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Fue como si durante la noche me hubiera atacado un batallón de chinches. De repente, sentía todos los rincones de mi piel inflamados por algo que solo podía describir como un escozor virulento, que no se aliviaba por mucho que me rascara.

—No veo ninguna erupción — dijo Tony cuando me encontró desnuda en el baño, rascándome la piel con las uñas.

—No me lo estoy inventando —contesté irritada, pensando que me estaba acusando de dejarme llevar por algún estado psicosomático.

—No digo que te lo inventes. Solo que...

Me volví y me miré al espejo. Tenía razón. Las únicas marcas que tenía en la piel eran las que me había hecho rascándome frenéticamente.

Tony me llenó la bañera de agua caliente y me ayudó a meterme. El agua ardiente fue momentáneamente dolorosa, pero cuando me adapté al calor excesivo, me produjo un efecto balsámico. Tony se quedó sentado junto a la bañera, me tomó de la mano y me contó otra de sus divertidas anécdotas de guerra: cómo había cogido piojos mientras informaba de una escaramuza tribal en Eritrea y cómo le había afeitado la cabeza un barbero de la aldea.

—El tipo me afeitó con la navaja más sucia que te puedas imaginar. Y, encima, no es que tuviera un pulso muy firme, así que cuando terminó, no solo me dejó calvo, sino que parecía que necesitaba puntos. Incluso así, sin un solo pelo en la cabeza, me picaba muchísimo. Entonces el barbero me la envolvió en una toalla ardiendo. Me curó el picor inmediatamente y me hizo varias quemaduras de primer grado.

Le pasé los dedos por el pelo, encantada de tenerlo sentado a mi lado, cogiéndome la mano, acompañándome en aquel mal trago. Cuando finalmente salí de la bañera una hora después, el prurito había cesado. Tony no podría haberse portado mejor. Me secó con una toalla. Me echó polvos de talco. Me metió en la cama. Me quedé dormida enseguida, y no me desperté hasta mediodía, cuando el escozor empezó de nuevo.

Al principio pensé que estaba en medio de un sueño hiperactivo, como una de esas pesadillas en que te estás cayendo en un abismo, hasta que tropiezas con la almohada. Pero antes de ser totalmente consciente de estar despierta, ya sabía que otro escuadrón de pestilentes insectos se había instalado bajo mi piel. La intensidad del escozor se había duplicado desde la noche anterior. Sentí pánico en estado puro. Corrí al baño, me quité los pantalones del pijama y la camiseta, y me busqué erupciones u otra clase de inflamación cutánea, sobre todo en el vientre hinchado. Nada. Así que me preparé otro baño caliente y me metí dentro. Como la noche anterior, el agua ardiendo me produjo un efecto calmante, escaldándome la piel hasta dejarme insensible y con ello sofocando el penetrante prurito.

Pero en cuanto salí del baño una hora más tarde, el picor empezó de nuevo. Yo ya estaba realmente aterrorizada. Me froté con polvos de talco. Solo aumentó mi sensación de malestar. Abrí los grifos para preparar otro baño. Me escaldé otra vez, y el picor volvió a consumirme en cuanto salí de la bañera.

Me puse un albornoz y llamé a Margaret.

—Creo que voy a volverme loca —dije, y luego le expliqué la guerra que se había declarado bajo mi piel y que me preocupaba que fuera producto de mi imaginación.

—Si realmente te escuece tanto, no puede ser psicosomático —dijo Margaret.

—Pero no se ve nada raro.

—Puede ser una erupción interna.

—¿Existe eso?

—No soy médico, así que no lo puedo saber. Pero yo que tú, dejaría de portarme como una cristiana de la cienciología, y me iría a ver al médico ahora mismo.

Seguí el consejo de Margaret y llamé a la consulta. Pero mi doctora no tenía un hueco aquella tarde y solo pudo darme una cita con un tal doctor Rodgers: un médico de cuarenta y tantos años más seco que el polvo, con una calva incipiente y un trato escalofriante. Me pidió que me desnudara. Me examinó la piel superficialmente. Me dijo que me vistiera y me dio su diagnóstico: probablemente padecía una reacción alérgica «subclínica» a algo que había comido. Cuando le expliqué que no había comido nada fuera de lo normal los últimos días, dijo:

—El embarazo hace que el cuerpo reaccione de forma diferente.

—Pero es que el picor me está volviendo loca.

—Espere veinticuatro horas más.

—¿No me puede dar nada para aliviarlo?

—Como no hay nada visible en la piel, no. Pruebe a tomar aspirina o ibuprofeno, si no puede soportarlo.

Cuando se lo conté a Margaret media hora más tarde, se puso beligerante.

—Es típico de los ingleses. Toma dos aspirinas y aprieta los dientes.

—Mi doctora habitual es bastante mejor.

—Pues coge el teléfono y pídele cita. Mejor aún, insiste para que te haga una visita domiciliaria. Lo hacen, si te pones dura.

—A lo mejor tiene razón. A lo mejor es una reacción alérgica...

—¿Qué te pasa? ¿Solo dos meses en Londres y ya estás adoptando la actitud de «sonríe y aguanta»?

En cierto modo, Margaret estaba en lo cierto. No quería quejarme, sobre todo porque no era habitual en mí estar enferma y aún menos tener picores extraños. Así que intenté distraerme deshaciendo unas cajas de libros, e intentando leer números atrasados del New Yorker. Resistí la tentación de llamar a Tony al periódico y decirle que me encontraba fatal. Finalmente me quité la ropa y me rasqué tan fuerte la piel que empecé a sangrar en los hombros. Me refugié en el baño. Solté un grito de pura frustración y dolor mientras esperaba que se llenara la bañera. Después de escaldarme por tercera vez, finalmente llamé a Tony al periódico y le dije:

—Creo que estoy en apuros.

—Voy enseguida.

Una hora después estaba en casa. Me encontró temblando en la bañera, a pesar de que el agua estaba todavía casi hirviendo. Me vistió. Me metió en el coche y fue directamente por el Wandsworth Bridge, después Fulham Road arriba y aparcó frente al Mattingly Hospital. Entramos enseguida en urgencias, y cuando Tony vio que la sala de espera estaba abarrotada, fue a hablar con la enfermera del servicio de urgencias e insistió en que me vieran en seguida a causa de mi embarazo.

—Me temo que tendrá que esperar, como todo el mundo.

Tony intentó protestar, pero la enfermera no se lo permitió.

—Siéntese, por favor. No puede saltarse la cola a menos que...

En aquel preciso momento, le proporcioné el «a menos que», porque el prurito constante se transformó en una grave convulsión. Sin saber qué me pasaba, caí hacia adelante y perdí el conocimiento.

