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ОглавлениеNunca me he considerado una sentimental. Al contrario, siempre me he reconocido una cierta tendencia a cortar por lo sano cuando se trata de amoríos: algo que me echó en cara mi único prometido hace unos siete años, cuando rompí con él. Se llamaba Richard Pettiford y era un abogado de Boston: listo, culto y emprendedor. Y me gustaba de verdad. El problema era que también me gustaba mi trabajo.
—Siempre estás huyendo —se quejó, cuando le expliqué que me habían dado la corresponsalía del Post en Tokio.
—Es un ascenso profesional importante —dije.
—Eso dijiste cuando te fuiste a Washington.
—Aquello fue solo un destino de seis meses, y nos veíamos todos los fines de semana.
—Pero también era una fuga.
—Era una gran oportunidad. Como ir a Tokio.
—Yo también soy una gran oportunidad.
—Tienes razón —admití—. Lo eres. Pero yo también. Ven a Tokio conmigo.
—Si me voy no me harán socio —dijo.
—Y si me quedo, no seré una buena esposa.
—Si me quisieras de verdad, te quedarías.
Me reí y dije:
—Entonces supongo que no te quiero.
Lo cual acabó con una relación de dos años en el acto, porque cuando admites algo así, no hay marcha atrás. Aunque me entristeció profundamente que no «hubiéramos salido adelante» (para tomar prestada una expresión que Richard utilizaba demasiado a menudo), también sabía que no podía ejercer el papel de ama de casa que él me ofrecía. De todos modos, de haber aceptado aquel papel, mi pasaporte ahora solo contendría unos cuantos sellos de las Bermudas y otros centros de vacaciones, en lugar de las veinte páginas repletas de visados que había acumulado con los años. Y sin duda no habría acabado sentada en un avión de Addis Abeba a El Cairo, complacida en entonarme con un inglés encantador y cínico con el que solo había pasado una noche.
—¿De verdad que nunca has estado casada? —preguntó Tony cuando apagaron las señales luminosas del cinturón.
—No te sorprendas tanto —dije—. No me desmayo con facilidad.
—Lo tendré presente —contestó.
—Los corresponsales en el extranjero no son de los que se casan.
—¿En serio? No me había dado cuenta.
Me reí y pregunté:
—¿Y tú, qué?
—¿Me tomas el pelo?
—¿Nunca has estado a punto?
—Todos hemos estado a punto. Igual que tú.
—¿Cómo sabes que he estado a punto? —pregunté.
—Porque todos hemos estado a punto alguna vez.
—¿Eso no acabas de decirlo?
—Touché. Y déjame adivinar... No te casaste con él porque acababan de ofrecerte el primer destino en el extranjero...
—Vaya, vaya... Qué perspicaz —dije.
—En absoluto —dijo—. Es lo de siempre.
Naturalmente, tenía razón. Y tuvo la suficiente sensatez para no preguntarme demasiado por el hombre en cuestión, o por cualquier otro aspecto de mi supuesta historia romántica, ni siquiera dónde había crecido. Más que nada, el simple hecho de que no lo mencionara, aparte de confirmar que yo también había evitado el matrimonio con éxito, me impresionó, porque significaba que, a diferencia de tantos otros corresponsales que había conocido, no me trataba como si fuera una novata a quien habían sacado de la sección de moda para mandarla a la línea del frente. Tampoco intentó impresionarme con sus credenciales de gran cosmopolita ni con el hecho de que el Chronicle de Londres tuviera más influencia internacional que el Boston Post. Al contrario, me trataba como a una igual. Quería que le hablara de los contactos que había hecho en El Cairo (él era nuevo) y que intercambiáramos anécdotas de la época de Japón. Lo mejor de todo era que quería hacerme reír y que lo lograba con una enorme facilidad. Como descubrí rápidamente, Tony Hobbs no era solo un gran conversador, también era un narrador extraordinario.
No paramos de hablar en todo el viaje a El Cairo. Para ser sincera, no habíamos dejado de hablar desde que nos habíamos despertado por la mañana. Desde el primer momento nos llevamos bien, no solo porque teníamos mucho en común desde el punto de vista profesional, sino porque parecíamos tener una visión del mundo similar: algo pícara, ferozmente independiente, y compartíamos una pasión callada por la profesión. Además, los dos reconocíamos que la corresponsalía en el extranjero era un juego de niños en el que se consideraba demasiado viejos a la mayoría de jugadores cuando llegaban a los cincuenta.
—Lo que me sitúa a ocho años de distancia del basurero —dijo Tony, cuando sobrevolábamos Sudán.
—¿Eres tan joven? —dije—. Creía que eras por lo menos diez años mayor.
Me lanzó una mirada fría y divertida, y dijo:
—Eres rápida.
—Lo intento.
—Oh, lo haces muy bien... para ser una periodista de provincias.
—Dos puntos —dije, dándole un codazo.
—No sabía que estuviéramos puntuando.
—Pues claro.
Me daba cuenta de que Tony se sentía perfectamente cómodo con aquella clase de pullas. Se divertía con las réplicas agudas, no solo por el juego verbal, sino porque le permitía mantenerse al margen de todo lo que era serio o demasiado personal. Cada vez que nuestra conversación en el avión viraba hacia lo personal, él la desviaba rápidamente hacia la broma. Aquello no me desconcertó. Al fin y al cabo, acabábamos de conocernos y todavía estábamos tomándonos la medida el uno al otro. Pero aun así noté su táctica de distracción, y me pregunté si me impediría llegar a conocerlo porque, para mi sorpresa, Tony Hobbs era el primer hombre en cuatro años al que deseaba conocer.
