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4. VUELTA DE TUERCA

Oid Aragón malas nuevas

que por teneros por justo,

os rindieron por su gusto

los escrivas Villanuevas

Vendióle Olocáu fiero,

lo eclesiástico le hirió

el Jurado le mató

ministros le amortajaron

cavalleros le lloraron

y Olivares le enterró…1

Estas dos estrofas, entresacadas de unas décimas populares, aparecieron inesperadamente en Valencia el día en que era votado el servicio ofrecido por los representantes del Reino en las Cortes de Monzón de 1626. Es evidente que los versos van referidos a éste; su sarcasmo, rayando en lo morboso, pone de manifiesto, mucho mejor de lo que podamos explicar algunos siglos después, el sentir del pueblo valenciano tras aquellas Cortes.

El siglo XVII europeo se había abierto bajo el símbolo de una grave crisis de subproducción, con todas las consecuencias que ello acarreaba. Las revoluciones que estallaron a mediados de la centuria en diversos puntos del continente (Países Bajos, Cataluña, Portugal, Inglaterra…), no eran sino parte de un mismo fenómeno global, mostrándose, en última instancia, como una revolución general.2

La monarquía hispánica, situada en el centro de la política mundial del momento, no podía ser ajena a la tendencia secular. Pese a que Castilla seguía aumentando su posición preponderante en el imperio español, los comienzos del Seiscientos son fundamentalmente el período del ocaso castellano. Este fenómeno explicará gran parte de la historia política española en las décadas de 1620 y 1630. El hecho de que, mientras subsistiesen los fueros y libertades de la Corona de Aragón, ésta no contribuiría a las necesidades del rey en proporción comparable a la de Castilla, se convirtió en un argumento de vital importancia en los últimos años de Felipe III y dio nueva significación y urgencia a las peticiones, ya clásicas, de castellanización de España.3

Al acentuarse la inflación a partir de 1621, cuando el país comienza a realizar un gran esfuerzo bélico, el conde-duque de Olivares tiene que empezar a pensar en movilizar ingentes recursos de los miembros no castellanos del imperio. Simultáneamente, era necesario realizar una serie de reformas institucionales, que permitieran el control de las diferentes capas sociales y dieran una nueva fisonomía a la monarquía española.

Fruto de estas exigencias es el Informe secreto sobre materias de Gobierno, elevado por Olivares a Felipe IV a fines de 1624. «El largo memorial secreto al rey… iba seguido de un memorial más breve, destinado a su publicación, que exponía un proyecto que debía llamarse Unión de Armas». Valencia no sería otra cosa que una pieza más a insertar dentro de los planes integracionistas del conde-duque, y las Cortes de 1626 fueron el mecanismo institucional para establecer el despegue legal del proceso.4

Apenas se hizo público el informe de Olivares, comenzaron a movilizarse las cancillerías de la corte con objeto de arbitrar los medios necesarios para la realización del plan. Así, el 5 de enero de 1625 llegaba al Consejo de Aragón una orden de Felipe IV en la que se daban instrucciones generales, para pedir a los distintos reinos la contribución económica que aquél necesitaba. Contenía la orden una serie de normas generales para toda la Corona, que debían inspirar las instrucciones particulares a elaborar según la estructura de cada uno de los reinos de la misma. Sin embargo, tanto éstos como los demás impuestos que se crearon, estaban ideados con una finalidad exclusivamente recaudatoria, descuidando los efectos regresivos que éstos pudieran obrar en la actividad económica de la Corona de Aragón.5

El 10 de mayo de 1625 salía una carta de Aranjuez, firmada por Felipe IV y dirigida al virrey de Valencia, marqués de Povar; su contenido estaba en la más pura línea de lo indicado unos meses antes en la consulta del Consejo de Aragón. Asimismo, fueron enviadas cartas a los barones de los lugares del Reino, comunicándoles que, a través del virrey, conocerían el estado en que se hallaba la monarquía y que el rey esperaba su colaboración para poder seguir proveyendo, como hasta entonces, las defensas y prevenciones necesarias al mantenimiento de los reinos.6

Mientras, el Reino era totalmente ajeno a lo que se fraguaba en la Corte matritense, creyendo que, de serle convocadas cortes, éstas serían para ofrecer a Valencia «satisfacción y reparo de los daños que conosía seguírseles por la expulsión [morisca]», según había prometido Felipe III. Pero, tal vez lo más alevoso de todo este planteamiento fue el hecho de que no se hablara hasta el último momento de la Unión de Armas, presentando el donativo como voluntario y de utilización exclusiva para las necesidades del Reino. De ser esto cierto, hubiera existido una clara contradicción entre los fines teóricos de la Unión y los medios puestos en práctica para su consecución.7

