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Capítulo 1. El nacimiento virginal

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Un lugar común de la cristología moderna es que debemos comenzar con la humanidad de Jesús, no con su divinidad. Como resultado, se crea una tendencia contra una cristología «de lo alto» y se favorece poderosamente una «de abajo». Wolfhart Pannenberg es un ejemplo típico de ello. Habiendo afirmado que «el método de una cristología “de lo alto” está vetado para nosotros», sigue diciendo: «Nuestro punto de partida debe radicar en la pregunta sobre el hombre Jesús; sólo de este modo podemos analizar su divinidad».1

Por supuesto, este paradigma no se puede descartar sin más ni más. Klaas Runia escribe: «No tengo ninguna objeción a un concepto cristológico que empiece “desde abajo”. Creo que saca a la luz aspectos de la persona y de la obra de Jesús que una cristología “de lo alto” puede ignorar fácilmente. Además, es el mismo camino por el que la iglesia apostólica llegó a su confesión de Jesús como Mesías, como Señor, como Hijo de Dios».2 No cabe duda de que la iglesia pasó por alto la humanidad de Cristo y se centró con demasiada exclusividad en «el Señor del cielo». También puede decirse —como sugiere Runia— que los primeros cristianos, en su viaje de fe, partieron «de abajo»: primero le conocieron en su humanidad y progresaron a partir de ella, con mayor o menor rapidez, hacia una comprensión de su deidad.

A primera vista, el problema «de lo alto» o «de abajo» sólo se centra en el método. Si es así, podemos distanciarnos de él, diciendo simplemente que methodus est arbitrarius. Lo único que queremos es un sistema que nos permita acomodar los datos. Pero entonces nos encontramos con un hecho extraño: el Nuevo Testamento, casi con total unanimidad, nos presenta una cristología de lo alto. Parte del campo de su deidad, no del de su humanidad. Seguramente hay un buen motivo para esto. El Nuevo Testamento contempla a Cristo a la luz de la resurrección; y si articulamos nuestra teología desde el punto de vista de la fe, no podemos hacer otra cosa. Analizar la resurrección como una cuestión abierta por sí solo es un juicio contra la fe. Además, históricamente el movimiento descrito en el Nuevo Testamento va de Dios al hombre y, si empezamos desde abajo (desde el lado humano), puede resultar tremendamente difícil recuperar esta perspectiva. No carece de importancia que desde que el enfoque «desde abajo» se puso de moda se ha producido una avalancha de cristologías adopcionistas que no presentan a Cristo como Dios hecho hombre sino como un hombre que, en cierto sentido, se convierte en Dios. Según este paradigma, la naturaleza humana no se convierte sólo en un axioma, sino también en un factor limitador: no podemos decir nada de Cristo que no podamos decir del hombre. Como no es de extrañar, a muchos teólogos les resulta imposible arrancar de este punto de partida para creer en la deidad de Cristo.

Independientemente de los motivos, el hecho está claro: el Nuevo Testamento parte de lo alto. Esto es evidente, sobre todo en el Evangelio de Juan. No es que Juan no sea un creyente firme en la humanidad del Señor, más bien al contrario. Es él quien habla del logos hecho carne (Jn. 1:14), retrata al Señor descansando junto al pozo de Jacob (Jn. 4:6) y, concretamente, menciona que cuando la lanza atravesó su costado manó sangre y agua (Jn. 19:34). De hecho, en su primera epístola, Juan sostiene que la negación de la humanidad física de Jesús es una señal del anticristo (1 Jn. 4:2 y ss.). El verdadero meollo del mensaje de Juan es que Cristo vivió una vida genuinamente humana, y que la vivió aquí abajo.

Sin embargo, éste no es su punto de partida. El acceso a la cristología de Juan se encuentra únicamente en su prólogo, donde enfatiza prolongadamente la deidad de Cristo. Lo que nos encontramos en el umbral no es una afirmación sobre nada de aquí abajo, sino las palabras magníficas: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios» (Jn. 1:1). En este pasaje todo habla de lo de arriba. En el principio, cuando Dios creó los cielos y la tierra (Gn. 1:1), Cristo ya existía. Él hizo todas las cosas. Existía cara a cara con Dios y era Dios. Caminó entre los hombres sólo porque, siendo ya Dios, se hizo carne; e incluso en su estado encarnado, cuando los hombres le miraban y le veían de verdad, lo que percibían era la gloria del unigénito Hijo de Dios (Jn. 1:14). Incluso la idea de que el progreso de los discípulos hacia una visión más elevada de Cristo fue gradual se ve rebatido en cierta manera por el hecho de que, en su primer encuentro con Jesús, Natanael ya exclama: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel» (Jn. 1:49).

La cristología de Hebreos sigue la misma pauta. Como en Juan, se enfatiza firmemente el hecho de la encarnación: «Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, Él también participó de lo mismo» (He. 2:14). Además, a lo largo de la epístola, la humanidad de Cristo se toma con la máxima seriedad. Tuvo una experiencia real de la muerte, gustándola (2:9); se perfeccionó por medio del sufrimiento (2:10); estuvo sujeto a las mismas tentaciones que nosotros (4:15); simpatiza con nosotros en nuestras debilidades; y aprendió la obediencia a través de sus sufrimientos (5:8).

Todas estas ideas tienen una importancia incalculable, pero ninguna de ellas se menciona en primer lugar. Lo primero que se dice es que cuando Dios habló por medio de Cristo lo hizo a través del Hijo (He. 1:2). Este Hijo era el heredero de todas las cosas, y su creador (He. 1:2). Era el resplandor de la gloria del Padre, y la imagen expresa de su Ser (He. 1:3). Por lo que respecta a los seres más elevados de la Creación, Él era su Superior infinito. ¿A qué ángel llamó Dios «hijo» alguna vez? Incluso más, ¿qué ángel recibió jamás el título de «Dios» (He. 1:8)?

