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LIBRO XXXVII

SINOPSIS

El libro trigésimo séptimo de la Historia romana de Dion contiene lo siguiente:

1 Cómo Pompeyo luchó contra los iberos de Asia (1-5).

2 Cómo Pompeyo anexionó el Ponto a Bitinia.

3 Cómo Pompeyo sometió Siria y Fenicia.

4 Cómo murió Mitrídates (10-14).

5 Acerca de los judíos (15-19).

6 Cómo Pompeyo, tras disponer lo concerniente a Asia, regresó a Roma (20-23).

7 Acerca de Cicerón y Catilina, y las gestas de ambos (24-42).

8 Acerca de César, Pompeyo y Craso, y de su alianza (43-58).

Tiempo abarcado, seis años, en los cuales fueron cónsules quienes a continuación se relacionan:

[689/65]

L. Aurelio Cota, hijo de Marco; L. Manlio Torcuato, hijo de Lucio.

[690/64]

L. Julio〉 César, 〈hijo de Lucio〉; G. Marcio Fígulo, hijo de Gayo.

[691/63]

M. Tulio Cicerón, hijo de Marco; G. Antonio, hijo de Marco.

[692/62]

Décimo Junio Silano, hijo de Marco; L. Licinio Murena, hijo de Lucio.

[693/61]

M. Pupio Pisón, hijo de Marco; M. Valerio Mesala Nigro, hijo de Marco.

[694/60]

〈L.〉 Afranio, hijo de Aulo; Q. Cecilio Metelo Céler, hijo de Quinto.

[1 ] Tales cosas llevó a cabo en aquellas fechas; y al año siguiente, en que fueron cónsules Lucio Cota y Lucio Torcuato, guerreó con los albanos y también con los iberos 49 . Primero se vio obligado a marchar, sin haberlo previsto, contra [2] estos últimos. Pues su rey Artoces (los iberos habitan ambas márgenes del Cirno y parten términos de un lado con los albanos, de otro con los armenios), temeroso de que se dirigiese también contra él, le había despachado embajadores como para entablar lazos de amistad, pero organizaba una acometida que, al desencadenarse cuando el otro estaba [3] confiado, le cogería por sorpresa. Al tener noticia previa de esto, Pompeyo se anticipó a penetrar en su territorio antes de que Artoces dispusiese preparativos suficientes y ocupase por adelantado las vías de penetración, sumamente difíciles; y avanzó hasta llegar por sorpresa a la ciudad llamada Acrópolis 50 sin que Artoces alcanzara a percatarse de su [4] presencia. Se hallaba la plaza en los desfiladeros mismos, donde, 〈fluyendo el Cirno por un costado y el otro flanco〉 ocupado por el Cáucaso, había sido levantada a fin de guardar el paso. Artoces, lleno de sobresalto, no dispuso de oportunidad alguna para conjuntar sus fuerzas, sino que cruzó el río y prendió fuego al puente, con lo cual los de la ciudad, [5] ante su fuga y también por haber sido derrotados en combate, se entregaron. Dueño de los accesos, Pompeyo estableció guarnición en ellos y a partir de allí sometió todo el territorio circundado por el río. Se aprestaba también él a cruzar el [2 ] Cirno cuando Artoces le despacha una misiva en que solicita paz y promete por propia iniciativa suministrar un puente y aprovisionamiento. Una y otra cosa la llevó a cabo como [2] si tuviese intención de llegar a un acuerdo, pero al ver que Pompeyo efectuaba el cruce, lleno de temor emprendió la huida al Péloro 51 , que fluía también por sus dominios: por tanto, atrajo a aquel cuyo paso habría podido evitar para seguidamente escapar del mismo. Y al ver que huía, Pompeyo [3] lo persiguió, le dio alcance y lo venció. Efectivamente, cayó sobre el enemigo a la carrera y sin dar opción a que sus arqueros pusiesen en práctica la técnica que les es propia, con lo que en un instante los puso en fuga. A la vista de ello, Artoces [4] cruzó el Péloro, incendió también en esta ocasión el puente y se dio a la fuga; de los demás, unos murieron en combate cuerpo a cuerpo, otros cuando intentaban atravesar a pie el río. Un buen número se dispersó entre los bosques y [5] durante algunos días perseveró en disparos de arco desde los árboles, que eran extraordinariamente altos, pero al cabo también ellos, talados los árboles, fueron aniquilados. En estas condiciones, Artoces despachó nuevos mensajeros a Pompeyo y le hizo llegar regalos. A fin de que Artoces alentase [6] esperanzas de acabar la guerra y no se alejase más, Pompeyo aceptó estos últimos, pero rehusó firmar la paz hasta que aquel le mandase previamente a sus hijos en calidad de rehenes; así Artoces aguardó algun tiempo, pasado el [7] cual los romanos, en un momento del verano en que por determinados lugares podía pasarse el Péloro sin dificultad —y máxime cuando nadie lo estorbaba—, atravesaron dicho río. Entonces le envió a sus hijos y finalmente concluyó un tratado.

[3 ] Después de ello, al saber Pompeyo que el Fasis no estaba lejos, proyectó seguir su curso para bajar hasta la Cólquide y desde allí marchar al Bósforo contra Mitrídates; [2] emprendió el camino tal como planeaba y atravesó, valiéndose ya de persuasión, ya de amenazas, el pais de los colcos y de sus vecinos. Pero una vez allí tuvo noticia de que la ruta terrestre transcurriría por medio de abundantes pueblos desconocidos y belicosos, mientras que la marítima sería sumamente difícil por tratarse de una comarca desprovista [3] de puertos y en razón de las gentes que la habitaban; ordenó entonces que la escuadra anclase frente a Mitrídates, con lo cual prevenía que aquél partiese por mar a algún otro lugar y le cortaba la recepción de avituallamiento; él por su parte se dirigió al país de los albanos, a cuyo objeto no tomó el camino más corto, sino que deshizo el trayecto hacia Armenia, pues pretendía presentarse ante ellos cuando, tanto por la ruta elegida como a causa de los acuerdos existentes, no [4] lo aguardasen. Cruzó a pie el Cirno por donde, al ser verano , era vadeable, dando orden de que en el paso se antepusiese a la corriente la caballería, a continuación los vehículos con la impedimenta y después la tropa de a pie: de esa manera los jinetes disiparían con sus cuerpos las turbulencias del agua, y si incluso así algún objeto de la impedimenta era arrastrado vendría a dar con los que marchaban por el [5] otro flanco y no se desviaría más allá. Desde allí marcha hacia el Cambise 52 sin sufrir daño alguno por parte del enemigo, pero bajo las severas penalidades que, a pesar de recorrer la mayor parte del camino por la noche, ocasionaron el calor y la consiguiente sed a todo el ejército. Efectivamente, los guías, extraídos de entre los prisioneros, no los condujeron por la ruta más adecuada. Y tampoco el río les fue [6] de utilidad, ya que sus aguas, sumamente frías y de las que bebieron en abundancia, perjudicaron a muchos de ellos. Como tampoco entonces se divisaba ningún peligro, marcharon hacia el Abas 53 llevando consigo sólo agua. Pues lo demás les era voluntariamente suministrado por los habitantes del pais, en correspondencia con lo cual tampoco ellos les inferían ningún daño. Cuando ya habían atravesado el [4 ] río llegó noticia de que Oroises se aproximaba. Planeó Pompeyo atraerlo al combate antes de que conociese las dimensiones de los efectivos romanos, no fuera a ser que, al saberlas, se retirase; con tal propósito colocó en primera linea [2] la caballería, advirtiéndoles cómo habían de proceder, y a los demás los retuvo atrás arrodillados, ocultos tras sus escudos y con orden de permanecer quietos, a fin de que Oroises se percatase de su presencia sólo cuando hubiese llegado a las manos. Víctima del ardid, Oroises creyó que la caballería, [3] al encontrarse sola, sería presa fácil, de suerte que trabó armas con ella, y cuando los jinetes, tras unos instantes, dieron intencionadamente la vuelta, puso todas sus fuerzas en perseguirlos. Súbitamente en pie, los infantes abrieron filas, con lo que, de un lado, aseguraron la huida de los suyos por entre los huecos, de otro cortaron el empuje de los enemigos —que, entregados a la persecución, no se percataron de la maniobra— y encerraron en un círculo a buen número de ellos. Y al tiempo que la infantería liquidaba a [4] quienes quedaron dentro del círculo, los jinetes dieron la vuelta, ya por la derecha, ya por la izquierda, para caer sobre las espaldas de los que se hallaban fuera de él. Infantes y jinetes mataron sobre el terreno a muchos, mientras que a otros que se habían refugiado en los bosques los aniquilaron por medio del fuego. Y apostrofaban «¡Saturnales, oh Saturnales!», en alusión al ataque que cuando celebraban esas fiestas aquellos habían desencadenado.

