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Tony Hobbs me salvó la vida cerca de una hora después de conocerlo. Sé que parece un poco melodramático, pero es la verdad. O, al menos, así te lo contaría un periodista.

Estaba en Somalia, un país al que no había viajado antes de recibir aquella llamada en El Cairo, en la que me ordenaron que me trasladara allí. Era un viernes por la tarde; el día sagrado de los musulmanes. Como muchos corresponsales en la capital de Egipto, empleaba el día oficial de descanso para hacer precisamente eso, descansar. Cuando le recibí, estaba tomando el sol en la piscina del Gezira Club, antiguo lugar de reunión de los oficiales británicos durante el reinado del rey Faruk, y actualmente punto de encuentro principal de la gente bien de El Cairo y de la variedad de extranjeros instalados en la capital egipcia. Aunque el sol sea una constante en Egipto, es algo que los corresponsales destinados en el país no ven muy a menudo. Sobre todo si, como yo, cubren todo Oriente Medio y África oriental. Ese es el motivo por el que recibí aquella llamada un viernes por la tarde.

—¿Es usted Sally Goodchild? —preguntó una voz americana que no había oído antes.

—Sí, soy yo —dije, incorporándome y apretando más el móvil al oído para intentar tapar el ruido de la conversación de unas matronas egipcias sentadas a mi lado—. ¿Quién es?

—Soy Dick Leonard, del periódico.

Me levanté y cogí un cuaderno y un bolígrafo del bolso. Luego me fui a un rincón tranquilo del porche. Yo trabajaba para «el periódico». También conocido como Boston Post. Y si me llamaban al móvil, sin duda había ocurrido algo.

—Soy nuevo en Internacional —dijo Leonard— y hoy sustituyo a Charlie Geiken. ¿Se ha enterado de la inundación en Somalia?

Norma número uno del periodismo: no admitir nunca que has estado ni cinco minutos sin contacto con el mundo exterior. Así que contesté:

—¿Cuántas víctimas?

—Por ahora no hay un recuento definitivo, según la CNN. Pero, por las noticias, el diluvio de 1997 fue apenas una llovizna en comparación con esto.

—¿Exactamente en qué parte de Somalia?

—En el valle del río Juba. Al menos cuatro pueblos han quedado bajo el agua. El editor quiere que mandemos a alguien. ¿Podría ir enseguida?

Y así es como me encontré en un vuelo a Mogadiscio, cuatro horas después de recibir la llamada de Boston. Para llegar a mi destino tuve que someterme a las excentricidades de Ethiopian Airlines y cambiar de avión en Addis Abeba, antes de aterrizar en Mogadiscio poco después de medianoche. Salí a la húmeda noche africana e intenté encontrar un taxi que me llevara a la ciudad. Finalmente apareció uno, pero el chófer conducía como un piloto kamikaze y encima tomó un camino secundario para llegar al centro de la ciudad, un camino sin asfaltar y prácticamente desierto. Cuando le pregunté por qué había decidido evitar la carretera principal, se limitó a reír. Así que saqué el móvil, marqué el número del Central Hotel en Mogadiscio y pedí al recepcionista que llamara inmediatamente a la policía e informara de que un taxista me había secuestrado, le di el número de matrícula del coche... (sí, había apuntado la matrícula del taxi antes de subir). Inmediatamente, el taxista se disculpó y volvió a la carretera principal, implorándome que no lo metiera en líos al tiempo que me decía: «Le juro que era un atajo».

—¿En plena noche, cuando no hay tráfico? ¿Espera que me lo crea?

—¿Me estará esperando la policía cuando lleguemos?

—Si me lleva al hotel, les llamaré para que no vengan.

Una vez en la carretera principal, no tardé en llegar intacta al Central Hotel de Mogadiscio. El taxista seguía disculpándose cuando yo bajaba del coche. Después de dormir cuatro horas, logré ponerme en contacto con la Cruz Roja Internacional en Somalia, y los convencí para que me guardaran una plaza en uno de los helicópteros que iban a mandar a la zona inundada.

