIX 54, 1); o que Demetrio de Falero partió al exilio quince años después de la guerra Lamíaca (XX 46, 3).

En suma, la Biblioteca histórica es una fuente histórica de primer orden y, como su propio nombre indica, intenta proporcionar a todo intelectual curioso u hombre de cultura una información básica sobre una variedad de cuestiones geográficas, etnológicas, mitológicas, históricas, e incluso zoológicas. Quizá se deba a la pluma de Jerónimo de Cardia lo más colorido y sofisticado del relato de Diodoro en estos libros, como son las digresiones etnográficas sobre el origen de la ceremonia india del satí (Diod., XIX 33-34), sobre el estilo de vida y las costumbres de los nómadas nabateos de Petra, o sobre el betún del mar Muerto, o las leyendas fundacionales y especulaciones etimológicas con las que Diodoro explica los orígenes de la ciudad de Tebas (XIX 53, 3-6).

Diodoro trata de ser claro en todo momento, aportando indicaciones de los temas que va a tratar y terminando sus explicaciones con algunas conclusiones y lecciones morales que se pueden extraer del suceso narrado, siempre con ese estilo claro y desafectado tan propio de él que ya se apreciaba en la Antigüedad. No obstante, tan magna obra como la planeada por Diodoro —y que, debemos recordar, ha llegado a nosotros parcialmente— no puede evitar repeticiones: por ejemplo, la descripción del mar Muerto (XIX 98) reproduce casi verbalmente otra descripción del mismo lugar en los primeros libros (II 48 6-9); lo que revela que nuestro autor acude a las mismas fuentes cada vez que tiene que tratar un tema determinado, ya sea este histórico, geográfico o etnográfico, y que las reproduce fielmente.

Biblioteca histórica. Libros XVIII-XX

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