Cuando me desperté, estaba echada en una cama de hierro de hospital, con varios tubos intravenosos que salían de mis brazos. Me sentía completamente grogui, como si saliera de un sueño narcótico profundo. Por un momento, me pregunté: «¿Dónde estoy?», hasta que pude enfocar un poco los ojos y vi que estaba en una gran sala, con una docena de mujeres más, rodeada de tubos, máquinas de respiración asistida, monitores fetales y otra parafernalia médica. Logré concentrarme en el reloj situado en el fondo de la sala: las 3:13 de la tarde. Una luz grisácea se filtraba a través de las cortinas transparentes. ¿Las 3:13 de la tarde? Tony y yo habíamos llegado al hospital sobre las ocho de la noche. Era posible que hubiera estado inconsciente... ¿cuánto?... ¿diecisiete horas?

Hice un esfuerzo para pulsar el timbre situado junto a mi cama. Al hacerlo, parpadeé involuntariamente un momento y me asaltó una intensa oleada de dolor en la parte superior de la cara. También tomé conciencia de que tenía la nariz vendada y sentía la zona alrededor de los ojos dolorida. Volví a pulsar el timbre. Finalmente se presentó una enfermera afrocaribeña menuda. Cuando amusgué los ojos para leer su identificación —«Howe»—, sentí que la cara se me hacía añicos otra vez.

—Bienvenida —dijo con una sonrisa amable.

—¿Qué ha pasado?

La enfermera cogió mi historial del pie de la cama y leyó las notas.

—Parece que se desmayó en recepción. Tuvo suerte de que no se rompiera la nariz. Y no ha perdido ningún diente.

—¿Cómo está el bebé?

Un largo y angustioso silencio mientras la enfermera Howe repasaba las notas.

—No se preocupe. El bebé está bien. Pero usted sí que tendrá que cuidarse.

—¿En qué sentido?

—El señor Hughes, el especialista, pasará a verla esta noche.

—¿Voy a perder el bebé?

Volvió a mirar mi historial, y dijo:

—Sufre un trastorno de tensión excesivamente alta. Podría ser preeclampsia, pero no lo sabremos hasta que hagamos unos análisis de sangre y orina.

—¿Puede poner en peligro el embarazo?

—Puede, pero intentaremos controlarlo. Y en gran parte dependerá de usted. Más vale que se prepare para llevar una vida muy tranquila las próximas semanas.

Fantástico. Lo que me faltaba por oír. De repente una oleada de fatiga se abatió sobre mí. Tal vez se debía a los sedantes que me habían dado. Quizás era una reacción a las diecisiete horas de inconsciencia. O puede que fuera una combinación de las dos cosas, junto con mi tensión sanguínea alta recién estrenada. En todo caso, me sentía totalmente desprovista de energía. Tan agotada y desvitalizada que no tenía suficiente energía ni para sentarme. Porque tenía una necesidad urgente de orinar. Pero antes de que pudiera expresar esa necesidad, antes de que pudiera pedirla cuña o ayuda para llegar al baño más cercano, la parte inferior de mi cuerpo se vio repentinamente envuelta en un charco cálido de líquido.

—Oh, mierda... —exclamé en una voz baja y desesperada.

—No pasa nada —dijo la enfermera Howe.

Cogió una radio y pidió ayuda. Enseguida llegaron dos corpulentos auxiliares junco a mi cama. Uno de ellos tenía la cabeza afeitada y un pendiente en una oreja; el otro era un sij delgado y musculoso.

—Lo siento, lo siento —logré murmurar cuando los dos auxiliares me incorporaron.

—No tiene por qué preocuparse, encanto —dijo el de la cabeza rapada—. Es lo más natural del mundo.

—No me había pasado nunca —dije mientras me levantaban del colchón empapado y me ponían en una silla de ruedas. Tenía el camisón de hospital pegado al cuerpo.

—¿En serio, la primera vez? —preguntó el cabeza rapada—. Pues que buena vida. Porque, por ejemplo, mi compañero no para de mearse encima, ¿verdad?

—No haga caso a mi colega —dijo el sij—. Le encanta decir tonterías.

—¿Colega yo? —exclamó el cabeza rapada—. ¿No éramos compañeros?

—Cuando me acusas de mearme encima, no —dijo el sij, empujando mi silla.

El cabeza rapada caminaba a su lado sin dejar de lanzar pullas.

—El problema de los sijs es que no tenéis sentido del humor.

—Yo no paro de reír, cuando algo me hace gracia. Pero no cuando un tontaina...

—¿Me estás llamando tontaina?

—No, estoy hablando de los tontainas en general. Así que no lo tomes como algo personal.

—Oyes, si estás hablando en general...

—«Oye», si estás hablando en general... —corrigió el sij.

—¿Sabe quién se cree que es mi amigo... perdón, mi colega? —preguntó el cabeza rapada—. Se cree que es el profesor Higgins.

—¿Por qué los ingleses no pueden enseñar a sus hijos a hablar bien? —comentó el sij.

—Cállate.

Era como oír a una pareja anciana teniendo un altercado inofensivo que duraba desde hacía veinte años. Pero también me daba cuenta de que lo hacían por mí, para distraerme de mi humillación, y para que dejara de sentirme como una niña mala que se había mojado y ahora se sentía indefensa.

Cuando llegamos al baño, los dos auxiliares me levantaron de la silla de ruedas, me sostuvieron de pie frente al lavabo y esperaron a que se presentara la enfermera. Cuando llegó, los dos hombres se marcharon. La enfermera era una mujer grande y alegre de unos cincuenta años, con un acento que delataba sus orígenes de Yorkshire. Con delicadeza me quitó la camisa empapada por encima de la cabeza.

—En seguida estará limpia —dijo, mientras preparaba una bañera de agua templada.

Había un espejo sobre el lavabo. Me miré y me quedé helada. La mujer que me miraba parecía una víctima de malos tratos. La nariz, totalmente vendada, se había hinchado dos veces más de su tamaño y se había vuelto de un color ligeramente morado. Los dos ojos estaban amoratados y la zona alrededor de los párpados también estaba amarillenta y tumefacta.

—Los golpes en la nariz siempre parecen peor de lo que son —dijo ella, dándose cuenta inmediatamente de mi angustia—. Y siempre se curan muy deprisa. Espere tres o cuatro días y volverá a ser tan guapa como siempre.

Tuve que reírme, no solo porque nunca me he considerado guapa, sino porque en aquel momento podrían haberme exhibido en una galería de monstruos.

—¿Es estadounidense? —preguntó.

Asentí en silencio.

—Nunca he conocido un estadounidense que no me cayera bien —dijo—. Eso sí, solo he conocido a dos yanquis en toda mi vida. ¿Qué hace viviendo aquí?

—Mi marido es inglés.

—Mírala que lista —dijo riéndose.

Me metió en el agua templada y me pasó la esponja por todas partes, pero me la dio para que me lavara la zona de la ingle. Luego me ayudó a levantarme, me secó y me vistió con un camisón limpio. Durante todo el rato, no dejó de hablar de banalidades. Una forma muy inglesa de superar una situación violenta que me gustó. Porque, a su manera brusca, estaba siendo muy considerada conmigo.

Cuando me acompañó con la silla de ruedas a mi sala, ya habían cambiado las sábanas empapadas por otras limpias. Me ayudó a meterme en la cama y dijo:

—No se preocupe por nada, cariño. Todo se arreglará.

