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DESDE MI SIGLO

No es improbable que más de un lector comparta mi sorpresa al introducirse en el siglo XXI con la percepción de que su siglo no es ese sino el que acaba de finalizar. Un siglo que, de hecho, había concluido ya en sus últimos años con la revolución de las comunicaciones, internet y la extensión del fenómeno de la globalización. Un siglo de cambios dramáticos en los ámbitos social, tecnológico e intelectual, que ha dejado perplejos a unos y que nos ha hecho a otros, en especial a los que hoy frisamos los cincuenta, lo que ahora somos e incluso lo que aún podamos llegar a ser. Siglo XX, en fin, acertadamente descrito por Eric Hobsbawm como «era de extremos».

De ahí que me pareciera oportuno examinar, desde la atalaya de esta coyuntura, el conjunto de los artículos que he ido escribiendo a lo largo de los últimos treinta años, y presentarlos matizados, reordenados y agrupados. Sólo así pueden llegar a tener, en el mejor de los casos, algún sentido. Son artículos de investigación histórica y, en su inmensa mayoría, «a ras de dato y de documento», lo que hace de los mismos un conjunto de escritos «desde» la historia. Pero se trata de artículos también que, precisamente por el tiempo transcurrido, son ellos mismos, inevitablemente, historia en sí ya (historia muy, muy pequeña, desde luego). Y en cuyo alejamiento de su reconsideración, al iniciar el siglo XXI, estriba el que, para mí, las páginas que, al hilo del tiempo, aquí se ofrecen, se hayan convertido simplemente en unos escritos desde la historia.

Hay otras circunstancias, sin embargo, de ámbito intelectual y profesional, que de un modo u otro han condicionado mi modo de hacer estos escritos, aun cuando yo no lo haya percibido. En estos treinta años, hemos pasado de la influencia de la historia social, la historia cuantitativa, la interdisciplinar, la microhistoria y el rechazo a la narrativa—en definitiva, de hacer historia «a la francesa»—a una historia mucho más especializada, e incluso más tecnificada, más nacionalista, más «pegada» al dato exclusivo y menos preocupada por los movimientos sociales. Una historia, en suma, más «a la inglesa», con notables influencias de los modos norteamericanos de hacer historia. Hablo en términos muy generales, por supuesto (no es difícil encontrar excepciones notables), pero esa es mi percepción en una era en que, al menos en España, se vuelven a reivindicar—o incluso a reinventar—períodos y autores de ámbito conservador. Con todo lo que ello implica para los destinatarios finales de esas historias.

No digo yo que todas esas tendencias o modas se hallen reflejadas en los escritos que aquí se ofrecen, pero algo puede detectarse sin duda en sus «filiaciones», en función de las fechas en que fueron realizados. De un modo u otro son irremediablemente «hijos» de su tiempo, como lo es también quien esto escribe: la Escuela de Vicens Vives (deudora de los Annales de Fernand Braudel), asentada en Valencia en los años 60-70 del pasado siglo, con posteriores matizaciones debidas a las lecturas de las obras de historiadores de la Escuela de Cambridge.

De otro lado, mi condición de historiador no profesional—de «historiador de domingo», en término feliz acuñado por Philippe Ariés—y de diplomático de profesión me ha hecho ver la historia con otra mirada. El hecho de no estar vinculado a ningún grupo académico determinado me ha convertido, con toda lógica, en un «forastero del sistema», aunque me ha dado también la libertad de elegir lo que quería investigar, lo que quería escribir y el cómo y cuándo lo quería hacer, con las dificultades y ventajas que esa situación implica. Pero no me parece desequilibrado el balance hasta la fecha. Además, el hecho de hacer historia «desde fuera» y el propio ejercicio de la diplomacia me han permitido ver aquélla con otra distancia e incluso con otro «tempo».

Por otra parte, la historia me ha permitido también—y en ello estaré siempre agradecido a mis maestros—ver y hacer diplomacia desde otro prisma. De hecho, nunca pensé, cuando me inicié en esta profesión, que la historia podía ser un instrumento para el diplomático de igual o mayor utilidad que los conocimientos jurídicos, económicos o de relaciones internacionales. Y no me refiero al mero conocimiento histórico—que, de por sí, no es poco—sino a la capacidad de ver en acción los movimientos profundos de la historia, de las mentalidades, de los intereses nacionales y de los propios mecanismos del poder que, aun cuando pasen los años, siguen siendo invariables en sus esquemas básicos de comportamiento.

