Читать книгу Las virtudes en la práctica médica - Edmund Pellegrino - Страница 10
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CON CRECIENTE PRESTIGIO EN LA UNIVERSIDAD, Pellegrino y Thomasma se ponen a la tarea y nace The Virtues in Medical Practice, la tercera pata del trípode con que concluía la etapa de reconstrucción de la ética médica que años atrás habían iniciado y que ahora se concretaba en su ética de virtudes médicas.
Como abundan los autores en la introducción del libro, aunque durante muchas décadas la ética de virtudes había sido orillada y fue escaso o nulo su interés, dos grandes filósofos de su tiempo, Anscombe y MacIntyre, y un buen número de expertos en ética habían recuperado la importancia de las teorías de la virtud, la adquisición de una serie de características que hacían ser una buena persona: unas características personales, unos hábitos a los que llamamos virtudes.
En bioética, este interés por la virtud se alimentaba del deseo de enriquecer la ética de los principios, al alcanzar esta un alto predicamento entre los médicos. Al ver la luz el libro, parece claro que Pellegrino aún mantenía su fe en el primitivo principialismo, aunque lo estimaba incompleto, pues, como escribe, «siempre se necesitará de criterios y guías para enjuiciar las actuaciones». Por lo demás, sus convicciones eran firmes: si queremos adquirir un panorama completo de la vida moral, habremos de recurrir a una ética de virtudes. Al afirmar el hecho, los autores vienen a decir que, en última instancia, el acierto en las decisiones va a depender de las virtudes de cada uno de los participantes en una resolución. Mientras Beauchamp y Childress ponían mayor énfasis en la aplicación formal de los principios, Pellegrino y Thomasma lo harán en las virtudes del agente, en tal caso el médico y demás profesionales de la salud. A su publicación, The Virtues in Medical Practice representa un intento por aplicar la teoría de virtudes a la ética biomédica, esfuerzo que hasta entonces había tenido poco éxito.
Pellegrino y Thomasma tienen claro que la virtud es irrenunciable en cualquier planteamiento de ética médica; que, pese a todo, la ética de virtudes médicas debería tomar sobre sí la realidad de la llamada ética de los dilemas, tan de moda, y que las virtudes exigibles al buen médico no se limitaban a las virtudes médicas, sino que impulsaban la posesión de las virtudes en un sentido amplio; que en medicina, como en otras profesiones, las virtudes derivaban de la naturaleza de la propia práctica y de sus fines específicos, lo cual prevenía una moralidad en exceso autónoma y propia de algunas éticas civiles, y por fin que, aunque era necesario buscar una aproximación entre las éticas basadas en principios, obligaciones y virtudes, el asunto se mostraba problemático e inconcluso. Y la necesidad, en suma, de no olvidar alguna suerte de vinculación entre la filosofía y la psicología moral, entre aquello de conocer el bien buscado y la motivación para llevarlo a cabo.
El libro, que ahora se traduce al español, se dirige a todos los médicos, pero también a los filósofos y al público instruido, y a cuantos se sienten atraídos por la teoría de las virtudes y preocupados por la evolución que, en sus ámbitos, experimenta la ética profesional. Al buen profesional, espectador de la situación actual de la medicina en los ámbitos privado y público, en las mil variantes y formas de ejercicio, puede saberle a poco la ambición de los autores por centrar en la figura del principal agente moral del acto clínico, el médico —en su persona y sus virtudes—, la magnitud de las reformas que la medicina necesita en tantas partes del mundo. Pero es fantasía creer que los sistemas de salud se transforman solos, que el acceso universal a los cuidados médicos proviene de raíces exclusivamente políticas o que la excelencia en el cuidado pende solo de leyes y estructuras sanitarias adecuadas. Nada de ello excluible, ciertamente. Pero el verdadero cambio está en las personas. Es lo esencial. La virtud y las virtudes de los profesionales sanitarios son exigencias inevitables para una sanidad de excelencia, cuya mayor eficacia pende del concepto clásico de profesión que defendieron Pellegrino y Thomasma. Sin la transformación de las personas y sus convicciones, nada sería realizable. De hecho, la inevitabilidad del mal nunca podría ser corregida.