De cualquier forma, el marqués de Povar había intentado que el dinero ofrecido por Valencia fuera solamente utilizable para el Reino y había puesto de manifiesto también las dificultades inherentes al cobro del donativo indicado. Olivares esquivó hábilmente la primera objeción e hizo caso omiso de la segunda, pero el virrey había salvado, al menos, su prestigio personal de cara a los estamentos.8

A pesar de que los primeros contactos con el Reino no habían sido muy satisfactorios, a juzgar por los informes de Povar, Felipe IV, firme en sus intenciones, despachó cartas de convocatoria de Cortes a los tres brazos del Reino de Valencia el 17 de diciembre 1625. La convocatoria estaba señalada para Monzón el 15 de enero 1626.9

Tres días después de haber sido despachadas las cartas, el regente (consejero) por el Reino de Valencia en el Consejo de Aragón, D. Francisco de Castelví, pronunciaba ante el estamento militar, por encargo del rey, un largo discurso, obra maestra de la oratoria política. Comenzaba éste –ante una audiencia de 101 nobles y 71 caballeros– en tono suave, señalando el peligro patente en que se encontraban continuamente los vasallos del rey, atacados por diversas potencias; para defender las posesiones españolas había sido necesario fletar una importante escuadra, con lo que la real hacienda había quedado considerablemente mermada y las costas peninsulares un tanto faltas de protección. Ello obligaba a reforzar notablemente la defensa del litoral español, para evitar serios contratiempos, especialmente en la Corona de Aragón, dada su peculiar situación geográfica. Hacía ya más de un siglo que los reyes venían ayudando a esta empresa con dinero castellano e indiano.

Continuaba el discurso con una serie de reproches a los valencianos, puesto que, en otros tiempos, la Corona de Aragón se había defendido con sus propios medios de los ataques enemigos; además, había ampliado sus territorios con nuevas adquisiciones y conquistas, gracias al patrimonio y las rentas de sus reyes y las de sus vasallos. En ese momento el monarca gastaba su patrimonio en los salarios de sus ministros y las mercedes hechas a sus vasallos, mientras que los servicios, además de ser cortos, eran invertidos en las necesidades que tenía la Corona misma.10

Cambiaba luego el tono de la oración para señalar que, en momentos tan graves como los que estaba atravesando la monarquía, el mejor modo de defenderla era uniéndose todos los reinos para acudir unos a la defensa de los otros. Y era reforzada esta propuesta con las opiniones reseñadas en los fueros y privilegios de Alfonso I y Pedro IV, entre otros, que hablaban en ese sentido. Señalaba el regente que era tan justo que los reinos se unieran para ese fin, que no hacía falta persuadir a nadie de ello, al ir en beneficio del bien común; y añadía que, por tanto, el tener que convencer a alguien no podía menos que resultar sospechoso.

A lo largo de esta tercera parte del discurso se había ido presionando al estamento con una argumentación clara y ágil, para llegar al punto central de la oración: la necesidad de reclutar gente de guerra, señalando las instrucciones concretas, y sin ninguna opción, de cómo hacerlo. Una vez estuvieran éstas dispuestas, el rey viajaría a los diversos reinos de la Corona para celebrar Cortes, jurar sus fueros y privilegios y «favorecer con su real presencia a tan buenos y leales vasallos».11

Se podía advertir en el discurso de Castelví la sutileza y maestría del conde-duque. Su organización era perfecta y de un gran impacto psicológico. El terreno había sido previamente abonado con una carta enviada por Felipe IV al brazo militar, en noviembre de 1625, señalándole el estado en que se hallaba la monarquía. La presencia del regente venía a ser un refuerzo de la acción emprendida por el virrey y las cartas de convocatoria enviadas por el monarca. Sin embargo, algunos de los reproches que se hacían a los valencianos eran injustificados: ni los subsidios habían sido tan cortos en las últimas ocasiones –desde 1528 se habían fijado en 100.000 libras– ni era culpa exclusiva del Reino el haber perdido su hegemonía del siglo XV.12

Hay que pensar, además, que la acción de Castelví había sido dirigida particularmente contra el brazo militar, al ser éste el mayor y más poderoso de todos los estamentos y reunir en su seno a casi toda la nobleza nativa valenciana, de la que podían esperarse importantes aportaciones económicas.

