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PRÓLOGO

Solamente por el tema que trata, éste sería un libro original y necesario, pero se vuelve todavía más interesante por la manera en que lo hace, relacionando el nacimiento, apogeo y decadencia en el país de conjuntos bailables autodenominados “de jazz” con el tango, la música favorita en los mismos años, aportando abundante información, análisis críticos, recuerdos personales y descripción de los contextos sociales a los que aquellas agrupaciones les pusieron una banda sonora ingenua y frívola, como para disipar un poco las tinieblas tangueras.

A pesar de que estuvieron presentes durante más de tres décadas en discos, radios, escenarios revisteriles, cabarets, salones de baile, confiterías, películas y televisión, el fenómeno de esas orquestas de jazz que no lo eran ni por espíritu ni por repertorio, hasta ahora permanecía olvidado. Como si fuera un episodio vergonzoso dentro de la música popular argentina, no había merecido siquiera uno de esos cultos caprichosos como el de las murgas, los cuartetos cordobeses o la cumbia villera.

Los miles de títulos que aquellas bandas grabaron en placas de pizarra a partir de la segunda década del siglo pasado están perdidos o son muy difíciles de encontrar y casi no reaparecieron en vinilo o discos compactos, por eso no han tenido ninguna restauración sonora, aunque con un poco de paciencia, además del ruido, algo de la música que tocaban se puede escuchar en You Tube y otros sitios más caóticos. Lo suficiente para comprobar que los fundadores del tango que registraron danzas norteamericanas, no tanto por afinidad con eso que todavía ni se llamaba jazz sino por la obligación de llenar un vacío en los catálogos, estuvieron más cerca de lo correcto que mucho de lo que vino después.

Porque a pesar de la aparición en los años siguientes de directores venidos de cualquier parte y hasta de algún solista negro de calidad, sus orquestas, aunque disciplinadas, bien vestidas y vistosas arriba de un palco, no salían de una mediocridad prematuramente anticuada, imposibles de comparar con las de los países en los que esos conductores no habrían tenido carrera y de ninguna manera superiores a lo que hacían argentinos como Raúl Sánchez Reynoso o Eduardo Armani.

En la década del cuarenta, como vagón de cola de la arrasadora popularidad ganada por el tango gracias a conjuntos jóvenes con un repertorio cantado de gran calidad poética y dejando de lado cualquier otro género musical, se multiplicaron las bandas que insistían en identificarse con el jazz cuando en realidad apenas si ofrecían unos pocos fox-trots, algunos boogies y canciones en inglés originadas en el cine, lo principal de sus programas eran danzas tropicales y brasileñas ejecutadas, hay que reconocerlo, con mayor autenticidad.

La prolongada presencia en Buenos Aires de Ray Ventura et ses Collégiens y los Lecuona Cuban Boys a cargo de Armando Oréfiche, dos formidables orquestas-espectáculo repletas de grandes solistas que además podían interpretar desopilantes parodias, no resultó una influencia positiva para los directores locales, más atraídos por la novedad humorística, el despliegue escénico o el pintoresquismo cubano que por su extraordinaria calidad musical.

Pero ni los excesos cómicos, las torpes coreografías o lo previsible de sus rutinas lograron ahuyentar al gran público de esas orquestas, que siempre encontraban una novedad para sobrevivir: la moda del mambo primero y luego las versiones en castellano de tontas canciones internacionales (“Señorita Luna” fue una de las últimas grabaciones de Héctor al frente de su mega orquesta) mientras que gracias a una jovencísima Estela Raval, Raúl Fortunato se hizo notar con “Las lavanderas de Portugal” y “Canario triste”, con trinos y todo.

Hasta que irrumpió el rock and roll, una renovación a la que algunos líderes -Oscar Alemán entre ellos- intentaron sumarse pero que terminó pateando a todos al olvido de un día para otro.

Como todos los finales, la última etapa de aquellos grupos de jazz ilegítimos fue triste. Algunos de los músicos se emplearon fácilmente en orquestas estables de canales televisivos, otros volvieron o se volcaron al tango -Roberto Grela, Carlos García y Panchito Cao son los casos más notables- pero la mayoría, simplemente se dedicó a otra cosa antes llegar al extremo de aquel ídolo de las confiterías céntricas que acabó ofreciendo sus servicios para animar “Casamientos, cumpleaños y fiestas sociales”.

Sin embargo, como si se tratara de una reivindicación, de las ruinas de las grandes bandas surgieron nombres fundamentales del pop internacional en la década del sesenta.

Oscar Anderle, cantante de la Jazz San Francisco, en la que también militaron algunos de Los Cinco Latinos, reinventó a Sandro y escribió las letras de todos sus éxitos iniciales.

Alfredo Santamarina, trombonista favorito de muchos directores, se hizo célebre en toda América como Mr. Trombone.

Un anónimo vocalista que comenzó con Mario Cardy fue más tarde en España el exitoso Mr. Sucu Sucu para luego transformarse en Alberto Cortez.

Y Santos Lipesker, compositor a medida de incontables boogies, mambos y también del infame “Rock con leche”, se cansó de vender álbumes con seudónimos tipo Vincent Morocco, André y su Conjunto, Los Claudios, Los Soldaditos de Johnny o Jacinto W. y sus Tururú Serenaders.

Cualquier lector sensato que haya llegado casi al final de este desmesurado prólogo se estará preguntando por qué, si las grandes bandas de jazz no eran tal cosa y su legado musical apenas importa, es necesario sumergirse en un volumen como el que Edgardo Carrizo ha elaborado trabajosamente a lo largo de cinco años.

Una de las respuestas podría ser porque se trató de un prolongado y multitudinario placer culposo, como las publicaciones humorísticas semanales, las comedias de Germán Ziclis, los radioteatros de Juan Carlos Chiappe o las películas de Alfredo Barbieri y Amelita Vargas.

Pero existen muchas otras razones y todas ellas se exponen exhaustivamente en las páginas de este libro.

Jorge H. Andrés.

La Argentina en banda de jazz

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