Me rendí a las sábanas frescas y almidonadas, aliviada de volver a estar seca. Apareció la enfermera Howe y me informó de que necesitaba una muestra de orina.

—Eso ya lo he hecho —dije riéndome.

Volví a bajar de la cama y fui al baño, donde llené un frasquito con la poca reserva de orina que me quedaba. Luego, cuando volvía a estar en la cama, vino otra enfermera con una gran aguja hipodérmica para extraerme sangre. Volvió la enfermera Howe para decirme que Tony acababa de llamar. Ella le había informado de que el señor Hughes pasaría a las ocho y le había pedido que estuviera presente.

—Su marido ha dicho que haría lo posible por llegar, y me ha preguntado cómo estaba.

—No le habrá contado que se me ha escapado...

—No sea tonta —dijo la enfermera Howe con una risita, y luego me informó de que no me acomodara demasiado, porque el señor Hughes (al que habían avisado de mi estado) había pedido una ecografía fetal antes de su visita. Se me encendieron las luces de alarma en la cabeza.

—Entonces es que cree que el bebé está sufriendo —dije.

—Pensar en eso no le hará ningún bien.

—Tengo que saber si existe el riesgo de que abor...

—El riesgo existe, si sigue empeñada en angustiarse. La tensión alta no se debe únicamente a factores fisiológicos. También tiene que ver con el estrés. Por eso se cayó anoche.

—Pero si solo tengo la tensión alta, ¿por qué ha pedido una ecografía?

—Porque querrá descartar...

—¿Descartar qué? —pregunté.

—Es lo normal.

Eso no me consoló en absoluto. Durante la prueba, me pasé el rato mirando el difuminado perfil del monitor fetal, y preguntando a la técnica (una australiana que no podía tener más de veintitrés años) si veía alguna cosa funesta.

—No se preocupe —dijo—. Está bien.

—Pero el bebé...

—No es necesario que se...

Pero no oí el final de la frase porque el prurito empezó de nuevo. Solo que esta vez, las zonas más afectadas eran el diafragma y la pelvis, exactamente donde me habían aplicado el gel de la ecografía. Al cabo de un minuto, el picor era insufrible, y tuve que decirle a la chica que necesitaba rascarme la barriga.

—No se preocupe —dijo, aparcando el aparato que había tenido apoyado en mi estómago.

Inmediatamente, empecé a rasgarme la piel. La chica me miró estupefacta.

—Calma, por favor —dijo.

—No puedo. Me está volviendo loca.

—Pero va a hacerse daño, y se lo hará al bebé.

Aparté las manos. El picor se intensificó. Me mordí el labio tan fuerte que estuvo a punto de sangrar. Cerré los ojos con fuerza, pero empezaron a caerme lágrimas. De repente, tenía la cara cubierta de lágrimas. Al cerrar los ojos con fuerza me dolieron todos los músculos de la parte superior de la cara.

—¿Se encuentra bien? —preguntó la chica.

—No.

—Espere un momento —dijo—. Pero, por favor, no vuelva a rascarse el vientre.

Me pareció que tardaba una hora en volver, aunque cuando miré el reloj comprobé que solo habían pasado cinco minutos. Cuando la chica volvió con la enfermera Howe, me encontró agarrada al borde de la cama, a punto de gritar.

—Explíqueme lo que le pasa —dijo la enfermera Howe.

Cuando le expliqué que quería rascarme el vientre hasta arrancarme la piel, o hacer lo que fuera para que parara el picor, me examinó y luego cogió el teléfono y dio unas órdenes. Se inclinó hacia mí y me apretó el brazo.

—Ahora vienen.

—¿Qué van a hacer?

—Darle algo para que cese el picor.

—Pero ¿y si es mi imaginación? —dije con una voz que se acercaba a la histeria.

—¿Usted cree que es su imaginación? —preguntó la enfermera Howe.

—No lo sé.

—Si se rasca así, no es su imaginación.

—¿Está segura?

Sonrió y dijo:

—No es la primera embarazada que se queja de picores.

Llegó una auxiliar, con una bandeja de medicamentos. Me limpió el gel de la ecografía. Luego, utilizando lo que parecía un pincel esterilizado, me pintó el vientre con una sustancia rosa y arcillosa, loción de calamina que me alivió instantáneamente el picor. La enfermera Howe me alargó dos comprimidos y un vasito de agua.

—¿Qué es? —pregunté.

—Un sedante suave.

—No necesito un sedante.

—Yo creo que sí.

—No quiero estar atontada cuando llegue mi marido.

—Esto no la dejará atontada, solo la calmará.

—Ya estoy calmada.

La enfermera Howe no dijo nada. Se limitó a ponerme los dos comprimidos en la palma de la mano y me ofreció el vaso de agua. De mala gana me tragué las píldoras y dejé que me pusieran en la silla de ruedas y me llevaran otra vez a la habitación.

Tony llegó antes de las ocho con unos periódicos bajo el brazo y un ramo de flores mustio. Los comprimidos habían hecho efecto y aunque la enfermera Howe no me había mentido con lo de que no me dejarían atontada, no me había dicho que aplacaban cualquier agitación emocional y me harían sentirme apagada y embotada, alicaída... harían sentirme... aunque era perfectamente consciente de que Tony intentaba disimular la angustia que le producía verme en ese estado.

—¿Tan horrible estoy? —pregunté en voz baja cuando se acercó a la cama.

—Qué tonterías dices —exclamó, inclinándose para darme un beso en la frente.

—Deberías haber visto al otro —dije, y me oí reír con una risa cavernosa.

—Por la forma en que te caíste anoche me esperaba algo peor.

—Es un consuelo. ¿Por qué no me has llamado?

—Porque, según la enfermera de turno, no recuperaste la conciencia hasta las tres.

—Pero después de las tres...

—Conferencias, entregas, las páginas que tenían que salir. Se llama trabajo.

—¿Quieres decir como yo? Yo soy trabajo para ti, ¿verdad?

Tony inspiró con irritación; una forma de hacerme saber que no le gustaba nada el cariz que estaba tomando la conversación. Pero a pesar de lo apagada que me habían dejado los fármacos, seguí haciéndome la ofendida. Porque, en aquel momento, estaba muy furiosa con todo el mundo, y sobre todo con el hombre distante que estaba sentado al borde de mi cama, que era el que me había metido en aquel lío dejándome preñada. El muy egoísta. El muy cabrón. El...

«Y yo que creía que las píldoras me tranquilizarían...».

—Podrías preguntarme si el bebé está bien —dije, con una voz que era un parangón de la calma infinita.

Otra inspiración exasperada de Tony. Sin duda, contaba los minutos que faltaban antes de poder marcharse, y librarse de mí otra noche. Luego, si seguía su racha de suerte, al día siguiente me caería de narices otra vez, y estaría encarcelada un par de noches más.

—Sabes perfectamente que he estado preocupado por ti —dijo.

—Claro que lo sé. Todo tú irradias preocupación, Tony.

—¿Es a esto a lo que llaman «shock postraumático»?

—Oh, eso es. Recuérdame como a una loca. Olvídate del día que me conociste.

—¿Se puede saber lo que te dan?

