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La ciudad de los poetas

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con vistas a Notre Dame y el Louvre

Me gusta mirar al cielo y menos

que las nubes me hagan muecas.

Para eso, mejor el Mediterráneo.

El Mediterráneo es mar de los poetas,

o sea de paupérrimos y vagos.

La gente distinguida veranea en Biarritz

y más precisamente en Mar del Plata.

La luna puede hacer muecas también,

no a quien la mira sino al planeta entero

(según documentó el astronauta Georges Méliès).

Le dice que ya no es su espejito sino

un radiador très mauvais para su cutis,

pues la luna habla francés, como saben

los desharrapados poetas desde que en 1874

Prends l’éloquence et tords-lui le cou!

declarara un preso que puso la música

ante todo. Las floristerías abandonaron

el método Linneo que clasifica según el peristilo.

Las flores, desde entonces, se dividen entre:

las que huelen, las que no.

(Vale también para los hombres:

en el Mediterráneo también huelen o no.)

En París le dicen Nuevo al puente más antiguo

porque el Sena (creo) se aclara en sus arcadas

la garganta en los crepúsculos de otoño.

Vi la casa de Quasimodo: era espléndida,

incluso la planta baja, que él frecuentaba poco

(después hubo un incendio y se fue a vendimiar);

solo las noches del coro te hacían pagar entrada.

El galpón de Mona Lisa tampoco es poca cosa

aunque tiene, a mi gusto, demasiados invitados:

gentes de las más diversas latitudes llegan

con su dirección memorizada. Ella siempre recibe

a todos de nueve a dieciocho, sauf les mardis.

El parasimpático

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