Poco después de las nueve de la mañana el helicóptero despegó de un aeropuerto militar de las afueras de la ciudad. No había asientos en el interior. Me senté en el frío suelo de acero con tres empleados de la Cruz Roja. El helicóptero era anticuado y ensordecedor. Al despegar, se escoró peligrosamente hacia la derecha y nos salvamos de salir despedidos gracias a los gruesos cinturones clavados a las paredes de la cabina. En cuanto el piloto recuperó el control y nos acomodamos, el tipo sentado en el suelo frente a mí sonrió y dijo:

—Empezamos bien.

Aunque era difícil oír algo con el rugido de las aspas de la hélice, capté que el hombre hablaba con acento inglés.

Al fijarme en él con más atención decidí que no era un trabajador de Cruz Roja. No era solo por la sangre fría que demostró cuando parecía que íbamos a estrellamos, ni por la camisa y los pantalones vaqueros, ni por las gafas de sol de moda. Tampoco por la cara bronceada que, junto con el pelo todavía rubio, le otorgaba un cierto atractivo de persona curtida por la vida... Si a uno le gusta el estilo perpetuamente insomne. No: lo que realmente me convenció de que no pertenecía a la Cruz Roja fue la sonrisa hastiada y ligeramente insinuante que me había dirigido tras nuestro despegue casi mortal. En aquel momento supe que era periodista.

Al mismo tiempo me di cuenta de que me miraba, me evaluaba y probablemente llegaba a la conclusión de que yo no era carne de ayuda humanitaria. Evidentemente, me pregunté qué impresión le habría causado. Tengo una de esas caras de Nueva Inglaterra al estilo Emily Dickinson: angulosa, un poco delgada, con un cutis permanentemente claro e indiferente al sol. Una vez, un hombre que quería casarse conmigo y convertirme exactamente en la clase de madre amante que yo estaba decidida a no ser jamás me dijo que era «bonita de una forma interesante». Cuando pude dejar de reír, se me ocurrió que era un piropo que se apartaba de los halagos comunes. También me dijo que admiraba la forma en que me cuidaba. Al menos no dijo que «me conservaba bien». Sin embargo, es cierto que mi cara es «interesante», apenas tiene arrugas ni marcas de expresión, y mi pelo castaño claro (que llevo corto por comodidad) todavía no tiene canas. Así pues, aunque esté a punto de entrar en la mediana edad, aún aparento haber pasado por poco la frontera de los treinta.

Todas esas ideas banales fueron bruscamente interrumpidas cuando el helicóptero viró a la izquierda de repente y el piloto aceleró al máximo. Nos elevamos a toda velocidad. Acompañando aquel ascenso convulso, cuya fuerza de gravedad nos lanzó a todos contra las tiras del cinturón, se distinguió claramente el ruido del fuego antiaéreo. Inmediatamente, el inglés rebuscó en su mochila y sacó unos prismáticos. Desoyendo las protestas de uno de los empleados de la Cruz Roja, se desabrochó el cinturón y se desplazó para poder mirar por una ventanilla.

—Parece que alguien intenta matarnos —gritó por encima del rugido del motor. Pero su voz era tranquila, incluso casi divertida.

—¿Quién es ese alguien? —grité.

—Los cabrones de siempre —dijo, con los ojos pegados a los prismáticos—. Los mismos encantos que provocaron el caos en la última inundación.

—Pero ¿por qué disparan a un helicóptero de la Cruz Roja? —pregunté.

—Porque pueden —dijo—. Disparan contra todo lo que sea extranjero y se mueva. Para ellos es un deporte.

Se volvió hacia el trío de médicos de la Cruz Roja sujetos junto a mí.

—Espero que su colega de la cabina sepa lo que hace —añadió.

Ninguno le respondió, porque estaban blancos de miedo. Fue entonces cuando me lanzó una sonrisa maliciosa que me hizo pensar: este se lo está pasando en grande.