Una voz detrás de Tony dijo:

—Valium, ya que lo pregunta. Y por lo que he oído, no ha surtido el efecto deseado.

El señor Desmond Hughes estaba al lado de mi cama con el historial en la mano y las bifocales en la punta de la nariz.

—¿Está bien el bebé, doctor? —pregunté.

El señor Hughes no levantó la mirada del historial.

—Buenas noches a usted también, señora Goodchild. Sí, todo parece estar bien. —Se volvió hacia Tony—. Usted debe de ser el señor Goodchild.

—Tony Hobbs.

—Ah, bien —dijo Hughes, asintiendo con una ínfima inclinación de cabeza. Luego se volvió hacia mí y preguntó—: ¿Cómo se encuentra hoy? Han sido veinticuatro horas inestables, lo sé.

—Hábleme del bebé, doctor.

—Por lo que he visto en la ecografía, el bebé no ha sufrido ningún daño. Pero me han dicho que ha sufrido colestasis.

—¿Y eso qué es? —pregunté.

—Prurito crónico. No es raro en las mujeres embarazadas y a menudo llega en tándem con la preeclampsia, que, como sabrá, es...

—¿Tensión alta?

—Muy bien, aunque en términos clínicos, preferimos llamarlo trastorno de hipertensión. Pero la buena noticia es que la preeclampsia se caracteriza a menudo por un elevado nivel de ácido úrico, y su muestra de orina, en cambio, es relativamente normal, por lo que considero que no sufre preeclampsia. De todos modos la presión sanguínea es peligrosamente alta. Si no se controla, puede ser un riesgo para la madre y el bebé. Por eso le recetaré un betabloqueante para estabilizar la presión arterial, y un antihistamínico, Piriton, para aliviar la colestasis. Y también me gustaría que tomara cinco miligramos de Valium tres veces al día.

—No pienso volver a tomar Valium.

—¿Y eso por qué?

—Porque no me gusta.

—En la vida hay muchas cosas que no nos gustan, señora Hobbs, a pesar de que son beneficiosas...

—¿Como las espinacas?

Tony soltó otra de sus tosecillas nerviosas.

—Sally...

—¿Qué?

—Si el señor Hughes cree que el Valium te ayudará...

—¿Ayudarme? —pregunté—. Lo único que hace es atontarme.

—¿En serio? —dijo el señor Hughes.

—Muy gracioso —contesté.

—No pretendía ser gracioso, señora Hobbs.

—Soy la señora Goodchild —dije—. Él es Hobbs. Yo soy Goodchild.

Un breve intercambio de miradas entre Tony y el médico. Oh, Dios, ¿por qué me estoy comportando de una forma tan rara?

—Lo siento, señora Goodchild. Evidentemente, no puedo obligarla a tomar un medicamento contra su voluntad. Sin embargo, mi opinión médica es que le aliviaría el estrés.

—Pues es mi opinión experimental que el Valium me produce efectos raros en la cabeza. O sea que no, no pienso volver a tomarlo.

—Es su prerrogativa, pero comprenda que lo considero poco aconsejable.

—Lo tendré en cuenta —dije con calma.

—Pero ¿tomará el Piriton?

Asentí con la cabeza.

—Bueno, algo es algo —comentó Hughes—. Y seguiremos tratando la colestasis con loción de calamina.

—Estupendo —repliqué otra vez.

—Oh, una última cosa —dijo Hughes—. Tiene que entender que la tensión alta es un estado grave, que podría provocar que perdiera al bebé. Por eso, hasta el final del embarazo, no debe someterse a ninguna clase de tensión física o emocional.

—¿Lo que significa...? —pregunté.

—Lo que significa que no puede volver a trabajar hasta después...

Lo interrumpí.

—¿No puedo trabajar? Soy periodista, corresponsal. Tengo responsabilidades...

—Sí, las tiene —dijo Hughes, interrumpiéndome—. Responsabilidades con usted y con el bebé. Porque por mucho que podamos tratar parcialmente su enfermedad, el hecho es que solo un reposo completo en la cama nos asegurará que está fuera de peligro. Por eso se quedará ingresada hasta el final...

Lo miré estupefacta.

—¿Hasta el final del embarazo? —pregunté.

—Eso me temo.

—Pero todavía faltan tres semanas. No puedo dejar el trabajo...

Tony me puso una mano en el hombro para calmarme e impedirme que siguiera hablando.

—Pasaré a verla mañana, señora Goodchild —dijo Hughes.

Con otra inclinación de cabeza hacia Tony, se fue a ver a otra paciente.

—No me lo puedo creer —protesté.

Tony se encogió de hombros.

—Ya nos las arreglaremos —dijo.

Luego miró el reloj y comentó que tenía que volver al periódico.

—Pero ¿no habías entregado ya las páginas?

—Yo no he dicho eso. Además, mientras estabas inconsciente, han acusado al ayudante del primer ministro ruso de participación en una trama de pornografía infantil, y ha estallado una pequeña guerra entre facciones rivales en Sierra Leona...

—¿No tienes a nadie en Freetown?

—Un corresponsal local, Jenkins. No está mal, pero no tiene experiencia. Si la escaramuza se convierte en una guerra de verdad, creo que tendremos que mandar a uno de los nuestros.

—¿Tú, por ejemplo?

—Ni loco.

—Si quieres irte, vete. Por mí no te reprimas.

—No lo haría, créeme.

Lo dijo en un tono amable, pero tajante. Era la primera vez que había expresado directamente sus temores a sentirse atrapado. O, al menos, es como yo me lo tomé.

—Gracias por dejarlo claro —dije.

—Ya sabes a lo que me refiero.

—No, francamente, no.

—Soy el jefe de redacción de Internacional, y los jefes de redacción no se van a informar de un enfrentamiento en Sierra Leona. Lo que sí tienen que hacer es volver a la oficina para cerrar páginas.

—Pues anda, vete. No te reprimas.

—Es la segunda vez que dices lo mismo.

Dejó su regalo de periódicos y flores mustias en la mesita. Luego me dio otro beso de compromiso en la frente.

—Volveré mañana.

—Eso espero.

—Te llamaré a primera hora e intentaré pasar antes de ir a trabajar.

No me telefoneó. Cuando yo llamé a casa a las ocho y media no me contestó nadie. Cuando telefoneé al periódico a las nueve y media, Tony no estaba en su mesa. Y cuando intenté llamarlo al móvil, me saltó el buzón de voz. Así que le dejé un mensaje escueto:

—Estoy aquí sentada, muerta de aburrimiento, y me preguntaba: ¿dónde coño te has metido? ¿Y por qué no coges el teléfono? Por favor llámame enseguida, porque me gustaría conocer el paradero de mi marido.

Unas dos horas después, sonó el teléfono de la mesita. Tony parecía más neutro que Suiza.

—Hola —dijo—. Siento no haber estado localizable antes.

—Te he llamado a casa a las ocho y media y no había nadie.

—¿Qué día es hoy?

—Miércoles.

—¿Y qué hago los miércoles?

