Читать книгу La edad de la inocencia - Edith Wharton - Страница 11

Оглавление

4. Una defensa apasionada

La noche siguiente, la madre de Newland Archer

organizaba una cena en su casa.

El invitado era Sillerton Jackson,

el anciano mejor informado de Nueva York.

Además de la señora Archer y su viejo amigo,

asistían a la cena el joven Newland y su hermana, Janey.

Aquella noche, madre e hija sentían una gran curiosidad

por las noticias que Jackson pudiera contarles

sobre Ellen Olenska,

que iba a convertirse en prima de Newland.

Después de tratar asuntos de poca importancia,

la señora Archer se decidió a preguntar:

―¿Y la nueva prima de Newland, la condesa Olenska,

estaba también en el baile?

―No, no estaba en el baile ―contestó Sillerton Jackson,

sirviéndose un filete.

―Ah ―murmuró la señora Archer,

en un tono que significaba: «Así que tuvo la decencia de no ir».

―A lo mejor los Beaufort no la conocen―intervino Janey,

entre ingenua y maliciosa.

―No lo creo ―repuso Jackson―.

Todo Nueva York la vio ayer paseando

con el señor Beaufort por la Quinta Avenida.

―Dios mío ―gimió la señora Archer―. En cualquier caso,

fue un detalle de buen gusto no acudir al baile.

En realidad, la señora Archer estaba satisfecha

del compromiso de su hijo con May Welland.

No había en Nueva York una muchacha mejor para él.

―Pobre Ellen ―continuó, compasiva―.

Recibió una educación tan poco adecuada...

¿Qué puede esperarse de una chica a la que se permite

llevar un vestido de satén negro

el día de su presentación en sociedad?

―¡Nunca olvidaré cuando la vi así vestida! ―añadió Jackson.

―Es raro ―comentó Janey― que no se haya cambiado

el nombre por otro más... elegante, como Elaine, o...

Su hermano la interrumpió, enfadado:

―¿Y por qué tiene que esconderse,

como si fuese culpable de algo?

Tuvo la mala suerte de casarse con un miserable.

Eso no la convierte en una infame.

―Pero se rumorea que... ―empezó a decir Jackson.

―Sí, ya sé, que se fue con su secretario

―se adelantó el joven―.

La ayudó a escapar del animal de su marido.

¿Quién de nosotros no hubiera hecho lo mismo en su lugar?

Sillerton Jackson había acabado de cenar.

Encendió un cigarro y se acercó a la chimenea.

―¿La ayudó a escapar? ―preguntó―.

Pues la ayudó durante mucho tiempo,

porque vivieron juntos en Suiza.

―Bueno, ¿y qué? ―repuso Newland, indignado―.

Ella tenía derecho a rehacer su vida.

Las mujeres deberían ser libres... tan libres como nosotros.

La respuesta de Jackson fue definitiva:

―Sin duda el conde Olenski opina lo mismo:

jamás ha hecho nada para recuperar a su mujer.

La edad de la inocencia

Подняться наверх