Le devolví la sonrisa. Para mí era una cuestión de orgullo: no demostrar nunca miedo cuando me disparaban. Sabía por experiencia que, en tales situaciones, lo único que se podía hacer era respirar hondo, concentrarse y esperar que todo saliera bien. Por lo tanto elegí un punto del suelo de la cabina y lo miré de hito en hito, repitiendo mentalmente: «Todo saldrá bien. Será solo un...».

Y entonces el helicóptero se desvió otra vez y el inglés salió despedido, pero logró agarrarse al cinturón más cercano y así evitó golpearse contra el otro lado de la cabina.

—¿Estás bien? —pregunté.

Otra de sus sonrisas.

—Ahora sí —dijo.

Después de tres giros más a la derecha, que nos revolvieron el estómago, seguidos de una aceleración rápida, pareció que dejábamos la zona de peligro. Siguieron diez minutos de nervios, y luego descendimos. Estiré el cuello, miré por la ventanilla y respiré. Ante mí tenía un paisaje bajo el agua: el diluvio universal. Todo estaba inundado. Casas y ganado flotaban a la deriva. Entonces vi el primer cadáver, boca abajo en el agua, seguido de cuatro cadáveres más, dos de ellos tan pequeños que, incluso desde el aire, supe que eran niños.

En ese momento todos mirábamos por la ventanilla, intentando asimilar el alcance de la catástrofe. El helicóptero se ladeó otra vez, se apartó de la zona central de la inundación y se acercó rápidamente a tierras más altas. A lo lejos, vi un grupo de Jeep y vehículos militares.

Al fijarme me di cuenta de que intentábamos aterrizar en medio de un caótico campamento del ejército somalí, en el que varias docenas de soldados se movían entre el equipo militar anticuado esparcido por el campamento. A corta distancia, se distinguían tres Jeep blancos con la bandera de la Cruz Roja. Unos catorce empleados de ayuda humanitaria que estaban junto a los Jeep gesticulaban frenéticamente en nuestra dirección. Al mismo tiempo, otro grupo de soldados somalíes que estaba apostado a unos cien metros del equipo de la Cruz Roja también nos hacía gestos con los brazos para que nos acercáramos.

—Esto puede ser divertido —comentó el inglés.

—No, si es como la última vez —dijo uno de los de la Cruz Roja.

—¿Qué pasó la última vez? —pregunté.

—Intentaron saquearnos —dijo.

—Eso era frecuente en el 97 —dijo el inglés.

—¿Estuvo aquí en el 97? —pregunté.

—Pues sí —dijo, lanzándome otra sonrisa—. Un lugar precioso, Somalia. Sobre todo bajo el agua.

Sobrevolamos a los soldados y los Jeep de la Cruz Roja. Los trabajadores en tierra parecían saber a qué jugábamos, porque subieron a los Jeep, giraron en sentido contrario y se lanzaron a toda velocidad por el terreno baldío hacia nuestro punto de aterrizaje. Miré al inglés. Tenía los prismáticos apretados contra la ventanilla, y su sonrisa sardónica se hacía más amplia cada nanosegundo.

—Parece que va a haber carreras para recibirnos —dijo.

Me asomé a mi ventanilla y vi a una docena de soldados somalíes que corrían en nuestra dirección.

—Ya lo veo —grité, mientras aterrizábamos con una sacudida.

Apenas tocamos tierra, el hombre de la Cruz Roja más cercano a mí se puso de pie y levantó la palanca que bloqueaba la puerta de la cabina. Los demás se fueron hacia la carga situada en el fondo y deshicieron la red que ataba las cajas de suministros médicos y alimentos deshidratados.

—¿Necesitan ayuda? —preguntó el inglés a uno de los voluntarios de la Cruz Roja.

—No se preocupe —contestó—. Más vale que salgan antes de que aparezca el ejército.

—¿Dónde está el pueblo más cercano?