No necesité contestar, porque él sabía que yo sabía la respuesta: desayunaba con el editor del periódico. Desayunaba en el Savoy, siempre a las nueve. Lo que significaba que Tony tenía que salir de casa sobre las ocho. «Idiota, idiota, idiota... ¿por qué lo estás liando todo?».

—Lo siento —dije.

—No te preocupes —dijo, en un tono totalmente desapegado, como si le importara un rábano—. ¿Cómo te encuentras?

—Bastante mal todavía. Pero ya no me pica, gracias a la loción de calamina.

—Algo es algo, supongo. ¿Cuáles son las horas de visita?

—Ahora mismo por ejemplo.

—Tengo que comer con el encargado de la sección africana en el Foreign Office, pero lo puedo anular.

Inmediatamente pensé: ¿y por qué no me habló ayer del almuerzo? Quizá porque no quería que yo supiera, entonces, que no podría venir a verme por la mañana. Quizá porque el almuerzo se acordó a última hora, dada la situación en Sierra Leona. O quizá... yo qué sé. Ese era mi mayor problema con Tony: que no sabía nada. Era como si viviera detrás de un velo. ¿O era solo la fatiga provocada por la hipertensión lo que me alteraba, por no hablar de la colestasis, y todo lo que en aquel momento formaba parte de aquel maravilloso embarazo? No tenía intención de volver a alterarme o armar un escándalo porque no viniera a verme inmediatamente. De todos modos no me iba a mover de allí.

—No hace falta —dije—. Nos veremos esta noche.

—¿Estás segura? —preguntó.

—Llamaré a Margaret a ver si puede pasar a verme esta tarde.

—¿Necesitas algo?

—Cómprame algo bueno en Marks & Spencer.

—Intentaré no ir muy tarde.

—Muy bien.

Por supuesto, Margaret estaba en el hospital media hora después de mi llamada. Intentó disimular la impresión cuando me vio, pero no lo logró.

—Solo necesito saber una cosa —dijo.

—No, no me lo hizo Tony.

—No tienes que protegerlo, ya lo sabes.

—No lo protejo, de verdad.

Luego le conté mi encantadora conversación con Hughes y que me había negado a ser nombrada ciudadana de la nación Valium.

—Tienes todo el derecho a negarte a tomarlo si te da aprensión —dijo.

—No veas lo agresiva que me puse con el Valium.

—¿Cómo lo lleva Tony?

—De una forma muy inglesa y muy flemática. Yo empiezo a estar aterrorizada, no solo por la perspectiva de pasar tres semanas atada a esta cama, sino porque estoy convencida de que al periódico no le va a gustar que no pueda trabajar.

—El Post no puede despedirte.

—¿Quieres apostarte algo? Están hasta el cuello económicamente, como todos los periódicos hoy en día. Se rumorea que la dirección está pensando reducir las corresponsalías. Y estoy segura de que, si desaparezco unos meses de vista, me despedirán sin pestañear.

—Al menos tendrán que darte una compensación.

—Estando en Londres, no.

—Sacas conclusiones precipitadas.

—No, soy la yanqui realista de siempre. De la misma forma que sé que, entre la hipoteca y las obras, no nos va a sobrar el dinero.

—Bien, pues déjame hacer algo para que tu vida en el hospital sea más agradable. Deja que te pague una habitación privada para las próximas semanas.

—¿Se puede pasar a una habitación privada?

—Yo lo hice cuando di a luz en un hospital público. Tampoco es tan caro. Son unas cuarenta libras de más por noche.

—Sigue siendo mucho dinero por tres semanas.

—Tú no te preocupes por eso. La cuestión es que necesitas estar lo más tranquila posible ahora mismo y estando en una habitación tú sola lo tendrás mucho más fácil.

—Es verdad, pero ¿y si mi orgullo no me permite aceptar tu caridad?

—No es caridad. Es un regalo. Un regalo antes de despedirme de la ciudad.

Me quedé muda.

—¿Qué estás diciendo? —pregunté.

—Nos trasladan a Nueva York. Alexander se enteró ayer.

—¿Cuándo exactamente? —pregunté.

—Dentro de dos semanas. Ha habido grandes cambios en el bufete y han nombrado socio a Alexander para que dirija el Departamento de Demandas. Y como los niños tienen las vacaciones de mitad de trimestre, aprovechan para mandarnos a todos de vuelta.

Me entró una gran ansiedad. Margaret era mi única amiga en Londres.

—Mierda —dije.

—Eso es lo que pienso yo —dijo—. Porque por mucho que me queje de Londres, sé que voy a echarlo de menos en cuanto esté cómodamente instalada en un barrio residencial y me convierta en un ama de casa total, y empiece a odiar a todos los blancos ricos que conozca en Chappaqua, y me pregunte por qué todos parecen iguales.

—¿Alexander no puede pedir que os quedéis más tiempo?

—Es imposible. El bufete manda y hay que obedecer. Te lo juro, dentro de tres semanas te voy a envidiar. Aunque esta ciudad sea desesperante, siempre resulta atractiva.

Cuando Tony llegó al hospital por la noche, ya me habían trasladado a una bonita habitación privada. Pero cuando mi marido me preguntó a qué se debía la mejora y le conté la generosidad de Margaret, su reacción fue tan brusca como negativa.

—¿Y por qué demonios lo ha hecho?

—Es un regalo que me hace.

—¿Qué has hecho? ¿Hacerte la pobre? —preguntó.

Lo miré atónita.

—Tony, no es necesario...

—¿Lo has hecho o qué?

—¿Realmente crees que haría algo así?

—Es evidente que ha sentido tanta compasión que...

—Ya te he dicho que era un regalo. Una forma muy agradable de ayudarme...

—Que no aceptaremos.

—Pero ¿por qué?

—Porque yo no acepto caridad de una americana rica.

—Esto no es caridad. Es mi amiga y...

—Yo lo pagaré.

—Tony, ya está pagado. ¿Por qué armas tanto escándalo?

Silencio. Yo sabía por qué: el orgullo de Tony. Aunque él no estuviera dispuesto a admitirlo. Solo dijo:

—Ojalá me lo hubieras consultado antes.

—Oye, no me has llamado en todo el día, y hasta que no me trasladaron aquí tenía que levantarme para hacer una llamada. Resulta que me han ordenado que no me mueva para nada.

—¿Cómo te encuentras?

—Ya casi no me pica. Y haber salido de aquella asquerosa sala también ha sido un alivio.

Una pausa. Tony evitó mi mirada.

—¿Por cuánto tiempo ha pagado Margaret la habitación?

—Tres semanas.

—Bien, yo pagaré todo lo que pase de eso.

—Bien —dije bajito, reprimiendo la tentación de añadir: «Lo que tú quieras, Tony». En cambio señalé la bolsa de Marks & Spencer que llevaba en la mano y pregunté—: ¿Eso es mi cena?

Tony se quedó una hora aquella noche, lo suficiente para verme engullir el bocadillo y la ensalada que me había traído. También me informó de que había llamado a A. D. Hamilton del Post para explicarle que habían tenido que ingresarme de urgencia la noche anterior.

—Seguro que estaba desconsolado —dije.

