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1 DON GIOVANNI
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Soñé con árboles caídos en una furiosa tormenta,
yo estaba entre ellos cuando una playa desierta
vino a mi encuentro y corrí, muerta de miedo,
había una trampilla pero no pude alzarla,
yo había iniciado con su hijo un idilio
en un tren que cruzaba en algún sitio
un túnel oscuro, bajo mi vestido su mano
tanteaba entre mis muslos y perdí el aliento,
me llevó a un hotel blanco junto al lago,
un paraje elevado, el lago era esmeralda,
no pude frenarme, abrasada en llamas
tras el primer ensanchamiento de mis muslos,
no hubo pudor capaz de ordenarme que bajara
el vestido y apartara su mano, los dos, luego
tres dedos que me clavó dentro pese al revisor
que frotó el cristal, paró un momento, miró atento
y se fue a recorrer el largo tren, sus dedos en mi piano
teclearon y en mis ojos creció un voraz deseo,
hasta que subimos las anchas escaleras,
casi en vilo yo, llegamos al vestíbulo
donde dormía el portero, y entonces cogió
las llaves y subió arriba, arriba, mi vestido
encima de mis caderas sin parar a desvestirme,
jugos bañaban mis muslos, azul era el cielo
pero al atardecer un viento blanco desde la montaña
coronada de nieve sopló sobre los árboles,
nos quedamos allí, no sé, una semana al menos
sin abandonar nunca la cama, yo rasgada, abierta
por su hijo, profesor, quizá más rota, ¿puede
hacer algo por mí, puede entenderlo?
Fue la segunda noche, creo, el viento
rebasó impetuoso los alerces, duro como sílex,
cayó de la glorieta el techo de pagoda,
se encresparon las olas y personas se ahogaron,
oímos que corrían camareros y huéspedes
mas su hijo no quitaba la mano de mi pecho
y después hundió sobre él la boca, el pezón se hinchó,
gritos y estrépitos recorrieron el hotel
parecía que surcábamos la mar en trasatlántico,
un buque blanco, siguió chupando, chupándome,
yo quería gritar, sus labios tiraban tanto
de mis pezones suaves, que lamía y lamía
uno después de otro, los dos se erizaron,
creo que estallaron dos cristales de ventana,
entonces él entró de nuevo con su ariete,
no puede imaginar qué puras las estrellas,
grandes cual las hojas de los arces
arriba en la montaña, caían y caían en el lago,
oímos a una gente que llamaba, creemos que de Leo
procedían las estrellas caídas, y con un dedo
hurgó un momento en mí junto a su polla,
me sobraba sitio, vibró transversalmente,
sacaron en penumbras cuerpos a la orilla,
sonó rumor de llanto, su dedo me hizo daño
metiéndolo derecho hasta arriba en mi culo,
con la uña mimosa rasqué su grueso pene
donde ya no era suyo, pues lo tiene
mi coño muy escondido, un rayo cayó,
un zigzag blanco de tan rápido trazo
que no aguardó a que el trueno restallase
encima del hotel, y ya reinó de nuevo la negrura,
con unas pocas luces sobre el lago,
el salón de billar quedó inundado,
qué pena que él no pudiese desatar su chorro,
fue tan hermoso, ahora, profesor, yo me sonrojo
cuando se lo cuento, aunque entonces grité
sin ninguna vergüenza, y una hora después
se corrió dentro, oímos portazos, estaban trayendo
cadáveres del lago, el viento era aún impetuoso,
dormimos con las manos en las manos del otro.
Una noche salvaron a un gato, casi había perdido
su pelaje negro en las ramas verde oscuro del abeto,
estábamos desnudos junto a la ventana y una mano
rascaba, revolvía el follaje, llevaba allí dos días
desde la inundación, esa noche me enseñó fotografías,
y entonces noté un hilillo de sangre,
y dije ¿te importa que los árboles se estén volviendo
rojos? No digo que jamás dejásemos el lecho,
salvado ya el gatito nos vestimos,
bajamos a cenar, había sitio para el baile
entre las mesas, yo apenas conservaba el equilibrio,
llevaba la ropa que vestí al levantarme,
sentía el aire en la piel, el vestido era corto,
quise débilmente retirar su mano,
dijo que no puedo, lo he intentado en vano,
deja, por favor, déjame tocarte, las parejas
nos sonreían indulgentes, al sentarnos se lamió sus dedos
relucientes, vi su mano roja cortando la grasa,
corriendo bajamos hasta los alerces y una brisa
fría sentí que me besaba la piel y era hermoso,
no oíamos la orquesta del hotel,
crecía en ocasiones una música zíngara,
esa noche casi me reventó el coño cada vez
más cerca de mi flujo de sangre, las estrellas inmensas
contemplaban el lago, no salió la luna
pero las estrellas invadieron el cuarto,
alumbraron el techo derrumbado con forma de pagoda,
en la glorieta, y a veces un rayo
iluminaba la blanca cofia de la montaña.
