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ОглавлениеTodas las cárceles
La madre de todas las cárceles: el auri sacra fames
La sagrada hambre del oro, “la adoración del antiguo becerro de oro”
No se puede servir a Dios y al dinero
(Lc 16, 24).
“¿Cuál es la gloria de Dios?
Que el hombre viva bien,
con dignidad”
(Obispo Gustavo Carrara).
La prevalencia del dinero y las ganancias que genera en desmedro de la persona humana significan una gran cárcel, que el papa Francisco denomina la “cultura del descarte”. Esta cultura es la resultante de un sistema productivo (post)capitalista (o post-industrial) cuya finalidad no es producir para satisfacer las necesidades básicas de los seres humanos —alimentos, viviendas, abrigos, salud, etc.— sino que su lógica productiva es la de la auto-satisfacción. En otras palabras, producir con el solo fin de mantener la cadena productiva activa. A diferencia del capitalismo clásico, más cercano a la lógica de artesanos y pequeños comerciantes que producían según las exigencias de la sociedad, el sistema capitalista actual define sus objetivos por la lógica de las finanzas y el capital virtual (6).
La tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable el derecho a la propiedad privada y subrayó la función social de cualquier forma de propiedad privada. San Juan Pablo II recordó con mucho énfasis esta doctrina, diciendo que “Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno”. (7) Hoy prevalece la propiedad privada al extremo y no se le reconoce la función social que debe tener; al contrario, la propiedad social está subordinada a la propiedad privada.
“La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera” (8). Somos totalmente indiferentes al dolor de estos jóvenes y sus familias. Cuando uno de estos jóvenes comete un delito, también tenemos que reconocer que nuestra indiferencia ha influido en su conducta.
“La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano” (9). Los adictos al becerro de oro son los adictos más peligrosos por el enorme dolor que causan y pueden causar. “¡El dinero debe servir y no gobernar!” (10).
Las idolatrías del poder y del dinero, la avidez de la maximización de las ganancias, el mito de la auto-reglamentación del mercado, la espiral de una sociedad híper consumista (11)… son distintas prisiones en las que vivimos y nos llevan a construir para cierto sector social, prisiones con rejas de metal. Son estas prisiones del alma y de la mente el origen de las prisiones con rejas de metal.
Cuando encerramos a un niño, ¿vemos nuestra devoción al becerro de oro?
El padre de todas las cárceles: el pensamiento tecnológico hegemónico
“En el último milenio construimos nuestras máquinas
y en este nos convertiremos en ellas.
No debemos temer, porque así como ocurre
con cualquier artefacto tecnológico,
las absorberemos en nuestros propios cuerpos”
(Rodney Brooks).
Cada avance tecnológico permite incrementar alguna capacidad cognitiva y/o motora preexistente; pero asimismo los adelantos tecnológicos conllevan una manera de pensar y actuar en el mundo.
El desarrollo tecnológico debe contextualizarse dentro de un marco de necesidades, problemas y finalidades. En otras palabras, es imposible separarlo del contexto social (vg. político y económico) y cultural (vg. científico, educativo, etc.). Con cada avance tecnológico la humanidad resuelve grandes problemas, al tiempo que acentúa una posición ideológica y una manera de relacionarse con el mundo natural y social.
El papa Francisco, en la encíclica Laudato si’, cita al papa Benedicto XVI quien afirma que la técnica “expresa la tensión del ánimo humano hacia la superación gradual de ciertos condicionamientos materiales”. La tecnología le ha permitido al hombre superar muchísimas dificultades por lo que es lógico reconocer el gran esfuerzo que han hecho científicos y técnicos. Hace mención el papa Francisco en su encíclica a la Globalización del paradigma tecnocrático, refiriendo que el problema grave es “el modo como la humanidad de hecho ha asumido la tecnología y su desarrollo junto con un paradigma homogéneo y unidimensional”. Asimismo “en muchos de los problemas del mundo actual se encuentra en la propensión no del todo consciente a asumir la metodología y objetivos de la tecnociencia en un modelo de entendimiento que condiciona a las personas y su vida en las sociedad” (12).
Los productos de la ciencia no son neutros; encubren, a través de elecciones aparentemente instrumentales, un estilo de vida propuesto por los dueños del conocimiento científico que tratan de impedir la existencia de otro paradigma diferente. Hoy se percibe como contracultural pretender una forma de vida con objetivos que difieran en algún punto del paradigma de la técnica, de su poder masificador, globalizador y de sus costos; la técnica promueve que nada quede fuera de su estricta lógica.