—Estaba a un kilómetro al sur de aquí. Pero ya no está.

—De acuerdo —dijo él. Luego se volvió hacia mí y preguntó—. ¿Vienes?

Asentí, pero luego me volví hacia el hombre de la Cruz Roja y pregunté:

—¿Qué van a hacer cuando lleguen los soldados?

—Lo que hacemos siempre. Torearlos mientras el piloto llama por radio a la central de mando de Somalia, si se le puede llamar así, para que ordenen a un oficial que venga aquí a sacárnoslos de encima. Pero ustedes dos más vale que se marchen enseguida. Los soldados no suelen entender la utilidad de los periodistas.

—Nos vamos —dije—. Gracias por traerme.

El inglés y yo bajamos de la cabina. En cuanto pusimos el pie en tierra, me tocó el hombro y señaló los Jeep de la Cruz Roja. Corrimos en su dirección agachados, sin mirar atrás, hasta que estuvimos detrás de ellos. Aquello resultó ser una decisión estratégica inteligente, porque logramos esquivar la atención de los soldados somalíes, que ya rodeaban el helicóptero. Cuatro de ellos apuntaban con las armas al equipo de la Cruz Roja. Uno de los soldados empezó a gritar a los trabajadores, pero ellos no parecían muy impresionados, y utilizaron su táctica «para ganar tiempo». Aunque no podía oír mucho por el rugido del motor de la hélice, estaba claro que los de la Cruz Roja ya habían jugado a aquel juego peligroso y sabían exactamente lo que tenían que hacer. El inglés me dio un codazo.

—¿Ves aquella arboleda de allí? —dijo, señalando un grupito de eucaliptos, a unos cincuenta metros de distancia.

Asentí. Tras una última mirada a los soldados —que estaban abriendo una caja de suministros médicos— corrimos hacia los árboles. No pudimos tardar más de veinte segundos en recorrer los cincuenta metros, pero se me hicieron eternos. Sabía que si los soldados veían dos figuras que corrían para esconderse, su reacción natural sería dispararnos. Cuando llegamos al bosque, nos ocultamos detrás de un árbol. Ninguno de los dos estaba sin aliento, pero cuando miré al inglés, capté en sus ojos un destello de excitación provocado por la adrenalina. Cuando vio que lo había notado, inmediatamente recuperó su sonrisa sardónica.

—Muy bien —susurró—. ¿Crees que podrás llegar allí sin que te maten?

Miré en la dirección que me indicaba: otra exigua arboleda frente al río desbordado. Sostuve su sonrisa desafiante.

—A mí nunca me dan —dije.

Entonces salimos corriendo de la protección de los árboles, precipitándonos en línea recta hacia la siguiente protección. Aquella carrera duró alrededor de un minuto, durante el cual el mundo se quedó en silencio, y lo único que oí fueron mis pies segando la hierba alta. Estaba muy tensa. Pero como antes en el helicóptero, cuando empezaron a dispararnos, intenté concentrarme en algo abstracto, como mi respiración. El inglés iba delante de mí, pero en cuanto llegamos a los árboles, algo le hizo detenerse de golpe. Yo también me paré cuando vi que empezaba a retroceder, con los brazos en alto. Un joven soldado somalí salía de la arboleda. No podía tener más de quince años. Apuntaba con el rifle al inglés, que intentaba salvar la situación hablando. De repente el soldado me vio, y cuando me apuntó con el arma, cometí un error de juicio inmenso. En lugar de mostrarme sumisa inmediatamente, detenerme y levantar las manos sobre la cabeza, sin hacer movimientos bruscos (como me habían enseñado), me tiré al suelo, convencida de que iba a dispararme. Eso provocó que se pusiera a gritarme mientras intentaba apuntarme. En ese momento, súbitamente, el inglés lo agarró y lo tiró al suelo. Me levanté y corrí hacia ellos. El inglés cerró el puño y lo clavó en el estómago del soldado, dejándolo sin respiración. El chico gimió, y el británico le pisoteó con fuerza la mano con que asía el arma. El chico gritó.

