Читать книгу Una relación especial - Douglas Kennedy - Страница 9
3
ОглавлениеTony se lo tomó bien. No se estremeció ni se puso blanco. Se quedó un momento en silencio, sorprendido, al que siguió un momento de reflexión. Pero luego me cogió la mano, me la apretó y dijo:
—Es una buena noticia.
—¿Lo crees de verdad?
—Totalmente. Pero ¿estás segura?
—Dos pruebas de embarazo, segura —respondí.
—¿Quieres tenerlo?
—Tengo treinta y siete años, Tony. Lo que significa que he entrado en el reino del ahora o nunca. Pero que yo quiera tenerlo no significa que tú también tengas que participar. A mí me gustaría, por supuesto. Pero...
—Quiero participar —dijo, encogiéndose de hombros.
—¿Estás seguro?
—Del todo. Y quiero que vengas a Londres conmigo.
Me tocó el turno de ponerme blanca.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
—Sorprendida.
—¿Por...?
—El curso que está tomando la conversación.
—¿Estás preocupada?
Aquello era decirlo muy suavemente. Aunque había logrado mantener a raya mi ansiedad durante los días en Londres (por no hablar de la semana anterior, cuando llegó el primer resultado positivo de la prueba que me hizo mi médico en El Cairo), esta seguía siendo omnipresente. Y con razón. Una parte de mí estaba muy contenta de estar embarazada, pero había otra porción igual de sustancial de mi persona que estaba aterrorizada ante la perspectiva. Puede que tuviera que ver con el hecho de que nunca había esperado realmente quedarme embarazada. Aunque de vez en cuando sentía las habituales urgencias hormonales, eran inevitablemente reprimidas por el hecho de que mi vida felizmente independiente no podía asumir el colosal compromiso de la maternidad.
Así que el descubrimiento de que estaba embarazada me dejó completamente desconcertada. Pero las personas siempre tienen la capacidad de sorprenderte. Tony sin duda lo hizo. Durante el resto del vuelo a El Cairo, me informó de que creía que mi embarazo era algo bueno; dijo que, junto con su traslado a Londres, era como si el destino hubiera intervenido para impulsarnos a tomar decisiones importantes. Aquello había pasado en el momento justo. Porque estábamos hechos el uno para el otro. Aunque tendríamos que adaptarnos a vivir juntos y a hacer trabajos de despacho los dos (estaba convencido de que yo podría encontrar un puesto en la oficina del Post en Londres), ¿no había llegado la hora de rendirse a la evidencia y sentar la cabeza?
—¿Estás hablando de matrimonio? —pregunté cuando acabó su pequeña arenga.
No me miró a los ojos, pero dijo:
—En realidad, sí; supongo que sí.
De repente sentía la necesidad de tomarme un vodka muy largo y lamenté mucho no poder hacerlo.
—Tendré que pensar en todo esto.
Hay que decir, en honor a Tony, que no insistió en el tema. Y tampoco me presionó de ninguna manera durante la semana siguiente. De todos modos, Tony nunca hacía esas cosas. De manera que, durante los primeros días posteriores a nuestro regreso de Londres, nos dimos tiempo para reflexionar. Corrijo: me dio tiempo para reflexionar. Sí, hablamos por teléfono dos veces al día, y hasta nos divertimos un día que almorzamos juntos, pero no mencionó en ningún momento la gran pregunta pendiente entre nosotros, hasta que, al final, yo pregunté:
—¿Has comunicado tu decisión al Chronicle?
—No, todavía estoy esperando una puesta al día de alguien.
Me sonrió tímidamente al decirlo. Aunque lo presionaban para que tomara una decisión, seguía negándose a meterme prisas. Y yo no podía evitar comparar su suave enfoque de la situación con el de Richard Pettiford. Cuando él intentaba forzar que aceptara casarme, se pasó de la raya varias veces, y llegó a tratarme (al auténtico estilo de un abogado) como un jurado reacio al que tenía que convencer de su punto de vista. Con Tony ni siquiera tuve que responder a su comentario sobre «esperar una puesta al día de alguien». Él era consciente de que me estaba pidiendo que tomara una gran decisión, por lo tanto, a modo de respuesta le pregunté:
—¿No te marcharás hasta dentro de tres meses, verdad?
—Sí, pero el editor necesita saber mi decisión a finales de esta semana.
Y lo dejó allí.
Además de reflexionar mucho, también hice algunas llamadas clave, la primera de ellas a Thomas Richardson, el editor jefe del Post, y una persona con quien siempre había mantenido una relación cordial, si bien distante. Como el yanqui de la vieja escuela que era, también apreciaba que se le hablara sin rodeos. Así que, cuando me devolvió la llamada, fui directa con él, y le expliqué que iba a casarme con un periodista del Chronicle y pensaba trasladarme a vivir a Inglaterra. También le dije que el Post era mi casa y que me gustaría seguir trabajando en el periódico, pero el hecho de que estuviera embarazada significaba que necesitaría una baja de maternidad de cuatro meses dentro de siete.
—¿Estás embarazada? —preguntó, como si le sorprendiera sinceramente.
—Eso parece.
—Es una gran noticia, Sally. Entiendo perfectamente que quieras tener al niño en Londres.
—El caso es que no nos mudaremos hasta dentro de tres meses.
—Seguro que podremos encontrarte algo en la oficina de Londres. Uno de nuestros corresponsales hace tiempo que habla de volver a Boston, así que no podías ser más oportuna.
Una parte de mí estaba alarmada porque mi jefe me facilitara tanto el traslado profesional a Londres, pues ya no tenía ninguna razón para no seguir a Tony. Cuando le comuniqué que mi traslado a la oficina del Post de Londres era segura, también le dije que estaba aterrorizada por aquel enorme cambio de circunstancias. De nuevo su respuesta (aunque previsiblemente frívola) fue reconfortante: me dijo que no era como si fuera a meterme a monja. Tampoco nos mudábamos a Ulán Bator. Y tendría trabajo. Y si descubríamos que no podíamos soportar el trabajo de oficina... En fin, ¿quién decía que estábamos encadenados a Londres para el resto de nuestras vidas?
—Vaya, que no somos la clase de personas que se convierten en carceleros mutuos, ¿no? —dijo.
—De ninguna manera —contesté.
—Me alegro de saberlo —repuso, riendo—. Así pues, no creo que sea el fin del mundo si nos casamos un día de estos, ¿no?
—¿Desde cuándo te has vuelto tan romántico? —pregunté.
—Desde que tuve una conversación hace unos días con uno de nuestros hombres en el consulado.
Lo que le dijo «el hombre del consulado» a Tony era que los trámites para mi estancia en Gran Bretaña —tanto profesional como personalmente— se expedirían con mayor rapidez si éramos marido y mujer. De otra manera, me esperaban meses de burocracia de inmigración si decidía permanecer soltera. De nuevo me quedé pasmada ante la velocidad con que mi vida estaba dando un giro. El destino es así. Viajas mucho, creyendo que la trayectoria de tu vida seguirá un curso determinado (especialmente cuando te estás acercando a la mediana edad). Y entonces, conoces a alguien, dejas que la relación avance, te encuentras andando de puntillas por ese peligroso terreno denominado «amor». Antes de que te enteres, estás hablando por teléfono con el único superviviente de tu familia, contándole no solo que estás embarazada sino que estás a punto de...
—¿Casarte? —exclamó Sandy, genuinamente sorprendida.
—Es lo más práctico —dije.
—¿Quieres decir como quedarte embarazada por primera vez a los treinta y siete?
—Créeme, eso fue un accidente.
—Te creo. Porque eres la última persona que pensaría que se quedaría embarazada adrede. ¿Cómo se lo ha tomado Tony?
—Muy bien. La verdad es que mejor que yo. Ha llegado a pronunciar la temible expresión «sentar la cabeza» y además en un tono positivo.
—Puede que entienda algo que tú todavía no captas...
—¿Te refieres a lo de que todos tenemos que sentar la cabeza algún día? —dije, intentando no sonar demasiado sarcástica.