Siguiendo con el pensamiento del papa Francisco:
El modelo tecnocrático ejerce influencia sobre la economía y la política y la economía aprovecha todo el avance tecnológico para lograr el máximo rédito sin tener en cuenta las posibles consecuencias negativas en la persona humana”. “La vida pasa a ser un abandonarse a las circunstancias condicionadas por la técnica, entendida como el principal recurso para interpretar la existencia”. “Las personas han perdido la ilusión de un futuro mejor y dudan de que el avance de la ciencia signifique un avance de la humanidad y alcanzan a percibir que existen otras alternativas al pensamiento tecnológico dominante. (13)
La ideología de la técnica se ha vuelto un componente central de toda ideología que busque controlar o asumir el poder económico y social. Lejos de ser una simple herramienta cognitiva/motora, la técnica es el medio a través del cual los seres humanos se constituyen como tales ya que toda interacción sujeto medio y sujeto sujeto está mediada por distintas manifestaciones de la racionalidad técnica (vg. medios de comunicación, Internet, pantallas táctiles, etc.).
La visión ideológica de la tecnología ha desterrado efectivamente una postura romántica o ingenua del desarrollo tecnológico. Hoy es imposible pensar a la tecnología sin una dimensión ética y política, dimensiones que los mercados tecnológicos se preocupan por mantener ocultas. También han puesto en evidencia la naturaleza artificial de la humanidad: las tecnologías nos acompañan prácticamente desde el nacimiento y la tendencia es cada vez de mayor injerencia (y dependencia). Asimismo, el constante abaratamiento de la tecnología produce un efecto democratizador del acceso a la tecnología, con todas sus consecuencias, tanto beneficiosas como perjudiciales (vg. mayor dependencia del mercado tecnológico).
Preguntas del tipo “¿son buenas, malas o neutras las nuevas tecnologías?” que suelen aparecer en los medios para fomentar debates, deben ser reemplazadas por preguntas como “¿qué rol desempeñan las tecnologías en nuestras vidas, en las vidas de los jóvenes objeto de esta investigación? ¿Qué imagen del mundo (de la naturaleza y el hombre) promueven? ¿Qué ideología las sostiene?”.
Hoy nos enfrentamos con una emergencia cultural (tecnológica) tanto cognitiva como pragmática, que implica nuevas maneras de aprender e interactuar con el entorno (social y natural), lo que conduce a nuevas formas o reglas de la inclusión/exclusión social. Debemos reconocer que asistimos a una incesante alteración de los mapas cognitivos que imponen los mercados tecnológicos; esto termina privándonos de categorías de interpretación que nos permitan comprender el rumbo de las vertiginosas transformaciones que hoy se viven.
Existen básicamente tres posturas frente a las nuevas tecnologías: a) tecnófobos, que se caracterizan por un rechazo a las tecnologías comunicativas; b) tecnoutópicos, que se caracteriza por la aceptación y adopción de todo cambio impuesto por las empresas tecnológicas, y c) tecnocríticos, que adoptan una posición escéptica y crítica, en la cual se reconocen tanto ventajas como desventajas de los tecno-medios (14).
Estas tres posturas no son nuevas, por supuesto. Por ejemplo, Platón en El Fedro puede ser considerado uno de los primeros representantes de la postura fóbica, ya que en ese diálogo se manifestó contrario a la tecnología escritura porque su uso perjudicaría la capacidad de recordar textos o comunicaciones: si puedo consultar un texto, ¿qué necesidad tengo de memorizarlo?
Siguiendo el ejemplo de Platón, hay quienes se oponen a los tecno-medios aduciendo un supuesto impacto negativo social y cultural. Según Postman, por ejemplo, los medios electrónicos son responsables de la desaparición de la infancia, ya que les permiten a los niños acceder a información sin la alfabetización previa que era necesaria para acceder a tecnologías comunicativas fundadas en el lenguaje como el libro (15). Al facilitar la accesibilidad a la información, la televisión les permite el ingreso a los niños al mundo de los adultos sin estar preparados para ello y los adultos los tratan como pares cuando en realidad no lo son.
Otra expresión tecnofóbica la encontramos en Sartori, quien afirma: “Ya no tenemos un hombre libre que reina gracias a la tecnología inventada por él, sino más bien un hombre sometido a la tecnología, dominado por sus máquinas” (16).
Es evidente que la tecnofobia es alimentada por una visión romántica de la humanidad y su historia, tanto individual como colectiva.