—Bueno, no se puede decir que demostrara una enorme angustia.

—¿No le dijiste nada de que estaría sin trabajar las próximas semanas? —pregunté.

—No soy tan tonto.

—Tendré que llamar a mi editor yo misma.

—Deja pasar un par de días hasta que te encuentres mejor. Estás muy alterada.

—Es verdad. Estoy muy nerviosa. Y ahora mismo lo que me gustaría sería dormir las próximas tres semanas, despertarme y descubrir que ya no estoy embarazada.

—Todo se arreglará —dijo.

—Claro, cuando ya no parezca una mujer maltratada.

—Nadie se iba a creer lo de la «mujer maltratada».

—¿Y eso por qué?

—Porque eres más grande que yo.

Hice un esfuerzo por reírme, reconociendo la habilidad de mi marido para desviar el tema con una salida humorística siempre que nos acercábamos a un terreno de potencial discusión, o cuando presentía que me estaba angustiando demasiado por algo. Pero aunque estaba realmente ansiosa, también estaba demasiado cansada para empezar una letanía de todo lo que me angustiaba: desde mi estado físico, al miedo que tenía de perder al bebé, a cómo reaccionaría el Post ante la ampliación de mi baja médica, por no hablar de detalles domésticos triviales como el estado de nuestra casa a medio reformar. Me invadió el agotamiento y le dije a Tony que tenía que dormir. Me dio un beso superficial en la frente y me dijo que pasaría a verme antes de ir a trabajar.

—Trae todos los libros que puedas —dije—. Estas semanas se me van a hacer muy largas.

Luego me quedé frita durante diez horas y me desperté después del amanecer con esa mezcla de exultación amodorrada y pura sorpresa de haber dormido tanto. Me levanté. Fui al baño de la habitación. Me miré la cara magullada en el espejo. Sentí algo parecido a la desesperación. Oriné. Los picores empezaron de nuevo. Volví a la cama y llamé a la enfermera. Llegó, me ayudo a levantarme el camisón y me aplicó loción de calamina. Me tomé dos tabletas de Pintón, y pregunté a la enfermera si sería posible tomar una taza de té y un par de tostadas.

—Enseguida —dijo, y se marchó.

Mientras esperaba que llegara el desayuno, miré por la ventana. No llovía, pero a las 6:03 de la mañana todavía era noche cerrada. Sin querer me puse a pensar que, por mucho que lo intentes, nunca llegas a controlar la trayectoria de tu vida. Podemos engañamos creyendo que somos los capitanes, que marcamos el rumbo de nuestro destino, pero lo azaroso de los acontecimientos inexorablemente nos coloca en lugares y situaciones donde no esperábamos encontrarnos.

Como entonces.

Tony se presentó a las nueve, con los periódicos de la mañana, tres libros y mi ordenador portátil. Solo pudo quedarse veinte minutos, porque tenía prisa por llegar al periódico. De todos modos se mostró atento, aunque tuviera prisa por irse, y por suerte no mencionó nuestro pequeño desacuerdo de la noche anterior acerca de la habitación privada. Se sentó al borde de la cama y me cogió la mano. Me hizo las preguntas que esperaba sobre cómo me encontraba. Parecía contento de verme. Cuando le imploré que no dejara de estar encima de los albañiles y los decoradores (lo último que quería era volver a una casa en obras con un bebé en brazos), me prometió que se aseguraría de que todos seguían trabajando.

Cuando se marchó, sentí una punzada de celos. Se dirigía al mundo cotidiano, mientras que a mí me estaba vetado hacer nada productivo. Reposo absoluto. Ningún tipo de actividad física. Nada estresante que me elevara la tensión sanguínea a niveles estratosféricos. Por primera vez en mi vida adulta estaba confinada en un sitio cerrado. Y ya estaba muerta de aburrimiento.

Sin embargo, me quedaba una gestión laboral crucial por resolver. Un poco más tarde, escribí un correo electrónico a Thomas Richardson, el editor del Post, explicándole mi estado de salud, y que estaría fuera de circulación hasta la llegada del bebé. Le aseguré que todo se debía a circunstancias fuera de mi control, que volvería a trabajar en cuanto terminara mi baja de maternidad, y que después de pasarme toda mi vida profesional persiguiendo reportajes, no me estaba tomando muy bien el encierro en una habitación de hospital.

Repasé el texto varias veces, para asegurarme de que había encontrado el tono acertado, y que quedaba claro que deseaba volver a trabajar lo antes posible. Incluí también el número de teléfono del hospital por si quería hablar conmigo. Después de mandarlo, le escribí también un breve mensaje a Sandy, explicándole que la ley de Murphy se había cumplido en mi embarazo, y detallándole los hilarantes acontecimientos de las últimas cuarenta y ocho horas. Le daba también el número del Mattingly. «Se agradecen las llamadas —escribí—, sobre todo porque me han condenado a tres semanas de cama».

Pulsé «enviar». Tres horas después sonó el teléfono, era mi hermana.

—Por el amor de Dios —exclamó Sandy—, tú sí sabes cómo complicarte la vida.

—Te juro que no lo he hecho a propósito.

—Hasta has perdido tu famoso sentido del humor.

—No sé cómo ha podido pasar.

—No quiero que hagas tonterías. La preeclampsia no es cosa de broma.

—Es solo un principio de preeclampsia.

—Sigue siendo peligroso. O sea que no juegues a la supermujer por primera vez en tu vida, y haz caso de lo que te diga tu médico. ¿Cómo se lo ha tomado Tony?

—No del todo mal.

—¿Detecto una nota de inseguridad en tu voz?

—Puede. Pero claro, está muy ocupado.

—¿Eso quiere decir...?

—Nada, nada. Seguramente estoy demasiado sensible con todo esto.

—Intenta tomártelo con calma, ¿vale?

—No puedo hacer otra cosa.

Por la tarde, recibí una llamada de la secretaria de Thomas Richardson. Me explicó que estaría unos días en Nueva York, pero que le había leído mi mensaje y me mandaba sus deseos de mejoría, además de decirme que no me preocupara por nada más que por recuperar la salud. Cuando le pregunté si podría hablar personalmente con el señor Richardson cuando regresara, se calló un momento y dijo:

—Seguro que la llamará.

Aquel comentario me amargó el día. Por la noche, durante la visita de Tony, le pregunté si detectaba algo turbio en aquella respuesta.

—Quieres decir ¿por qué no habló claro y dijo: «Sé que piensa despedirla»?

—Sí, algo así.

—Porque probablemente no piensa despedirte.

—Pero fue la manera en que dijo: «Seguro que la llamará». Lo dijo de una forma que sonaba amenazadora.

—¿No te ha dicho también que Richardson quería que supieras que no debes preocuparte por nada?

—Sí, pero...

—Pues tiene razón. No deberías pensar en eso. Porque no te hará ningún bien, y además porque, aunque tenga que pasar algo malo, ahora no puedes hacer nada por evitarlo.