No pensaba confesárselo, porque (a) eso podría asustarlo, y (b) yo nunca iba detrás de nadie. Así que, cuando llegamos a El Cairo, compartimos un taxi a Zamalek (el barrio relativamente lujoso de expatriados donde vivían todos los corresponsales y los empleados de empresas internacionales). Resultó que el piso de Tony estaba a dos manzanas del mío. Pero insistió en acompañarme. Cuando el taxi se detuvo frente a mi puerta, metió una mano en el bolsillo y me dio una tarjeta.
—Aquí me puedes encontrar —dijo.
Yo saqué mi tarjeta y escribí un número en el dorso.
—Este es el teléfono de mi casa.
—Gracias —dijo, y la cogió—. Llámame, ¿eh?
—No, tú primero —dije.
—¿Estás chapada a la antigua, eh? —dijo, arqueando las cejas.
—En absoluto. Pero no doy el primer paso. ¿Entendido?
Se inclinó y me besó largamente.
—Estupendo —dijo, y añadió—: Ha sido divertido.
—Sí.
Un silencio incómodo. Recogí mis cosas.
—Nos veremos, supongo —dije.
—Sí—dijo con una sonrisa—. Ya nos veremos.
En cuanto llegué a mi piso vacío y silencioso, me aborrecí por hacerme la dura. «No, tú primero». Qué idiotez. Porque yo sabía que los hombres como Tony Hobbs no se cruzaban en mi camino todos los días.
En cualquier caso, lo mejor que podía hacer era olvidarme del asunto. Así que pasé cerca de una hora en remojo en la bañera, luego me metí en la cama y dormí casi diez horas, porque las dos noches anteriores no había pegado ojo. Me levanté poco después de las siete. Preparé el desayuno. Encendí el portátil. Redacté mi «Carta desde El Cairo» semanal, en la que conté mi asombroso vuelo en un helicóptero de la Cruz Roja bajo el fuego de la milicia somalí. Cuando el teléfono sonó hacia mediodía, me abalancé sobre él.
—Hola —dijo Tony—. Este es el primer paso.
Llegó diez minutos después para llevarme a almorzar. No llegamos al restaurante. No diré que lo arrastré a la cama, porque vino de muy buena gana. Baste decir que en cuanto abrí la puerta, me abalancé sobre él. Y él encima de mí.
Mucho más tarde, en la cama, me miró y dijo:
—Y ahora ¿quién va a dar el segundo paso?
Sería propio de un estereotipo romántico decir que desde aquel momento fuimos inseparables. De todos modos, considero aquella tarde como el inicio oficial de nuestra relación, es decir, el momento en que empezamos a ser el uno parte esencial de la vida del otro. Lo que más me sorprendió fue que se trató de la transición más fácil que se pueda imaginar. La llegada de Tony Hobbs a mi existencia no estuvo marcada por las habituales dudas, preguntas, preocupaciones, por no hablar de los excesos románticos públicos del flechazo. El hecho de que los dos fuéramos autosuficientes, de que estuviéramos tan acostumbrados a valernos de nuestros propios recursos, supuso que sintonizáramos con la vena independiente del otro. También nos divertían las peculiaridades nacionales de cada uno. A menudo él se mofaba amablemente de una cierta literalidad innata en mí, de mi necesidad de hacer preguntas sin parar y de analizar demasiado las situaciones. Y yo me burlaba de su incesante necesidad de encontrar el lado frívolo a todas las situaciones. También resultó ser tremendamente audaz en la práctica del periodismo. Lo comprobé en persona un mes después de empezar a salir, cuando recibimos una llamada una noche diciendo que un autobús de turistas alemanes había sido ametrallado por unos fundamentalistas islámicos mientras visitaban las pirámides de Gizeh. Nos subimos a mi coche inmediatamente y nos dirigimos a la Esfinge. Cuando llegamos a la masacre de Gizeh, Tony logró abrirse paso entre varios soldados egipcios y llegar hasta el autobús manchado de sangre, a pesar de que se temía que los terroristas hubieran dejado granadas dentro antes de desaparecer. La tarde siguiente, en la conferencia de prensa que siguió al ataque, el ministro de Turismo de Egipto intentó culpar a terroristas extranjeros de la masacre... y Tony lo interrumpió, sosteniendo en la mano una declaración, que le habían mandado por fax a la oficina, en la que la Hermandad Musulmana de El Cairo se hacía responsable del ataque. Tony no solo leyó la declaración en un árabe casi perfecto, sino que se dirigió al ministro y le preguntó: «¿Podría explicarnos ahora por qué nos ha mentido?».