Para los tecnocráticos, entre los que me incluyo, el vínculo de los jóvenes con las tecnologías no es tan sencillo y tanto los tecnofóbicos como los tecnoutópicos pecan de ingenuos y románticos. Es un grave error tratar a todos los avances tecnológicos por igual. Todo cambio tecnológico implica cambios epistemológicos que deben ser estudiados en profundidad. En otras palabras, toda nueva tecnología debe reconocerse y estudiarse como lo que es: una herramienta cognitiva, con sus riesgos y virtudes, las cuales solo pueden conocerse después de un análisis exhaustivo.
Las cárceles del pensamiento
En los centros de detención de menores no solo los niños se encuentran presos, también estamos privados de su libertad de acción, de pensamiento y sobre todo de amar quienes trabajamos allí. Los adultos estamos cercados por rejas muy duras, las rejas del pensamiento dogmático y anquilosado y de corazón pequeño y, por qué no decirlo, marchito.
Muchos de los problemas de los centros de detención se originan en un cóctel muy peligroso: un pensamiento único que no admite críticas ni fisuras ni actualizaciones —lo que he denominado “la cárcel del pensamiento”—. Esta cárcel es muy difícil de romper porque está fundamentada en gran medida en lo que llamo “la droga del salario”: negación al cambio por temor a perder la prebenda salarial/institucional. Este cóctel conlleva a la ejecución de los mismos errores una y otra vez con su lamentable desenlace: los centros de detención como instituciones totales y no como los centros socioeducativos que deberían ser.
Las cárceles del corazón
Unos meses después de jubilarme me llama una empleada del Complejo Esperanza para pedirme que fuera a visitar a Andrés (nombre ficticio), joven condenado por asesinato y violación y con quien yo había establecido un muy buen vínculo. La empleada me comenta que, desde mi partida, Andrés había quedado “sin rumbo, sin norte”.
Mientras me dirigía al Complejo un pensamiento me dominaba por completo: cómo hacer para que la sociedad rompa las cárceles del corazón, para poder perdonar y amar a jóvenes que han cometido delitos, algunos de ellos graves o gravísimos. En otras palabras, cómo revertir lo que Zaffaroni denomina “la efebofobia”, es decir, el miedo/odio hacia estos jóvenes, que los convierte en chivos expiatorios de los males de la sociedad y permite ocultar a los verdaderos delincuentes: los adultos y sobre todo los adultos con poder económico, político que han utilizado ese poder para someter a gran parte de la sociedad con el solo fin de incrementar el poder económico. Y mientras conducía el auto, la respuesta a la que volvía una y otra vez es la que a mí me ha facilitado muchísimo mi trabajo: aprender a escucharlos y a abrir las puertas del corazón para quererlos como no han sido queridos hasta ahora.
Las cárceles de los jóvenes
La reja de metal es la última cárcel que sufren los jóvenes. Si ingresan al correccional, es porque ya son desde antes víctimas de cárceles que le impidieron desarrollarse intelectual y corporalmente, ya eran víctimas de una escuela y de una alimentación pobre para pobres.
También sufren desde antes la cárcel del consumismo, cárcel que se estrecha más mientras uno más la habita: cuanto más se consume, más privado de la libertad se está.
Otras de las cárceles de los jóvenes las iremos viendo a lo largo del libro, como las cárceles que generan las tecnologías de la comunicación, la cárcel de la droga y sus rejas químicas y muchas otras.
Mis cárceles
Estimado lector, le reconozco que estas fueron las últimas cárceles que descubrí y me ha costado mucho esfuerzo asumirlas. Mi primera cárcel fue la de creer que yo no tenía cárceles, lo cual es un signo evidente de soberbia, pero también una oportunidad de cambio y acción: hacer el esfuerzo por descubrir y romper mis cárceles interiores y exteriores.
La utopía tan necesaria para trabajar en geografías muy hostiles al ser humano como lo son los escenarios donde viven los sectores más vulnerables de la sociedad también genera una cárcel, y una con consecuencias que pueden ser muy contraproducentes: la de idealizar. Esta fue la cárcel que viví cuando fui director del correccional; esta cárcel que sufrí me llevó a cometer un gravísimo error: fui demasiado blando con los jóvenes, hasta permisivo en algunos aspectos, sin tener en cuenta que el afuera para estos jóvenes es tremendamente hostil. A esta la denomino la cárcel de la utopía.