Aunque Sandy siempre había apoyado mi carrera peripatética, a menudo me advertía de que me estaba labrando una vejez solitaria, y si seguía evitando la maternidad, al final acabaría arrepintiéndome. Había algo en mi vida sin ataduras que la inquietaba. No me malinterpreten, no era envidia. Pero en parte la razón de que estuviera tan encantada con la noticia era que, cuando yo también fuera madre, las dos ocuparíamos el mismo terreno. Y yo finalmente tocaría con los pies en el suelo.
—Oye, que yo no te he dicho que te quedaras embarazada —dijo Sandy.
—No, solo te has pasado los últimos diez años preguntándome cuándo me decidiría.
—Y ha pasado. Y yo estoy encantada. Me muero de ganas de conocer a Tony.
—Ven a El Cairo para la boda la semana que viene.
—¿La semana que viene? —dijo, asombrada—. ¿Por qué tan deprisa?
Le expliqué lo de evitar los permisos de trabajo y residencia cuando nos mudáramos a Londres al cabo de tres meses.
—Dios mío, qué locura.
—Dímelo a mí.
Sabía que Sandy no podría venir para la boda. No solo no tenía dinero ni tiempo, sino que, para ella, cualquier lugar fuera de las fronteras de Estados Unidos era Marte. Así que, aunque hubiera tenido posibilidades de venir a Egipto, estoy segura de que habría encontrado una excusa para ahorrarse el viaje. Como me había confesado varias veces: «Yo no soy como tú, no me interesa lo que pueda haber fuera». Esa era una de las muchas cosas que me gustaban de mi hermana, no se engañaba sobre sí misma. «Soy limitada», me dijo una vez; un comentario que me pareció innecesariamente autoflagelante, teniendo en cuenta que era una mujer muy lista y muy culta que había logrado salir adelante después de que su marido la abandonara hacía tres años.
Al cabo de un mes de la sísmica partida de su marido, Sandy había encontrado un empleo de profesora de historia en una pequeña escuela privada de Medford, y no sé cómo se las arreglaba para pagar la hipoteca y alimentar a los niños. Lo cual (como ya le había dicho varias veces) demostraba mucho más valor que moverse por una serie de lugares en conflicto de Oriente Medio. Pero ahora yo lo aprendería todo de la vida en el frente doméstico, e incluso a través de aquella defectuosa conexión egipcia, Sandy percibió enseguida mi miedo.
—Todo va a salir bien —dijo—. Mejor que bien. Estupendo. Oye, que no es como si tuvieras que dejar el trabajo, o te mandaran a Lawrence (que debe de ser la ciudad más fea de Massachussets). ¡Te vas a Londres! Después de todas las zonas en guerra que has cubierto, la maternidad no será muy diferente.
Me reí. Y también me pregunté: «¿Tendrá razón?».
Sin embargo, las semanas siguientes no me dejaron mucho tiempo para perderme en reflexiones sobre los cambios que se avecinaban. Sobre todo porque Oriente Medio estaba inmerso en sus habituales catástrofes. Hubo una crisis de gobierno en Israel, un intento de asesinato de un ministro del gobierno egipcio, y un ferry que volcó en el Nilo, al norte de Sudán, provocando la muerte de los ciento cincuenta pasajeros que iban a bordo. El hecho de que estuviera sufriendo espantosos mareos matinales mientras cubría aquellas noticias solo parecía acentuar la banalidad de mi estado en comparación con aquellas calamidades humanas. Como todos los libros sobre bebés que había encargado en Amazon, y que yo devoraba con el entusiasmo obsesivo de alguien a quien acaban de decirle que está a punto de embarcarse en un viaje complicado y estuviera buscando la guía correcta para saber cómo llevarlo a cabo. Así que volvía a casa después de escribir sobre un brote local de cólera en el delta del Nilo y me ponía a leer sobre cólicos, tomas nocturnas y gorritos de bebé, y otras palabras nuevas del léxico especializado en atención infantil.
—¿Sabes lo que echaré de menos de Oriente Medio? —le dije a Tony la noche antes de la boda—. Que sea tan increíblemente extremo, tan completamente desquiciado.
—¿Mientras que Londres no será más que una aburrida rutina?
—Yo no he dicho eso.
—Pero te preocupa.
—Un poquito, sí. ¿A ti no?
—Será un cambio.
—Sobre todo porque esta vez llevarás equipaje.
—¿No te estarás refiriendo a ti, por casualidad? —preguntó.
—Qué va.
—Pues me alegro de llevar equipaje.
Lo besé.
—Y yo me alegro de que tú te alegres...
—Tendremos que adaptarnos, pero todo irá bien. Y, créeme, Londres puede ser una locura.
Recordé aquel comentario seis semanas después, cuando volábamos hacia Heathrow. Por cortesía del Chronicle, repatriaban al nuevo jefe de redacción de la sección de Internacional y su nueva esposa en clase club. Por cortesía del Chronicle, nos permitían alojarnos seis semanas en un piso de la empresa, cerca de la oficina del periódico en Wapping, mientras buscábamos casa. Por cortesía del Chronicle, todas nuestras pertenencias habían sido enviadas la semana anterior desde El Cairo y estarían almacenadas hasta que encontráramos un alojamiento permanente. Y por cortesía del Chronicle, un gran Mercedes negro nos recogió en el aeropuerto y empezó a deslizarse entre el denso tráfico vespertino hacia el centro de Londres.
Mientras el coche avanzaba lentamente por la autovía, cogí la mano de Tony, notando, como siempre, las brillantes alianzas de platino que adornaban nuestras respectivas manos izquierdas, al tiempo que recordaba la hilarante ceremonia civil en la que nos unimos en la oficina del Registro Civil de El Cairo, una verdadera casa de locos, sin techo, y el funcionario que nos casó, que era una versión egipcia de Groucho Marx. Allí estábamos, apenas unos meses después de aquellas frenéticas veinticuatro horas en Somalia, en la M4 hacia... Wapping.
En cierto modo, Wapping fue una sorpresa. El coche había salido de la autovía y se dirigía hacia el sur a través de zonas residenciales de casas de ladrillo rojo. Aquel paisaje dio paso a una mezcolanza de estilos arquitectónicos: victoriano, seguido de eduardiano, a continuación alojamientos públicos Varsovia y tras ellos brutalismo mercantil de cemento. Era una tarde de principios de invierno. Había poca luz, pero, a pesar de la escasez de iluminación natural, mi primera impresión de Londres como mujer casada fue que era un gran ejercicio de desorientación escénica; un paisaje urbano de menú chino, en el que había poca coherencia visual, y donde la abundancia y la privación eran vecinos. Evidentemente ya había notado este aspecto caótico de la ciudad en mi visita anterior con Tony. Pero, como todos los turistas, había tendido a concentrarme en lo que era bonito, y como buena turista, no puse los pies en los barrios meridionales. Para ser más exactos, había pasado allí pocos días y como no estaba trabajando, mis antenas de periodista estaban desconectadas. Pero, a partir de entonces, aquella ciudad iba a convertirse en mi hogar. Por eso tenía la nariz apretada contra el cristal del Mercedes, y contemplaba el asfalto mojado, los contenedores de basura llenos a rebosar, los racimos de establecimientos de comida rápida, de vez en cuando una calle en forma de media luna con casas elegantes, un gran retazo de parque verde (Clapham Common, me informó Tony), el laberinto sórdido de calles pobres (Stockwell y Vauxhall) justo antes de los bloques de oficinas, y luego una visión espectacular de las Casas del Parlamento, más bloques de oficinas, más casas de anónimo ladrillo rojo, la sorprendente aparición del Tower Bridge, luego un túnel, y al final... Wapping.
Un barrio de pisos nuevos, un almacén de vez en cuando, un par de torres de oficinas, y un enorme complejo industrial rechoncho, oculto tras unos muros altos de ladrillo y alambre de espino.
—¿Qué es eso? —pregunté—. ¿La cárcel de la ciudad?
Tony rio.
—Es donde trabajo.