Tony estaba siempre a la defensiva respecto a una sola cosa: su altura... Aunque, como le aseguré en más de una ocasión, su baja estatura no me importaba en absoluto. Por el contrario, me parecía conmovedor que un hombre de semejante talento y tan sorprendentemente arrogante pudiera ser tan vulnerable por su estatura física. Y me di cuenta de que gran parte de la fanfarronería de Tony, su necesidad de hacer las preguntas más difíciles, su competitividad por un reportaje y su despreocupación ante el peligro, procedían de la percepción de su pequeñez. Íntimamente sentía que no estaba a la altura: un forastero perenne con la nariz pegada al cristal, mirando un mundo del que se sentía excluido. Tardé un poco en detectar el singular complejo de inferioridad de Tony porque lo disimulaba tras una ingeniosa superioridad. Pero un día lo vi en acción con un colega inglés, un corresponsal del Daily Telegraph llamado Wilson. Aunque solo tenía treinta y tantos años, Wilson había perdido mucho pelo y había empezado a desarrollar la carnosidad excesiva que le convertía (en palabras de Tony) en un «queso de Camembert al sol». A mí no me caía mal, aunque sus lánguidas vocales y sus mejillas prematuramente flácidas (por no hablar de la chaqueta absurda de safari que llevaba siempre con una camisa de cuadros) le daban un aire de dibujo animado. Tony siempre se comportaba correctamente en presencia de Wilson, pero no podía ni verlo, sobre todo después de un encuentro que tuvimos con él en el Gezira Club. Wilson estaba tomando el sol en la piscina. Iba sin camisa, con unas bermudas de cuadros y zapatos de ante con calcetines. No era una visión agradable. Después de saludarnos, preguntó a Tony:
—¿Irás a casa por Navidad?
—Este año no.
—Tú eres de Londres, ¿verdad?
—De Buckinghamshire.
—¿De qué parte?
—Amersham.
—Ah, sí, Amersham. El final de la Metropolitan Line, ¿verdad? ¿Una copa?
Tony se puso tenso, pero Wilson no se inmutó. Llamó a un camarero, pidió tres gin-tonics, y luego se fue al baño. En cuanto se alejó, Tony susurró.
—Cabrón pedante.
—Calma, Tony... —dije, sorprendida por aquel estallido de rabia inesperado.
—«El final de la Metropolitan Line, ¿verdad?» —repitió, imitando el acento exagerado de Wilson—. Tenía que decirlo. Tenía que meter el dedo en la llaga. Dejarlo bien claro.
—Lo único que ha dicho ha sido...
—Sé lo que ha dicho. Y sabía muy bien lo que decía...
—¿Qué decía?
—Tú no lo entiendes.
—Creo que tiene demasiados matices para mí —dije alegremente—. O a lo mejor es que soy una americana tonta que no entiende a Inglaterra.
—Nadie entiende a Inglaterra.
—¿Aunque seas inglés?
—Sobre todo si eres inglés.
Aquello me sonó a verdad a medias. Porque Tony entendía a Inglaterra muy bien. Igual que entendía (y me explicaba a mí) su posición en la jerarquía social. Amersham era espantosamente gris. Descaradamente pequeñoburgués. Lo odiaba, a pesar de que su única hermana, a la que no veía desde hacía años, se había quedado allí viviendo con sus padres, a los que no fue capaz de dejar. Su padre, ya muerto, gracias a una larga historia de amor con los cigarrillos, había trabajado para el ayuntamiento en la Oficina del Registro (que acabó dirigiendo cinco años antes de morir). Su madre, también fallecida, trabajaba como recepcionista en una consulta médica frente a la modesta casita semiadosada en la que había crecido.
Aunque Tony estaba decidido a marcharse de Amersham sin mirar atrás, se esforzó mucho por complacer a su padre y obtuvo una plaza en la Universidad de York. Pero en cuanto se licenció (con matrículas, si bien, haciendo honor al estilo flemático de Tony, le costó mucho reconocer que había recibido una nota excelente en literatura), decidió esquivar el mercado de trabajo durante un año. Se marchó a Katmandú con un par de amigos. Pero por lo que fuera acabaron en El Cairo. A los dos meses estaba trabajando para el Egyptian Gazette, un periodicucho en lengua inglesa. Después de seis meses de informar sobre accidentes de tráfico, pequeños delitos y los habituales temas de poca monta, empezó a ofrecerse a los periódicos ingleses como periodista independiente en El Cairo. Al cabo de un año, escribía regularmente artículos breves para el Chronicle, y cuando el corresponsal en Egipto del diario volvió a Londres, el periódico le ofreció el puesto. Desde aquel momento, fue un hombre del Chronicle. Con la excepción de un breve período de seis meses en Londres a mediados de los ochenta (cuando amenazó con dimitir si no lo mandaban de nuevo a primera línea), Tony estuvo moviéndose de un lugar en conflicto a otro. Por supuesto, por mucho que hablara de acción en primera línea y de independencia profesional absoluta, seguía teniendo que pasar por el aro corporativo y cumplir períodos en las oficinas de Fráncfort, Tokio y Washington, una ciudad que odiaba de todo corazón. Pero, a pesar de esas pocas concesiones a lo prosaico, Tony Hobbs se esforzaba en esquivar las trampas potenciales de la vida doméstica y profesional que atrapaban a la mayoría. Como yo.
—Yo siempre acababa por cortar y salir huyendo de esas cosas —le dije a Tony alrededor de un mes después de que empezáramos a salir.
—Ah, entonces eso es lo que es... una cosa.
—Ya sabes a lo que me refiero.
—¿Que no debo arrodillarme y declararme, porque estás pensando en romperme el corazón?
Me reí y dije:
—Te aseguro que no pienso hacerlo.
—Entonces lo que querías decir... ¿es?
—Lo que quiero decir es... —me interrumpí, sintiéndome profundamente tonta.