Diariamente lucho contra las cárceles de mi corazón, ya que si bien he querido mucho, siempre se puede dar más. Tal como dijo la Madre Teresa de Calcuta: “hay que dar hasta que duela” y reconozco que no he dado hasta llegar al dolor, muchas veces he dado lo que me sobra.
Otra cárcel de mis cárceles es la autocomplacencia: creer que con mi voluntad y mis ideas yo podría cambiar el mundo. Debería haber escuchado a todos aquellos que se han acercado con críticas, consejos y conocimientos.
Y la cárcel más dura, creo, ha sido, a pesar del gran esfuerzo que he hecho, el de seguir viendo/leyendo/interpretando a estos jóvenes como si fueran de la clase social a la que pertenezco, lo cual me ha llevado muchas veces a exigirles cosas que no podían hacer y obturar soluciones que su propia cultura les pone a su disposición. Esta cárcel es muy común entre el personal que interactúa con estos niños. La distinción y complementariedad entre los conceptos juventud y adolescencia muchas veces no se concreta en la realidad y esto es muy grave.
¿Por qué este libro?
Antes que nada, decidí escribir este libro porque no quiero ser cómplice de las cárceles que como sociedad construimos alrededor de los jóvenes y quiero fomentar la creación y fortalecimiento de espacios de libertad, tanto interior como exterior. Me aterra ser testigo de tanto dolor y no haber hecho nada para mitigarlo. Hago este libro con la intención de dar voz a los que habitualmente no la tienen: los jóvenes infractores de la ley penal. Darles voz para combatir los prejuicios que se tejen alrededor de ellos y así excluirlos aún más de la sociedad. Para que la voz de los que no tienen voz sea más fuerte. En el capítulo La voz de los que habitualmente no tienen voz transcribo fragmentos de charlas que mantuve con estos jóvenes, en particular con los que trabajé en mi último año en el Complejo Esperanza. Espero así mostrarles una cara de estos jóvenes muchas veces oculta para que los puedan conocer mejor, comprender cuáles son sus necesidades y percibir los efectos negativos de los actuales centros de detención de menores.
Asimismo estoy firmemente convencido de que los jóvenes que cometen delitos tienen que asumir la responsabilidad de sus actos y para ello tenemos que ayudarlos en ese proceso de responsabilización, asumir que son victimarios. También creo que la sociedad tiene que asumir que a muchos de estos jóvenes no les ofrece los elementos mínimos para una adecuada socialización/integración social, lo que los transforma en víctimas sociales.
Finalmente me mueve el firme convencimiento de que estos queridos jóvenes se merecen un presente y un futuro mejor al que hoy les ofrecemos, convicción que se ha mantenido a lo largo de mis treinta y siete años de trabajo con jóvenes vulnerables, desde mis inicios con chicos de la calle, pasando por ser Director de un Correccional de Menores —dirección que abandoné cuando percibí que el interés de mis superiores no era una mejor reinserción social de los jóvenes sino solamente que “fabricara futuros presos dóciles, que los jóvenes no generaran problemas mientras estaban privados de su libertad” y que para lograr ese objetivo “los mantuviera ocupados”— hasta mi jubilación en el Complejo Esperanza, lugar que para mi gran tristeza, continuaba el objetivo real de toda política de minoridad: “que no jodan mientras los tenemos encerrados”.
Durante los últimos cinco años que trabajé en el Complejo Esperanza puse en marcha una serie de talleres de sensibilización con los menores del Complejo. En estos talleres llevé a la práctica un concepto que había aprendido de una gran profesora del postgrado que realicé en la Universidad de Buenos Aries, la Dra. Ana Lía Kornblit: “la drogadicción es la forma nueva de hablar de los temas viejos, o sea, el consumo de drogas en este grupo etario es grave pero es solo la punta de iceberg: el problema de fondo es la falta de un proyecto de vida, en la poca o nula capacidad de razonamiento lo cual los lleva a actuar sin pensar sus actos, lo pequeño de su mundo que en muchos casos se limita a la casa, la esquina, la comisaría, el baile y no mucho más allá”.
Ya en el final de mi trayectoria y próximo a jubilarme como empleado de minoridad, decidí hacer el Doctorado en Comunicación Social en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Nacional de Córdoba. Como una forma de homenajear y agradecer a los queridos jóvenes el inmenso afecto y gran respeto que me brindaron, y con la intención de aportar alguna luz a un camino en el que creo prevalecen las penumbras, decidí realizar mi tesis de doctorado sobre “El derecho a la comunicación en contexto de encierro: el caso de los niños y adolescentes del Complejo Esperanza”. En mi investigación, dentro de lo que permite un reglamento tan estricto como lo es una tesis doctoral, intenté de cuestionar los aspectos más importantes de lo que se está haciendo con el joven infractor para así animarnos a pensar lo no pensado, para aportar algunas ideas que faciliten nuevas líneas de acción.