[5 ] Después de tales gestas y tras completar su recorrido por la comarca, Pompeyo concedió la paz a los albanos y, asimismo, recibió legados y entabló acuerdos con algunos otros pueblos habitantes del territorio que a lo largo del Cáucaso llega hasta el Mar Caspio, donde termina la sierra [2] que parte del Ponto. Fraates le despachó misivas con propósito de renovar su tratado. Pues al ver el feliz momento por el que atravesaba Pompeyo y cómo sus comandantes incrementaban el territorio sometido con el resto de Armenia y con los dominios del Ponto vecinos a ésta, al ver que Gabinio había incluso pasado el Eufrates para avanzar hasta el Tigris, se llenó de temor por lo que pudieran hacerle y concibió [3] fuertes deseos de asegurar el convenio. Pero nada consiguió. Porque Pompeyo, ante la situación existente y dadas las previsiones que de ella se deducían, no lo tuvo por digno de consideración y, entre otras muestras de arrogancia que marcaron las entrevistas con los embajadores, reclamó el territorio de la Corduena 54 , a causa del cual mantenía Fraates [4] diferencias con Tigranes. Los embajadores no habían recibido instrucciones sobre dicho territorio y, consecuentemente, no le respondieron, ante lo cual escribió una breve carta a Fraates; sin aguardar, no obstante, contestación alguna, dio a Afranio orden de marchar inmediatamente al territorio en cuestión, territorio que ocupó sin lucha y entregó a Tigranes. Y cuando Afranio, transgrediendo los acuerdos con el [5] reino parto, atravesaba Mesopotamia para regresar a Siria, se extravió y sufrió un severo castigo a causa del invierno y la escasez de víveres. Incluso hubieran perecido si no lo llegan a acoger y acompañar gente de Carras 55 , colonos de los macedonios que vivían por las cercanías. De tal manera actuó, [6 ] asistido por el poder de que entonces disfrutaba, frente Fraates, y a través de dicha actuación mostró de la manera más clara a quienes albergaban ansias de grandeza cómo todo depende de las armas y cómo el que prevalece con ellas adquiere indefectible potestad de arbitrar aquello que desea; humilló además el título del que Fraates se ufanaba ante todos los demás y ante los mismos romanos, y que éstos, a su vez, utilizaban siempre cuando se dirigían a él. Efectivamente, [2] si era llamado rey de reyes, Pompeyo suprimió la denominación «de reyes» y al escribirle le dio el título de «rey»; y cuando celebró en Roma su triunfo sobre Tigranes, llegó a dar, por propio acuerdo y con infracción de los usos vigentes, el título en cuestión a este último, prisionero a la sazón. Pues bien Fraates, aunque temía a Pompeyo y ansiaba [3] agradarle, se irritó ante semejante proceder, que parecía desposeerle de su trono, y envió embajadores por medio de los cuales le reprochaba todas las injurias de que había sido objeto y le prohibía cruzar el Eufrates. Como la respuesta [4] que recibió no fue en absoluto comedida, inmediatamente, en la primavera del año cuyo consulado desempeñaban Lucio César y Gayo Fígulo, marchó contra Tigranes en compañía del hijo de éste, a quien había desposado con su hija 56 . Y derrotado en un primer encuentro, se alzó después [5] con la victoria. Tigranes llamó entonces a Pompeyo, que se encontraba en Siria, en vista de lo cual Fraates, a su vez, hizo llegar a este último una embajada que, cargada de acusaciones contra Tigranes, imputaba también a los romanos abundantes cargos, de suerte que llenó a Pompeyo de consternación [7 ] e inquietud. Consecuentemente, ni se preocupó por Tigranes ni efectuó ningún movimiento hostil contra Fraates, alegando que aquella expedición no le había sido asignada y que Mitrídates aún estaba en pie de guerra. Decía estar satisfecho con los logros alcanzados y no pretender 〈ulteriores avances〉, pues era de temer que, como de alguna manera le había sucedido a Lúculo, los esfuerzos por ir a [2] más arruinasen también esos logros. Tales consideraciones hacía, al tiempo que disertaba —ahora, cuando ya no podía practicar ni una ni otra cosa— sobre los peligros de la ambición y lo injusto de ansiar bienes ajenos. Temeroso, por tanto, de los efectivos partos y bajo el miedo a las incertidumbres de la empresa, desechó la guerra, por más que recibiera muchos requerimientos en el sentido contrario, y minimizó [3] las reclamaciones del bárbaro, a quien no contestó, mediante la afirmación de que las diferencias de éste con Tigranes se referían a ciertas fronteras sobre las cuales recibirían ambos el dictamen de tres árbitros. Los árbitros los envió. Y ambos monarcas les dieron la consideración de verdaderos mediadores y solucionaron todas las reclamaciones que mantenían entre sí, Tigranes despechado por no haber obtenido [4] la ayuda, Fraates deseoso de que el armenio no fuese aniquilado y pudiese así servirle, si alguna vez llegaba a tener necesidad, de aliado contra los romanos. Porque ambos sabían bien que si uno de los dos se imponía al otro, eso prepararía el camino a los romanos, quedando el vencedor en posición más inerme.

Por tales razones, pues, se reconciliaron aquéllos, y en [5] cuanto a Pompeyo, invernó, también en esta ocasión, en Aspis 57 ; subyugó asimismo los demás territorios que aún resistían, y concretamente tomó el fuerte de Sinforion 58 , que le entregó Estratonice. Ésta era esposa de Mitrídates, y como se hallaba resentida con su esposo porque la había abandonado allí, despachó a la guarnición con objeto, aparentemente, de que se aprovisionasen de alimentos y a continuación acogió a los romanos, si bien de su hijo *** 59 .

A la vuelta de Armenia, y tras haber emitido veredictos y repartido [7a ] riquezas entre los reyes y príncipes que habían ido a su encuentro, cuyos tronos y dominios consolidó e incrementó en unos casos, cercenando y aminorando en otros sus pretensiones, reorganizó los territorios Celesiria y Fenicia, las cuales, emancipadas recientemente de los reyes, habían sufrido daños a manos de los árabes y de Tigranes. Y si bien Antíoco tuvo la audacia de reclamar dichos territorios, no los recuperó, sino que ambos fueron colocados bajo una magistratura única y recibieron leyes en conformidad con el régimen político de los romanos.

[8 ] *** no sólo por esto fue 60 alabado en su desempeño del edilato, sino también porque celebró con el mayor dispendio los espectáculos romanos y los megalesios 61 , y asimismo porque organizó en honor de su padre lujosísimos combates de gladiadores. De los gastos ocasionados por ello unos los compartió con su colega Marco Bíbulo, otros corrieron exelusivamente [2] a su cargo. Y tanto fue alabado por los segundos que se adueñó también de la gloria correspondiente a los primeros y parecía que todos los gastos habían salido de su bolsillo. Ante lo cual Bíbulo comentaba en son de burla que le había sucedido lo mismo que a Pólux: pues si éste tenía un templo en común con su hermano Cástor, el edificio es mencionado únicamente bajo el nombre de su hermano 62 .

[9 ] Deleitaban a los romanos tales sucesos, pero también los conturbaban, y mucho, los portentos. En el Capitolio, efectivamente, los rayos redujeron a escombros muchas estatuas, entre ellas la efigie de Zeus colocada sobre una columna, cayó una imagen que representaba a una loba con Remo [2] y Rómulo y las letras de las estelas en que eran grabadas las leyes se desvanecieron hasta resultar ilegibles. Por consejo de los expertos en adivinación llevaron a efecto ritos expiatorios, y a Zeus concretamente votaron que le fuera erigida una efigie de mayores dimensiones vuelta hacia el este en dirección al foro, con objeto de que desapareciesen las conjuras que sacudían la vida pública.

Junto a estos sucesos ocurrió también en aquel año que [3] los censores mantuvieron diferentes opiniones sobre las poblaciones del otro lado del Po (uno estimaba, en efecto, que se les debía conceder la ciudadanía, el otro sostenía lo contrario), a causa de lo cual tampoco cumplieron sus demás cometidos, sino que abdicaron. Por idéntica razón sus sucesores [4] continuaron igualmente ociosos en el año siguiente; pues paralizó su actuación la actitud de los tribunos quienes, temerosos de verse excluidos del senado, permanecían pendientes del catálogo de la corporación. Por las mismas fechas [5] fueron expulsados, en virtud de moción presentada por cierto tribuno llamado Gayo Papio, todos los 〈extranjeros〉 residentes en Roma con exepción de los habitantes de la actual Italia, pues se volvían excesivamente numerosos y no se estimaba que estuviesen a la altura necesaria para vivir con los romanos.

El año siguiente, cuyo consulado desempeñaron Fígulo [10 ] y Lucio César, acontecieron pocas cosas, pero dignas de mención por ilustrar lo imponderable de los asuntos humanos. En efecto, el individuo que por orden de Sila había liquidado [2] a Lucrecio 63 y otro personaje responsable de acabar con muchos de los que aquel declaró reos de muerte, fueron llevados a juicio por sus crímenes y recibieron castigo, cuestión esta en la que César puso el mayor empeño. Así la [3] mudanza de los tiempos tranforma en los más inermes a quienes antaño disfrutaron de poder considerable. Contra el cálculo de muchos discurrió, pues, tal asunto, como también el que Catilina, inculpado por esos mismos sucesos (porque también él había dado muerte a muchos de aquellos reos) resultase absuelto. A causa de lo cual, precisamente, empeoró considerablemente su condición, y ello lo condujo a la [4] muerte. Efectivamente, bajo el consulado de Cicerón, hijo de Marco, y Gayo Antonio —cuando Mitrídates, incapaz ya de llevar a cabo nada que supusiese peligro para los romanos, acabó con su propia vida— intentó Catilina llevar la revolución al estado, a cuyo efecto coaligó a los enemigos de éste y atemorizó a los ciudadanos con la perspectiva de una no modesta guerra. Estos dos hechos sucedieron como sigue.