—¿Qué ibas a decir? —preguntó Tony, sonriendo encantado.
—Lo que quiero decir... —seguí, desesperada—. Creo que a veces sufro la enfermedad de los «bocazas». No debería haber hecho un comentario tan tonto.
—No tienes que disculparte —dijo.
—No me disculpo —contesté, como si estuviera enfadada, y de repente añadí—: De hecho, sí. Porque...
Por Dios, me sentía como si tuviera un defecto del habla y no lograra articular las palabras. Como siempre, Tony me sonreía divertido. Luego dijo:
—Entonces, ¿no planeas cortar y largarte?
—Ni hablar. Porque... yo... oh, ¿quieres hacer el favor de escucharme?
—Soy todo oídos.
—Porque... soy muy feliz contigo, y el mero hecho de sentirme así me tiene realmente sorprendida, porque no me siento así desde hace mucho tiempo, y deseo muchísimo que tú te sientas igual, porque no quiero perder el tiempo con alguien que no sienta lo mismo que yo, porque...
Me interrumpió inclinándose hacia mí y besándome. Cuando terminó, dijo:
—¿Responde esto a tu pregunta?
—Bueno...
Supongo que los actos son más expresivos que las palabras, pero seguía deseando oírle decir lo que yo acababa de decir. Por otro lado, si yo no me las arreglaba muy bien para expresar asuntos del corazón, ya me había dado cuenta de que Tony era aún más taciturno que yo para esos temas. Por ese motivo me quedé realmente sorprendida cuando él dijo:
—Estoy encantado de que no vayas a fugarte.
¿Era aquello una declaración de amor? Lo esperaba fervientemente. En aquel momento, supe que estaba enamorada de él. Como supe que mi balbuceante admisión de felicidad era lo más lejos que llegaría en mi descubrimiento emocional. Esa clase de confesiones siempre me han resultado difíciles. Tan difíciles como lo eran para mis padres, dos maestros que no podrían haber amado y cuidado más a sus hijas, pero que al mismo tiempo eran profundamente acartonados y reservados cuando se trataba de manifestaciones de afecto.
—¿Sabes que solo recuerdo haber visto a nuestros padres besarse una vez? —me dijo mi hermana Sandy poco después de que murieran en un accidente de coche—. Y tampoco eran de concurso en el aspecto táctil. Pero eso no importaba, ¿verdad?
—No —dije—. En absoluto.
Después de aquello Sandy se desmoronó y lloró tanto que su dolor parecía un plañido. Mis demostraciones de dolor en público fueron escasas tras la muerte de mis padres. Quizá porque estaba demasiado atontada por la impresión para llorar. Era el año 1988. Tenía veintiún años. Había terminado mi último año en el Mount Holyoke College, e iba a empezar a trabajar en el Boston Post al cabo de unas semanas. Acababa de alquilar un piso con dos amigas en la zona de Back Bay de la ciudad. Me había comprado mi primer coche (un Volkswagen escarabajo desvencijado, por mil dólares) y acababa de saber que me licenciaría magna cum laude. Mis padres no podían estar más complacidos. Cuando vinieron a la universidad para verme recibir el título aquel fin de semana, estaban tan insólitamente animados que hasta se quedaron a una gran fiesta que se celebró en el campus. Yo quería que se quedaran a pasar la noche, pero tenían que volver a Worcester aquella noche para asistir a un acto religioso en la iglesia al día siguiente (como muchos liberales de Nueva Inglaterra, eran unitaristas practicantes). Antes de subir al coche, mi padre me abrazó con desacostumbrada efusión y me dijo que me quería.
Dos horas después, cuando volvían a casa, mi padre se adormeció al volante en la autopista. El coche se desvió, chocó contra la baranda de la mediana y luego con un automóvil que venía en dirección contraria: un Ford Station Wagon en el que viajaba una familia de cinco personas. Dos de los pasajeros, una madre joven y un bebé, murieron. Como mis padres.
Los días que siguieron a su muerte, Sandy esperaba que yo me desmoronara, como le pasaba a ella constantemente. Sé que le angustiaba y le preocupaba que no me abandonara a un llanto liberador (aunque para cualquiera de los que me vieron en aquella época era evidente que yo sufría un trauma grave). De todos modos, Sandy siempre ha sido la montaña rusa emocional de la familia. Del mismo modo que ha sido siempre el único punto geográfico fijo de mi vida, alguien que me cuida, como yo la he cuidado a ella. Pero no podríamos ser más diferentes. Continuamente yo afirmaba mi independencia y Sandy era más bien casera. Siguió la carrera de mis padres y se hizo maestra, se casó con un profesor de física, se fue a vivir a las afueras de Boston y a los treinta ya tenía tres hijos. Durante ese tiempo engordó hasta llegar a pesar cerca de ochenta kilos (lo cual no favorecía a una mujer que solo medía metro sesenta) y parecía tener una debilidad por la comida: comía sin parar. No le insistía mucho, aunque alguna vez le insinuaba que debería pensar en la posibilidad de poner un candado en la nevera. Reñir a Sandy no era mi estilo, sobre todo porque era muy vulnerable a las críticas y también la mujer más buena del mundo.