Algunos días después de haber tenido lugar el discurso del regente, se reunían los tres brazos en torno a las cartas de convocatoria. Como el plazo señalado era muy corto y el lugar indicado para la celebración de Cortes estaba fuera del Reino –lo que iba contra los fueros y privilegios de Valencia–, los brazos militar y real se apresuraron a enviar una embajada al monarca, encabezada por Cristóbal Crespí de Valldaura, para que estos problemas fueran subsanados. Tan sólo quedaría al margen de esta acción el brazo eclesiástico, cuyo síndico, recibida la carta de convocatoria, se limitó a recomendar al mismo que obedeciera al rey en todo cuanto ordenase.13

No constituye un secreto el hecho de que esa histórica embajada tuviera un fracaso estrepitoso; sin embargo, fue el primero de una larga serie de reveses que terminaron desmontando el mecanismo de autodefensa legal del Reino al final de estas Cortes. Desde un primer momento los tres estamentos habían llevado una acción apenas coordinada y de intensidad desigual; la frustrada embajada a Madrid en diciembre de 1625 fue una muestra de ello: mientras el brazo militar centraba sus esfuerzos en el nombramiento de los electos que deberían ver al monarca, el brazo real simultaneaba esta tarea con la de elegir sus síndicos para Monzón, y el brazo eclesiástico se afanaba en ultimar los preparativos para ir a las Cortes. La reacción desigual de los representantes del Reino respondía fundamentalmente a los distintos intereses particulares que trataban de defender nobles, eclesiásticos y representantes de las ciudades y villas con voto en Cortes. De esta división sólo una persona iba a salir beneficiada: el conde-duque de Olivares.

Tal y como se había previsto, el 15 de enero de 1626 comenzaban en Monzón las sesiones de Cortes, aunque sin la asistencia de Felipe IV. Fue necesario realizar tres prórrogas sucesivas hasta que, el 31 de enero, llegara el monarca a inaugurar la Asamblea. A partir de la segunda prórroga, como en todas las demás que se realizaron después, los tres brazos comenzaron a protestar de la brevedad de la convocatoria y del lugar en que se hacía, a tenor de lo dispuesto en las leyes valencianas. La misma protesta fue presentada al rey el día de su llegada a Monzón, al tiempo que los tres brazos en bloque –era la primera y única vez que lo harían– alzaban su voz contra la propositio (discurso) real, hecha antes de jurar los fueros de Valencia. En el Discurso de la Corona el rey solicitaba la ayuda económica del Reino, pidiendo que el donativo fuera concedido con la mayor brevedad posible. Esto era cuanto Felipe IV pretendía sacar en claro de aquellas reuniones. Su valido, como veremos posteriormente, iba más allá de la mera contribución económica.14

Tras la sesión formal de apertura se abrió una nueva etapa de ocho prórrogas, más rutinarias si cabe que las anteriores, que culminaron con el regreso a Cortes del rey el 24 de febrero. El motivo de su nueva visita a las sesiones, que en teoría debía presidir constantemente, era jurar en sus cargos a los tratadores elegidos por los síndicos de los tres brazos, y a los examinadores de agravios. De este modo, las Cortes podían funcionar a pleno rendimiento y al monarca le era posible ocuparse de asuntos más embarazosos, como el Tratado de Monzón, que debía firmarse por aquellos días, o las Cortes catalanas, reunidas en Lérida.15

Olivares, entretanto, había estado intentando limar asperezas en el seno del estamento militar, si bien con escaso éxito. Tampoco fueron muy convincentes las razones que el rey daba a los estamentos para que aceptasen poner a su servicio un ejército de 6.000 hombres. Los tres brazos habían explicado ya suficientemente al monarca el desinterés que la Unión de Armas tenía para Valencia. Así, viendo que las últimas gestiones realizadas no habían arrojado el resultado apetecido y que el asunto de la concesión del servicio había entrado en punto muerto, Felipe IV y el conde-duque comenzaron a endurecer sus posturas.16