Era la pura verdad. No podía hacer absolutamente nada, excepto estar en la cama y esperar a que llegara el niño. Era una sensación de lo más curiosa y absurda: estar apartada y obligada a no hacer nada. Me había pasado mi vida laboral con todas las horas del día llenas, sin permitirme largos períodos de ocio, y menos aún un par de semanas de inactividad total. Siempre tenía que estar activa, siempre había algo que terminar; mi adicción al trabajo respondía al miedo a quedarme atrás, a perder impulso. Ese deseo de mantenerme en movimiento no estaba enraizado en una necesidad psicológica de «esquivar una reflexión personal» o «huir de mi yo verdadero». Me gustaba estar ocupada. Me crecía con los objetivos, teniendo un propósito para el día.

En ese momento, de repente, el tiempo se había dilatado. Sin las exigencias profesionales y domésticas, los días en el hospital parecían demasiado largos. No había horas de entrega, ni citas a las que acudir. Sin embargo, la primera semana se fundió con la siguiente. Tenía un montón de libros para leer. Podía ponerme al día de cuatro meses de números atrasados del New Yorker. Me volví adicta a Radio 3 y Radio 4, y escuchaba ávidamente programas que hablaban de oscuros temas de jardinería, o presentaban un ingenioso e informado debate sobre cualquier versión de la Sinfonía n.° 11 de Shostakovich. Sandy me llamaba a diario. Margaret, Dios la bendiga, logró venir a visitarme al hospital cuatro veces a la semana. Y Tony venía a verme todas las noches. Su llegada después del trabajo era uno de los momentos álgidos de mi día más bien prosaico en el hospital. Siempre intentaba quedarse una hora, pero a menudo tenía que volver corriendo a la oficina o había quedado para alguna cena profesional. Si no estaba preocupado por algo, se mostraba divertido y razonablemente afectuoso. Yo sabía que soportaba mucha presión en el periódico. Y sabía que el trayecto de Wapping a Fulham se comía una hora de su tiempo. Y aunque él no lo expresara, percibía que en el fondo se preguntaba en qué lío se había metido. Cómo podía ser que, en menos de un año, su vida antes independiente de corresponsal en el extranjero se hubiera transformado en una vida repleta de la misma clase de inquietudes cotidianas y domésticas que caracterizaban las vidas de casi todo el mundo. Él lo había querido. Fue él quien que me dio los argumentos convincentes para que fuera a Londres a vivir con él. Y después de mis dudas iniciales, yo había secundado fervorosamente aquellos argumentos. Porque lo deseaba.

Pero en ese momento...

En ese momento seguía deseándolo. Pero también deseaba percibir el compromiso de mi marido. Sin embargo, siempre que le preguntaba si le preocupaba algo, hacía lo que había hecho siempre: tranquilizarme diciendo «todo va bien». Y cambiaba de tema.

De todos modos, cuando estaba en forma, Tony era una estupenda compañía. Hasta que no había más remedio que hablar de algo doméstico y serio. Como mi situación en el Boston Post.

Unos diez días después de mandar aquel primer correo a Thomas Richardson, empecé a ponerme nerviosa porque aún no me había llamado, a pesar de que Margaret y Sandy me aseguraban que seguramente no quería molestarme durante mi convalecencia.

—¿Por qué no te concentras en ponerte bien? —decía Sandy.

—Pero es que ya me siento mejor —decía yo, y era verdad.

El prurito había desaparecido del todo, y estaba recuperando mi equilibrio (sin ayuda del Valium). Aún mejor, los betabloqueantes estaban haciendo su trabajo, y mi tensión sanguínea había disminuido hasta el punto de que, al final de la segunda semana, estaba solo ligeramente por encima del nivel normal. Aquello complació enormemente a Hughes. Cuando me vio en una de sus rondas bisemanales, y echó un vistazo al nivel de tensión en mi historial, me dijo que veía que estaba haciendo «progresos espléndidos».

—Es evidente que ha hecho un esfuerzo por mejorar —comentó.

—Creo que se le llama testarudez americana —dije, un comentario que le hizo esbozar una tímida sonrisa.

—En todo caso, su recuperación es impresionante.

—¿Cree que el embarazo ya no corre peligro?

—No he dicho eso. Usted sigue siendo una persona propensa a la hipertensión. Por eso deberemos estar alerta, especialmente porque ya falta poco para el parto. Y debemos evitar cualquier clase de tensión.

—Hago lo que puedo.

Y dos días después me llamó Richardson.

—Estamos todos muy preocupados por ti —dijo, empezando con su habitual palmadita paternalista.

—Si todo va bien, volveré a trabajar dentro de seis meses como mucho, y esto incluye los tres meses de baja maternal.

Se produjo un silencio en la línea y supe que estaba sentenciada.

—Me temo que nos hemos visto obligados a efectuar cambios en nuestras oficinas en el extranjero; el departamento de finanzas nos aprieta para que hagamos recortes. Por eso hemos decidido mantener un solo corresponsal en la oficina de Londres. Y como tu salud te aparta del mundo laboral...

—Pero ya le he dicho que volveré dentro de seis meses.

—A. D. es el más antiguo en la oficina. Además, es el que está trabajando en este momento.

Estaba absolutamente segura de que A. D. había estado conspirando contra mí desde el día que me había puesto enferma.

—¿Significa eso que me despide, señor Richardson? —pregunté.

—Sally, por favor. Somos el Post, no una multinacional despiadada. Nos ocupamos de nuestra gente. Te pagaremos el sueldo íntegro los próximos tres meses. Luego, si quieres volver a trabajar, te buscaremos un puesto.

—¿En Londres?

Otra tensa pausa transatlántica.

—Como te he dicho, dejaremos solo a un corresponsal en Londres.

—Lo que significa que si quiero un trabajo tengo que volver a Boston.

—Exacto.

—Pero ya sabe que ahora mismo me es imposible. Hace muy poco que me he casado y voy a tener un niño...

—Sally, comprendo tu situación. Pero tú tienes que entender la mía. Tú decidiste instalarte en Londres y nos adaptamos a tu decisión. Ahora necesitas una baja larga por razones de salud y no solo estamos dispuestos a pagarte tres meses enteros, sino que te garantizamos un puesto cuando puedas volver a incorporarte. Si el empleo no es en Londres... en fin, qué puedo decirte: las circunstancias cambian.

Terminé la llamada educadamente, le di las gracias por los tres meses de sueldo, y le dije que pensaría en su oferta, a pesar de que los dos sabíamos que no había ninguna posibilidad de que la aceptara. Lo cual quería decir que el que había sido mi jefe durante dieciséis años me había dejado marchar.

A Tony le agradó saber que, al menos, le ayudaría a pagar la hipoteca durante los tres próximos meses. Pero yo me angustiaba en silencio pensando en cómo haríamos frente a todos los pagos con un solo sueldo cuando el Post dejara de pagarme.

—Ya nos arreglaremos —fue su poco consoladora respuesta.

Margaret también me dijo que dejara de angustiarme por el dinero.