También ha sido siempre la única persona a la que he confiado lo que me pasaba, a excepción del período inmediatamente posterior a la muerte de mis padres, cuando me encerré en mí misma y me volví inaccesible. El trabajo del Post me ayudó mucho. Aunque el jefe de mi sección no pretendía que empezara a trabajar inmediatamente, yo insistí en incorporarme al periódico apenas diez días después de enterrar a mis padres. Me sumergí en el trabajo. Doce horas al día era mi especialidad. Además me ofrecía voluntaria para encargos extraordinarios, y trabajaba en todos los reportajes que podía, con el resultado de que enseguida me gané la fama de ser una adicta al trabajo y una empleada de confianza.
Unos cuatro meses después de empezar a trabajar, volvía a casa una noche por Boylston Street cuando pasó junto a mí una pareja de la edad de mis padres, los dos cogidos de la mano. No era una pareja especial. No se parecían a mis padres. Eran solo un hombre y una mujer vulgares y corrientes de cincuenta y tantos años, cogidos de la mano. Puede que fuera eso lo que me fulminó: el que, a diferencia de muchas parejas a esas alturas del matrimonio, parecieran contentos de estar juntos, como mis padres, que siempre parecían contentos de estar uno al lado del otro. No sé por qué razón, inmediatamente después me encontré apoyada en una farola, llorando con desconsuelo. No podía parar, no podía esquivar la ola brutal de aflicción que me había invadido. Estuve mucho rato sin moverme, agarrada a la farola para no caerme, con una pena repentinamente tan profunda que era inconmensurable. Apareció un policía. Me puso una mano grande en el hombro y me preguntó si necesitaba ayuda.
Tenía ganas de gritar: «Quiero a mi padre y a mi madre». Quería volver a ser la niña de seis años que todas llevamos dentro, la que busca el refugio de los padres en los momentos más aterradores de la vida. Pero logré explicarle que acababa de perder a un pariente y solo necesitaba un taxi para volver a casa. El policía paró uno (lo que no es fácil en Boston, pero, como digo, era un policía). Me ayudó a subir y me dijo (a su manera brusca y entrecortada, pero amable) que «llorar era el único remedio para la pena». Le di las gracias, y me dominé durante el trayecto hasta casa. Pero cuando entré en el piso, caí en la cama y me abandoné otra vez a la oleada de aflicción. No sé cuánto rato estuve llorando, solo sé que de pronto eran las dos de la madrugada y yo estaba acurrucada en la cama en posición fetal, completamente agotada, y enormemente agradecida porque mis dos compañeras de piso hubieran salido aquella noche. No quería que nadie me viera en aquel estado.
Cuando me desperté a la mañana siguiente, tenía la cara hinchada, los ojos enrojecidos, y todos los músculos del cuerpo doloridos. Pero no volví a llorar. Sabía que no me podía permitir otro descenso a ese infierno emocional. Así que me puse una máscara de severa decisión y me fui a trabajar, que es lo único que se puede hacer en esas circunstancias. Todas las muertes accidentales son al mismo tiempo absurdas y trágicas. Como le dije a Tony la única vez que le conté esa historia, cuando pierdes a las personas más importantes de tu vida, tus padres, en las circunstancias más azarosas posibles, te das cuenta de golpe de que todo es frágil, de que la denominada «seguridad» no es más que un barniz que puede quebrarse sin previo aviso.
—¿Fue entonces cuando decidiste que querías ser corresponsal de guerra? —me preguntó, acariciándome la cara.
—Me has pillado.
En realidad, tardé seis años largos en pasar de la sección local a la de reportajes especiales y una breve temporada en la página del editorial. Pero finalmente recibí mi primer destino temporal en Washington. Si Richard hubiera encontrado la forma de trasladarse a Tokio, me habría casado con él sin pensármelo dos veces.
—Pero Tokio te interesaba un poco más —dijo Tony.
—Eh, de haberme casado con Richard viviría en algún barrio estupendo, como Wellesley. Seguramente tendría dos hijos, y un Jeep Cherokee, y escribiría artículos sobre decoración para el Post... y no sería una mala vida. Pero no habría vivido en unos cuantos sitios disparatados del mundo, ni me habrían ocurrido una cuarta parte de las aventuras que me han sucedido y, por supuesto, no me habrían pagado por tenerlas.
—Y no me habrías conocido —dijo Tony.
—Eso mismo —dije, besándolo—. No me habría enamorado de ti.
Silencio. Me quedé incluso más desconcertada yo que él con esta última observación.
—No sé cómo se me ha escapado —observé.
Se inclinó y me besó apasionadamente.
—Me alegro de que se te escapara —dijo—. Porque yo siento lo mismo.
Estaba asombrada de estar enamorada... y de que ese amor fuera correspondido por alguien que parecía exactamente la clase de hombre con la que en secreto había esperado tropezar, aunque en realidad no creyera que existiera (los periodistas, en general, me parecían poco de fiar).
Una cierta cautela innata todavía me hacía avanzar con prudencia. Tampoco quería pensar si llegaríamos a la semana o al mes siguiente. También la presentía en Tony. No pude sonsacarle mucho acerca de sus amores pasados, aunque sí mencionó que había estado a punto de casarse en una ocasión («pero todo se torció... y puede que fuera mejor así»). Insistía para que me contara más detalles (al fin y al cabo, yo le había hablado de Richard), pero él siempre esquivaba el tema. Lo dejé pasar, pensando que algún día me contaría voluntariamente toda la historia. O tal vez yo no quería presionarlo demasiado, porque, después de dos meses con Tony Hobbs, sabía muy bien que odiaba que lo presionaran o le obligaran a abrirse.