No sé si todo ello, al final, me ha permitido ser mejor historiador o mejor diplomático (probablemente me ha dado un mestizaje funcional en ambos oficios). En todo caso, lo que sí me ha permitido es relativizar mucho más las certezas del discurso historiográfico y comprender mejor las reglas de juego de una profesión que, querámoslo o no, ha estado siempre a caballo entre la política y la administración tanto en el pasado como en el presente. Y que con toda probabilidad lo estará en el futuro también. Los hechos –la materia prima de la historia, en definitiva, y también de nuestra cotidianidad– son tozudos y a ellos debemos de atenernos, y obrar en consecuencia, si no queremos instalarnos en un mundo de conjeturas que, difícilmente, nos será útil para transitar por la realidad. Por ello, aunque la historia sólo sirviera para «comprender el mundo», ya sería suficiente. Mi experiencia es que, además, puede ayudarnos a vivir mejor.

He agrupado los artículos que aquí se presentan fundamentalmente en tres partes. En la primera, y englobados bajo el título genérico de Controles, se incluyen seis artículos relacionados con Cortes en general y con las Cortes de Valencia más específicamente, así como con diversas vicisitudes de las de 1626. Fue en estas Cortes en las que el conde-duque de Olivares consiguió imponer en Valencia su gran proyecto de la Unión de Armas, que tantos problemas le acarreó en Cataluña.

En la segunda parte, bajo la rúbrica general de Poderes en formación, se engloban nueve artículos relativos a la configuración de una elite burocrática en España, originada en los colegios mayores, y al papel que estos colegios desempeñan en la formación de esa élite. El Colegio de España en Bolonia juega un papel esencial en los orígenes del proceso. O al menos esa es mi visión de esta cuestión, discutida por muchos y aceptada por unos pocos. Tal vez hoy plantearía esa tesis de manera distinta –mucho más matizada sin duda– de cómo lo hice en 1980, pero, ya lo he señalado antes, no se trata en este libro de hacer replanteamientos, sino de recoger lo que he escrito en distintos momentos.

Las partes I y II agrupan el grueso de mi investigación y de mis preocupaciones históricas, y son, por ende, las que avalan el subtítulo del volumen, en el que algunos capítulos se refieren a una España imperial, que no es sólo de los siglos XVI y XVII. He titulado la III parte Trazas, porque de eso se trata; los tres artículos reunidos en ellas versan sobre cuestiones puntuales de historia contemporánea de España, en los que apunto sugerencias y líneas interpretativas, que no he desarrollado en escritos posteriores.

La Coda con la que el libro concluye recoge un trabajo que no tiene una significación especial pero que me es especialmente querido: un ensayo-reseña sobre el maestro Joan Reglà, que inspiró mis primeros pasos en el difícil arte de historiar.

La disposición de los artículos no es pues cronológica sino temática y siguiendo una cierta lógica en lo que se podría denominar su «línea argumental». Han sido modificados en su inmensa mayoría, con el fin de ahorrar reiteraciones innecesarias al lector y agilizar, en la medida de lo posible, la prosa académica. Pero en ningún caso he vuelto a elaborar, o he puesto al día, los artículos y la bibliografía; las modificaciones son exclusivamente «literarias».

La idea de componer este volumen surgió de una conversación con J.F. Yvars, primero profesor y luego amigo, quien, junto con J. A. Gaya Nuño, me abrió los ojos al arte contemporáneo español y su historia en unos años –los primeros años setenta– en los que en este país se trataba todavía de una disciplina para «iniciados». J. M. Pérez-Prendes, amigo y cómplice instigador de las Trazas de este libro, y de otras aventuras intelectuales, me animó a completar esta recopilación y, como en otras ocasiones, me hizo matizaciones de todo punto pertinentes. A Lourdes Burdiel, mi mujer, debo buena parte del trabajo meticuloso de convertir en libro un grueso puñado de páginas dispersas, y mucho más… Mi amigo Salvador Albiñana y Vicent Olmos, mi editor, han hecho posible no sólo que la Universitat de València acoja esta obra entre sus publicaciones, sino también que aparezca en esta cuidada edición.

Colin Davis, distinguido historiador del pensamiento político inglés de la Edad Moderna, no tiene ninguna relación directa con el contenido de este libro. La tiene, y no poca, con mi evolución intelectual y personal desde mis años londinenses (1993-1998). Sin su aliento, ejemplo y amistad –entonces y después– dudo que estos escritos, en su actual forma, hubieran llegado a cuajar. A ello responde la dedicatoria.

Releo estas páginas a punto de enviarlas a imprenta, inmerso en un mundo bien distinto a aquél en el que fueron preparadas: el mundo posterior al del 11 de septiembre de 2001. Y me reafirmo en mi convicción de que, sin acudir a la historia, será muy difícil que gobernantes y gobernados lleguemos a comprenderlo.

Madrid, mayo de 2001-Yakarta, marzo de 2003

Al hilo del tiempo

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