Medio kilómetro más o menos después del complejo, el chófer paró frente a un edificio moderno de unos ocho pisos. Subimos en ascensor al cuarto piso. El pasillo estaba empapelado con un anémico papel de color crema y el suelo estaba cubierto con una alfombra de color marrón claro. Llegamos ante una puerta de madera chapada. El chófer sacó dos llaves y nos dio una a cada uno.
—Haz tú los honores —dijo Tony.
Abrí la puerta y entré en un pequeño piso de una sola habitación. Estaba amueblado al estilo impersonal de un Holiday Inn, y daba a un callejón trasero.
—Bien —dije, después de mirarlo todo—. Así encontraremos casa más rápidamente.
Fue Margaret Campbell, mi vieja compañera de universidad, quien aceleró el proceso de búsqueda de casa. Cuando la llamé antes de marcharme de El Cairo y le explique que no solo estaba a punto de mudarme a Londres, sino que me había casado y para rematarlo estaba embarazada, me preguntó:
—¿Algo más?
—Por suerte, no.
—Bueno, me encantará tenerte aquí, créeme, te acabará gustando esta ciudad.
—¿Lo que significa...?
—Que necesitarás un tiempo para adaptarte. Pero, oye, ven a almorzar conmigo en cuanto llegues, y te enseñaré cómo funciona todo. Espero que tengas un montón de dinero. Porque este sitio hace que Zúrich parezca barato y alegre.
Lo cierto es que Margaret no estaba pasando penurias precisamente; ella y su familia vivían en una casa de tres pisos de South Kensington. La llamé a la mañana siguiente de llegar a Londres y, fiel a su palabra, me invitó a su casa aquella tarde. Había engordado un poco desde la última vez que nos habíamos visto y llevaba pañuelos Hermès y conjuntos de chaqueta y jerséis de angora. Había dejado un puesto importante de ejecutiva en el Citibank para asumir el papel de madre ama de casa posfeminista, y había acabado en Londres cuando trasladaron allí a su marido abogado dos años antes. A pesar de aceptar el estilo de vida de mujer corporativa, seguía siendo la buena amiga de lengua afilada que conocí en mis años de universidad.
—Me parece que esto está fuera de nuestro alcance —dije, echando un vistazo a su casa.
—Oye, si la empresa no pagara las sesenta mil del alquiler...
—¿Sesenta mil libras? —dije, apabullada.
—Es South Kensington. Pero sí, en esta ciudad, un estudio modesto en un barrio de nada te cuesta mil libras al mes de alquiler... lo cual es una indecencia. Es el precio de admisión. Por eso vosotros deberíais pensar en comprar algo.
En vista de que yo no empezaría a trabajar en el Post hasta un mes después y sus dos hijos pasaban en la escuela todo el día, Margaret decidió acompañarme a buscar casa. Naturalmente, Tony me cedió la tarea encantado. Reaccionó de forma sorprendentemente positiva ante la idea de comprar una casa en la ciudad, en especial porque sus colegas del Chronicle no paraban de decirle que en Londres quien dudaba en el juego inmobiliario estaba perdido. Pero, como descubrí enseguida, incluso la más modesta casita adosada en la última parada del metro tenía un precio exorbitante. A Tony aún le quedaban cien mil libras de la venta de la casa de sus padres en Amersham. Yo tenía otras veinte mil de unos ahorros que había acumulado en los últimos diez años. Y Margaret, que asumió inmediatamente el papel de consejera inmobiliaria, se puso a telefonear y decidió que nuestro destino era un barrio llamado Putney. Mientras me llevaba hacia el sur en su BMW, me puso al día.
—Mucha oferta, todos los equipamientos familiares que necesitas, junto al río, y la District Line llega hasta Tower Bridge, que es perfecto para la oficina de Tony. Aunque hay zonas de Putney donde necesitas más de un millón y medio para poner un pie en la puerta...
—¿Un millón y medio? —pregunté.
—No es un precio desorbitado en esta ciudad.
—Claro, en Kensington o en Chelsea. Pero ¿en Putney? Es ya un barrio de las afueras, ¿no?
—De las afueras interiores. Escucha, solo está a nueve o diez kilómetros de Hyde Park... que en esta inmensidad significa una pequeñez. De todos modos, uno y medio es el precio que se pide por una gran casa en West Putney. Donde yo te llevo es al sur de Lower Richmond Road. Callecitas bonitas que llegan hasta el Támesis. Y quizá la casa sea pequeña, solo tiene dos dormitorios, pero hay posibilidad de ampliar.
—¿Desde cuándo eres agente inmobiliaria? —pregunté riéndome.
—Desde que me mudé a esta ciudad. Te lo juro, los ingleses puede que sean taciturnos y distantes cuando acabas de conocerlos, pero si logras hacerles hablar de propiedades, no hay quien les haga callar. Sobre todo cuando se trata de los precios de las casas de Londres, que es la mayor obsesión urbana en este momento.
—¿Tardaste mucho en adaptarte?
—Lo peor de Londres es que nadie llega a adaptarse de verdad. Y lo mejor de Londres es que nadie llega a adaptarse. Asúmelo y lo pasarás bastante bien. También se tarda un poco en aprender que, incluso si, como a mí, te gusta vivir aquí, es mejor dejar entrever una ligera anglofobia.
—¿Y eso por qué?
—Porque los ingleses desconfían de las personas que les muestran aprecio.
Sin embargo, misteriosamente Margaret no jugó la carta anglofóbica con el más que obsequioso agente inmobiliario que nos enseñó la casa de Sefton Street, en Putney. Cada vez que intentaba disimular algún defecto, como la moqueta de estampado de cachemira, el baño diminuto y el papel pintado imitación madera que evidentemente tapaba infinitas capas de yeso, ella atacaba con un «¿Está bromeando?», comportándose deliberadamente como una estadounidense grosera para descolocarlo. Se salió con la suya.
—¿De verdad piden cuatrocientas cuarenta mil por esto?
El agente inmobiliario, con su camisa rosa, traje negro y corbata de grandes almacenes de lujo, sonrió débilmente.
—Bueno, Putney está muy solicitado.
—Sí, de acuerdo, pero solo tiene dos habitaciones. Por no hablar del estado de la casa.
—Admito que la decoración está un poco pasada.
—¿Pasada? Yo la llamaría arcaica. A ver, ¿aquí murió alguien, verdad?
El agente inmobiliario volvió a perder la confianza en sí mismo.
—La vende el nieto de los antiguos ocupantes.
—¿Qué te decía? —dijo Margaret, mirándome—. Esta casa no se ha tocado desde los sesenta. Y apuesto a que está en el mercado desde hace...
El agente inmobiliario esquivó la mirada de Margaret.
—Venga, suéltelo —dijo Margaret.
—Unas cuanta semanas. Y estoy seguro de que el vendedor está dispuesto a considerar una oferta,
—Apuesto a que sí —dijo Margaret, luego se volvió hacia mí y susurró—: ¿Qué te parece?
—Demasiado trabajo para lo que vale —susurré. Luego pregunté al agente—: ¿No tiene nada como esto que no necesite tantas reformas?
—Por ahora no. Pero la mantendré informada.
Había oído esa frase docenas de veces en los últimos diez días. El juego de la caza de la casa era tierra incógnita para mí. Pero Margaret resultó ser una guía astuta. Por las mañanas, después de dejar a los niños en la escuela, me llevaba con el coche por distintos barrios. Tenía olfato para las zonas que se estaban rehabilitando, y las que era mejor evitar. Debimos de ver al menos veinte propiedades en aquella primera semana y seguimos siendo la plaga de todos los agentes inmobiliarios que encontramos. «Las horribles estadounidenses» nos llamábamos a nosotras mismas..., siempre educadas, pero haciendo demasiadas preguntas, hablando directamente de los defectos que veíamos, cuestionando de forma sistemática el precio exigido y (en el caso de Margaret) con más conocimiento del complejo laberinto de la propiedad londinense de lo que se esperaba de una yanqui. Debido a la necesidad de encontrar algo antes de que yo empezara a trabajar, la búsqueda se convirtió en una lucha contra el tiempo. Por eso apliqué las habituales habilidades de una periodista metida en harina, con lo que quiero decir que conseguí saberlo todo del tema (si bien de forma totalmente superficial) en el plazo más breve posible. Cuando Margaret volvía a casa con los niños por la tarde, yo me metía en el metro para buscar en otra zona. Repasaba la proximidad a hospitales, escuelas, parques y todas esas «necesidades maternas» (como las llamaba Margaret sarcásticamente) que ahora debía tener en cuenta.