Ninguno de los dos puso mucho empeño en que nuestros compañeros periodistas en El Cairo supieran que éramos pareja. No porque nos molestara el cotilleo, sino más bien porque creíamos que no era asunto suyo. Así que, en público, seguíamos comportándonos como si solo fuéramos colegas profesionales.
O, al menos, es lo que yo creía, hasta que Wilson, el corresponsal fofo del Daily Telegraph, dejó claro lo contrario. Me había llamado a la oficina para invitarme a almorzar, con la excusa de que ya era hora de que nos sentáramos a charlar un rato. Lo dijo con su estilo algo pomposo, como si fuera una invitación real, o como si me estuviera haciendo un favor invitándome a la cafetería del Hotel Semiramis. Resultó que utilizó el almuerzo para sonsacarme información sobre una serie de ministros del gobierno egipcio y para obtener el mayor número de contactos locales posibles. Cuando de repente sacó a colación a Tony, me pilló por sorpresa, considerando el cuidado que habíamos tenido en mantenernos apartados del ojo público. Aquello era completamente ingenuo, si se tiene en cuenta que en una ciudad como El Cairo, los periodistas saben hasta lo que comen sus colegas para desayunar. Aun así no estaba preparada para oírle preguntar:
—¿Cómo está el señor Hobbs estos días?
Intenté no parecer aturdida por la pregunta.
—Supongo que está estupendamente.
Wilson, notando mi reticencia, sonrió.
—¿Lo supones?
—No puedo responder por su felicidad.
Otra de sus untuosas sonrisas.
—Ya.
—Pero si tanto te interesa —dije— deberías llamarlo a la oficina.
Ignoró ese comentario y añadió:
—Es un personaje interesante, Hobbs.
—¿En qué sentido?
—Bueno, es famoso por su legendaria imprudencia, y por su incapacidad para tener contentos a los jefes.
—No lo sabía.
—En Londres es públicamente conocido que Hobbs es más bien un desastre para el juego político en la oficina. Es una mina ambulante, pero es un gran periodista y por eso se le ha tolerado tanto tiempo.
Me miró, esperando una respuesta. No dije nada. Él volvió a sonreír, tras decidir que mi silencio era una prueba más de mi incomodidad (y tenía razón). Luego añadió:
—Y estoy seguro de que eres consciente de que, respecto a los vínculos emocionales, siempre ha sido un poco... bueno, ¿cómo podría decirlo discretamente? Una especie de toro rabioso, supongo. Pasa de una mujer a otra como...
—¿Este comentario tiene algún propósito? —pregunté como si nada.
Esa vez fue él quien se sobresaltó, aunque lo demostró de una forma casi teatral.
—Era solo por entablar conversación —dijo, simulando asombro—. Y evidentemente quería cotillear. Tal vez el rumor más insistente sobre el señor Anthony Hobbs es que finalmente una mujer le rompió el corazón. Ya lo sé, es un viejo cotilleo, pero...
Se calló, dejando la historia colgada a propósito. Como una tonta, pregunté:
—¿Quién era la mujer?
Fue entonces cuando Wilson me habló de Elaine Plunkett. Escuché con inquieto interés y con creciente disgusto. Wilson habló en voz baja y conspiradora, a pesar de que su tono superficial era ligero y frívolo. Eso era algo que yo había empezado a notar en un cierto tipo de ingleses, especialmente cuando hablaban con un estadounidense (o, aún peor, con una estadounidense). Nos consideraban tan formales, tan lentos pero aplicados en todos nuestros proyectos, que intentaban alterar nuestra seriedad con una ironía ligera como una pluma, como si nada de lo que dijeran revistiera importancia..., aunque todo cuanto dijeran fuera decisivo.
Sin duda, ese era el estilo de Wilson, y encerraba una vena de secreta malicia. Aun así escuché atentamente todo lo que me dijo. Porque hablaba de Tony, de quien yo estaba enamorada.
En ese momento, por cortesía de Wilson, me enteraba de que otra mujer, una periodista irlandesa que trabajaba en Washington llamada Elaine Plunkett, le había roto el corazón a Tony. Sin embargo, no dejé que eso me angustiara, no quería hacer el papel de la idiota celosa y atormentarme con la idea de que la tal Plunkett pudiera ser la única que lo hubiera conquistado... o algo peor, el amor de su vida. Lo que sentía era una profunda repulsión por el juego de Wilson, y decidí que se merecía una bofetada. Fuerte. Pero esperé el momento adecuado en su monólogo para atacar.
—... por supuesto, después de que Hobbs se echara a llorar frente a nuestro hombre en Washington... ¿Conoces a Christopher Perkins? Enormemente indiscreto... Bueno, Hobbs lloriqueó un poco un día que salió a emborracharse con Perkins. En veinticuatro horas, la historia corría por todo Londres. Nadie podía creerlo, el duro Hobbs destrozado por una periodis...
—¿Como yo, quieres decir?
Wilson rio de forma fatua, pero no respondió.
—¿Qué? Anda, contesta la pregunta —dije, con voz fuerte e irónica.
—¿Qué pregunta? —preguntó Wilson.
—¿Soy como esa Elaine Plunkett?
—¿Cómo voy a saberlo? No llegué a conocerla.
—Sí, pero yo soy periodista, como ella. Y también salgo con Tony Hobbs, como ella.