2
Las sirvientas pasaron todo un día haciéndonos la cama.
Despertamos al alba, salimos del hotel blanco
para cruzar en yate el extenso lago.
Desde el amanecer hasta que el día se apagaba
navegamos en el barco de vela blanca y tres palos.
Su hijo hundía en mí hasta la muñeca
la mano derecha, piel entrelazada y
encubierta por la manta de viaje.
El cielo estaba azul, sin asomo de nubes.
El hotel blanco se fundía con árboles.
Estos se fundían con el verde horizonte marino.
Dije: Por favor, fóllame, fóllame. ¿Demasiado franca?
Sin vergüenza lo digo. Fue el sol asesino.
Pero no había sitio donde tumbarse a bordo,
por doquier había gente que bebía vino
y roía pechugas de pollo. Nos miraron fijo
dos inválidos que nunca abandonaban la manta.
Tanto me aturdía la incansable caricia de su hijo,
profesor, como un émbolo que entra y sale
hora tras hora, que una especie de fiebre me invadió.
Cuando la puesta de sol desviaron la mirada
no hacia el ocaso purpúreo, sino a la llamarada
que circundaba el hotel, nuevamente visible
entre los altos pinos. El resplandor eclipsó
la luz del cielo; un ala estaba ardiendo,
y la gente espantada corrió a proa y miró el fuego.
Entonces me puso sobre él sin previo aviso,
su hijo me empaló, fue tan dulce que chillé
pero nadie me oyó entre gritos ajenos
cuando cuerpo tras cuerpo caía o saltaba
de los pisos más altos del hotel blanco.
Yo brinqué y empujé hasta que su polla
derramó su suave y rico licor. De los árboles pendían
cuerpos abrasados, volvió a ponerse erecto,
de nuevo arremetí, oh, no puedo explicarle
qué arrebato el nuestro, el fuego asoló el ala,
se veían las camas, ignoramos la causa,
alguien dijo que acaso el sol insólito
colándose a través de las cortinas, prendiendo
nuestras sábanas aún tibias, o quizá las criadas
(se prohibía fumar) encendieron las luces, fatigadas,
y se adormilaron, o sino el fuerte espejo,
o la montaña que se estaba fundiendo.
Esa noche no dormía, tan dolorida, pienso
que se me había desgarrado algo interior
su hijo estuvo en mí toda la noche,
inmóvil y tierno. Las mujeres cantaron
su fúnebre canto sobre la terraza,
donde los cuerpos yacen, no sé si conoce
el dolor escarlata femenino; los escalofríos
duraron muchas horas mientras el lago en calma
enviaba oscuras ondas a la orilla. Al alba,
seguíamos unidos pero insomnes. Soñé, por fin
dormida, que era Magdalen, un mascarón de proa
zambulléndose en profundos mares. Fui empalada
por un pez espada y bebí la tempestad
—con mi piel de madera tallada por el tiempo—,
el viento de icebergs allí donde nacen las luces norteñas.
Al principio era blando el hielo, una ballena
que cantaba llorosa una nana a mi corsé
(de finas ballenas), no distinguí entre el viento
y el lamento ballenáceo, la joroba de blancos
bloques sin fin. Luego, poco a poco, el hielo
me hendía, éramos una nave rompehielos,
me cortaron un pecho, me sentí abandonada,
di a luz un feto de madera, sus labios lamían
abiertos la nieve que la tormenta arremolinaba,
y girando como un aspa me rajó la ventisca,
vi la matriz girando en la blancura,
¿ha visto alguna vez un útero volante?
No puede imaginar qué alivio despertar
y ver que el sol ya caliente acariciaba
los muebles con su luz serena, y su hijo
me miraba tiernamente. Tan dichosa
vi mis dos senos en su sitio
que salté al balcón. Un aroma de hojas
y de pinos perfumaba el aire, me asomé
a la baranda y él vino por detrás
y me embistió hasta dentro, tan dentro
que mi corazón aún medio invernal
súbitamente se transformó en flor,
no sabría decir qué orificio era, sentí
que el hotel blanco y también las montañas
temblaban gradualmente, serpenteos negros
surgieron donde antes era todo níveo.