—Suelta el arma —exigió el inglés.

—Vete a la mierda —contestó el chico.

El inglés apretó aún más la bota. Esta vez el soldado soltó el arma. El inglés la recogió rápidamente y apuntó al soldado en cuestión de segundos.

—No soporto la mala educación —dijo el inglés, amartillando el rifle.

El chico empezó a sollozar, y se enroscó en posición fetal, suplicando por su vida. Me volví hacia el inglés y dije:

—No puedes...

Pero él me miró y me guiñó el ojo. A continuación miró al niño soldado y dijo:

—¿Has oído a mi amiga? No quiere que te mate.

El chico no dijo nada. Se enroscó aún más, llorando como el niño asustado que era.

—Deberías disculparte con ella, ¿no te parece? —dijo el inglés.

Vi cómo le temblaba el rifle en las manos.

—Lo siento, lo siento, lo siento —dijo el chico, atragantándose con los sollozos.

El inglés me miró.

—¿Aceptas sus disculpas? —me preguntó.

Asentí.

El británico me hizo un gesto de asentimiento y luego le preguntó al chico:

—¿Qué tal la mano?

—Me duele.

—Lo siento —dijo—. Si quieres puedes marcharte.

El chico se levantó, aún temblando. Tenía la cara llena de lágrimas y una gran mancha en la ingle. Nos miró con ojos aterrorizados, convencido todavía de que íbamos a dispararle. El inglés le puso una mano en el hombro para calmarlo.

—Tranquilo —dijo con tono sosegado—. No te va a pasar nada. Pero tienes que prometerme una cosa: no vas a decirle a nadie de tu compañía que nos has encontrado. ¿Entendido?

El soldado miró el rifle que seguía en manos del inglés y asintió varias veces.

—Estupendo. Una última pregunta. ¿Hay muchas patrullas del ejército río abajo?

—No. El agua destruyó nuestra base. Yo me separé de los demás.

—¿Y el pueblo cerca de aquí?

—No ha quedado nada.

—¿Ha desaparecido todo el mundo?

—Algunos llegaron a la colina.

—¿Dónde está la colina?

El soldado señaló un camino lleno de hierba entre los árboles.

—¿Cuánto se tardaría en llegar a pie? —preguntó el inglés.

—Media hora.

El inglés me miró y dijo:

—Ya sabes lo que nos queda.

—Me parece bien —dije, mirándolo a los ojos.

—Ahora vete —le dijo al soldado.

—El arma...

—Lo siento, pero me la quedo.

—Voy a meterme en un lío por haberla perdido.

—Diles que se la llevó el agua. Y recuerda que espero que mantengas tu promesa. No nos has visto. ¿Entendido?

El chico miró otra vez el arma y finalmente al inglés.

—Lo prometo.

—Buen chico. Anda, vete.

El joven soldado salió de la arboleda en dirección al helicóptero. Cuando lo perdimos de vista, el inglés cerró los ojos, respiró hondo y dijo:

—Qué puta mierda.

—Eso decimos todos.

Abrió los ojos y me miró.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sí, pero me siento como una idiota.

Él sonrió.

—Te portaste como una idiota, pero son cosas que pasan. Sobre todo cuando topas con un niño con un rifle. Por cierto...

Con un gesto del pulgar me indicó que debíamos continuar. Y eso fue exactamente lo que hicimos, abriéndonos camino entre la espesura del bosque, hasta que encontramos el sendero y continuamos bordeando los campos inundados. Caminamos sin parar durante quince minutos, en silencio. El inglés guiaba. Yo le seguía unos pasos detrás. Observé a mi compañero mientras nos adentrábamos más y más en aquel terreno inundado. Estaba muy concentrado en su misión de alejarnos lo más posible de los soldados. También estaba muy pendiente de cualquier sonido sospechoso proveniente del campo abierto. Dos veces se detuvo y se volvió hacia mí con un dedo en los labios cuando creyó haber oído algo. No volvimos a ponernos en marcha hasta que estuvo seguro de que no nos seguía nadie. Me intrigaba la forma en que sostenía el arma del soldado. En lugar de llevarla colgada del hombro, la sujetaba con la mano derecha, con el cañón apuntando al suelo, y bastante apartada del cuerpo. Supe que nunca habría disparado contra el soldado, porque era evidente que se sentía muy incómodo con un rifle en la mano.