Un largo silencio. Wilson intentó no inmutarse. No lo logró.
—No lo sabía... —dijo.
—Mentiroso —dije, riendo.
La palabra le golpeó como una bofetada en la cara.
—¿Qué has dicho?
Le dediqué una enorme sonrisa, y dije:
—Te he llamado mentiroso. Que es lo que eres.
—La verdad, pienso...
—¿Qué? ¿Que puedes jugar a un jueguecito malicioso como ese conmigo, y salirte con la tuya?
Agitó el trasero en la silla y apretó un pañuelo que tenía en la mano.
—De verdad que no pretendía ofenderte.
—Sí lo pretendías.
Empezó a buscar al camarero con los ojos.
—Tengo que irme.
Me incliné hacia él, hasta tener la cara a un centímetro de la suya. Y manteniendo mi tono jovial y desapegado, le dije:
—¿Sabes qué te digo? Eres como todos los bravucones que he conocido. Te vas con el rabo entre las piernas en cuanto te plantan cara.
Se levantó y se marchó sin disculparse. Los ingleses nunca se disculpan.
—Estoy seguro de que los americanos tampoco se deshacen en excusas —dijo Tony cuando se lo comenté.
—Están más educados en ese sentido que vosotros.
—Eso es porque los educan en la culpabilidad latente típica de los puritanos y la idea de que todo tiene un precio.
—Mientras que los ingleses...
—Creemos que podemos salir impunes de todo, quizá.
Estuve tentada de contarle mi conversación con Wilson. Pero decidí que nada bueno podía salir de que él supiera que yo estaba al tanto de Elaine Plunkett. Por el contrario, temía que se sintiera vulnerable... o, aún peor, avergonzado (el estado emocional más temido por los ingleses). En cualquier caso, no quería decirle que después de oír la historia de Elaine Plunkett lo amaba aún más. Porque había descubierto que era tan sensible como cualquiera de nosotros. Y eso me gustaba. Su fragilidad era curiosamente reconfortante: un recordatorio de que también él podría resultar herido.
Dos semanas después, se me presentó la oportunidad de evaluar a Tony en su propio terreno, cuando, sin más, me preguntó:
—¿Te apetece pasar un par de días en Londres?
Me explicó que lo habían convocado para una reunión en el Chronicle.
—Nada grave, es mi almuerzo anual con el editor —dijo como si nada—. ¿Qué tal un par de días en el Savoy?
No necesitó convencerme. Solo había estado en Londres una vez. Fue en los ochenta, antes de mis destinos en el extranjero, en uno de esos viajes locos de dos semanas por varias capitales europeas que incluían cuatro días en Londres. Pero me gustó lo que vi. La verdad es que solo vi unos cuantos monumentos y museos, un par de obras de teatro interesantes, y un atisbo de la clase de vida residencial lujosa que vivían los que se podían permitir una casa en Chelsea. En resumen, mi visión de Londres era parcial, por decir algo.
Por otro lado, una habitación en el Savoy tampoco te da precisamente una visión deprimida y sucia de Londres. Por el contrario, me impresionó la suite que nos dieron con vistas al Támesis, y la botella de champán que nos esperaba en un cubo con hielo.
—¿Siempre trata así el Chronicle a sus corresponsales en el extranjero? —pregunté.
—Qué va —dijo—. Pero el director del hotel es un viejo amigo. Nos conocimos cuando él dirigía el Intercontinental en Tokio, y por eso me hospeda cuando estoy en la ciudad.
—Vaya, qué alivio —dije.
—¿Qué?
—Que no hayas vulnerado una de las normas básicas del periodismo: no pagar nada con tu dinero.
Se rio y me tiró encima de la cama. Me sirvió una copa de champán.
—No puedo —dije—. Estoy tomando antibióticos.
—¿Desde cuándo?
—Desde ayer, cuando fui al médico de la embajada porque tengo la garganta irritada.
—¿Tienes la garganta irritada?
Abrí mucho la boca.
—Mira.
—No, gracias —dijo—. ¿Por eso no has bebido en el avión?
—No se pueden mezclar el alcohol y los antibióticos.
—Deberías habérmelo dicho.
—¿Por qué? Solo es una garganta irritada.
—¡Mira que eres dura!
—Así soy yo.
—Pues estoy muy decepcionado. ¿Con quién voy a beber los próximos días?
De hecho, aquella era una pregunta más bien retórica, porque Tony tuvo mucha gente con la que beber los siguientes tres días que pasamos en Londres. Había quedado para salir cada noche con varios amigos y colegas periodistas. Sin excepciones, me gustaron todos sus compinches. Estaba Kate Medford, una antigua colega del Chronicle que entonces presentaba las noticias de última hora de la tarde en Radio 4 de la BBC, y que nos invitó a cenar (con su marido oncólogo, Richard) en su casa de un frondoso barrio, Chiswick. Hubo una noche muy regada con alcohol (al menos para Tony) con un periodista llamado Dermot Fahy, que trabajaba en el Independent y era un gran conversador. También era un calavera redomado que se pasó toda la noche sonriéndome impúdicamente, para gran diversión de Tony (como me diría más tarde, «Dermot lo hace con todas las mujeres», a lo que tuve que contestarle «vaya, muchas gracias»). También me presentó a un ex-periodista del Telegraph llamado Robert Mathews que había ganado bastante dinero con su primer thriller tipo Robert Ludlum. Insistió en invitarnos a una cena absurdamente cara en el Ivy, pidió botellas de vino de sesenta libras y bebió en exceso, y pronto nos obsequió con anécdotas oscuramente graciosas sobre su reciente divorcio, historias que contó con estilo brillante, expresión impasible y autoironía, disimulando un dolor íntimo enorme.