[11 ] En lo que respecta a Mitrídates, no se rendía a los infortunios, sino que había concebido el proyecto —alumbrado por su deseo más que por la consideración de sus fuerzas— de llegar al Danubio a través del territorio escita 64 para desde allí caer sobre Italia, proyecto al que favorecía la circunstancia [2] de que Pompeyo permaneciese en Siria. Por manera de ser, en efecto, tendía a las empresas grandiosas, a la par que los muchos fracasos y no menos éxitos obrantes en su haber le hacían pensar que nada había de quedar fuera de la mira donde apuntase su audacia. Y en el caso de que fracasara, prefería sucumbir con su trono y con su orgullo intacto antes que, privado de aquel, vivir una existencia baja y oscura. [3] Él, por tanto, cobró vigor bajo tales consideraciones, pues cuanto más languidecían las fuerzas de su cuerpo, tanto mayor firmeza adquiría su ánimo, de suerte que los cálculos del segundo redundaban también en cura para la debilidad del primero. Y como la posición de los romanos se hacía cada vez más fuerte y la de Mitrídates más debil (a [4] otras cosas vino a añadirse el seísmo, el mayor de los hasta entonces ocurridos, que destruyó muchas de sus ciudades), los que estaban con él tomaban distancias, las tropas andaban sediciosas y hubo quien se adueñó de determinados hijos de Mitrídates y los entregó a Pompeyo. Ante lo cual [12 ] castigaba a cuantos sorprendía en semejantes menesteres, descargaba su cólera sobre quienes eran simplemente sospechosos y no guardaba ya confianza en nadie, sino que llegó a degollar, víctimas de su recelo, a algunos de los hijos que le quedaban. Pues bien, uno de esos hijos llamado Farnaces, al ver lo que ocurría y movido de un lado por el temor a su padre, de otro por la perspectiva de que los romanos le entregarían el cetro (era ya, en efecto, un hombre), conspiró contra él. Y fue descubierto (ya que eran muchos quienes, [2] abiertamente o de manera oculta, rastreaban todo movimiento suyo), con lo que al punto hubiera rendido cuentas si realmente la guardia real albergase todavía algo de benevolencia hacia la persona del anciano. Pero a pesar de que Mitrídates conocía a la perfección todo lo concerniente al ejercicio de la realeza, no se percató de que a nadie confieren fuerza alguna ni los ejércitos ni la abundancia de súbditos cuando no dispone del aprecio de ambos, sino que, al contrario, mientras más poder se posee, más precario resulta el desempeño de éste si sus instancias no son fieles. Farnaces, [3] en suma, acompañado de los que ya participaban de la intriga y de los que había despachado su padre para detenerlo (a quienes, en efecto, puso de su lado con la mayor facilidad), no se demoró en marchar directamente contra su padre. Al saberlo, el anciano (que estaba en Panticapeo 65 ) envió por delante unos soldados que hicieran frente a su hijo y cuyos [4] pasos habría de seguir posteriormente él mismo. A los soldados Farnaces los puso rápidamente en fuga, ya que tampoco ellos sentían aprecio por Mitrídates, la ciudad se le entregó voluntariamente, y respecto a su padre, que había [13 ] buscado refugio en la residencia real, le dio muerte. Éste había iniciado un plan para acabar con su propia vida, con vistas a lo cual liquidó previamente a sus mujeres y a sus demás hijos por medio de veneno y bebió lo que quedaba; sin embargo no alcanzó a ejecutarse a sí mismo ni en virtud [2] de esto ni recurriendo a la espada. Pues el veneno, aunque era mortal, no pudo con él, al aumentar su resistencia la abundancia de antídotos preventivos que diariamente consumía. Y en cuanto a la espada, el golpe careció de vigor por la debilidad de su mano —debida a su edad y sus circunstancias— y por la acción, cualquiera que fuese, del veneno. [3] Como, por tanto, sus propios intentos no acababan de poner fin a su vida y como parecía prolongar su aliento más allá de lo oportuno, los que había enviado contra su hijo cayeron sobre él y con sus espadas y lanzas apresuraron la [4] muerte. Así Mitridates, cuyas suertes habían estado siempre cargadas de mudanza y grandeza, tampoco para el término de su exitencia obtuvo un desenlace sencillo. En efecto, deseó, sin quererlo, morir y se esforzó, sin lograrlo, por dar cuenta de sí, antes bien, blandiendo veneno y espada fue ejecutor de sí mismo al tiempo que víctima de las hojas [14 ] enemigas. Farnaces embalsamó el cuerpo de Mitrídates y lo envió, como prueba de lo ocurrido, a Pompeyo; y a continuación hizo entrega de su persona y del trono. Pompeyo no infirió injuria alguna a Mitrídates, sino ordenó que fuese entre las tumbas de sus ancestros donde recibiese sepultura. Estimaba, en efecto, que su enemigo se había extinguido al exhalar la vida, por lo cual no guardaba ningún fútil sentimiento [2] de cólera hacia el cadáver. No obstante gratificó a Farnaces, a modo de pago por su crimen, con el trono del Bósforo, y lo inscribió entre sus amigos y aliados.

Muerto Mitrídates, quedaron sometidos todos sus dominios [3] excepto pocos núcleos (pues aún por aquellas fechas ciertas fortalezas fuera del Bósforo disponían de guarniciones que no dieron su conformidad de inmediato, y ello no porque pensaran en llegar a oponerse a Pompeyo, sino porque temían que hubiese quien arrebatase las riquezas por ellas guardadas para, seguidamente, hacer recaer la culpa sobre los guardianes, y por esta razón se mantenían a la espera, con la pretensión de exponerlo todo al mismo Pompeyo); ya que, por tanto, el territorio de aquella parte había sido [15 ] subyugado, que Fraates permanecía en calma y el orden dominaba en Siria y Fenicia, marcha contra Aretas. Reinaba Aretas sobre los árabes, ahora sometidos a los romanos, de la zona que llega hasta el Mar Rojo; y como había inferido abundantes daños a los dominios sirios, los romanos, prestos a su defensa, lo derrotaron por las armas, pese a lo cual aún entonces estaba en pie de guerra. Así pues, Pompeyo se [2] dirigió contra éste y sus vecinos, los redujo sin esfuerzo y estableció una guarnición. Desde allí partió hacia la Siria Palestina, puesto que también se habían producido devastaciones en Fenicia por obra de los habitantes de aquella zona. Reinaban sobre dicha zona los hermanos Hircano y Aristobulo, dándose el caso de que ambos habían entrado en conflicto y habían llevado la disensión a sus ciudades por diferencias concernientes al sacerdocio (y con tal denominación aludían a la institución real que desempeñaban) consagrado al dios, cualquiera que sea, de su pueblo. Pompeyo se hizo [3] con Hircano, que no disponía de fuerzas importantes, sin recurrir a las armas, y a Aristobulo lo arrinconó en cierto terreno hasta forzarlo a entrar en conversaciones; como no hacía entrega ni de su tesoro ni de su guarnición, lo mandó encadenar 66 . A partir de aquí se adueñó fácilmente del resto del país excepto Jerusalén, cuyo asedio le planteó dificultades. [16 ] Efectivamente, las demás áreas de la ciudad las tomó sin más al abrirle las puertas los del partido de Hircano, pero el santuario mismo, que había sido previamente ocupado por los de la facción contraria, lo capturó con esfuerzo. [2] Pues, edificado sobre una elevación del terreno, se hallaba circunvalado por muro defensivo propio. Y si lo hubieran defendido todos los días por igual, no lo habría tomado. Ahora bien, como levantaban la defensa los días llamados de Crono 67 , durante los cuales no hacen absolutamente nada, dieron a los romanos ocasión de derruir el muro en este [3] intervalo. Pues sabedores del trance por el que pasaban en tales momentos, el tiempo restante no ponían empeño alguno, pero cuando reanudaban la ofensiva los días en cuestión, [4] acometían con el mayor encono. De esa manera fueron vencidos, sin que siquiera llegaran a defenderse, en el día de Crono, siendo expoliadas todas las riquezas. El trono le fue entregado a Hircano y a Aristobulo se lo condujo prisionero.

[5] Esto fue lo ocurrido por aquellas fechas en Palestina. Porque así se llama de antiguo la comarca toda que va de Fenicia a Egipto a lo largo del Mediterráneo. Y tiene también otra denominación de cuño posterior: pues el territorio recibe el nombre de Judea y sus habitantes el de judíos. Tal [17 ] apelativo no sé de dónde les proviene, pero se aplica también a todos los demás hombres que observan sus costumbres, aunque procedan de otro pueblo. Esta gente vive tambien entre los romanos, y, proscrita muchas veces, ha cobrado tal auge que incluso goza de libertad de culto. Puede [2] decirse que cada detalle de su régimen de vida los mantiene segregados del resto de la humanidad, pero ello se manifiesta ante todo en el hecho de no venerar a los demás dioses, sino sólo a cierta deidad a la que tributan fuerte adoración. No poseyeron jamás efigie alguna, ni siquiera en la misma Jerusalén, y a esta divinidad, que estiman así indecible e imposible de representar, rinden honores con fervor inigualado. Para ella construyeron un templo de grandes proporciones [3] y suma belleza —si se deja aparte su condición de edificio abierto y carente de techumbre—, templo que consagraron en el llamado día de Crono; y entre la muchas peculiaridades [4] con que distinguen este día sobresale la de no atender a ninguna ocupación importante.

Lo referente a ese dios —quién es, la razón de su ferviente [5] culto y qué ardoroso extravío inspira a sus fieles— ha sido expuesto por muchos y en absoluto compete al ámbito de la presente historia. Ahora bien, el consagrar los días a [18 ] los siete astros llamados planetas fue una institución de los egipcios que, aunque extendida a todos los hombres, no tiene un origen, por así decirlo, remoto. Porque al menos los antiguos griegos no sabían nada, según tengo entendido, de semejante institución. Dado, sin embargo, que actualmente [2] tiene carta de plena naturaleza entre toda la humanidad, y concretamente entre los romanos, y que incluso representa ya para éstos una especie de costumbre ancestral, quiero disertar brevemente sobre ella, sobre el cómo y el porqué de esta ordenación. A mis oídos llegaron dos noticias por lo demás no difíciles de entender, aunque presuponen cierto [3] razonamiento. Porque si la armonía llamada cuádruple, aque lla que de alguna manera es tenida por principio y cifra de la música, se lleva a los mencionados astros —bajo cuyo intervalo halla asiento el orden todo de los cielos— según la disposición a que obedece la trayectoria de cada uno de ellos; si se comienza por la órbita exterior, la atribuída a [4] Crono, y con omisión de las dos siguientes se nombra al dueño de la la cuarta para seguidamente, tras nuevo salto de otras dos órbitas, alcanzar la séptima; si el recorrido por las restantes órbitas guarda este mismo proceder y va completando la serie de los dioses que presiden sobre ellas para dar nombre a los días: si asi se hace, entonces resultará que el conjunto de estos nombres reproduce la ordenación en cierto [19 ] sentido musical de los cielos 68 . Ésta es una de las noticias que circulan al respecto, y la otra es como sigue: enumérense las horas del día y de la noche a partir de la primera; esa primera sea atribuida a Crono, la inmediata a Zeus, la tercera a Ares, la cuarta al Sol, la quinta a Afrodita, la sexta a Hermes, la séptima a la Luna, conforme a la disposición de los ciclos que [2] guardan los egipcios; con empleo de igual método continúese la andadura hasta agotar las veinticuatro horas del día: resultará que la primera hora del siguiente día toca al Sol; a esas [3] veinticuatro horas que siguen apliqúese asimismo el método enumerador antes utilizado: la primera hora del tercer día será asignada a la Luna. Y si, de esta manera, alcanza su fin el trayecto, cada día recibirá al dios que le corresponde 69 .