Al cabo de unos quince minutos, señaló un par de rocas grandes situadas cerca del río. Nos sentamos, pero no dijimos nada durante un rato y seguimos evaluando el silencio, intentando discernir si se acercaban pasos a lo lejos. Finalmente dijo:

—A mi modo de ver, si ese chico nos hubiera delatado, sus compañeros ya estarían aquí.

—Sin duda le hiciste creer que ibas a matarlo.

—Tenía que creérselo. Porque él te habría disparado sin ninguna compasión.

—Lo sé. Gracias.

—Está incluido en el precio. —Me alargó la mano y dijo—: Tony Hobbs. ¿Para quién escribes?

—Para el Boston Post.

Una sonrisa divertida le cruzó los labios.

—¿En serio?

—Sí —dije—. En serio. Tenemos corresponsales en el extranjero, por si no lo sabías.

—«¿En serio?» —repitió, imitando mi acento—. Entonces tu eres una «corresponsal en el extranjero».

—«En serio» —dije, intentando imitar su acento.

Se echó a reír, lo cual le honraba, y dijo:

—Me lo merecía.

—Sí. Te lo merecías.

—¿Y dónde tienes la «corresponsalía»? —preguntó.

—En El Cairo. Y ahora déjame adivinar a mí. ¿Tú escribes para el Sun?

—De hecho para el Chronicle.

Intenté no parecer impresionada.

—¿Para el Chronicle, «en serio, en serio»? —dije.

—Me merezco mi propia medicina.

—Es lo que pasa cuando eres corresponsal de un periódico pequeño. Tienes que defenderte de los colegas arrogantes.

—Vaya, ¿ya has decidido que soy arrogante?

—Eso lo decidí dos minutos después de verte en el helicóptero. ¿Trabajas en Londres?

—En realidad, en El Cairo.

—Pero yo conozco al periodista del Chronicle. Henry...

—Bardett. Se puso enfermo. Una úlcera. Y me hicieron venir desde Tokio hace unos diez días.

—Yo trabajé en Tokio. Hace cuatro años.

—Bueno, es evidente que te sigo por todo el mundo.

Se oyó un ruido de pasos cerca. Nos pusimos alerta. Tony cogió el rifle que había dejado apoyado en la roca. Luego oímos los pasos aproximarse. Nos levantamos y vimos a una mujer somalí que venía corriendo por el camino, con un niño en brazos. La mujer no podía tener más de veinte años y el bebé no más de dos meses. La madre estaba esquelética y el niño inquietantemente inmóvil. En cuanto nos vio, ella se puso a gritar en una lengua que ninguno de los dos comprendió, gesticulando como una loca y señalando el arma en manos de Tony. Él la entendió inmediatamente y tiró el arma a las aguas turbulentas del río, añadiéndola a los restos que flotaban corriente abajo. El gesto sorprendió a la mujer. Pero cuando se volvía hacia mí y empezaba a suplicar de nuevo, le fallaron las piernas. Entre Tony y yo la agarramos y la sostuvimos de pie. Miré al niño sin vida que seguía apretando en sus brazos. Miré al inglés. Él asintió en dirección al helicóptero de la Cruz Roja. Rodeamos su escuálida cintura entre los dos e iniciamos el lento trayecto de vuelta al claro donde habíamos aterrizado.