El 2 de marzo de 1626 el rey enviaba una carta a los estamentos en la que, entre otras cosas, decía que esperaba le sirvieran en muy breve plazo, pues era tanta su necesidad que, de lo contrario, no se podía considerar servido. Respondieron los estamentos al comunicado del monarca que su dilación era debida al deseo de servirle bien y no prometer algo que luego les fuera imposible dar; además había de tenerse en cuenta la situación del Reino, y el hecho de que corriera a cargo de los brazos el cuidado del beneficio de éste. El dilema que se planteaba a los estamentos, especialmente al eclesiástico y el real, no era pequeño; por una parte, se resistían a embarcar a Valencia en el pago de una contribución que, además, de dislocar su economía, podía acabar con su independencia; por otra, la obtención de una serie de privilegios y prerrogativas que les concediera mayor capacidad de maniobra era algo nada despreciable. Es en este sentido como creo que debe interpretarse el comentario de Dormer:

Dos cosas concurrían en estas Cortes, muy contrarias entre sí: el deseo de los estamentos de servir al Rey, y la incredulidad de sus reales ministros que se persuadían que la concesión del servicio se dilataba por su antojo, pero desengañáronse presto de su imaginación… dexando el Reino de Valencia a la posteridad un exemplo insigne de su fe y rendimiento.17

No se ponían de acuerdo los estamentos en cuanto al servicio que habían de votar. Aprovechando esos momentos de zozobra y el resquebrajamiento de los representantes valencianos como bloque compacto, Felipe IV envió una certificatoria al brazo real, diciendo que si no se servían 1.666 hombres durante 15 años, no quedaba servido el intento y beneficio universal de la Unión de Armas, ya que, con menos cantidad, no podía acudirse a la defensa del Reino y de sus enemigos. Los del brazo real se limitaron a cumplir las órdenes del monarca, y el brazo eclesiástico obedeció mansamente en cuanto el rey envió su primera amonestación.18

Aunque el brazo militar seguía firme en su determinación, bastó con tocarle su tendón de Aquiles, tras haber quedado aislado en su postura, para hacerle ceder: al fracasar la política de pasillos del conde-duque con los miembros más influyentes del estamento, el valido de Felipe IV envió una nota al gobernador de Valencia para que éste advirtiera a los caballeros que estaban dudosos, que el enfado del monarca era muy grande y que si esa tarde del 9 de marzo no obedecían a la proposición real «los declara el Rey por enemigos suyos y de su Corona a ellos y todos sus descendientes perpetuamente porque el Rey dice que su proceder y terquedad es de sedición».19 Con esta amenaza y la de Olivares de quitarles la nobleza hasta la cuarta generación, si no votaban el donativo, se decidió en el brazo que «había de cederlo todo apartándose de su entender, obedeciendo la orden del rey, pues ya no quedaba en términos de proposición sino de precepto».20

Tras muchas discusiones y deliberaciones, el 19 de marzo redactaron los tres estamentos un memorial conjunto. En él redujeron sus tres ofertas distintas a una sola, presentando al rey un servicio de 1.080.000 libras o la mitad de lo ofrecido por Aragón; en esta suma se incluía lo que se adeudaba de los servicios pasados, tanto ordinarios como extraordinarios, hechos en Cortes y fuera de ellas. Finalmente, tras dos días de discusiones, órdenes, contraórdenes y malentendidos, Felipe IV aceptó la oferta hecha por los estamentos en el solium super servitium tantum, celebrado el 21 de marzo.21

Terminada la ceremonia, el rey partió apresuradamente hacia Cataluña. Las Cortes siguieron reunidas de modo rutinario hasta el día de su clausura, el 8 de mayo 1626. Las resoluciones que allí se tomaron en lo sucesivo, carecieron de la energía y combatividad de las primeras. La gran batalla había sido ya librada y la derrota del Reino no podía haber resultado más estrepitosa.

La elección de los «instrumentos fiscales» –valga la expresión– para lograr el pago del servicio votado, planteó una serie de interesantes problemas que más adelante se presentarán. Adelantaré solamente que, en vez de imponer el arbitrio de escalas, ideado inicialmente, se terminó por elaborar una serie de imposiciones sobre el vino y general de entrada, que fueron aprobadas por Felipe IV en Madrid, el l0 de agosto 1627.22

Fruto de aquellos cinco meses de accidentadas reuniones fueron los 665 capítulos de contrafuero, fueros y actos de corte, elaborados por los tres estamentos del Reino.

Creo que merece la pena observar detenidamente la inflación legislativa que se produce en Valencia desde las primeras Cortes de Felipe II.