Todo lo que el escritor de Hebreos dice después acerca de la vida y los sufrimientos terrenales de Jesús (y dice mucho), lo hace frente a este trasfondo. Cristo es el Hijo celestial de Dios, y es vulnerable a las experiencias de esta vida sólo porque optó por ser, durante un tiempo, un poco menor que los ángeles.

Pablo no es distinto. También para él Cristo es el Señor, un ser cuyo origen está antes del tiempo y de este mundo. Esto refleja, probablemente, la experiencia de Pablo durante su conversión. Su introducción a la grandeza de Cristo no fue gradual en absoluto. En el camino a Damasco Pablo vio al Cristo resucitado, y la visión le cegó y le dejó como muerto (Hch. 9:3 y ss.). Dios le había revelado a Jesús como su Hijo (Gá. 1:16), y esta convicción fue, desde ese momento y para siempre, su punto de partida para describirle. Esto es así, por ejemplo, en su enseñanza en Gálatas, probablemente la más temprana de sus epístolas (escrita antes de que el Concilio de Jerusalén emitiera un veredicto autorizado sobre los temas que disputaban el apóstol y el judaísmo): «Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley» (Gá. 4:4). Aquí la presencia de Cristo en el mundo y bajo la ley es el resultado de un movimiento que parte del cielo y cuyo iniciador fue Dios. 2 Corintios 8:9 se mueve en la misma dirección: «Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre». El movimiento no va de la pobreza a la riqueza pasando por la resurrección, sino desde las riquezas de la gloria preexistente a la pobreza de su vida terrenal, un entorno inhóspito y hostil donde, además, reinaba la impiedad.

Sin embargo, la dinámica de la cristología de Pablo se aprecia más claramente en Filipenses 2:5-11. Aunque el propio Pablo no redactara este pasaje, sino que lo tomó prestado de un himno antiguo, es evidente que respaldaba su enseñanza. Aquí, una vez más, el punto de partida es la preexistencia de Cristo. La idea ya está implícita en la palabra hyparchōn («existente»), y todo el contexto la refuerza. Antes de que Cristo diera el gran paso de la kenōsis, ya existía como alguien que participaba de la forma de Dios, y era su igual en todos los sentidos.

No obstante, cuando acudimos a los Evangelios sinópticos, ¿no hallamos una imagen distinta? ¿No es cierto que vemos una teología desde abajo? ¡De ninguna manera! El punto de partida de Marcos es el mismo que el de Juan: «Principio del evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios». Para ser justos, este pasaje se debate. La frase «Hijo de Dios» no figura en algunos manuscritos, y Westcott y Hort la omitieron de su edición del Nuevo Testamento (1885). De todos modos, los comentaristas recientes no han seguido su ejemplo. Vincent Tayler escribió: «Hay razones poderosas para aceptar la frase como original a la vista de su testimonio, su posible omisión por homoioteleuton y el uso del título en la cristología de Marcos».3 C. E. B. Cranfield adopta la misma postura: «Hay muchos motivos sólidos para aceptarla como original».4 Dennis Nineham está menos convencido: «Es complicado decidir si las palabras son originales», escribe; y añade: «Pero esta cuestión no reviste una gran importancia, dado que san Marcos creía ciertamente que Jesús era el Hijo de Dios, y esta creencia subyace en todo el Evangelio».5

Por consiguiente, existen pocos motivos crítico-textuales para omitir la expresión «el Hijo de Dios» del texto de Marcos. Éste declara su convencimiento (y su tesis) en el mismo principio de su Evangelio, y todo lo posterior es una confirmación y una ilustración de esta idea.

Sin embargo, no debemos aislar esta expresión. Como señala Nineham,6 el propósito de toda la sección introductoria (vv. 1-11) es el de establecer la identidad y las credenciales de Jesús. Una manera en que se consigue esto es describiendo la relación entre Jesús y Juan el Bautista. Juan, a pesar de su importancia, no fue más que el precursor de Cristo. En cierto sentido, la diferencia es meramente funcional: «Yo a la verdad os he bautizado con agua; pero Él os bautizará con Espíritu Santo» (Mr. 1:8). Pero la diferencia también es ontológica: «Viene tras mí el que es más poderoso que yo» (Mr. 1:7). Esta diferencia en estatus es incluso más evidente cuando reflexionamos sobre la importancia que tiene el hecho de que Marcos cite Malaquías 3:1. Dentro del contexto original, el propio Yahvé es el que viene, y la aplicación que hace Marcos del pasaje (y del título) a Jesús es un indicativo claro de la posición única que él atribuye a Jesús.

La identidad y las credenciales de Jesús se afirman con la misma claridad, pero de forma más dramática, en la historia de su bautismo. Entonces no sólo es ungido visiblemente con el Espíritu Santo, sino que la Voz celestial atestigua que es el Hijo de Dios (y su Siervo): «Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia» (Mr. 1:11). Es evidente que Marcos no permite que la deidad de Cristo vaya revelándose gradualmente a lo largo de su narrativa. Quiere asegurarse de que el lector, en su primer encuentro con Jesús, no tenga ninguna duda de que Aquel procede de lo alto. Por supuesto, también indica que el propio Jesús comenzó su obra poseyendo ya la garantía de que Dios era, en un sentido único, su Padre.

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