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PREFACIO

Hace unos meses, a mi regreso a los Estados Unidos tras mis extraordinarias aventuras en los mares del Sur y en otros lugares, de las que doy cuenta en las siguientes páginas, quiso la casualidad que me encontrase en compañía de varios caballeros de Richmond, Virginia, que sentían una enorme curiosidad por todo lo relativo a las regiones que había visitado y quienes no dejaban de animarme constantemente y casi de imponerme la obligación de hacer pública mi historia. Sin embargo, yo tenía varias razones para rehusar hacerlo; algunas de ellas eran de índole absolutamente personal y no atañen a nadie más que a mí, aunque otras no lo eran tanto. Una de las circunstancias que me frenaban era el hecho de que, al no haber llevado un diario durante gran parte del tiempo que estuve ausente, temía no ser capaz de escribir un relato lo suficientemente preciso y coherente como para que gozase de la apariencia que la verdad suele poseer basándome únicamente en mis recuerdos, exceptuando la inevitable exageración a la que todos somos propensos de manera natural cuando describimos en detalle acontecimientos que han excitado nuestra imaginación poderosamente. Otra de las razones era que, al ser los incidentes que debía narrar de una naturaleza tan asombrosa y al no contar mis afirmaciones con pruebas de ningún tipo que las respaldasen (a excepción de las que podría ofrecer un único individuo, que además es mestizo), cabría esperar que solo me creyesen mis parientes y aquellos amigos que a lo largo de la vida han tenido razones para tener fe en mi sinceridad, siendo lo más probable que el público en general considerase mi relato como una descarada e ingeniosa invención. Aun así, una de las razones más importantes que me impedían llevar a cabo la propuesta de mis consejeros era la falta de confianza que sentía en mis habilidades como escritor.

Entre los caballeros de Virginia que más interés mostraron en mi relato, en especial en la parte referente al océano Antártico, se encontraba el señor Poe, desde hace poco redactor de la revista mensual Southern Literary Messenger que publica el señor Thomas W. White en la ciudad de Richmond. Entre otros, él me recomendó encarecidamente que preparase sin más demora un relato completo de todo aquello que había visto y me había acontecido y que confiase en la inteligencia y el sentido común del público, al tiempo que me insistía, no sin razón, en que por muy burdo que resultase mi estilo como escritor, sería esa misma torpeza, en el caso de que la hubiese, la que multiplicase las posibilidades de que el relato fuese considerado verdadero.

A pesar de estos argumentos, no me decidí a hacer lo que me sugería. Más adelante (al ver que no movía el asunto), me propuso ser él mismo quien construyese con sus propias palabras el relato de la primera parte de mis aventuras a partir de los datos que yo le proporcionase para publicarlo en la Southern Messenger, haciéndolo pasar por un relato de ficción. Al no hallar objeción alguna que hacer, di mi consentimiento con la única condición de que no se revelase mi verdadero nombre. En consecuencia, aparecieron dos entregas de este supuesto relato de ficción en las ediciones de la Messenger de enero y febrero de 1837, y para que no quedase duda de que se trataba de ficción, se añadió el nombre del señor Poe a los artículos en el índice de la revista.

El recibimiento dispensado a este ardid me ha llevado finalmente a emprender una recopilación sistemática, así como la publicación de las aventuras en cuestión, porque descubrí que, a pesar de la apariencia de falsedad que tan ingeniosamente envolvió la parte de mi historia aparecida en la Messenger (y eso sin alterar ni distorsionar ni uno solo de los hechos), el público seguía sin mostrarse dispuesto a recibirla como falsa, y al domicilio del señor P se remitieron varias cartas en las que se expresaba sin ningún género de duda el convencimiento de lo contrario. Por lo tanto, llegué a la conclusión de que los hechos narrados demostrarían ser de una naturaleza tal que conllevaran la suficiente muestra de su propia autenticidad, y que, por consiguiente, poco debía yo temer en cuanto a la incredulidad popular.

Una vez expuesto esto, en seguida podrán percibir qué parte del relato que encontrarán a continuación me atribuyo como propia y también apreciarán que ni uno solo de los hechos que se cuentan en las primeras páginas, que fueron escritas por el señor Poe, se ha tergiversado. No será necesario señalar a los lectores, ni siquiera a los que no han visto la revista Messenger, dónde termina su parte y comienza la mía, puesto que percibirán al instante la diferencia de estilos.

A. G. Pym, Nueva York, julio de 1838

La narración de Arthur Gordon Pym

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