El libro está dividido en tres secciones: «Teoría» (I), «Las virtudes en medicina» (II) y «La práctica de la virtud» (III). En la primera sección, se establecen los criterios básicos para la aplicación de una moral de virtudes médicas para la práctica clínica. En la segunda, se seleccionan ocho virtudes imprescindibles para el agente moral médico, sin excluir otras muchas reconocidas en cada comunidad o cada país. En la tercera sección, los autores dan fundamento a la necesidad de las virtudes médicas, a la diferencia que las virtudes imprimen en la práctica de la medicina, y se reiteran en los conceptos matrices que años atrás habían mantenido, esto es, la necesidad de una filosofía de la medicina que permita a los agentes de su práctica identificar las virtudes imprescindibles y el apoyo de una comunidad moral que las reconozca y las promueva.
En el primer capítulo, los autores analizan el concepto de virtud, su evolución en los períodos posmedieval y moderno y su resurgimiento en la ética general y en la ética médica. Una práctica habitual en sus trabajos fue la identificación previa de la cuestión por tratar a lo largo de la historia y el marco de posicionamientos al respecto, para después, tras describir los hechos, abocar a su propia interpretación. El recorrido de las distintas formulaciones suele adquirir en los libros de Pellegrino y Thomasma un carácter descriptivo e informativo, por lo general sintético, y más cercano al experto que al lector poco instruido, lo que dota a sus textos de cierto carácter académico, como lecciones orientadas al futuro profesor de Bioética. En contraposición, su lenguaje es sencillo, directo, libre y valiente, pero siempre respetuoso. De ahí que la lectura de The Virtues deba ser pausada y reflexiva, que permita captar bien el discurso de los autores.
Por otra parte, aunque a lo largo de los años algunas nociones o conceptos propios fueron mejorados o enriquecidos por el maestro, sus escritos ofrecen una permanente concordancia en el tiempo. Sus reflexiones de la etapa humanista no han dejado de estar refrendadas en los textos de sus últimos años, cuando la orientación de los autores había cambiado de receptor principal. Pellegrino tuvo en gran aprecio el viejo concepto de humanismo, en el sentido de amor a los clásicos, a la cultura grecorromana, a los grandes filósofos de la antigüedad, en especial a Aristóteles, lo que es visible en este libro. En muchas ocasiones, se declaró aristotélico-tomista por convencimiento personal.
En este primer capítulo, el lector va siendo informado de las distintas interpretaciones del concepto de virtud, del concepto clásico de la teoría aristotélica, de la reflexión de la Estoa, del período medieval y en especial de Tomás de Aquino, del que Pellegrino será un reposado seguidor. El lector repasará los cambios del concepto de virtud después de la Edad Media, las teorías antivirtud y, por fin, el resurgimiento contemporáneo de la virtud con MacIntyre; pero quizá nunca como ahora ante dilemas médicos concretos, en un intento de vinculación entre los principios, las normas y los axiomas, una profundización, por lo demás, necesariamente inconclusa.
En su defensa de la virtud en medicina, los autores responden a las objeciones de los distintos autores y los diversos frentes. De este debate habrá de surgir la conclusión más importante de su reflexión transversal a lo largo del libro: «En la práctica médica, las virtudes deben ir acopladas a una ética basada en principios» (ya sean los principios cristianos, los principios de la ética biomédica u otros, aclaro al lector). «Además, ni la una ni la otra, ni ambas unidas, garantizan un buen comportamiento». Respecto de la medicina, «solo una ética médica críticamente reflexiva y unos individuos autocríticos y en posesión de un carácter bueno pueden ofrecer alguna esperanza». De un carácter bueno; es decir, virtuoso. Los graves errores de la medicina a lo largo del siglo XX pueden repetirse. Y finalizan: «Nuestra convicción es que solo la persona de integridad probada podría no sucumbir a las fantasías y debilidades de cualquier época en particular».