—Esta no es mi idea de cómo pasar un buen rato —dije a Sandy por teléfono pocos días después de empezar la búsqueda—. Sobre todo porque la ciudad es increíblemente grande. Aquí no existe nada parecido a un paseo por la ciudad. Todo es una expedición, y no me acordé de meter el salacot en la mochila.
—Con eso destacarías entre la multitud.
—No creo. Esto es el crisol de los crisoles, lo cual significa que aquí nadie destaca. No es como Boston.
—Mira la chica de la gran ciudad. Seguro que en Boston la gente es más simpática.
—Por supuesto, porque es pequeño. En Londres no hace falta ser simpático.
—¿Porque es grande?
—Sí, y porque es Londres.
Eso era lo más intrigante de Londres: su frialdad. Tal vez tenía que ver con el temperamento reticente de los nativos.
Tal vez era que la ciudad era demasiado enorme, heterogénea y contradictoria. No sé por qué razón, pero durante mis primeras semanas en Londres, a menudo pensé: esta ciudad es como una de esas largas novelas victorianas, en las que se mezclan continuamente las vidas de ricos y pobres, y donde la narración siempre se extiende tanto que nunca llegas a entender totalmente la trama.
—Es más o menos así —dijo Margaret cuando le expresé mi teoría unos días después—. Aquí nadie es muy importante. Porque Londres achica incluso los egos más grandes. Pone a todo el mundo en su sitio. Sobre todo porque los ingleses desprecian el engreimiento.
Aquella era otra de las contradicciones curiosas de la vida londinense: era fácil confundir el desapego inglés con arrogancia. Cada vez que abría un periódico y leía un relato sensacional sobre una pequeña celebridad envuelta en algún escándalo de cocaína y fianzas, me quedaba claro que aquella era una sociedad que trataba con mucha dureza a cualquiera que cometiera el pecado de la presunción. No obstante, al mismo tiempo, muchos de los agentes inmobiliarios con los que traté se comportaban con una pomposidad que contradecía sus orígenes, generalmente de clase media, sobre todo cuando ponías en duda los absurdos precios que pedían por propiedades de escaso valor.
—Es precio de mercado, señora —era la respuesta desdeñosa habitual, con cierto énfasis altanero en la palabra «señora», para hacerme sentir un respeto más bien condescendiente.
—«Respeto condescendiente» —dijo Margaret, repitiendo mi frase en voz alta mientras nos dirigíamos hacia el sur—. Me gusta, aunque sea un perfecto oxímoron. De todos modos, hasta que vine a vivir a Londres, era incapaz de discernir dos emociones contradictorias agazapadas detrás de una frase aparentemente inocente. Los ingleses son únicos cuando se trata de decir una cosa y querer decir lo...
No llegó a terminar la frase, porque una camioneta blanca que salió de la nada estuvo a punto de chocar contra nosotras. La camioneta paró con un chirrido de frenos. El chófer —un tipo de unos veinte años con el pelo casi rapado y mala dentadura— se acercó a nosotras en tromba. Irradiaba agresividad.
—¿Qué cojones cree que hace? —dijo.
Margaret no se mostró en absoluto afectada por su beligerancia, y menos aún por su lenguaje.
—A mí no me hable así —dijo, con una voz fría y perfectamente controlada.
—Hablo como me da la gana, puta.
—Gilipollas —le dijo ella devolviéndosela, y arrancó el coche, dejando al tipo en medio de la calle, gesticulando furiosamente.
—Encantador —dije.
—Era un ejemplo de una especie inferior llamada hombre de la camioneta blanca —dijo—. Es indígena de Londres, y se muere por una pelea. Sobre todo si tú conduces un buen coche.
—Tu sangre fría es impresionante.
—Otro consejo para poder vivir en esta ciudad: no intentes adaptarte y no intentes apaciguar a nadie.
—Lo recordaré —dije, y luego añadí—: Pero no creo que ese idiota estuviera diciendo una cosa y queriendo decir otra.
Cruzamos el Putney Bridge y giramos en Lower Richmond Road, en dirección a Sefton Street, nuestra primera escala en aquella maratón en busca de casa. Había recibido una llamada del agente inmobiliario que nos había enseñado la primera casa, informándome que tenía otra similar en venta.
—No está precisamente bien decorada —admitió por teléfono.
—¿Con eso quiere decir anticuada? —pregunté.
Se aclaró la garganta.
—Un poco anticuada, sí. Pero han modernizado bastante la estructura. Y aunque piden cuatrocientas treinta y cinco mil, estoy seguro de que considerarán una oferta.
No había duda de que el agente inmobiliario decía la verdad acerca del mal estado de la decoración. Y la casa era claramente pequeña, tenía dos habitaciones diminutas en la planta baja, pero se había construido una extensión para la cocina detrás, y aunque todos los armarios e instalaciones eran viejos, estaba segura de que podría instalarse una cocina prefabricada, por ejemplo de IKEA, sin excesivos gastos. Los dos dormitorios de arriba estaban empapelados con papel de funeraria y en el suelo había una moqueta rosa igual de ofensiva. Pero el agente inmobiliario me aseguró que había un suelo de madera decente debajo de aquel barniz de poliéster (un aspecto que un especialista confirmó una semana después) y que el papel pintado podía arrancarse y se podían enyesar las paredes. El baño era de un rosa salmón espeluznante. Pero al menos la calefacción central era nueva. Lo mismo que la instalación eléctrica. También había bastante espacio en el desván para un estudio. Me di cuenta de que, una vez arrancados los horrores decorativos, podía convertirse en un lugar acogedor y diáfano. Por primera vez en mi vida de transeúnte, tuve un pensamiento sorprendentemente doméstico: aquello podía ser un hogar.
Margaret y yo no dijimos nada mientras veíamos la casa. Una vez fuera, se volvió hacia mí y me preguntó:
—¿Qué?
—Mal vestida pero con buena osamenta —dije—. Tiene muy buenas posibilidades.
—Lo mismo pienso yo. Y si piden cuatrocientas treinta y cinco...
—Ofreceré trescientas ochenta y cinco... si Tony me da el visto bueno.
Aquella noche pasé casi media hora hablando con Sandy por teléfono explicándole entusiasmada las posibilidades de la casa y lo bonitos que eran los alrededores, especialmente el sendero que bordeaba el Támesis, que estaba justo al final de la calle donde estaba la casa.
—Por Dios —dijo—. Pareces realmente domesticada.
—Muy graciosa —dije—. Pero después de los antros deprimentes que he visto, ha sido un alivio encontrar algo que pueda convertirse en habitable.
—Incluso con todos los planes de decoración que tienes en mente.
—Te lo estás pasando bomba, ¿verdad?
—No lo dudes. No esperaba oírte hablar nunca como una suscriptora de Casa y Jardín.
—No creas, yo también me sorprendo. Tampoco pensé que leería los consejos sobre niños del doctor Spock como si fueran la Biblia.
—¿Has llegado al capítulo en que explica cómo huir del país durante un cólico?
—Sí, lo de los pasaportes falsos es estupendo.
—Espera a experimentar tu primera noche en vela...
—Creo que voy a colgar.
—Felicidades por la casa.
—Bueno, todavía no es nuestra. Y Tony aún tiene que verla.
—Ya se la venderás.
—Puedes estar segura. Porque vuelvo a trabajar dentro de unas semanas, y no puedo permitirme seguir buscando casa mucho tiempo más.