Cuando llegamos, fue un alivio comprobar que había varios Jeep del ejército somalí cerca del helicóptero y que los saqueadores estaban bajo control. Acompañamos a la mujer al pasar junto a los soldados y nos dirigimos en línea recta al helicóptero de la Cruz Roja. Dos miembros del grupo seguían descargando suministros.

—¿Quién es médico aquí? —pregunté.

Uno de los hombres me miró, vio a la mujer y al bebé y se puso en marcha, mientras su colega nos pedía educadamente que nos largáramos.

—Ya no pueden hacer nada.

Y resultó que tampoco había ninguna posibilidad de que nos dejaran volver hacia el pueblo inundado, porque el ejército somalí lo había bloqueado. Cuando localicé al jefe de médicos de la Cruz Roja y le hablé de los habitantes refugiados en una colina a unos dos kilómetros de allí, dijo, con un marcado acento suizo:

—Ya lo sabemos. Les mandaremos el helicóptero en cuanto el ejército nos dé permiso.

—Déjenos ir con ustedes —dije.

—No puede ser. El ejército solo permite que vayan tres miembros del equipo en su vuelo.

—Dígales que formamos parte del equipo —dijo Tony.

—Tenemos que mandar al personal médico.

—Mande a dos —dijo Tony— y deje que uno de nosotros...

Pero nos interrumpió la llegada de un oficial del ejército. Dio una palmada a Tony en el hombro.

—Usted... documentación.

Luego me tocó a mí.

—Usted también.

Le entregamos nuestros respectivos pasaportes.

—Papeles de la Cruz Roja —pidió.

Cuando Tony empezó a inventarse una historia rocambolesca para justificar que nos los habíamos dejado en casa, el oficial levantó los ojos al cielo y pronunció la palabra maldita:

—Periodistas.

Luego se volvió hacia los soldados y dijo:

—Metedlos en el próximo helicóptero a Mogadiscio.

Volvimos a la capital prácticamente bajo custodia. Cuando aterrizamos en un aeródromo militar, en las afueras de la ciudad, casi esperaba que nos retuvieran bajo arresto. Pero en lugar de eso, uno de los soldados del avión me preguntó si tenía dólares americanos.

—Podría ser —contesté. Y luego, por probar, le pregunté si, por diez dólares, nos podía buscar un vehículo para llegar al Central Hotel.

—Si me da veinte, le busco un coche.

Llegó a ordenar a un Jeep que nos llevara. Por el camino, Tony y yo hablamos por primera vez desde que nos habían puesto bajo custodia.

—No hay mucho que escribir, ¿verdad? —dije.

—Seguro que los dos nos inventaremos algo.

Encontramos dos habitaciones en la misma planta, y quedamos en vernos en cuanto hubiéramos mandado nuestros artículos. Un par de horas más tarde, poco después de que enviara por correo electrónico no más de setecientas palabras sobre el caos general del valle del río Juba, el espectáculo de los cadáveres flotando en el río, el caos de las infraestructuras, y la experiencia de ser atacada por las fuerzas rebeldes en un helicóptero de la Cruz Roja, alguien llamó a la puerta.

Era Tony, con una botella de whisky y dos vasos en la mano.

—Esto promete —dije—. Pasa.

No se fue hasta las siete de la mañana siguiente, cuando nos marchamos para no perder el primer avión de vuelta a El Cairo. Desde el momento en que lo vi en el helicóptero, supe que inevitablemente acabaríamos en la cama si se presentaba la oportunidad. Porque así era como funcionaba aquel juego. Los corresponsales en el extranjero pocas veces tenían cónyuges o «parejas estables», y la mayoría de las personas que conocías por tu trabajo no solían ser de la clase con la que te apetecería compartir la cama ni diez minutos, y mucho menos una noche.

Pero cuando me desperté junto a Tony, me asaltó una idea: «Vive en el mismo sitio que yo». Lo cual me condujo a algo que para mí era un pensamiento insólito: «Tengo ganas de volver a verlo. De hecho, me encantaría volver a verlo esta misma noche».

Una relación especial

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