Años de las CortesN.° de capítulos votadosContrafueros
1547810
1552710
15641690
15852760
160447928
162666532
16454522

Vemos en este cuadro que, a partir de las Cortes de 1564 –cuatro años antes de producirse el viraje de Felipe II– comienza a aumentar vertiginosamente el número de capítulos votados. La cifra siguió creciendo en las reuniones celebradas tras las diversas bancarrotas de 1575, 1596 y 1607. Es particularmente significativo el incremento producido tras la crisis de 1596, que supuso el fin del poderío financiero de Castilla, y la nueva subida de 1626 en que parecían sumarse los efectos de la bancarrota de 1607 y de la expulsión morisca. Será en estas dos últimas Cortes cuando aparezcan, por vez primera, capítulos de contrafueros. Todo ello coincide con el deterioro progresivo de la economía del Reino y la profusión legislativa típica de los períodos de depresión, aunque aquélla vaya siempre a la zaga de los fenómenos económicos. Esto explica, en parte, el descenso de 1645, cuando hacía ya algunos años que había comenzado a obrarse la recuperación de Valencia.23

En líneas generales, la gran mayoría de los capítulos presentados en las Cortes de 1626, no eran sino una prolongación de los problemas manifestados en Cortes anteriores. No faltaban, sin embargo, cuestiones nuevas; así, el contrafuero 29, que denunciaba la inconstitucionalidad de la expulsión morisca, por contener algunos defectos de procedimiento, era de los más llamativos. Otros contrafueros revelaban violaciones de las regulaciones del comercio, de Derecho Procesal, Derecho Penal y mer i mixt imperii.24

La eficacia de los recursos de contrafuero era realmente nula. Frecuentemente las leyes habían sido violadas porque algún privilegio real, concedido a determinados individuos, había dado pie a ello. Sería iluso pensar que las protestas formales del Reino iban a detener esta política de la Corona.

En cuanto a los fueros, he preferido agruparlos sistemáticamente bajo grandes rúbricas, con objeto de poder dar una rápida visión de los grandes temas tratados en sus 181 capítulos.

1. Conservación de furs

Se pedía primeramente que en todo el Reino se guardase el fuero de Valencia, sin que ninguna villa o lugar pudiera alegar encontrarse bajo la jurisdicción del fuero de Aragón (f. 127). Junto a éste aparecían otros fueros encaminados a la ampliación y mejor observación de las disposiciones forales del Reino (f. 130 y 143). No obstante, el capítulo más interesante de los referentes a la conservación de las leyes valencianas era el f. 181, en el que los estamentos proponían un sistema de defensa foral, perfecto desde el punto de vista de técnica jurídica, y al que solamente faltaba un pequeño detalle: el placet real.

2. Trato equitativo a Valencia

Los fueros que, de algún modo, encajan en este apartado, constituyen una continua petición de igualdad con los demás reinos en: el nombramiento de dignidades de la Corona de Aragón (f. 43), oficios de la Real Casa de Su Majestad (f. 171), de los Consejos de Estado y Guerra (f. 147), de Vicecanciller de Aragón (f. 175), Consejo Supremo de Italia y Audiencias de Nápoles y Sicilia (f. 176) y Consejo Supremo de la Inquisición (f. 177). Todos estos capítulos son una muestra evidente del trato desigual que Valencia venía recibiendo con respecto a los Reinos castellanos, a pesar de que algún autor haya sostenido lo contrario.25

3. Problemas económicos

Desde la época de Fernando el Católico, Valencia había venido padeciendo problemas para abastecerse de determinado tipo de víveres. Por ello, era importante que los fueros y privilegios concediendo el guiatge y garantías a los avitualladores habituales del Reino fueran asegurados (f. 159), así como la saca de moneda de Valencia por parte de éstos (f. 125). En un período de crisis de subproducción, como era el que se atravesaba, adquiría mayor urgencia la ejecución del privilegio de Felipe II, concediendo licencia a Valencia para que ésta pudiera sacar trigo de Sicilia, franca de derechos (f. 11).

Dada la miseria general que, al menos en apariencia, sufría el Reino, se solicitaba del rey la anulación de las cantidades adeudadas todavía del servicio concedido en 1604 (f. 168) y la reducción de gastos de representación en la Diputación. Además, se restituía la leva franca a los manufactureros de tejidos (f. 78), se pedía la eliminación de algunos puestos y salarios en la guardia de costa (f. 170) y se intentaba poner coto a los atropellos de esta guardia en las villas y pueblos de Valencia (f. 17); era un fenómeno normal en un período de acentuación del bandolerismo.26

La Taula de Canvis era un claro exponente del desorden monetario por el que aún atravesaba el Reino. En el fur 149 se solicitaba una enérgica sanción contra los reos del fraude registrado en aquélla.