Sin embargo, Tony estaba tan inmerso en su vida en el Chronicle que no pudo acercarse a Sefton Street hasta cinco días después. Era una mañana de sábado y llegamos en metro, cruzamos el Putney Bridge y luego giramos a la derecha en Lower Richmond Road. En lugar de seguir directamente por la calle, lo llevé por el sendero que bordeaba el Támesis en su curso hacia el este. Fue la primera visión de la zona de Tony, y me di cuenta de que le gustó inmediatamente la idea de que hubiera un paseo junto al río casi a la puerta de casa. Luego lo paseé por la extensión verde y hermosa de Putney Common, situada justo detrás de nuestra futura calle. Hasta llegaron a parecerle bien las tiendas y los bares de lujo que salpicaban Lower Richmond Road. Pero cuando entramos en Sefton Street, vi que tomaba nota del número considerable de Jeep y Land Rover aparcados, señal de que era una de las últimas zonas en ser descubiertas y empezaban a poblarla las clases profesionales, que veían aquellas bonitas casas como un lugar donde empezar la familia, en espera de un futuro traslado (como me había informado Margaret) a una residencia más espaciosa cuando llegara el segundo hijo y el empleo mejor remunerado.
Mientras paseábamos por el barrio, al lado de una procesión incesante de cochecitos y grandes Volvo con sillitas de niño, empezamos a lanzarnos miradas de incredulidad, como preguntándonos: «¿Cómo demonios hemos acabado jugando a este juego?».
—Esto es el puto valle del pañal —comentó finalmente Tony con una risa mordaz—. Y con familias jóvenes. Pareceremos del geriátrico cuando nos mudemos.
—Habla por ti —dije, dándole un codazo.
Cuando llegamos a la casa, nos encontramos con el agente y recorrimos las habitaciones; lo observé para intentar evaluar su reacción.
—Es exactamente igual a la casa donde crecí —dijo finalmente, pero añadió—: Seguro que podremos mejorarlo.
Me lancé a un monólogo de diseñadora de revista, en el que le esbocé ampliamente las posibilidades que tenía la casa en cuanto nos hubiéramos deshecho de la cursilería de posguerra.
Fue la reforma del desván lo que le convenció. Sobre todo después de que le dijera que seguramente podía cobrar un fondo que tenía en Estados Unidos de 7.000 libras que serviría para pagar el estudio que tanto deseaba, y en el cual podía escribir los libros que esperaba que lo liberasen del periódico que le había cortado las alas.
O, al menos, eso es lo que creí que Tony pensaba después de nuestras dos primeras semanas en Londres. Puede que fuera el impacto de tener un trabajo de despacho después de veinte años de trabajo de campo. Quizá se tratase del descubrimiento de que la vida del periódico en Wapping era un campo de minas de política interna. O tal vez fuera su reticente admisión de que ser el jefe de redacción de la sección de Internacional era, a lo sumo, «un ejercicio de escalada burocrática». No sé por qué motivo, pero tuve la clara sensación de que Tony no se estaba adaptando a la nueva vida de oficinista en la que se había visto inmerso. Siempre que yo sacaba el tema, él insistía en que estaba bien, que solo tenía muchas cosas en la cabeza, y tenía que encontrar su lugar en unas circunstancias tan diferentes. O se reía de nuestra vida casera recién estrenada. Como cuando fuimos a un bar después de ver la casa y dijo:
—Mira, si todo esto resulta económicamente apabullante, o nos sentimos demasiado entrampados por el pago mensual, lo mandamos todo a la mierda, la vendemos, y buscamos trabajo en algún sitio barato y bonito, como el The Kathmandu Chronicle.
—Totalmente de acuerdo —dije, riendo.
Aquella noche, por fin logré presentar a mi marido a mi única amiga en Londres, porque Margaret nos invitó a cenar. La cosa empezó bien, con mucha conversación banal sobre nuestra futura casa y cómo nos íbamos adaptando a Londres. Al principio Tony desplegó todos sus encantos, a pesar de que bebió cantidades enormes de vino con una ansiedad deliberada que no le había visto nunca. Pero, aunque estaba un poco preocupada por aquella demostración de aguante alcohólico, al principio no parecía interferir en su estilo ameno, especialmente cuando se puso a contar anécdotas de sus experiencias bajo el fuego en todo tipo de conflictos del Tercer Mundo. Y también nos entretuvo a todos con sus comentarios sarcásticos y maliciosos sobre la esencia inglesa. De hecho, ya se había ganado a Margaret cuando la conversación se desvió hacia la política y, sin más, se lanzó a una filípica antiamericana que puso a Alexander a la defensiva, y acabó poniéndonos de mal humor a todos. Cuando volvíamos a casa, me miró y dijo:
—Creo que ha ido horriblemente bien, ¿no?
—¿Por qué demonios lo has hecho? —le pregunté.
Silencio. Seguido de un par de lánguidos encogimientos de hombros y de veinte minutos adicionales de mutismo mientras el taxi nos llevaba a Wapping. Seguido de más silencio mientras nos acostábamos. Seguido por un desayuno en la cama, cortesía de Tony, a la mañana siguiente, y un beso en la frente.
—Le he escrito una tarjeta de agradecimiento a Margaret —dijo—. La he dejado en la mesa de la cocina; la mandas si te parece, ¿vale?
Y se fue a la oficina.
Al segundo intento, logré descifrar la caligrafía ilegible de Tony.
Querida Margaret:
Me encantó conoceros. La cena fue espléndida, como la conversación. Y dile a tu marido que lo pasé muy bien con nuestro intercambio de puntos de vista sobre política. Espero que no fuera demasiado acalorado para nadie. Alego in vino estúpidas. Pero ¿qué sería la vida sin una disensión animada?
Espero devolveros pronto vuestra hospitalidad.
Con afecto...
Naturalmente, la mandó. Naturalmente, Margaret me llamó al día siguiente cuando le llegó y dijo:
—¿Puedo hablar claro?
—Adelante.
—Bueno, en mi opinión, esta nota da un nuevo significado a la expresión «un hijo de puta encantador». Pero seguro que he hablado de más.
No me molesté. Porque Margaret había expresado claramente otra verdad sobre Tony: tenía un lado arisco, que normalmente mantenía oculto, pero que podía aparecer de forma repentina e inesperada, para volver a desaparecer enseguida. Podía ser un comentario espontáneo y furioso sobre un colega del periódico, o un silencio largo y exasperado si yo hablaba demasiado rato sobre la necesidad de encontrar una casa. Luego, pocos minutos después, se comportaba como si nada hubiera ocurrido.
—Oye, que todo el mundo tiene días de mal humor —dijo Sandy cuando le conté lo de los períodos oscuros ocasionales de mi marido—. Si consideramos los cambios a los que los dos habéis tenido que adaptaros...
—Tienes razón, tienes razón —dije.
—No es como si hubieras descubierto que es bipolar.
—Claro que no.
—Y no es que os paséis el día discutiendo.
—Casi nunca discutimos.
—Y no tiene colmillos ni duerme en un ataúd.
—No, pero tengo un diente de ajo y un crucifijo a mano debajo de la cama.
—Sensata práctica conyugal. Pero en fin, no parece que os vaya tan mal para llevar solo dos meses de matrimonio; normalmente es la época en que piensas que has cometido el mayor error de tu vida.
No es lo que yo pensaba en absoluto. Solo deseaba que Tony fuera más expresivo sobre lo que realmente sentía.
De todos modos no tuve ni tiempo para analizar lo que sentía respecto a nuestra nueva vida juntos. Porque dos días después de la cena con Margaret, aceptaron nuestra oferta de compra. Después de pagar el depósito, fui yo la que organicé la tasación de la casa, arreglé el pago de la hipoteca, y encontré a un constructor para el estudio y todo el trabajo de decoración, elegí las reías y los colores, y cumplí condena en IKEA, Habitat y Heals, además de discutir con los fontaneros y los pintores. En medio de todos aquellos proyectos de construcción del nido, sobrellevaba un embarazo en expansión, que, una vez superados los mareos matinales, estaba siendo menos incómodo de lo que había creído.