Tales tradiciones circulan al respecto. Y una vez que [20 ] Pompeyo llevó todo aquello a término, marchó de nuevo al Ponto, desde donde, tras tomar posesión de las fortalezas, partio hacia Asia, Grecia e Italia. Muchas eran las batallas [2] en que había vencido, muchos los caudillos y reyes a los que ya combatió, ya colocó, por medio de acuerdos, bajo alianza, había fundado ocho ciudades, abierto a los romanos numerosos territorios y fuentes de tributación, había reglamentado y guarnecido con leyes y fueros propios la mayoría de las provincias que a la sazón poseían los romanos en Asia continental, de suerte que aún ahora sus habitantes se rigen por las ordenanzas a él debidas. Ahora bien, tales empresas, [3] por grande que sea su dimensión y por más que ningún romano con anterioridad a él hubiera efectuado nada semejante, podrían atribuirse tanto a la fortuna como a sus compañeros de armas. Pero una cosa, por encima de cualquier otra, constituyó la gesta personal de Pompeyo y debe ser objeto de universal admiración, algo que a continuación voy a exponer. Fueron, en efecto, abundantísimos los contingentes [4] navales y terrestres de que dispuso, abundantísimas las riquezas que extrajo de sus prisioneros, tuvo la amistad de numerosos caudillos y reyes, contó, gracias a su benéfica actuación, con la aquiescencia de prácticamente [5] todos los pueblos sujetos a su dominio, y por medio de ellos hubiera podido someter Italia y hacerse con todo el imperio de Roma, pues los más lo habrían aceptado voluntariamente, y aquellos que estuvieran disconformes, si alguno se diese, por falta de efectivos se habrían visto en la ineludible [6] necesidad de reconocerlo: y con todo no quiso obrar así; al contrario, tan pronto como desembarcó en Brindis, espontáneamente —sin que ni el senado ni la asamblea popular emitieran decreto ninguno al respecto— depuso su fuerzas, y ni siquiera se preocupó de emplearlas en la celebración de sus victorias. Pues sabía que el régimen de Mario y el de Sila eran objeto de general aborrecimiento, y por ello no quiso alimentar, ni aun durante escasos días, temores relativos a [21 ] una experiencia similar. Incluso renunció a cualquier denominación, si bien sus empresas lo autorizaban a portar muchas. Efectivamente, aceptó los triunfos —y me refiero a los tenidos por mayores 70 — que le fueron decretados, no obstante consagrar los usos patrios, en puridad, que nadie debía celebrarlos bajo ausencia de quienes habían participado en [2] la victoria. Protagonizó los correspondientes a todas sus campañas en una sola ocasión, para la cual envió, junto a muchos otros trofeos primorosamente decorados y que significaban cada una de sus gestas con inclusión de la más nimia, uno que sobresalía entre los demás, de rica decoración [3] y portador de un rótulo alusivo a la ecumene. Pero en cuanto a títulos, no aceptó ninguno, sino se contentó exclusivamente con el de Magno, título este que de alguna manera había adquirido con anterioridad a las gestas en cuestión. Tampoco pugnó por asumir ninguna exorbitante distinción, ni utilizó, salvo en una ocasión, las que le habían sido decretadas durante su ausencia. Consistían tales distinciones [4] en el derecho a portar corona de laurel en todas las fiestas públicas a que asistiera, y a revestir el atuendo de general en las mencionados ocasiones, el triunfal en los certámenes hípicos. Y ello le fue otorgado a instigación, sobre todo, de César y contra el parecer de Marco Catón. Acerca del primero [22 ] se ha dicho antes quién era, que adulaba al pueblo y que en general pretendía abatir a Pompeyo, pero se alineaba con éste en la medida en que así había de obtener el favor de la masa o mayor poder para su propia persona. Respecto a Catón, era del linaje de los Porcio y pretendía emular al célebre Catón, excepto por el hecho de que su cultura helénica era superior a la de aquél. Abogaba diligentemente por [2] la causa de la plebe y no tributaba admiración a ninguna personalidad individual, pues era en lo común donde ponía su mayor contento; al tiempo aborrecía, por recelo a cualquier forma de dominación, cuanto implicase natural preminencia y, movido de conmiseración hacia la debilidad, profesaba afecto a todo lo que guardase relación con el pueblo. [3] Y amante del pueblo como no lo fue ningún otro, hablaba sin cortapisa, aunque ello supusiese riesgo, en defensa de la justicia. Esta conducta suya venía enteramente dictada no por deseos de poder, de fama o de distinción alguna, sino por la causa en sí del régimen cívico y de derecho. Consecuentemente, [4] al ser tal su índole, cuando en aquella ocasión compareció en el senado, y era su primera comparecencia, se opuso a la propuesta no porque albergase hostilidad ninguna hacia Pompeyo, sino concretamente porque ello estaba fuera de los usos patrios.

[23 ] Fue así en su ausencia cuando le confirieron estos honores, y en cambio al regresar no le otorgaron ninguno, por más que, si hubiese querido, con toda seguridad habría obtenido ulteriores prerrogativas; pues otros que ascendieron a posiciones de poder no tan altas como la suya recibieron abundantes y desorbitadas distinciones. Y que aquello ocurrió contra la [2] voluntad de los otorgantes, resulta palmario. Pompeyo, en efecto, sabía con certeza que toda concesión hecha por la masa a quien ostenta una posición dominante se halla sujeta, por muy libremente que sea atribuida, a la sospecha de haber sido forzada por las maniobras del que está en el poder, y que —en tanto se ve en ella no el producto de una decisión autónoma y movida por la benevolencia, sino el de una voluntad constreñida y guiada por la adulación— no aporta gloria alguna a su recipiendario; ante lo cual prohibió terminantemente a todos la introducción de cualquier propuesta. Pues decía que esto resultaba preferible, con mucho, al repudio de los honores decretados. [3] Efectivamente, lo último suponía sentimientos de aversión hacia los poderes por cuyo desempeño se emitía el acuerdo y una arrogante soberbia ínsita en el rechazo a las concesiones hechas no ya por quienes eran superiores, sino por sus iguales; mientras lo primero indicaba una fidelidad al cuerpo de ciudadanos auténtica por forma y por contenido, no [4] meramente ostentatoria, sino veraz. Consecuentemente, las magistraturas y los generalatos que asumió caían, prácticamente todos, fuera de los usos ancestrales; ahora bien no aceptó las demás nominaciones de esa índole que, sin reportar beneficio ni en general ni para su persona, habían de suscitar, además de celos, hostilidad por parte de los otorgantes mismos.

[24 ] Tal conducta vio la luz paulatinamente; por lo que respecta a entonces, los romanos se mantuvieron libres de guerras durante el resto del año, de suerte que incluso celebraron, después de largo intervalo, el llamado augurio de la salud 71 . Es ésta una forma de adivinación bajo cuyo acatamiento inquieren si la divinidad les permite pedir salud para el pueblo, en la idea de que, antes de que acceda a ello, no es piadoso ni siquiera pedirla. De periodicidad anual, se realizaba [2] un día en que ninguna fuerza expedicionaria hubiese partido para guerrear, se hallase alineada frente a enemigo ni hubiese trabado combate alguno. Por lo cual en los tiempos de continuos conflictos, y máxime si eran civiles, no llegaba a ejecutarse. Pues en general les resultaba muy difícil guardar un día exento por completo de tal tipo de cosas, y sobre todo hubiera sido una total incongruencia reclamar salud de la divinidad cuando, con ocasión de las disensiones, se infligían voluntariamente inenarrables daños unos a otros y se veían en posición de sufrirlos tanto si eran vencedores como si salían vencidos. Y por mucho que en el periodo [25 ] tratado hubo oportunidad de celebrar el oráculo en cuestión, sin embargo el rito no procedió con entera limpieza. Efectivamente, algunos pájaros emprendieron un ominoso vuelo, con lo que desvirtuaron el ejercicio adivinatorio. Asimismo les sobrevinieron otros signos adversos: abundantes [2] rayos cayeron con cielo claro, la tierra tembló violentamente, en muchos lugares se vieron simulacros de forma humana y por el oeste subieron luces a lo alto del cielo, de manera que cualquiera, aun no siendo versado, pudo predecir [3] a qué apuntaban las señales. Pues los tribunos se habían adherido al cónsul Antonio, de inclinaciones muy similares a las suyas, y el uno postulaba como magistrados a los hijos de los desterrados por Sila, el otro intentaba conferir a Publio Peto y Cornelio Sila, el que había sido condenado con éste, la facultad de acceder al senado y desempeñar magistraturas. [4] Hubo quien proponía la abolición de deudas, otro distribución de tierras en Italia y el territorio sometido.

Todas estas medidas hallaron término gracias a Cicerón y al grupo partícipe de sus ideas, quienes, adelantándose, las detuvieron [26 ] antes de que alcanzasen efecto alguno. Aunque Tito Labieno, al acusar a Gayo Rabirio de la muerte de Saturnino 72 , les proporcionó grandísimas inquietudes. Saturnino, en efecto, había muerto unos treinta y seis años antes, y por entonces las órdenes referentes a la guerra dirigida contra él las recibieron los cónsules del senado, con lo que, a raíz de aquel juicio, la corporación iba a ver liquidada su capacidad para [2] emitir decretos. Así, el orbe entero de la república estaba lleno de turbulencia. Porque Rabirio, lejos de reconocer la muerte, se enrocaba en el desmentido; y mientras, los tribunos trabajaban por suprimir de cuajo la fuerza y el predicamento del senado, y aprestaban procedimientos que los facultarían para [3] efectuar todo cuanto quisiesen. Pues la rectificación de las decisiones emitidas por el senado y de las medidas adoptadas tantos años antes iba a suponer, precisamente, impunidad para aquellos que iniciasen empeños similares y obstáculo para su represión. Consecuentemente el senado estimaba, por una parte, que resultaba duro dar muerte a un hombre de rango senatorial, libre de culpas y ya avanzado en años, pero sobre todo se irritaba al constatar el deterioro que sufriría la república y cómo su dirección quedaría encomendada a las gentes de menos valía. Ante la perspectiva del juicio, por tanto, ambas [27 ] partes se enzarzaron en turbulentas maniobras y disputas, encaminadas a justificar de un lado que Rabino no compareciese, de otro que ocupase el banquillo, y cuando César y algunos otros lograron que prevaleciese la última opción, se reanudaron los desórdenes con motivo ahora del proceso. Efectivamente, con el mencionado César estaba Lucio César, [2] y en ejercicio de la función judicial (pues el proceso incoado contra Rabirio no era ordinario, sino el que llaman de perduellio 73 ) votaron contra Rabirio, si bien no habían sido elegidos, como reclamaba la norma tradicional, por el pueblo, sino por el pretor mismo, lo que no era conforme. Rabirio apeló, pero [3] con toda seguridad habría sido condenado por el pueblo a no ser por la oposición de Metelo Céler, augur y pretor. Y puesto que, junto al descrédito general hacia sus iniciativas, tampoco tenían en consideración que el proceso contrariaba los usos legales, subió al Janículo antes de que votasen nada y arrió el estandarte militar, con lo cual ya no les era posible adoptar decisión ninguna.