—Con todos los periódicos que hay en esta ciudad, seguro que puedes encontrar trabajo como colaboradora. Pero solo cuando sea necesario. Tony tiene razón, te han dado tres meses de gracia. Ahora mismo, lo único que tienes que hacer es resistir una semana más. Ya tendrás bastante trabajo cuando nazca el niño. Hablando de eso, ¿no te interesa por casualidad una asistenta? Se llama Cha, ha estado con nosotros todo el tiempo desde que llegamos a Londres, y es estupenda en todo. Ahora busca más trabajo. Así que...

—Dame su teléfono y ya hablaré con Tony. Tendré que hacer números.

—Déjame que la pague.

—Ni hablar. Después de lo de la habitación privada me haces sentir como un caso de beneficencia.

—Es que me chiflan las buenas causas.

—No puedo aceptarlo.

—Pues tendrás que hacerlo. Porque es mi regalo de despedida. Seis meses de Cha, dos veces a la semana. Y no puedes negarte.

—¿Seis meses? Te has vuelto loca.

—No, solo soy rica —dijo riendo.

—Qué vergüenza.

—No seas tonta.

—Tengo que consultárselo a Tony.

—No tiene por qué saber que es un regalo.

—Prefiero ser sincera con él. Sobre todo con cosas como esta. No es que le entusiasmara enterarse de que habías pagado la habitación.

—Según mi experiencia, «ser sincera» no es siempre la estrategia conyugal más sensata, sobre todo cuando el ego masculino está en juego.

—Acepte o no el regalo, has sido la mejor amiga que se puede imaginar. Ojalá no te fueras.

—Es el problema de tener un esposo ejecutivo. Los que te pagan los millones también dictan cómo será tu vida. Se le llama un trato faustiano, creo.

—Eres la única amiga que tengo aquí.

—Te he dicho mil veces que eso cambiará... algún día. Además, siempre estaré al otro lado de la línea si necesitas gritarle a alguien. Aunque, teniendo en cuenta que soy yo la que me voy a hundir en helado de vainilla en el condado de Westchester, serás tú la que recibirás llamadas histéricas.

Se marchó dos días después. Aquella noche, finalmente, me armé de valor para informar a Tony del regalo de despedida de Margarent.

—No hablarás en serio —exclamó con irritación.

—Ya te he dicho que fue idea de ella.

—Ojalá pudiera creérmelo.

—¿De verdad crees que haría algo tan rastrero como pedirle que me pagara seis meses una asistenta?

—Es demasiada coincidencia, sobre todo después de...

—Muy bien, muy bien, pagó la maldita habitación. Y no puedes soportar la idea de que alguien me haga la vida un poco más agradable.

—No se trata de eso y lo sabes.

—Entonces ¿de qué se trata, Tony?

—De que podemos pagarnos la asistenta nosotros mismos.

—¿Crees que Margaret no lo sabe? Ha sido solo un regalo. Es verdad que es un regalo demasiado generoso, y por eso le dije que no lo aceptaría hasta que hablara contigo. Porque sospechaba que reaccionarías exactamente así.

Silencio. Esquivó mi mirada furiosa.

—¿Cómo se llama la asistenta? —preguntó.

Le pasé el papel donde Margaret había apuntado el nombre de Cha y su teléfono.

—La llamaré para que empiece la semana que viene. Pagando nosotros.

No dije nada. Finalmente él añadió:

—El editor quiere que vaya a La Haya mañana. Un viaje rápido de una noche para un artículo sobre el tribunal de crímenes de guerra. Sé que sales de cuentas un día de estos. Pero es solo La Haya. Puedo volver en una hora, si me necesitas.

—Claro —dije, desanimada—. Ve.

—Gracias.

Luego cambió de tema, y me contó una historia bastante divertida sobre un colega del periódico a quien había pillado manoseando los gastos. Luché contra la tentación de demostrar que me hacía gracia, porque todavía estaba furiosa por nuestra conversación y no quería que, de nuevo. Tony saliera con su truco de «ablandarme con humor». Como no reaccioné ante su anécdota, dijo:

—¿A qué viene la cara de enfado?

—Tony, ¿qué te esperabas?

—No te entiendo...

—Venga, la pelea que acabamos de tener.

—Eso no ha sido una pelea. Solo un intercambio de opiniones. Además ya es agua pasada.

—No puedo recuperarme así como así.

Se inclinó y me besó.

—Te llamaré mañana desde La Haya. Y recuerda que llevo el móvil por si...

Cuando se marchó, debí de pasarme casi una hora recordando nuestra discusión, analizando el argumento, palabra por palabra. Como los críticos literarios posmodernos, intentaba analizar todas las implicaciones metatextuales de nuestra pelea y me preguntaba cuál sería su significado último. Sin duda, en cierto modo, la discusión se había producido por culpa de la vanidad de Tony. Pero lo que no podía quitarme de la cabeza era la idea implícita evidente de que me había casado con alguien con quien no compartía una forma de lenguaje. Es cierto que los dos hablábamos inglés. Pero aquello no era un caso de simples diferencias lingüísticas angloamericanas. Aquello era algo más profundo, más inquietante, la sensación de que nunca encontraríamos un terreno de entendimiento emocional; que siempre seríamos extraños, que estábamos juntos por circunstancias fortuitas.

—¿Quién conoce a alguien? —me dijo Sandy en una de sus llamadas vespertinas. Cuando admití que Tony me parecía cada día más difícil de entender, dijo—: Mírame a mí. Siempre creí que Dean era un chico bueno y estable, aunque un poco aburrido. Pero aceptaba su forma de ser porque pensaba: «Al menos podré contar siempre con él. Siempre estará a mi lado». Y cuando lo conocí, eso era precisamente lo que me gustaba de él. ¿Qué pasó? Después de diez años de formalidad y tres hijos, decide que no puede soportar su tediosa y segura vida burguesa. Conoce a la chica natural de sus sueños, una guarda forestal de Maine, nada menos, y se va a vivir con ella a una cabaña perdida de Baxter State Park. Si llega a ver a los chicos cuatro veces al año, es un acontecimiento. Al menos tú sabes que tratas con un hombre difícil. Para mí es una ventaja. Pero no te digo nada que no sepas.

Quizá tenía razón. Tal vez solo tenía que dejar que pasara el tiempo, adentrarme en el terreno de la aceptación y otros clichés confiados. Como «ver el lado bueno», «no pensar en los problemas», «poner buena cara al mal tiempo»... todas esas tonterías optimistas.

Una y otra vez, me repetí aquellos mantras. Una y otra vez intenté poner buena cara. Hasta que la fatiga me obligó a apagar la luz. Mientras caía en un sueño ligero y superficial, me asaltó una idea extraña: «No estoy en ninguna parte».

Y luego otra: «¿Por qué está todo tan mojado?».

En aquel momento, recuperé la conciencia. Los primeros segundos pensé distraídamente: «Así que esto es lo que llaman un sueño húmedo». Entonces miré hacia la ventana y vi que había luz. Miré el reloj de la mesita, que marcaba las 6:48. Enseguida la idea anterior volvió a ocuparme el pensamiento: «¿Por qué está todo tan mojado?».

Me senté, despertándome de golpe. Aparté el edredón a toda prisa. La cama estaba completamente empapada.

Había roto aguas.

Una relación especial

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