Breve referencia personal
Le cuento, estimado lector, que me costó más esfuerzo terminar mis primeros años de estudio cuando era niño que terminar el doctorado en comunicación. Me imagino cuántos certificados de defunción anticipados me habrán firmado con mis pésimos antecedentes escolares los gurúes de la conducta humana juvenil y hoy, con mucho orgullo, puedo decir que he alcanzado el máximo título que otorgan las universidades en Argentina.
Hago mención a esto por la enorme cantidad de certificados de defunción que estos gurúes de la conducta humana firman por anticipado a los jóvenes infractores de la ley penal: “van a terminar todos en las cárceles de adultos”, “no se merecen vivir”, “es necesario bajar la edad de imputabilidad” y muchos etcéteras más. ¿Dónde quedaron los certificados de defunción que le firmaron al niño/joven Luis (yo) que hoy tiene el máximo título que dan las universidades argentinas? En el mismo lugar en el que quedarán los pronósticos pesimistas que hoy se hacen con respecto a los niños/jóvenes infractores de la ley penal: “son irrecuperables”, “todos terminan en la cárcel”.
En uno de nuestros primeros encuentros con el querido padre Pepe Di Paola, él hizo mención a las vocaciones sacerdotales que han existido y existen en las villas de emergencia y pasan desatendidas/desapercibidas. Esto me llamó mucho la atención y me llevó a pensar cuánta inteligencia y sabiduría que hay en estos queridos niños/jóvenes estamos desperdiciando; y lo mismo podríamos decir de otras cualidades que pasan desapercibidas como la lealtad, la honestidad, y el amor.
Edgar Morin solía hacer el siguiente juego: entre el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad, ¿cuál eliges? A lo que el mismo Morin respondía que a ninguna de las dos, sino al ¡optimismo de lo improbable! A este juego lo hice con muchos profesionales que trabajan en el Complejo Esperanza y es muy común que al comienzo todos se dejen llevar por el optimismo de la voluntad, todo se puede cambiar. Sin embargo, con el transcurrir de los años el sistema los va llevando cada vez más hacia el pesimismo de la inteligencia, todo está perdido, no hay nada que se pueda hacer, los chicos no tienen futuro por la realidad que les toca vivir y por el sistema carcelario en el que prevalece la gobernabilidad penitenciaria.
En mis treinta y siete años de trabajo con jóvenes siempre mantuve el optimismo de lo improbable y la realidad me ha dado la razón, ya que a diario me encuentro con aquellos niños —hoy ya personas adultas— que tuve en mi programa de chicos de la calle o a los que tuve en el correccional cuando fui director:
—Don Viale, ¿se acuerda de Oscar?
—Le pido disculpas la verdad es que no me acuerdo de Oscar.
—Usted lo tuvo cuando fue director, lo hablaba mucho, desde que salió del correccional nunca más volvió a caer, es padre de dos nenas.
(Diálogo mantenido en la puerta de un ministerio con la madre de un joven —empleada de limpieza del ministerio— que yo tuve cuando fui director del CIC).
O el no tan joven que vende medias en una calle de Córdoba y que al enterarse de que me jubilaba me dice: “Viejo, cuando te jubiles, vení que te regalo un par de medias”. Diálogos como estos los tengo a diario y me llenan el corazón.
El director del postgrado que hice en 1988 nos despidió con un concepto que siempre he mantenido presente: “Estaremos perdidos el día que nos roben la utopía”. Me casé con la ·señora utopía a los dieciocho años y doy gracias a Dios de haber mantenido vigente ese matrimonio y, como siempre digo, voy a morir con las botas puestas: el firme convencimiento de que estos queridos jóvenes se merecen un futuro mejor y que se puede, se puede y que pueden llegar… y ni hablar si estos centros de detención se transformaran en verdaderos centros de reflexión, de encuentro con la buena persona que existe en cada uno de ellos.
6- Viale, 2015.
7- Laudato si’, 93.
8- Evangeli gaudium, 54.
9- Evangeli gaudium, 55.
10- Evangeli gaudium, 58.
11- Cf. Laudato si’.
12- Laudato si’, 107.
13- Ídem.
14- Busaniche, 2007.
15- Postman, 1983
16- Sartori, 2005, p. 131