Todos los amigos de Tony eran conversadores de primera fila que disfrutaban trasnochando y bebiendo tres vasos de vino de más, y (eso me impresionó tremendamente) sin hablar nunca en serio de sí mismos. A pesar de que hacía un año que Tony no los veía, el trabajo solo se mencionó de pasada («¿Todavía no te ha disparado nadie de la Yihad Islámica, Tony?», y cosas así) y nunca en profundidad. Si salían a colación temas personales, como el divorcio de Robert, se le daba un cierto toque sardónico. Incluso cuando Tony se informó con tacto sobre la hija adolescente de Kate (quien resultó estar manteniendo una relación casi fatal con la anorexia), ella dijo:
—Bueno, es como lo que dijo Rossini de las óperas de Wagner: hay algunos cuartos de hora espléndidos.
Y así se saldó el tema.
Lo más intrigante de aquel estilo de discurso era la forma en que todos diseminaban la información suficiente para que los demás estuvieran al tanto del estado de las vidas respectivas, pero, inexorablemente, cada vez que la charla se desviaba hacia lo personal, era reconducida con rapidez hacia temas menos individuales. Enseguida percibí que hablar mucho rato de algo privado en una reunión de más de dos personas era algo que sencillamente no se hacía... sobre todo delante de una extraña como yo. Sin embargo, me gustaba bastante esa clase de conversación, y el hecho de que tomar el pelo se considerara un empeño meritorio. Siempre que se mencionaba algún suceso grave del día, lo matizaba una vena de acritud y de absurdo. Nadie se apuntaba al apasionamiento que tan a menudo caracterizaba el debate en una cena de estadounidenses. Por otro lado, como me dijo Tony en una ocasión, la gran diferencia entre yanquis y británicos era que los estadounidenses creían que la vida era seria, pero había esperanza, mientras que los ingleses creían que la vida no tenía esperanza, pero no era seria.
Tres días de sobremesas en Londres me convencieron de esta verdad, como me convencieron también de que podía quedar bien entre aquellas chanzas. Tony me estaba presentando a sus amigos y parecía encantado de que me integrara con tanta facilidad. Yo estaba igual de encantada de que me exhibiera. Y yo también quería exhibir a Tony, pero mi única amiga en Londres, Margaret Campbell, estaba fuera de la ciudad aquellos días. Mientras Tony comía con su editor, yo me fui en metro a Hampstead, paseé por las callejuelas residenciales de lujo, y me pasé una hora merodeando por el parque, pensando todo el rato para mis adentros: «Qué bonito es esto». Puede que tuviera que ver un poco con el hecho de que, después de la locura urbanística de El Cairo, Londres de entrada parecía un parangón de orden y limpieza. Sin duda, después de un día, también percibí la basura en las calles, las pintadas, la población sin techo que dormía al raso, y el tráfico incesante. Pero aquellas miserias urbanas solo me parecían atributos esenciales de la vida metropolitana.
También influía el pequeño detalle de que estaba en Londres con Tony, y eso hacía que la ciudad me pareciera aún mejor. El mismo Tony lo admitió, y me dijo que por primera vez en años se sentía a gusto en Londres.
No habló mucho del almuerzo con su editor, solo me dijo que había ido bien. Pero dos días después me dio detalles de la reunión. Hacía una hora que habíamos despegado hacia El Cairo cuando se volvió hacia mí y dijo:
—Tengo que hablar contigo de algo.
—Parece serio —dije, dejando la novela que estaba leyendo.
—No es serio. Solo interesante.
—¿Eso quiere decir...?
—No quise hablar de ello mientras estábamos en Londres, porque no quería pasarme los dos últimos días discutiendo.
—¿Discutiendo sobre qué exactamente?
—Discutiendo que, durante el almuerzo con el editor, me ofreció un nuevo trabajo.
—¿Qué nuevo trabajo?
—Jefe de redacción de la sección de Internacional del periódico.
Tardé un momento en asumirlo.
—Felicidades —dije—. ¿Has aceptado?
—Por supuesto que no. Porque...
—¿Qué?
—En fin... porque quería hablar contigo primero.
—¿Porque representa el traslado a Londres?
—Por eso.
—¿Quieres el trabajo?
—Digamos que Su Señoría dejó bastante claro que debía aceptarlo. También insinuó que, después de casi veinte años de trabajo de campo, ya era hora de que pasara una temporada en casa. Por supuesto que puedo negarme, pero no creo que me salga con la mía esta vez. De todos modos ser jefe de redacción de Internacional no es precisamente una degradación...
Silencio.
—¿Entonces lo aceptarás? —pregunté.
—Creo que debería aceptarlo. Pero... vaya... eso no significa que tenga que volver a Londres solo.
Otra pausa mientras yo reflexionaba sobre el comentario. Finalmente dije:
—Yo también tengo novedades. Y tengo que hacerte una confesión.
Me miró con prevención.
—¿Y qué confesión es esa?
—No estoy tomando antibióticos. Porque no tengo la garganta irritada. Pero tampoco puedo beber... porque estoy embarazada.