En aquello Margaret también fue una gran ayuda al responder a mis constantes preguntas sobre el embarazo. También me aconsejó sobre la forma de encontrar una niñera una vez se acabara mi baja de maternidad y volviera a trabajar. Y también me describió cómo funcionaba la sanidad pública, y cómo debía inscribirme en la consulta de mi médico en Putney. Resultó ser una consulta colectiva, donde la recepcionista me hizo rellenar un montón de formularios y luego me informó de que me habían asignado a una tal doctora Sheila McCoy.
—¿O sea que no puedo elegir a mi médico? —pregunté a la recepcionista.
—Por supuesto que sí. Cualquier doctor de la consulta. Si no quiere a la doctora McCoy...
—Yo no he dicho eso. Simplemente no sé si es la doctora adecuada para mí.
—¿Y cómo va a saberlo si no se visita con ella? —preguntó.
No podía discutir la lógica del argumento. Al final, me gustó la doctora McCoy. Era una irlandesa de cuarenta y tantos años, simpática y eficiente. Me visitó pocos días después, me hizo muchas y procedentes preguntas y me informó de que se me «asignaría» un tocólogo... y que si no me importaba cruzar el río hasta Fulham, me pondría al cargo de un tal Hughes.
—Muy experimentado, muy respetado, tiene consulta en Harley Street, y trabaja para la sanidad pública en el Mattingly. Creo que le gustará, porque es uno de los hospitales más nuevos de Londres.
Cuando le mencioné este último comentario a Margaret, se echó a reír.
—Es su forma de decirte que no quiere frustrar tu necesidad de cosas relucientes y nuevas mandándote a uno de los siniestros hospitales victorianos de la ciudad.
—¿Por qué cree que necesito cosas nuevas y relucientes?
—Porque eres yanqui. Y se supone que nos gusta todo lo nuevo y reluciente. O al menos es lo que creen todos en este país. Y qué quieres que te diga, si se trata de hospitales, a mí me gustan nuevos y relucientes.
—No me entusiasma la idea de que me «asignen» un tocólogo. ¿Crees que este tal Hughes será un médico de segunda fila?
—Tu doctora te ha dicho que tenía consulta en Harley Street...
—Es como si fuera un lord de los barrios bajos o algo así.
—Dímelo a mí. Mira, la primera vez que oí que llamaban clínica a la consulta de mi médico de aquí...
—¿Tú crees que allí operan?
—¿Qué puedo decir? Solo soy una estadounidense nueva y reluciente. Pero escucha, Harley Street es donde están los grandes especialistas de la ciudad. Y todos ellos trabajan también para la sanidad pública, o sea que probablemente te ha tocado un tocoginecólogo de primera fila. De todos modos, vale más que tengas el bebé en la sanidad pública. Los médicos son los mismos, y la atención es probablemente mejor, sobre todo si algo sale mal. Eso sí, no toques la comida.
Desde luego el señor Desmond Hughes no tenía nada de nuevo o reluciente. Cuando lo conocí una semana después en la consulta del Mattingly Hospital, me impactó inmediatamente su delgadez, su nariz ganchuda, sus modales bruscos y prácticos y el hecho de que, como a todos los especialistas ingleses, nadie le llamara doctor (me enteré más tarde de que en ese país a los cirujanos se les solía llamar «señor», porque en épocas profesionalmente menos avanzadas no se los consideraba propiamente médicos, sino carniceros de lujo). Hughes también era un perfecto ejemplo de la excelencia de la sastrería británica, vestía un traje de rayas exquisitamente cortado, una camisa de color azul claro con unos gemelos franceses impresionantes y una corbata de topos negros. La primera visita fue un poco fugaz. Pidió un escáner, un análisis de sangre, me palpó el vientre y me dijo que todo parecía «seguir su curso».
Me sorprendió un poco que no me hiciera preguntas concretas sobre mi estado físico (aparte de un genérico: «¿Todo va bien?»). Por eso cuando llegamos al final de tan breve visita, saqué el tema. Educadamente, claro.
—¿No le interesan mis mareos matinales? —pregunté.
—¿Sufre mareos?
—Ya no.
Me miró inquisitivamente.
—Entonces los mareos matinales ya no son un problema.
—Pero ¿debería preocuparme sentir náuseas de vez en cuando?
—¿«De vez en cuando» significa...?
—Dos o tres veces a la semana.
—¿Llega a sentir mareos?
—No... solo náuseas.
—Bien, entonces, interpreto que periódicamente siente náuseas.
—¿Nada más que eso?
Me dio una palmadita en la mano.
—No es nada terrible. Ahora mismo su cuerpo está experimentando un gran cambio. ¿Hay algo más que la moleste?
Negué con la cabeza, sintiendo como si me riñeran, ligeramente pero con firmeza.
—Muy bien, entonces —dijo, cerrando mi ficha y poniéndose de pie— nos veremos dentro de unas semanas. Ah, está trabajando, ¿verdad?
—Sí. Soy periodista.
—Está bien. Pero la veo un poco paliducha, así que no se exceda.
Cuando por la noche le conté la conversación a Tony, se echó a reír.
—Acabas de descubrir dos verdades generales sobre los especialistas de Harley Street: no soportan las preguntas y siempre te tratan con condescendencia.
De todos modos, Hughes había acertado en algo: estaba cansada. No se debía solo al embarazo, sino a las múltiples obligaciones vinculadas a tener que encontrar casa, el contrato de las obras y el esfuerzo de adaptarme a Londres al mismo tiempo. Las primeras cuatro semanas se evaporaron en una niebla de preocupaciones. Así se acabó mi primer mes en Londres... y tuve que ponerme a trabajar.
La oficina del Boston Post no era nada más que una sala en el edificio de Reuters de Fleet Street. Mi colega corresponsal era un tipo de veintiséis años llamado Andrew Dejarnette Hamilton. Firmaba los artículos como A. D. Hamilton, y era la clase de guaperas envejecido que de algún modo lograba desviar todas las conversaciones hacia el hecho de que había estudiado en Harvard, y también dejaba claro que consideraba nuestro periódico como un simple preámbulo antes de su ascenso triunfante en el New York Times o el Washington Post. Aún peor, era uno de esos decididos anglófilos cuyas vocales se habían vuelto demasiado lánguidas y había empezado a vestirse con camisas de color rosa de la Jermyn Street. El clásico esnob de la Costa Este que emitía ruiditos desdeñosos cuando salía a colación mi ciudad natal de Worcester, como aquel imbécil fofo de Wilson había hecho con el lugar de nacimiento pequeñoburgués de Tony. Puesto que A. D. Hamilton y yo estábamos destinados a compartir una pequeña oficina, decidí empeñarme en ignorarlo. Al menos estuvimos de acuerdo en que yo me encargaría básicamente de los asuntos políticos, y él se quedaría con el mercado de la cultura, el estilo de vida y todos los retratos de celebridades que pudiera vender al editor de Boston. Aquello me permitía pasar mucho tiempo fuera de la oficina todos los días, y empezar la larga y laboriosa tarea de hacer contactos en Westminster, al tiempo que intentaba descifrar la bizantina estructura social británica. También estaba el pequeño problema del lenguaje, y la forma como una mala elección de las palabras podía conducir a confusiones. Porque, tal como le gustaba recalcar a Tony, en el Reino Unido todas las conversaciones o interacciones sociales estaban empañadas por la complejidad de la diferencia de clases. Incluso escribí un artículo corto y moderadamente humorístico para el periódico, titulado «Cuando una servilleta no es de ninguna manera una toalla», en el que explicaba el peso del lenguaje en aquella isla. A. D. Hamilton se puso hecho una furia cuando leyó el artículo y me acusó de usurpar su territorio.
—Yo me encargo de cultura en la oficina —dijo.
—Es verdad, pero como mi artículo trataba de los manees de clase, era un tema político. Y yo soy la encargada de política en esta oficina...
—En el futuro deberías consultarme antes de escribir algo así.
—No eres el jefe de la oficina, chico.
—Pero soy el corresponsal más antiguo.
—Por favor. Tengo más antigüedad en el periódico que tú.