3
Amigos queridos que hicimos allí,
murieron esos días. Uno era mujer, la corsetera,
tan rolliza y jovial como su oficio,
pero las hondas noches eran nuestras a solas.
Llovían estrellas lentas y continuas como inmensas rosas,
y un naranjal fragante pasó una vez flotando
ante nuestra ventana, estábamos tumbados,
temerosos, con corazón mudo viendo que caían
apagadas, siseantes, en el negro lago,
un millar de linternas ocultas bajo paños.
No imagine que nunca pudimos escuchar
suavemente el tremendo silencio nocturno,
lado a lado, sin tocarnos o tan solo con su mano
rozando blandamente ese montículo que —dijo—
le recordaba a los helechos con los que jugaba
y donde se escondía de muchacho. Sus susurros
entonces me enseñaron muchas cosas de usted,
usted y su esposa de pie junto a la cama.
Crepúsculos: las flores de nube rosadas,
deslizantes, despeinando los picos nevados,
el hotel blanco giraba, giraban mis pechos hacia la oscuridad,
su lengua removía cada puesta de sol
en mi rugiente coño y mi garganta bebía su zumo,
transformado en leche o acaso la leche nació para sus labios,
la segunda noche mis pechos estallaban,
el amor en la tarde despertó nuestra sed,
bebió un vaso de vino y se tendió a lo largo,
abrí mi vestido y el dolor saltó como una chispa
antes de que su boca apresara mi pezón
y consentí que el viejo, amable cura
que cenó con nosotros me mamara el otro,
los huéspedes nos miraban con un cierto asombro,
y también risueños, como si dijeran: bien hecho,
que en el hotel blanco solo al amor tenemos derecho
sin pagar un precio demasiado alto,
y el chef, radiante, apareció en la puerta abierta.
La leche era excesiva para dos, el cocinero vino,
colocó un vaso debajo de mi seno,
bebió de un trago y dijo que era bueno,
le felicitamos, su comida era
tan delicada como siempre había sido,
más huéspedes con vasos exigieron nata,
y la caliente, la sedienta orquesta, la luz menguante
extendió de pronto mantequilla por los árboles
del otro lado de las puertaventanas, mantequilla
sobre el lago, el viejo cura seguía mamándome,
imploraba a su madre moribunda en un tugurio,
mi otro pecho alimentó otros labios, los de su hijo,
sentí que sus dedos debajo de la mesa mimaban
mis muslos, mis muslos trémulos, abiertos.
Tuvimos que subir corriendo arriba. Su polla estaba
ya erecta en mi caverna, mi coño desbordaba
incluso antes de alcanzar el clímax, el cura
había ido a guiar el duelo por entre la arboleda
hasta la fría ladera de montaña, oímos cánticos
descendiendo hacia la orilla, tomó mi mano
y hundió mis dedos en mí, junto a lo suyo,
y nuestra amiga, la rolliza corsetera,
metió también los suyos, era increíble tanto
en mi cavidad y sin embargo yo no estaba llena,
trajeron en carretas los cadáveres de la inundación
y el fuego, las oímos traqueteando por los pinos
hasta hacerse el silencio, alcé sus faldas
porque el cinturón la sofocaba y le dolía,
y dejé que él terminase dentro de ella,
no pareció distinto, pues el amor corría como un hilo
del lago al cielo a la montaña a nuestro cuarto,
en la penumbra vimos la fila de dolientes
a la sombra del pico, de pie junto a la zanja,
una brisa transportó el recuerdo del aroma
a naranjal y rosas desplomándose
sobre aquel universo de secretos, las madres
se desmayaban, derrumbándose sobre tierra fangosa,
tañió una campana de la iglesia tras el hotel blanco
o quizá más arriba, a mitad de la cuesta
que va al observatorio, palabras de esperanza
llegaban flotando desde el cura, un hombre
solitario pescaba con sus redes en el lago,
su sombrero ante el pecho, oímos un tronido,
sus cánticos retuvieron un momento la cumbre
que colgó en el aire y cayó luego,
la avalancha sepultó a dolientes y difuntos.
El eco se esfumó, no olvidaré el silencio
que creció como una catarata de tinieblas,
porque el lago blanco absorbió esa noche
velozmente la luz y no hubo luna,
creo que él penetró sus entrañas
y ella chilló jubilosa, y tan fuerte mordieron
mi pecho sus dientes que vertió gotas lácteas.