Algunos de los capítulos presentados parecían hacerse con el mero objetivo de cumplir determinadas formalidades, ya que sus posibilidades de ejecución eran muy remotas. Es un ejemplo de ello la petición de que siempre que fuesen convocadas Cortes Generales, diesen los diputados a cada síndico de los estamentos 1.000 libras para gastos de adecentamiento del lugar de celebración de aquéllas (f. 75). La propuesta parecía una ironía, cuando en 1626 la Generalidad había llegado a tal estado de miseria «que por no tener con que aliñar la Iglesia de Monçón para las Cortes, lo uvo de azer Aragón…».27

4. Reformas institucionales y problemas jurídicos

La Diputación de la Generalidad, que presentaba un inmenso desorden en esta época, exigía urgentemente algunas reformas, tanto en las personas y oficios, como en las finanzas.28

Algo similar sucedía con la Real Audiencia, en la que se pedía la existencia de un libro de Registros (f. 4) con un funcionamiento efectivo (f. 5), la agilización de los trámites procesales (f. 18 y 91), la elección de una segunda Sala Criminal y el aumento del número de oidores de las Civiles (f. 22) y la aclaración de algunos puntos tocantes a las cualidades necesarias para ocupar puestos en la Real Audiencia y asesorías del gobernador y bayle (f. 119). También se intentaron frenar las frecuentes intromisiones de la Real Audiencia y el virrey en cuestiones ajenas a su competencia. De igual modo, se acordaron algunos capítulos encaminados a reformar la provisión y atribuciones a los cargos de justicias.29

Eran múltiples los problemas jurídicos planteados en estas Cortes para su resolución. Incluían éstos cuestiones de naturalización (f. 108), abogacía (f. 127 y 155), notarías, contratos, censales, derecho sucesorio, derecho penal, en que se siguió un criterio general de suavizar las penas existentes, y mejoras, algunas de ellas notables, de la técnica procesal.30

5. Problemas de paso y peaje

En algunas ciudades del Reino que estaban en núcleos separados de las fronteras de éste, se plantaban a veces serios inconvenientes para poderse comunicar con Valencia. Para obviar estas dificultades, de repercusiones económicas perjudiciales para el Reino, se presentaron algunos fueros también.31

6. Guardia de costa

Con el fin de asegurar la financiación de la guardia de costa, tan importante para el Reino, se votaron algunos capítulos (f. 162 y 163), tratando de garantizar también que los oficiales y soldados de la citada guardia recibieran puntualmente el salario que les correspondía (f. 165). A pesar de ello, las costas del Reino siguieron tan faltas de protección como en las vísperas de la celebración de estas Cortes.

No entraré a considerar aquí el contenido de los actos de corte preparados por los diversos estamentos, ya que ello alargaría excesivamente un capítulo, que pretende simplemente situar en el contexto histórico a quien consulte estas fuentes de la historia y el derecho valencianos. Por otra parte, los problemas de mayor relieve han sido ya tratados al hablar de los contrafueros y fueros, capítulos elaborados y votados conjuntamente por los tres estamentos del Reino.

Las leyes emanadas de estas Cortes ponen de manifiesto la debilidad institucional y económica que padecía Valencia. Los contrafueros constituyen un desesperado intento legal para que normas de vital importancia en el Reino fueran respetadas. La tentativa no iría más allá de la letra de la ley.

Al examinar los fueros, parece que la idea rectora que los inspiró había sido la de salvar lo que todavía quedaba en pie del sumiso cuerpo del Reino de Valencia. La tónica general era la de introducir economías dónde quiera que cupiesen y la de sacar dinero de cualquier impuesto derogado o no cobrado.

Unos y otros eran, en definitiva, fiel reflejo de los resultados obtenidos tras las accidentadas reuniones de Monzón: la imposición del programa austracista de Olivares, según los proyectos elaborados en Madrid en 1625.

Valencia había sido, en último término, víctima de los planes castellanos y de las contradicciones internas de sus representantes. Los que terminaron pagando las consecuencias de esa derrota constitucional fueron las clases populares, de cuyo esfuerzo deberían salir las nuevas contribuciones impuestas, a cambio de unas leyes vacías de eficacia y contenido real. La única salida de aquéllas gentes era la revuelta, pero entre las capas bajas de la sociedad valenciana no existían las condiciones revolucionarias de Cataluña, Portugal o Nápoles.

Al hilo del tiempo

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