—Y hace dos años que yo estoy en esta oficina, lo que significa que tengo un rango más elevado en Londres.
—Lo siento, pero no contesto a niños.
Después de aquella disputa, A. D. Hamilton y yo hicimos lo que pudimos para evitarnos. No fue tan difícil como me había imaginado, porque Tony y yo tuvimos que dejar el piso de la empresa en Wapping y mudarnos a Sefton Street. Decidí escribir casi todos mis artículos en casa, utilizando como excusa para trabajar en Putney mi avanzado embarazo. No es que chez nous fuera un lugar ideal para escribir, pues el interior de la casa estaba en obras. Habían arrancado la moqueta y el suelo estaba parcialmente pulido, pero todavía había que sellar la madera y teñirla. Estaban enyesando la sala. Los armarios y aparatos nuevos de la cocina estaban instalados, pero el suelo aún era de frío cemento. La sala era una catástrofe. Al igual que el desván, cuya reforma se había aplazado porque el constructor había tenido que volver a Belfast para atender a su madre moribunda. Al menos para los decoradores la habitación del bebé había sido una prioridad y la habían terminado durante la segunda semana de nuestra estancia. Y, gracias a Margaret y a Sandy, sabía qué cuna y qué cochecito debía comprar, por no hablar del resto de parafernalia infantil. Así que la cuna de pino claro (o «camita» como la llamaban allí) pegaba bien con el papel pintado rosa con estrellitas y había un cambiador y un parque en su sitio, a punto para ser utilizados. No había recibido la misma atención la habitación de invitados, que estaba llena hasta los topes de cajas. Lo mismo sucedía en nuestro baño, al que le faltaban cosas básicas, como baldosas en la pared y el suelo. Y aunque nuestro dormitorio estaba pintado, todavía estábamos esperando a que montaran el armario, con lo cual la habitación estaba llena de barras con ropa colgada.
En resumen, la casa era un clásico ejemplo de los retrasos de los constructores y el caos doméstico general, y era posiblemente una de las razones por las que no veía mucho a Tony aquellos días. La verdad es que estaba muy ocupado y no parecía lograr terminar nunca sus páginas hasta las ocho de la tarde. En aquella etapa primeriza de su nuevo empleo, también tenía que quedarse hasta tarde de cháchara con sus empleados, o hablando por teléfono con los corresponsales de todo el planeta. De todos modos, aunque yo aceptara su preocupación por el trabajo, seguía inquietándome que esquivara todas las responsabilidades relacionadas con los constructores y decoradores.
—Es que los estadounidenses sois mucho mejores para amenazar a la gente —decía.
Ese comentario no me pareció especialmente divertido, pero decidí no tenerlo en cuenta, y solo dije:
—Deberíamos salir con alguno de tus amigos.
—¿No estarás proponiendo que los invitemos aquí? —exclamó Tony, mirando el revoltijo a medio terminar de la cocina.
—Cariño, ya sé que soy tonta, pero no estúpida.
—No he dicho que lo fueras —dijo alegremente.
—Por supuesto que no proponía que los trajéramos a esta zona catastrófica. Pero estaría bien ver a alguna de las personas que conocí cuando vinimos de El Cairo.
Tony se encogió de hombros.
—Perfecto, si te apetece.
—Tu entusiasmo es espectacular.
—Oye, si te apetece llamarlos, no te cortes, llama.
—Pero ¿no sería mejor que la invitación viniera de ti?
—¿La invitación a qué?
—A salir a hacer algo. Vivimos en esta increíble capital cultural. Con el mejor teatro del mundo. La mejor música clásica. Las mejores exposiciones. Y hemos estado tan ocupados con el trabajo y la maldita casa que no hemos tenido ocasión de ver nada.
—¿De verdad quieres ir al teatro? —preguntó, con tal entonación que casi parecía que hubiese propuesto que nos apuntáramos a una secta religiosa de pirados.
—Sí.
—No soy aficionado, francamente.
—¿Pero podría ser que Kate y Roger lo fueran? —pregunté, refiriéndome a la pareja que nos había invitado a cenar la primera vez que estuvimos juntos en Londres.
—Supongo que podríamos preguntárselo —dijo, con un trasfondo de exasperación en la voz; un toque que había empezado a aparecer regularmente cada vez que yo decía algo que... bueno, supongo, que lo exasperaba.
De todos modos llamé a Kate Medford al día siguiente. Me saltó su buzón de voz y le dejé un mensaje, diciendo que Tony y yo nos habíamos instalado en Londres, que me había hecho ferviente seguidora de su programa de Radio 4, y que nos encantaría verlos. Tardó cuatro días en devolverme la llamada. Pero cuando lo hizo, estuvo muy simpática, aunque apresurada.
—Qué alegría que hayas llamado —dijo; por la mala conexión deduje que me llamaba desde el móvil—. Ya me habían dicho que te habías mudado aquí con Tony.
—A lo mejor también has oído que vamos a tener un hijo dentro de tres meses.
—Sí, el tam-tam también nos ha llegado. Enhorabuena, me alegro por los dos.
—Gracias.
—Y supongo que algún día Tony se adaptará a la vida en Wapping.
Eso me dejó sin habla.
—¿Has hablado con Tony?
—Almorzamos juntos la semana pasada. ¿No te lo comentó?
—Es que no sé dónde tengo la cabeza últimamente —mentí—, con el trabajo, el embarazo y el lío de encontrar casa...
—Ah, sí, la casa. En Putney, me han dicho.
—Exacto.
—Tony Hobbs en Putney. Quién iba a decirlo.
—¿Cómo está Roger? —pregunté, cambiando de tema.
—Atareadísimo, como siempre. ¿Y tú? ¿Estás bien instalada?
—Casi. Pero oye, nuestra casa no está todavía para recibir ganado, o sea que imagínate amigos.
Se rio y yo seguí hablando.
—Pensaba que podríamos salir alguna noche, ir al teatro, quizá...
—¿Al teatro? —dijo, como si saboreara la palabra con la lengua—. No recuerdo la última vez que fuimos...
—Solo era una idea —dije, odiándome por el tono avergonzado que había adquirido mi voz.
—Y muy apetecible. Lo que pasa es que los dos estamos muy liados ahora mismo. Pero me encantaría veros. Tal vez podríamos ir a comer un domingo de estos.
—Me encantaría.
—Muy bien, déjame hablar con Roger y ya te llamaré. Ahora tengo que irme. Me alegro de saber que estáis bien. Adiós.
Y nuestra conversación se acabó.
Cuando Tony llegó al fin a casa aquella noche, pasadas las diez, le dije:
—No sabía que hubieras almorzado con Kate Medford la semana pasada.
Se sirvió un vodka y dijo:
—Sí, almorcé con Kate la semana pasada.
—Pero ¿por qué no me lo dijiste?
—¿Tengo que contarte esas cosas? —dijo apaciblemente.
—Es que si sabías que pensaba llamarla para proponerle salir los cuatro...
—¿Qué?
—Que cuando te lo mencioné hace unos días, te comportaste como si no supieras nada de ella desde que llegamos a Londres.
—¿Ah, sí? —comentó, en un tono todavía moderado. Después de una brevísima pausa, sonrió y preguntó—: ¿Qué ha dicho Kate de tu propuesta de una velada teatral?
—Ha sugerido comer un domingo;—dije, con una voz neutra y una sonrisa fija.
—¿Ah, sí? Qué bien —dijo.
Unos días después, fui al teatro... con Margaret. Vimos una reposición de Rosmersbolm de Ibsen muy bien interpretada, muy bien dirigida y muy larga en el National Theatre. Era la última función, y el final de un día que había empezado con la llegada de los yeseros a las ocho, y había acabado conmigo mandando dos artículos y cruzando el río con el tiempo justo antes de que subieran el telón. La producción había recibido muy buenas críticas, motivo por el cual la había elegido. Pero veinte minutos después de empezar, fui consciente de que era responsable de que Margaret y yo nos hubiéramos embarcado en un largo viaje de tres horas por una intensa penumbra escandinava. En el intervalo, Margaret me miró y dijo:
—Esto sí que revive a un muerto.