4
Una noche en que el lago era una lámina roja,
nos vestimos, trepamos hasta la cima del monte
detrás del hotel blanco, por la tosca senda
que serpentea entre pinos y alerces, y su mano
me ayudaba a escalar, pero también vibraba
en el fondo de mi cueva, la buscaba. Llegamos
a los tejos al lado de la iglesia y descansamos;
pastando en la hierba corta, un burro atado miraba,
llegó una vieja monja con un cesto de ropa
cuando él me penetraba, y dijo: el frío
manantial borrará el pecado, proseguid.
Era el manantial que alimentaba el lago,
que el sol subía para luego soltar lluvia.
Ella lavaba la ropa. Subimos la ardua ladera
hasta la región de perennes fríos
que dominaba los árboles. El sol se acostó
justamente cuando entramos, ciegos, al observatorio.
No sé si sabe cuánto admira su hijo las estrellas,
las lleva en la sangre, mas por el cristal no vimos
ninguna, habían ido a la tierra;
no supe hasta entonces que descendían
en copos de nieve a follar la tierra, el lago.
Esa noche fue demasiado oscura para regresar
al hotel blanco, jodimos otra vez y reposamos.
Vi de él una cascada de espectrales imágenes
y oí cómo cantaban las montañas,
los montes que se juntan como ballenas cantan.
Todo el cielo nocturno bajó esa noche en copos,
tumbados muy en silencio percibimos
los alegres suspiros de cuando el universo
nacía a la vida, hace tantos años,
al amanecer todo estaba blanco
trituramos estrellas para beber la nieve,
el lago también era todo blancura
y no se vio el hotel hasta que él tumbó la lente
para mirar al lago y encontró en la ventana
las palabras que yo había escrito con mi aliento.
Movió el telescopio y vimos edelweis
ondulando en un lejano hielo de montaña,
señaló donde caían varios paracaidistas
entre dos cimas, vimos el destello de la luz solar
en el azul ahora celestial, un broche de corsé,
era nuestra amiga, su muslo mostraba el cardenal
lila que el pulgar de mi amigo había impreso,
la visión le excitó, creo, mi cabeza débil
sintió que de nuevo él se empinaba, el teleférico
pendía de un hilo, se mecía en el viento,
mi corazón latía locamente y chillé, los huéspedes
caían por los aires, mi pecho vibraba
al compás de su lengua, nunca mis pezones crecieron
tan aprisa, las mujeres caían más despacio,
casi resbalando, porque el viento inflaba
sus enaguas y faldas. Los hombres descendían
entre ellas, mi corazón se quebraba,
las mujeres parecían ascender, no caer, en una danza
donde los hombres izaban con livianas manos
livianas bailarinas sobre sus cabezas,
ellos llegaron los primeros al suelo,
ellas cayeron luego en el lago o los árboles,
brillantes esquíes aterrizaron por último en silencio.
Al bajar descansamos junto al manantial.
A pesar de la altura vimos claros
los peces en el agua transparente, un millón
de aletas argénteas y doradas, veloces, serpeando,
y me recordaron el esperma en busca de mi ovario.
Unos peces se acercaban hambrientos a los muertos.
¿Soy sexual en extremo? Creo a veces que estoy
obsesionada, no es como si Dios llenase las aguas
de enloquecidas formas que se multiplican
o colmase de uvas la viña, la palmera de dátiles,
o hiciese que el macho se dilate para horadar la manzana
o que la ciruela tiemble ante el hedor del buey
o que el sol copule con la pálida luna. Su hijo,
ciervo en celo, avasalló mi recato.
La servidumbre era gente adorable. Nunca vi
servicio semejante, los teléfonos jamás enmudecían
ni la campanilla de la recepción,
parejas en luna de miel mendigaban un lecho,
imposible admitirles, doce clientes se iban
y entraba otra docena, cedieron un rincón
a una pareja cuyo llanto oímos cuando les echaron,
la noche siguiente ella gritó en algún sitio,
principiaba el parto, camareros y sirvientas
corrían con cálida ropa blanca. Rehicieron
al cabo de unos días el ala quemada,
toda la servidumbre cooperó, una mañana
en que yo tenía la cara enterrada en la almohada
y mis nalgas se inundaban por sus embestidas,
oímos que raspaban la ventana y vimos la cara
radiante y caliente del jovial cocinero
dando a la madera una fresca mano de pintura
blanca, él nos guiñó un ojo y no me importó cuál de los dos
me penetraba, el chef preparaba filetes poco hechos
y hermosos, el zumo era ahora natural
y era bueno sentirme parte de algún otro,
nadie era egoísta en el hotel blanco,
allí el agua lacustre sabía pulir piedras
de montañas que sobrevolaban los cisnes salvajes,
de plumón tan níveo que a su lado las cumbres parecían grises,
o bajaban en vuelo entre montes al lago.