Ese arriar el estandarte implica lo siguiente. En época [28 ] antigua muchos enemigos habitaban cerca de Roma; temerosos entonces de que mientras celebraban asambleas por centurias quienes quiera que fuesen ocupasen el Janículo y atacasen la ciudad, decidieron no votar todos juntos, sino que ininterrumpidamente se sucediesen hombres armados [2] en la guardia de aquel emplazamiento. Así el Janículo permanecía bajo custodia durante el tiempo de la asamblea, y cuando ésta iba a finalizar, se quitaba el estandarte y los guardianes partían. Pues desde el momento en que la colina quedaba desguarnecida, no era ya lícito tratar ninguna otra [3] cuestión. Ello tenía lugar solamente con ocasión de las asambleas por centurias, realizadas fuera de los muros y donde habían de congregarse todos los hombres capaces de portar armas. Y por respeto aún hoy día se practica.

[4] En aquella ocasión, por tanto, al arriarse el estandarte la asamblea fue disuelta y Rabirio quedó a salvo. Pues si bien Labieno hubiera podido iniciar de nuevo el juicio, no lo hizo. [29 ] Ocurrió, efectivamente, la muerte de Catilina, acaecida de la siguiente manera y bajo las siguientes circunstancias. Como también entonces persiguiese el consulado e hiciese todo lo posible para obtener la nominación, el senado decretó, por iniciativa sobre todo de Cicerón, añadir diez años de destierro [2] a las penas fijadas para el soborno. Ahora bien, Catilina supuso que el acuerdo iba dirigido contra su persona, cosa que en gran medida era cierta, y ante ello dispuso una facción encargada de dar muerte a Cicerón y a algunos otros próceres el día mismo de los comicios, con lo cual sería elegido cónsul sin problemas; pero no logró su objetivo. Porque Cicerón conoció [3] previamente la conjura, la desveló ante el senado y lanzó graves acusaciones contra él. Y como no los convenció para que votaran ninguna de sus propuestas (pues los cargos que había alegado no resultaban convincentes y además su hostilidad hacia los implicados lo hizo sospechoso de acusarlos con falsedad), sintió miedo de haber colocado a Catilina en un grado ulterior de excitación, ante lo cual no osaba acudir sin más, [4] como acostumbraba, al senado, sino se hacía acompañar de sus allegados, prestos a defenderlo si surgía algún peligro, y también revistió, para defensa propia y denuncia de los adversarios, una coraza que llevaba bajo su vestimenta, pero de la que hacía calculada ostentación. Y en razón de ello, pero [5] además por haber surgido desde otras instancias rumores indefinidos que lo hacían víctima de un complot, el pueblo fue presa de gran irritación, temerosos de la cual los conjurados con Catilina guardaron calma. De esta manera los cónsules [30 ] elegidos fueron otros, y Catilina, sin ocultar ya su intriga, la dirigió no sólo contra Cicerón y los aglutinados en torno a éste, sino contra la república entera. Se hizo, en efecto, con la [2] gente más baja de Roma, deseosa siempre de innovación, y de entre los aliados con tantos como pudo, prometiendo abolición de deudas, reparto de tierras y aquellas otras medidas que estimaba más adecuadas para atraerlos a su causa. Y a [3] quienes de entre ellos eran los primeros en rango y poder (entre los cuales se contaba el cónsul Antonio) los forzó a pronunciar juramentos criminales: inmoló un muchacho y, después de efectuar los juramentos sobre sus entrañas, consumió éstas en compañía de los demás. Partícipes señalados de la [4] conspiración fueron, en Roma, el cónsul y Publio Léntulo —quien, excluído del senado tras haber sido cónsul, desempeñaba la pretura con vistas a reingresar en la corporación—, en Fiésole, donde se reunían sus partidarios, un tal Gayo Manlio, [5] hombre sumamente experto en lides bélicas (ya que había tomado parte como centurión en las guerras de Sila) y sumamente derrochador: se daba el caso de que había liquidado de mala manera cuantos bienes consiguió en aquellos tiempos, a pesar de que eran muy numerosos, y ahora ansiaba una ocasión similar a la de antes.

Mientras, por tanto, se entregaban éstos a semejantes [31 ] maniobras, recibe Cicerón noticia primero de lo que se trama en la ciudad, trama comunicada por unas cartas cuyo autor quedaba en el anonimato y que Cicerón mostró a Craso y a algunos otros notables; en base a ellas se emite un decreto que proclama estado de emergencia y ordena la búsqueda [2] de los causantes. La segunda noticia, referente a los asuntos de Etruria, dio lugar a una votación adicional que ponía en manos de los cónsules, conforme a lo preceptuado por la tradición, la custodia de la ciudad de Roma y de todos sus intereses; al decreto en cuestión se añadió, así, una clausula que alertaba la vigilancia de los cónsules para que el estado [3] no sufriera ningún atropello. Llevado ello a efecto y establecida guardia armada en gran número de puntos, la sedición desapareció ya de la ciudad, hasta el punto incluso de que Cicerón fue calumniosamente acusado de extorsión, pero las nuevas de Etruria corroboraron sus cargos y provocaron además que se lanzara sobre Catilina una denuncia por violencia. [32 ] Al principio éste, como si tuviera la conciencia tranquila, acogió la denuncia con bastante buena disposición; pretendía estar listo para el juicio y ofreció poner su persona bajo vigilancia del mismo Cicerón, de suerte que la huida le resultase [2] enteramente imposible. Y al rechazar Cicerón el ofrecimiento, fijó voluntariamente su residencia en la casa del pretor Metelo, a fin de que sus proyectos de subversión no fuesen objeto de la más mínima sospecha antes de conseguir alguna fuerza más gracias al concurso de quienes, desde allí mismo, participaban [3] en la conjura. Pero como no hacía progreso alguno (pues Antonio se retraía lleno de temor y Léntulo era muy poco resuelto), los citó de noche en una casa donde, a ocultas de Metelo, se reunió con ellos y les reprochó su falta de audacia [4] y su indolencia. Expuso a continuación cuánto sufrirían si eran descubiertos y cuánto conseguirían si tenían éxito, con lo que les dió ánimo y exaltó hasta el punto de que dos de los presentes prometieron introducirse por la mañana en la casa [33 ] de Cicerón para darle muerte. Sin embargo también esto se supo (pues era mucho el poder de Cicerón, cuya elocuencia suscitaba ya simpatía ya temor en numerosos individuos, en virtud de lo cual contaba con mucha gente presta a informarle de cosas como aquellas), y el senado decretó que Catilina abandonase la ciudad. Con tal excusa Catilina partió de buen [2] grado; llegado a Fiésole emprendió abiertamente la guerra, revistió el título y las insignias consulares y se dedicó a aprestar las fuerzas reunidas por Manlio al tiempo que ganaba algunos apoyos más, apoyos reclutados primero entre la población libre, después entre los esclavos. A raíz de ello los [3] romanos, además de condenarle por violencia, enviaron a Antonio para dirigir la guerra —ignorantes al parecer de su implicación en la conjura—, y por su parte cambiaron de atuendo 74 . Como consecuencia de estos sucesos también Cicerón permaneció en el país; había obtenido, en efecto, el gobierno [4] de Macedonia, pero, dada la situación, ni marchó a ésta (cuyo gobierno, al hallarse ocupado en los juicios, cedió a su colega) ni tampoco a Galia, que le había correspondido en segundo lugar, sino que asumió personalmente la custodia de la ciudad, y, a fin de que Catilina no llegara a adueñarse de Galia, envió allí a Metelo.

Y su permanencia fue para los romanos realmente oportuna; [34 ] pues Léntulo —en compañía de los demás conjurados así como de unos alóbroges 75 presentes allí en calidad de embajadores y a quienes persuadió para que abrazaran su causa— se disponía a incendiar la ciudad y perpetrar asesinatos [2] *** 76 tomó consigo a quienes habían sido enviados a ésta, los condujo, junto con las cartas, al edificio del senado, les concedió inmunidad y de esta manera desveló toda la conjura. A consecuencia de ello Léntulo hubo de renunciar a la pretura por imperativo del senado y fue puesto bajo vigilancia con los otros detenidos, al tiempo que se hacían indagaciones sobre [3] los restantes cómplices. Estas medidas complacieron también al pueblo, ante todo porque, mientras Cicerón pronunciaba un discurso sobre lo acaecido, se erigió, en el momento mismo de la asamblea, la estatua de Zeus en el Capitolio, que además, y según las indicaciones de los adivinos, fue instalada mirando hacia el oriente, en dirección al foro. Los adivinos, [4] en efecto, habían afirmado que con motivo de la colocación de la efigie se pondría al descubierto una conspiración, y dicha colocación vino a coincidir con el descubrimiento del complot, en razón de lo cual embargó a las gentes un sentimiento de admiración hacia el poder divino y de redoblada cólera hacia los inculpados.