A continuación, en la mitad del segundo acto, me quedé dormida, y me desperté con un sobresalto cuando estallaron los aplausos al final.
—¿Cómo ha acabado? —pregunté a Margaret mientras salíamos del teatro.
—El marido y la mujer se han suicidado saltando de un puente.
—¿De verdad? —dije, sinceramente estupefacta—. ¿Por qué?
—Mujer, tú verás, invierno en Noruega, nada mejor que hacer...
—Suerte que no he traído a Tony. Habría pedido el divorcio aquí mismo.
—¿No es un fan de Ibsen, tu marido?
—No quiere tener nada que ver con la cultura. Lo cual, por experiencia, sé que es un rasgo hipócrita típico de periodista. Propuse que fuéramos al teatro con una pareja de amigos suyos...
Le conté mi conversación con Tony y mi posterior llamada a Kate Medford.
—Te aseguro que no volverá a llamarte al menos en cuatro meses —aseguró Margaret, cuando terminé de contarle mi historia—. Un día, sin más, recibirás una llamada suya. Estará la mar de simpática, te dirá lo «terriblemente atareada» que ha estado, y que le encantaría veros a ti, a Tony y al bebé, y si estáis libres el domingo para almorzar dentro de seis semanas. Y tú pensarás: «¿Es así cómo funciona esto aquí?» y «¿Lo está haciendo porque se siente obligada?». Y la respuesta a las dos preguntas es un gran y rotundo «sí». Porque hasta tus mejores amigos aquí son, hasta un cierto punto, reservados. No porque no tengan ganas de verte, sino porque creen que no deben molestar, y también porque creen que tú probablemente no tienes ganas de que te agobien. Y no sirve de nada intentar convencerlos de lo contrario porque nunca se pierde ese toque de reticencia. Porque aquí las cosas son así. Los ingleses necesitan uno o dos años para aclimatarse a la presencia de cualquiera antes de aceptarlos como amigos. Cuando son amigos, son amigos, pero siguen manteniendo la distancia. En este país les enseñan a todos a actuar así desde pequeños.
—Ninguno de mis vecinos se ha tomado la molestia de presentarse.
—No lo hacen nunca.
—Y las personas son tan bruscas en las tiendas...
Margaret sonrió de oreja a oreja.
—Ya lo has notado, ¿eh?
Por supuesto que sí, sobre todo por el tipo del quiosco de mi barrio. Se llamaba señor Noor, y siempre tenía un mal día. En todas las semanas que llevaba comprándole el periódico por las mañanas, nunca se había dignado a dirigirme (tampoco a los demás clientes) una triste sonrisa. En varias ocasiones había intentado obligarlo a sonreír, o al menos trabar una conversación básica, pero civilizada, con él. Pero se negaba obstinadamente a moverse de su posición de creciente misantropía. Y la periodista que hay en mí siempre se preguntaba cuál sería la causa de su antipatía. ¿Una infancia brutal en Lahore? ¿Un padre que le pegaba absurdamente por la más mínima infracción? ¿O sería la sensación de desplazamiento que provocaba ser arrancado de Pakistán y aterrizar en la gélida humedad de Londres a mediados de los setenta, donde descubrió que era un «paki», un inmigrante, un extraño permanente en una sociedad que despreciaba su presencia?
Cuando comenté mi versión de aquel escenario con Karim, el chico que llevaba la tienda de la esquina junto al quiosco del señor Noor, se moría de risa.
—Ese no ha estado en su vida en Pakistán —dijo Karim—. Y no crea que es algo que ha hecho usted el motivo de que la trate así. Se comporta de ese modo con todos. Y no tiene nada que ver con nada. Es un estúpido miserable, y ya está.
Al contrario que el señor Noor, Karim siempre parecía tener un buen día. Hasta los días más deprimentes, cuando hacía una semana que llovía sin parar, la temperatura estaba justo por encima de la congelación y todos dudaban de que el sol volviera a salir jamás, Karim se las arreglaba para poner buena cara al mal tiempo. A lo mejor tenía algo que ver con el hecho de que él y su hermano mayor, Faisal, ya fueran prósperos hombres de negocios, con dos tiendas muy productivas en aquel rincón del sur de Londres, y un montón de planes de expansión en la cabeza. Y me preguntaba si aquel optimismo y afabilidad innata procedían de que, a pesar de ser inglés de nacimiento, tenía unas aspiraciones y una confianza en sí mismo curiosamente americanas.
La mañana después de la noche ibseniana con Margaret, no me hacía falta nada de la tienda de Karim, así que mi primer contacto del día con el prójimo fue con el señor Noor de las narices. Como siempre, estaba hecho unas pascuas. Me acerqué al mostrador con un Chronicle y un Independent en la mano y dije:
—¿Cómo está, señor Noor?
Evitó mirarme y contestó:
—Una libra diez.
No le di el dinero. En lugar de eso lo miré directamente a los ojos y repetí la pregunta:
—¿Cómo está, señor Noor?
—Una libra diez —repitió, irritado.
Seguí sonriendo, decidida a sacarle una respuesta.
—¿Todo bien, señor Noor?
Se limitó a alargar la mano para recoger el dinero. Repetí la pregunta.
—¿Todo bien, señor Noor?
Suspiró ruidosamente.
—Estoy bien.
Le dediqué una magnífica sonrisa.
—No sabe cuánto me alegro.
Le di el dinero y lo saludé con la cabeza. Detrás de mí había una mujer de cuarenta y tantos años, esperando para pagar el Guardian que tenía en la mano. En cuanto salí, se puso a mi lado.
—Bien hecho —dijo—. Se lo estaba buscando desde hace años.
Me alargó la mano.
—Julia Frank. Vive en el 27, ¿verdad?
—Exacto —dije, y me presenté.
—Pues yo vivo delante, en el 31.
Me alegro de haberla conocido. Me habría quedado a charlar con ella, si no hubiera tenido el tiempo justo para llegar a una entrevista con un antiguo miembro del IRA que se había hecho novelista, así que le dije:
—Pase a verme algún día.
Me respondió con una sonrisa simpática, que tanto podía indicar que sí, como ser otro ejemplo de la exasperante reticencía de aquella ciudad. Pero el simple hecho de que se hubiera presentado ella misma (y me hubiera felicitado por mi trato con el señor Buenos Modales) me puso de buen humor para casi todo el día.
—¿No me digas que una vecina ha hablado contigo? —preguntó Sandy cuando la llamé más tarde—. No entiendo cómo no he visto nada en la CNN.
—Sí, ha sido un momento memorable. Y encima ha salido el sol.
—Por Dios, ¿qué más? ¿No irás a decirme que alguien te ha sonreído por la calle?
—La verdad es que sí. Ha sido en el sendero del río. Un hombre con un perro.
—¿De qué raza?
—Un golden retriever.
—Siempre tienen buenos dueños.
—Si tú lo dices. Pero no te puedes imaginar lo bonito que es ese sendero junto al río. Y está a tres minutos de mi puerta. Ya sé que es una tontería, pero mientras paseaba junto al Támesis, pensaba: «A lo mejor sí que encuentro mi sitio aquí después de todo».
Esa noche, le expresé tales sentimientos a Tony después de verle echar un vistazo a los escombros de los albañiles entre los que vivíamos.
—No te desesperes —dije—, algún día se acabará.
—No me desespero —respondió, en un tono triste.
—Será una casa estupenda.
—Estoy seguro.
—Ánimo Tony. Todo se arreglará.
—Todo va bien —dijo, sin el menor entusiasmo.
—Ojalá pudiera creerte —dije.
—Lo digo de verdad.
Después se fue a otra habitación.
Pero a las cinco de la mañana me desperté y descubrí que algo no iba bien.
Porque de repente mi cuerpo estaba jugándome alguna mala pasada.
En el primer momento de desconcierto en que me di cuenta de que algo andaba mal, me asaltó una emoción que no recordaba haber vivido desde hacía años.
Miedo.