[35 ] Corrió entonces un rumor referente a que también Craso se contaba entre aquellos, cosa que incluso fue declarada por uno de los detenidos, pero a la que muchos no concedieron crédito. Pues unos no llegaban a considerar siquiera la [2] posibilidad de hacerlo blanco de semejantes sospechas, y otros conjeturaban que la noticia había sido urdida por los culpables, que mediante tal maniobra intentarían obtener alguna ayuda por parte de Craso, hombre de grandísima influencia. Y quienes estimaban digno de crédito el rumor, no miraban sin embargo con buenos ojos la muerte de un hombre que figuraba entre sus propias filas como uno de los más prominentes, muerte que incrementaría la turbulencia reinante en la ciudad. Así la imputación se disipó por completo. [3] De otro lado, un buen número de gente —tanto libres como esclavos y movidos ya por temor, ya por conmiseración hacia Léntulo y los otros— planeaba liberar por la fuerza a todos los detenidos para evitarles la muerte, pero Cicerón, al conocer de antemano el intento, puso guardia por la noche en el Capitolio y el foro; y cuando amaneció concibió esperanzas [4] de realizar un excelente plan que le indujo la divinidad (pues habiendo acogido su casa a las vestales para que realizasen sacrificios por el pueblo, el fuego se elevó a mayor altura de la esperable): hizo que el pueblo jurase ante los pretores alistarse en el ejército, en previsión de que resultase necesario el concurso de tropas, y él por su parte convocó al senado, infundió en sus miembros inquietudes y temores y, de esta manera, logró persuadirlos para que emitieran una condena de muerte contra los detenidos. Surgieron opiniones [36 ] contradictorias, y la decisión de liberarlos estuvo a punto de prevalecer. Porque César, antes de cuya intervención todos los que votaron se pronunciaron por la muerte, expuso la opción de encadenarlos y repartirlos por separado entre distintas ciudades, tras confiscar sus bienes y bajo condición [2] de que ya nunca más se deliberase sobre su perdón y de que, si alguno huía, fuese tenida por enemiga la ciudad de la que huyese. Y hasta llegar a Catón, todos los que se manifestaron después asumieron esa propuesta, de suerte que incluso algunos de los que votaron primero cambiaron de parecer. Pero como Catón se adhirió a la sentencia de muerte y su [3] voto arrastró además el de cuantos quedaban, los detenidos recibieron castigo conforme a la opinión que prevaleció y además se decretó la realización de un sacrificio y la observancia de un mes de celebraciones solemnes, cosa a la que jamás habían dado lugar asuntos como ése. También el resto de los inculpados por las delaciones fueron sometidos a investigación, y algunos hubieron de rendir cuentas simplemente por recaer sobre ellos la sospecha de que pensaban [4] adherirse al complot. En general se encargaron del asunto los cónsules, pero Aulo Fulvio, varón de rango senatorial, recibió muerte a manos de su propio padre, que no fue, como algunos creen, el único en proceder privadamente de esta manera: pues también muchos otros, y no sólo cónsules, sino simples particulares, dieron muerte a sus hijos.

[37 ] Tales sucesos ocurrieron entonces; y a propuesta de Labieno, pero por instigación de César, la plebe volvió a instaurar la designación pública de las magistraturas sacerdotales, lo que abolió la ley de Sila y restituyó la de Domicio. Muerto, en efecto, Metelo Pío, hizo presa en César el deseo de vestir, a pesar de su juventud y de no haber sido aún pretor, la carga sacerdotal [2] desempeñada por aquel. Y como esperaba conseguirla gracias a la plebe, entre otras cosas porque había pugnado al lado de Labieno contra Rabirio y porque no había votado la muerte de Léntulo, procedió de la manera mencionada y obtuvo el nombramiento de sumo pontífice, distinción por la que rivalizaban muchos otros y señaladamente Cátulo. Pues su disponibilidad [3] para halagar y agasajar a cualquiera, incluso gentes comunes, era absoluta, y con tal de satisfacer sus empeños no reparaba en decir ni hacer lo que fuese. Tampoco le importaba allanarse de momento cuando preveía conseguir posteriormente el poder, sino que empezaba por tratar como superiores a esos mismos a los que planeaba poner bajo su férula.

[38 ] En razón de todo ello la masa estaba bien dispuesta hacia César, mientras que a Cicerón, contra quien guardaba sentimientos de cólera por la muerte de los ciudadanos, le dirigió repetidas muestras de hostilidad, y acabó por hacerlo callar cuando, en el último día de su consulado, quiso justificar su ejecutoria y enumerar todo lo que había llevado a cabo a lo largo de ella (Cicerón, en efecto, hallaba placer [2] considerable no ya en las alabanzas ajenas, sino en las loas que él mismo tributaba a su persona); de esta manera, y con la colaboración del tribuno Metelo Nepote, no le permitieron pronunciar palabra alguna fuera del juramento, si bien Cicerón, en su esfuerzo por defender su postura, juró además que había salvado a la ciudad.

Con tal motivo incurrió en odios aun mayores; y por lo [39 ] que respecta a Catilina, fue muerto justo a comienzos del año en que ejercieron el consulado Junio Silano y Lucio Licinio. Pues al principio, y a pesar de que contaba con no pocos efectivos, se mantenía pendiente de la actuación de Léntulo y dejaba pasar el tiempo, al confiar en que, si desaparecía Cicerón y los que con él fuesen acuchillados, lo demás podría llevarse adelante con facilidad. Pero cuando supo que Léntulo había [2] muerto y constató que por esta razón muchos de los que estaban con él habían cambiado de bando, dado además que Antonio y Metelo Céler, estacionados en Fiésole, le vedaban cualquier desplazamiento, no le quedó sino aventurar un golpe extremo; partió así (ya que aquellos dos acampaban por separado) contra Antonio, a pesar de que la reputación de éste era superior a la de Metelo y las fuerzas bajo su mando mayores. Adoptó tal decisión por alentar esperanzas de que Antonio, [3] ateniéndose al juramento, se dejaría derrotar. Ahora bien, Antonio barruntó lo que pensaba, y como no estaba ya, dada la debilidad de Catilina, inclinado a su favor (porque la mayoría de los hombres determina sus amistades y sus antagonismos a la vista de las fuerzas en juego y de sus propias conveniencias), como además recelaba de que, al verlos combatir [4] con ardor, dejase caer Catilina algún improperio y descubriese sus compromisos secretos, adujo estar enfermo y puso el encuentro en manos de Marco Petreyo. El cual cayó sobre el [40 ] enemigo y aplastó a Catilina y tres mil hombres más, que lucharon con el mayor coraje en batalla no incruenta; pues aquellos, lejos de huir, cayeron todos sobre el terreno, de suerte que hasta los vencedores mismos deploraron profusamente la parte a ellos tocante en la derrota: pues eran ciudadanos y aliados, y abundantes en número y calidad, los que, si [2] bien con justicia, habían recibido muerte a sus manos. Antonio envió la cabeza de Catilina a la ciudad, con objeto de que, seguros de su fallecimiento, no albergasen ya temor ninguno, y por esta victoria fue aclamado «imperator», no obstante ser las bajas enemigas inferiores en número a lo preceptuado. Se votó la celebración de sacrificios y cambiaron de indumentaria en señal de que todos los peligros habían desaparecido.

[41 ] Sin embargo, no permanecían en calma aquellos de entre los aliados que habían participado en el movimiento de Catilina y todavía estaban vivos, sino que el miedo a pagar por lo ocurrido los mantenía en un estado de agitación. Contra los distintos grupos de éstos se despacharon jefes militares que los apresaron cuando estaban más o menos dispersos y les [2] impusieron castigo. Y otros que permanecían en la sombra eran descubiertos y llevados a juicio por delación de Lucio Vecio, varón de rango ecuestre que había compartido la causa de los conjurados y ahora los denunciaba bajo inmunidad; pero llegó un día en que, tras acusar a determinados individuos y escribir sus nombres en una tablilla, pretendió insertar en la [3] lista a muchos otros. Sospecharon por ello los senadores que su proceder no era correcto y, sin devolverle la tablilla (no fuera a ser que borrase a alguien), le ordenaron que mencionara de viva voz a cuantos habían quedado fuera. Ante lo cual se llenó de embarazo y temor y no pudo señalar más que a [4] unos pocos. Pero como incluso así el desconocimiento de las nombres que habían salido a relucir originaba una situación de desorden tanto en Roma como entre los aliados —pues había quienes se inquietaban sin motivo por sus propias personas y quienes eran objeto de infundadas sospechas—, decidió el senado publicar los nombres en cuestión. A raíz de ello los inocentes recobraron la tranquilidad y a los responsables se les sometió ajuicio. De estos unos estaban presentes, otros fueron condenados en ausencia.

Tales fueron los hechos y tal el final de Catilina, cuya [42 ] figura alcanzó, debido a la fama de Cicerón y a los discursos que éste pronunció en su contra, una preeminencia ciertamente superior a la merecida por sus actuaciones. En cuanto a Cicerón, poco faltó para que fuese llevado de inmediato ante los tribunales a causa la muerte de Léntulo y los demás detenidos. El cargo iba dirigido nominalmente a [2] Cicerón, pero de hecho se había urdido apuntando al senado. Efectivamente, por instigación sobre todo de Metelo Nepote sus miembros fueron recibidos en la asamblea popular con abundantes gritos inculpatorios, bajo argumento de que no tenían facultad para emitir sentencia de muerte contra ningún ciudadano sin el concurso del pueblo. Sin embargo, [3] en esa ocasión Cicerón no tuvo que expiar culpa alguna. Pues el senado concedió inmunidad a todos los que habían llevado aquel asunto, y anunció además que sería considerado adversario y enemigo quien se reafirmase en pedir cuentas a cualquiera de aquéllos, visto lo cual Nepote, atemorizado, no hizo ya ningún movimiento.

El senado, por tanto, se impuso en este punto, como también [43 ] se impuso en abortar la ratificación de una propuesta presentada por Nepote que pedía la presencia de Pompeyo (aún en África) con su ejército; bajo pretexto de llevar orden a la situación existente, la propuesta confiaba en que la intervención de Pompeyo, tenido por partidario de la causa popular, conferiría cuerpo a aquellas reclamaciones donde Nepote fundamentaba su labor de agitación. Pero Catón y Quinto Minució, [2] tribunos de la plebe, primero vetaron la moción, después, cuando el secretario comenzó a leerla, lo interrumpieron, al tomar el texto Nepote para exponerlo él mismo, se lo arrebataron, y como aún intentó decir algo de su propia cosecha, le taparon la boca. Aquéllos se enzarzaron así en una pugna librada con palos, piedras e incluso espadas y a cada uno de cuyos bandos concurrieron también algunos otros; consiguientemente, los senadores se reunieron el mismo día en su sala de sesiones, donde cambiaron la indumentaria y confiaron a los cónsules la guardia de la ciudad con objeto de [4] que la república no sufriese detrimento. Y Nepote, embargado nuevamente de temor, enseguida desapareció de la escena; a continuación dio a la luz pública un escrito contra el senado y marchó en busca de Pompeyo, aunque no le estaba permitido pasar una sola noche fuera de la ciudad.

[44 ] Ante semejantes sucesos, ni siquiera César (pretor a la sazón) intentó ya innovación alguna. Éste, efectivamente, maniobraba para que el nombre de Cátulo fuese borrado del templo de Zeus en el Capitolio (a cuyo objeto lo había llevado ante los tribunales por robo y pedía razón de las sumas invertidas) y fuese a Pompeyo a quien se encomendase el resto de 2 la construcción. Porque, como es esperable en obra de tal importancia y magnitud, quedaban algunas cosas por terminar; o bien César fingía que quedaban, a fin de que Pompeyo se alzase con la gloria de haber concluído el edificio e inscribiese allí su nombre en sustitución del de Cátulo. Ahora bien, el afán de agradarlo no llevaba a César hasta el punto de arrostrar que se votase contra su persona un decreto como el emitido contra Nepote. En efecto, su conducta de ninguna manera estaba motivada por Pompeyo, sino por el pueblo, al que pretendía [3] poner a su lado mediante estas maniobras. Y, sin embargo, tanto temor sentían todos hacia Pompeyo (pues aún no estaba claro que fuese a licenciar sus contingentes) que cuando mandó a Marco Pisón, su subcomandante, para optar al consulado, las elecciones se retrasaron a fin de que pudiese asistir ellas, y una vez presente lo designaron por unanimidad. Porque Pompeyo lo había recomendado no ya a sus amigos, sino también a sus enemigos.

También por esas fechas Clodio Publio ultrajó a la esposa [45 ] de César en su casa, durante la celebración de aquellos ritos que las vestales, conforme a la tradición, ejecutan en las casas de pretores y cónsules sin participación ninguna de la población masculina 77 ; y César no acusó de nada a Clodio (quien, bien lo sabía, había de quedar exonerado gracias a sus amistades), pero a su esposa la repudió, diciendo que no [2] confiaba en sus explicaciones y que, sobre todo, no podía ya cohabitar con ella al haber en definitiva caído bajo sospecha de adulterio; porque la mujer prudente no sólo debe estar libre de culpa, sino también a salvo de cualquier sospecha infamante.

Tales cosas acaecieron entonces; y también se construyó [3] el puente de piedra llamado Fabricio, que conduce a la isleta formada por el Tíber. Al año siguiente, bajo el consulado de [46 ] Pisón y Marco Mesala, los nobles, guiados del odio que ya albergaban contra Clodio, pero también, y especialmente, con objeto de conjurar el sacrilegio que perpetró —pues los pontífices decretaron la repetición de los ritos sacrifícales, cuya santidad había sido manchada por el sacrilegio en cuestión—, llevaron a éste ante los tribunales bajo acusaciones [2] referidas al adulterio (sobre el cual, sin embargo, César guardaba silencio), la sedición habida en Nísibis y además las relaciones íntimas que presuntamente mantenía con su hermana; pero Clodio fue absuelto, pese a la guardia que los jueces pidieron y obtuvieron del senado a fin de no sufrir [3] violencia ninguna por parte del reo. Y a causa de ello Cátulo decía en son de chanza que si pidieron la guardia no fue para condenar libres de amenazas a Clodio, sino para mantener a salvo las sumas con que habían sido sobornados. No mucho después murió Cátulo, figura la más conspicua que se haya jamás dado en lo tocante a anteponer las prerrogativas [4] del común a cualquier otra consideración. También aquel año inscribieron los censores en el senado, aun con transgresión del cupo, a todos los que habían desempeñado magistraturas, y el pueblo, que hasta entonces había asistido a los combates de gladiadores sin hacer alto, se puso en pie en medio de la función y marchó a almorzar; la práctica, que tomó allí inicio, se observa todavía hoy en cuantos juegos patrocina el que entra en posesión de su cargo.

[47 ] Esos sucesos tuvieron lugar en Roma. Y como la Galia Narbonense fuese saqueada por los alóbroges, Gayo Pomptino, gobernador de la zona, despachó a sus comandantes contra el enemigo y él se estableció en lugar adecuado para observar los acontecimientos, a fin de poder brindarles consejo y asistencia a tiempo cada vez que la ocasión lo precisase. [2] Manlio Lentino acaudilló una expedición contra la ciudad de Vencía 78 , a cuya población infundió tal pánico que una mayoría huyó y los restantes despacharon embajadas para acordar la paz. Y en medio de ello los que se hallaban por los campos concurrieron en ayuda de los otros, desencadenando un súbito ataque; expulsado así de la ciudad, [3] se dedicó Lentino a saquear impunemente la comarca hasta que Catúgnato, comandante del ejército común a todos aquellos gentes, y algunas más de las poblaciones establecidas a lo largo del Isara 79 socorrieron a sus habitantes. De momento Lentino, a la vista del gran número de barcos, no osó impedirles el paso, —no fuera a ser que al verlos enfrente formados para combatir aunasen fuerzas—, pero como a lo [4] largo mismo de la ribera el terreno estaba cubierto de árboles, se emboscó allí e iba capturando y dando muerte a los grupos que sucesivamente efectuaban la travesía. Y al perseguir a unos que huían vino a dar con el mismo Catúgnato: hubiera sido totalmente masacrado a no ser por una violenta tempestad, que al sobrevenir repentinamente hizo desistir a los bárbaros de la persecución. A continuación, una vez que [48 ] Catúgnato marchó lejos, volvió a recorrer la zona y tomó el enclave junto al cual había sido derrotado. Por su parte Lucio Mario y Servio Galba atravesaron el Ródano y castigaron el país de los alóbroges hasta llegar a la ciudad de Solomo 80 ; se asentaron entonces en una recia posición que [2] dominaba la plaza, combatieron victoriosamente a quienes les hicieron frente y prendieron fuego a una parte de la ciudadela construida en madera, aunque no la capturaron: pues Catúgnato llegó en su auxilio. Pomptino, al tener noticia de esa comparecencia, avanzó al frente de todo su ejército sobre la plaza, la sometió a asedio y se adueñó de los defensores pero no de Catúgnato.

A raíz de ello, Pomptino sometió el resto ya con más facilidad; [49 ] y en el tiempo aquel llegó Pompeyo a Italia e hizo designar cónsules a Afranio Lucio y Metelo Céler, en la vana esperanza de que por su mediación podría llevar a efecto cuanto proyectaba. Junto a otras cosas, pretendía —y era lo [2] principal— la concesión de tierras para quienes habían combatido bajo sus órdenes y la ratificación de todas sus disposiciones, pero a la sazón no pudo obtener ni una ni otra. Pues los notables, que ya antes no lo miraban con [3] agrado, impidieron que ambas medidas se votaran. Y de los cónsules, Afranio (fuerte más en danzas que en cualquier otro asunto) no le fue de ninguna ayuda y Metelo, airado porque había repudiado a su hermana a pesar de tener hijos de ella, opuso considerable resistencia a todas sus medidas. [4] Lúculo Lucio, al que una vez, durante un encuentro ocurrido en Galacia, trató Pompeyo despectivamente, le planteaba insistentes objecciones y le conminaba a exponer individualmente y por separado cada una de sus actuaciones en vez de exigir la ratificación conjunta de todas ellas. Pues decía que, en cualquier caso, era de justicia no dar por sancionado de un solo golpe, como si de un soberano se tratara, cuanto Pompeyo había llevado a efecto, con inclusión además de medidas cuya índole era ignorada por todos ellos. Y ya que Pompeyo había abolido algunas disposiciones del propio Lúculo, solicitaba que el senado examinase la ejecutoria de uno y otro y validase lo que en cada caso mereciese [50 ] su aprobación. Dispensaban a Lúculo enérgico apoyo Catón, Metelo y todos los que hacían causa común con éstos. En tales circunstancias, cuando el tribuno presentó la propuesta relativa al reparto de tierras entre los partidarios de Pompeyo, complementada además —a fin de que pasase más facilmente la propuesta en cuestión y la ratificación de las medidas de Pompeyo— con una asignación de lotes a todos los ciudadanos, Metelo agudizó su oposición a todo ello hasta el punto de ordenar el tribuno su confinamiento en prisión y pretender Metelo que el senado se reuniese allí. [2] Y como el tribuno (cuyo nombre era Lucio Flavio) colocó el banco tribunicio en la entrada misma de la celda y sentado en él impidió que nadie entrara, Metelo ordenó abrir un hueco en el muro de la prisión a fin de que el senado pudiese penetrar a través de éste, e inició los preparativos para pasar la noche allí. Informado de lo cual, Pompeyo, avergonzado [3] y al mismo tiempo temeroso de que hasta el pueblo fuese presa de indignación, ordenó a Flavio que se retirara. Hablaba como si lo hubiera pedido Metelo, pero no resultaba convincente: pues la arrogancia de éste era a todos bien conocida. Incluso cuando los demás tribunos decretaron su [4] liberación, la rechazó Metelo. Y cuando Flavio llegó a amenazarle con impedir, si no le permitía presentar la ley, que marchase a la provincia cuyo gobierno había obtenido, tampoco cedió, sino que permaneció de muy buen grado en Roma. Entonces Pompeyo, como veía sus planes frustrados [5] por Metelo y los otros, afirmó que éstos lo habían hecho blanco de su envidia y que pondría tal circunstancia en conocimiento del pueblo; pero ante el temor de quedar expuesto a una verguenza todavía mayor si la maniobra no le salía bien, depuso su pretensión. Supo así que no contaba con fuerza real, sino con la reputación y las envidias suscitadas por sus anteriores empresas, las cuales no le había reportado ninguna ventaja efectiva, y se arrepentía de haber licenciado tan pronto sus legiones y haberse puesto en manos de sus enemigos. De otro lado, Clodio, guiado por 〈su [51 ] odio〉 a los notables, concibió deseos de ocupar el tribunado después del juicio, y por medio de algunos tribunos presentó propuesta de que también los aristócratas ocupasen la magistratura, pero como no tuvo éxito, abjuró de su linaje y adquirió la condición de plebeyo, llegando a tomar parte en las asambleas de éstos. Inmediatamente se presentó al tribunado, [2] pero no obtuvo el nombramiento por la oposición que le hizo Metelo; pues éste, que era pariente suyo, no aprobaba su conducta. Adujo como pretexto que el traslado de Clodio no había guardado conformidad con los preceptos consuetudinarios, porque dicho traslado podía tener lugar sólo bajo propuesta de ley curial.

[3] Tal fue el curso seguido por aquellos sucesos; y puesto que los impuestos afligían gravemente a la ciudad y al resto de Italia, todos llegaron a mirar con buenos ojos la ley que había de abolirlos, pero los senadores, por aversión al cónsul autor de la propuesta (que era Metelo Nepote), pretendieron borrar de la ley el nombre del proponente y sustituirlo [4] por otro. Y aunque el intento no alcanzó ejecución, a todos resultó evidente que ni los beneficios aceptaban con gusto si venían de las capas bajas. En esas mismas fechas Fausto, el hijo de Sila, celebró en memoria de su padre un concurso de gladiadores y obsequió con magnificencia al pueblo, proporcionándole gratuítamente baños y aceite.

[52 ] Mientras esto acaecía en la ciudad, César gobernaba Lusitania después de haber desempeñado la pretura; hubiera podido suprimir sin gran esfuerzo el bandolerismo, endémico en aquella zona, y llevar una vida tranquila, pero no quiso. Pues su afán de gloria y su rivalidad con Pompeyo y demás figuras anteriores a él mismo que en alguna ocasión habían ocupado posiciones eminentes, lo empujaban a planes [2] de no poca monta: alimentaba esperanzas de realizar en esos momentos alguna gesta para, a renglón seguido, ser nombrado cónsul e ilustrarse con hazañas extraordinarias, ambición esta alentada, entre otras cosas, por haber tenido en Gades 81 , cuando era cuestor, un sueño en el que creyó yacer con su madre y a raíz del cual los adivinos le comunicaron que adquiriría gran poder. Por esta razón, cuando vió también allí una efigie de Alejandro que había sido consagrada en el templo de Heracles, rompió a llorar y a lamentarse porque todavía no había realizado ninguna alta empresa. Así pues, a causa de ello —y aunque, como dije, hubiera [3] podido llevar una vida tranquila— marchó a la sierra Herminia 82 y dio orden de que sus habitantes se trasladaran a la llanura, presuntamente para que no desencadenasen incursiones de bandidaje al abrigo de las montañas, pero de hecho con clara conciencia de que jamás cumplirían la orden y de que la negativa le brindaría ocasión para iniciar una guerra. Como realmente ocurrió. Se alzaron, por tanto, [4] en armas, y César los subyugó. Y cuando algunos pueblos vecinos, temerosos de que avanzara también contra ellos, buscaron al otro lado del Duero refugio para sus hijos, sus mujeres y todo aquello que tenían en más alta estima, tomó sus ciudades mientras estaban ocupados en el transporte y a continuación arremetió también contra los hombres. Los [5] cuales lanzaron por delante su ganado con objeto de atacar a los romanos cuando estuviesen esparcidos en la captura las reses. Pero César dejó a un lado las bestias, cayó sobre ellos y los venció. Entretanto supo que los habitantes de la sierra [53 ] Herminia se habían rebelado y planeaban tenderle una emboscada a su regreso, ante lo cual primero regresó por otro camino, y después los atacó de nuevo; derrotados y en fuga, los persiguió hasta el océano. Y cuando abandonaron el [2] continente para cruzar a una isla, él permaneció en tierra (ya que no tenía muchos barcos), pero mandó componer embarcaciones en las que despachó una parte de sus tropas, sufriendo numerosas pérdidas. Pues el oficial que estaba al mando se aproximó a un rompiente que había delante de la isla e inició el desembarco de los soldados, en la idea de hacerlos cruzar desde allí a pie, pero seguidamente fue arrastrado por la fuerza del reflujo y hubo de abandonar a sus soldados: todos menos Publio Escevio, que sin escudo y [3] cubierto de heridas saltó al agua y atravesó a nado, murieron [4] tras valerosa defensa. Eso fue lo que ocurrió entonces; pero después César mandó traer de Gades embarcaciones sobre las cuales pasó a la isla con todo su ejército, de suerte que se impuso sin esfuerzo al enemigo, estragado por la falta de víveres. A continuación marchó por mar a Brigancio 83 una ciudad de Galicia cuyos habitantes (que nunca habían visto una escuadra) se le sometieron llenos de temor ante la agitación producida en las aguas por la llegada de los barcos.

[54 ] Llevadas a cabo estas empresas, por medio de las cuales consideraba haber cobrado bazas suficientes cara a la obtención del consulado, partió a toda prisa, sin esperar siquiera la llegada de su sucesor, para las elecciones; y determinó presentar su candidatura antes incluso de que tuviera lugar la ceremonia triunfal, dado que no era posible celebrar ésta [2] por adelantado. Pero al no alcanzar, por oposición sobre todo de Catón, que le fuera concedido el triunfo, se olvidó de la ceremonia en cuestión. Pues esperaba que, una vez designado cónsul, realizaría empresas y protagonizaría triunfos de valor y entidad mucho mayores. A los ya mencionados motivos con que de continuo alimentaba sus altas ambiciones vino a añadirse el nacimiento en sus cuadras de un caballo con hendiduras en los cascos de las patas delanteras, caballo que portaba a César con orgullosa estampa, pero no [3] aceptaba ningún otro jinete. También esto se le antojaba presagio de un no mediocre destino, de suerte que abandonó de grado la celebración de sus victorias para, una vez entrado en la ciudad y nominado para el cargo, deshacerse en atenciones cuyo punto de mira eran, junto a otros, Pompeyo y Craso: y ello hasta el punto de que, si bien éstos albergaban ya entonces una recíproca hostilidad que incluía tanto a sus personas como a sus respectivas facciones y si el uno rechazaba toda medida en cuya consecución supiese empeñado al otro, se atrajo a ambos y fue proclamado cónsul por consenso general y unánime. Lo cual ciertamente da cumplido [4] testimonio de su sagacidad, ya que logró medir tan bien el grado y la ocasión de sus atenciones a aquellos que ambos le apoyaron no obstante su mutua rivalidad.

Pero tampoco se contentó con esto, sino que llegó a reconciliarios [55 ] a los dos, no porque quisiera verlos unidos, sino por percatarse de que contaban con la máxima influencia, y por tener la certeza de que sin el común concurso de uno y otro no escalaría una posición suficientemente alta; pues si entraba en coalición con quienquiera que fuese de los dos, ello le acarrearía el antagonismo del otro, y antes fracasaría a causa de ese antagonismo que triunfaría con el apoyo de su aliado. En efecto, estimaba de un lado que todos los [2] hombres son más propensos a enfrentarse con sus enemigos que a llevar auxilio a los de su bando, y no sólo por aquello de que la cólera y el odio suscitan empeños superiores en vehemencia a los de cualquier amistad, sino también porque el uno actúa en beneficio propio, el otro en el de persona ajena, y así cosechan satisfacción —en caso de éxito— o contrariedad —cuando se fracasa— de distinta magnitud. Y [3] además resulta más expedito obstaculizar a alguien e impedirle cualquier forma de prosperidad que pretender subirlo a posiciones elevadas, porque quien no consiente prosperidad ninguna actúa de manera grata para los demás y también para sí mismo, pero el que quiere encumbrar a otro hace de éste una carga para los dos.

A partir de tales consideraciones, por tanto, fue César [56 ] buscando la amistad de Pompeyo y Craso y a continuación los reconcilió. Pues pensaba que sin ellos no conseguiría jamás una posición fuerte y que tampoco dejaría de chocar en alguna ocasión con uno de los dos, y por otra parte no temía que se pusiesen de acuerdo para relegarlo a una posición de inferioridad. Porque sabía con toda claridad que de momento se impondría a los demás gracias a la amistad de ambos y no mucho despues a cada uno de ellos por intermedio [2] del otro. Y así fue. Pompeyo y Craso, como si también sobre ellos obrasen razones particulares, hicieron las paces de inmediato y admitieron a César en su consorcio [3] político. Pompeyo, cuyas fuerzas no eran tan grandes como creyó, al ver que Craso disponía de considerable influencia y que César estaba en alza, temió sufrir un completo revés a manos de los dos, y al mismo tiempo se aventuró a esperar que, si compartía con ellos sus actuales recursos, a través de [4] ellos recuperaría su posición de antaño. Craso estimaba ser superior a todos por linaje y por riqueza, pero como el predicamento de Pompeyo era mucho mayor y como preveía que César iba a llegar alto, quiso enfrentarlos entre sí a fin de que ninguno se elevase, en la idea de que serían rivales de fuerza pareja, de que así él cosecharía la amistad de uno y otro y de que obtendría prerrogativas superiores a las de [5] ambos. Pues no seguía cabalmente ni la causa del pueblo ni la del senado, sino que en todo lo guiaba su propio encumbramiento; por eso apoyaba por igual a ambos y evitaba enemistarse con cada uno de ellos, promoviendo gradualmente los intereses de ambos en la medida en que así toda ventura sobrevenida a uno de los dos apuntaría a él como causa, pero en sus reveses no habría de tener parte.

[57 ] De esta manera y por estas razones entablaron los tres la alianza, y tras prestarle juramentos de fidelidad asumieron la gestión del estado para, a raíz de ello, concederse, mediante mutuos repartos y recíprocos intercambios, cuanto apetecían y cuanto cuadraba a sus actuales conveniencias. [2] Al estar aquellos de acuerdo, pactaron asimismo las respectivas facciones, de suerte que también éstas, al amparo en todo de sus líderes, se veían libres para actuar como querían; y en tales circunstancias la poca reserva de discreción que había pasó a ser patrimonio de Catón o de aquellos otros que quisiesen figurar como adeptos a sus ideas. Pues una política desprendida [3] y libre de ambiciones particulares no la practicaba entonces nadie salvo Catón: si había quien —abochornado por lo que estaba ocurriendo, o también bajo el deseo de imitar a aquél— intervenía en cualquier asunto público y se hacía notar por alguna actuación similar a las de Catón, al emanar estas intervenciones de un voluntario ejercicio y no de ínsita virtud, sus autores no eran perseverantes.

A tal punto llegaron entonces los asuntos de Roma bajo [58 ] guía de aquellos hombres, que mantuvieron oculta su alianza cuanto tiempo pudieron. En efecto, realizaban todo lo que habían acordado, pero simulaban y aducían las excusas más contrarias a fin de pasar desapercibidos el mayor tiempo posible y culminar sus preparativos. Ahora bien, la divinidad [2] no ignoraba lo que hacían, sino que entonces mismo desveló con gran claridad a los capaces de comprender ese tipo de cosas las futuras consecuencias que resultarían de ello. Pues súbitamente cayó sobre la ciudad toda y el conjunto del país tan gran temporal que de modo muchísimos [3] árboles fueron derribados de raíz, muchas casas cayeron, las embarcaciones amarradas en el Tíber —ya anclasen junto a la ciudad, ya en la desembocadura— se hundieron, el puente de madera quedó destrozado, un teatro que había sido [4] construido en madera con vistas a determinada concentración festiva se vino abajo, y en el curso de todo esto gran número de hombres pereció.

Semejantes sucesos, por tanto, constituyeron una anticipada demostración, cual imagen de lo que les iba a sobrevenir en tierra y por mar.

Historia romana. Libros XXXVI-XLV

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