El capítulo 2 ofrece al lector una reflexión crítica de la práctica médica en su país, Norteamérica, donde se desvelan algunos de los factores de la visión negativa de los autores. En efecto, como MacIntyre ha destacado, la «interrelación entre las virtudes y los principios se basa en el fundamento común de ambos en la comunidad y sus valores». Asumiendo este hecho, los autores se disponen a la consideración de los modos en que la medicina en sí misma funciona como una comunidad moral, da forma a los fines de la vida moral de los médicos y a los medios mediante los cuales estos fines se realizan en sus acciones virtuosas. Mantienen que en esos años —como también hoy— los más graves dilemas de la ética profesional no provienen del progreso científico, sino del propio interior del ser médico, del reto de conciliar dos órdenes distintos, derivado uno del acuerdo con los enfermos y anclado el otro en el ethos del interés propio; en suma, buscar el bien del enfermo o buscar los intereses propios.
¿Deben los profesionales de la salud adaptarse al ethos del mercado, del negocio, y subordinar la beneficencia y la carga de desviaciones que conlleva? La respuesta de los autores es pesimista, pues perciben a la medicina de su país por una senda preocupante, donde muchos están convencidos de que la ciudadela de la ética médica ha caído y solo queda la capitulación. Quienes se resistan a las realidades de la práctica (y algunos lo hacen) se verán solos y abandonados por la profesión. Para recomponer el dilema central de la ética profesional, se ha de recurrir a la idea de profesión como comunidad moral, para desde esta conquista oponerse a las fuerzas que erosionan la integridad profesional. Para Pellegrino y Thomasma, es posible cambiar las cosas si se reflexiona sobre esta realidad, que la medicina es —lo quieran o no sus profesionales— una comunidad moral y no una comunidad de intereses financieros, y que siempre lo será.
Una larga argumentación histórica, filosófica y moral cubrirá la argumentación de los autores: la pérdida del factor unificador que durante siglos representó la ética hipocrática y la aceptación indolora por muchos del aborto y la eutanasia los hace afirmar lo difícil que es hoy «saber qué constituye la ética de la medicina». La fuerte legitimación del ánimo de lucro y la transformación del médico en empresario, en científico, proletario, ejecutivo corporativo, etc., desplaza a estos hombres del interior del ethos médico a otros ethos, al seno de comunidades distintas a la vieja idea de una comunidad sanadora. No existe hoy, mantuvieron, una voz profesional colectiva que hable por el paciente, que se resista a las prácticas que socavan la ética médica o ponen en peligro el cuidado de los pacientes, siempre pensando en su país.
Este prólogo a The Virtues in Medical Practice obliga a sintetizar la importante reflexión a contracorriente sobre las estructuras de la profesión de estos dos profetas de su tiempo. Partiendo de las interesantes preguntas que se hacen —¿qué es un buen médico?, ¿qué es ser una buena persona para lograrlo?—, las respuestas que nos dan son intemporales y válidas hoy para cualquier médico en cualquier país desarrollado. Quizá los médicos de lengua española puedan aprender del error ajeno y tomar nota de estas sensatas reflexiones para no caer en los mismos errores. Quienes pueden dar la vuelta a una situación creada, afirman los autores, no serán los políticos, ni el mercado, ni la ciencia; serán los médicos individualmente, será su personal reconversión a los ideales perdidos, su transformación moral. Pero desde la realidad, teniendo en cuenta las fuerzas reacias de la sociedad y tras superar lo que ellos llamaron la mentalidad de asedio; en suma, haciendo emerger, poderosa y firme, una verdadera comunidad moral médica.
Los médicos tienen que asumir sin rebeldía que ser médicos implica una diferencia. Y que la búsqueda de esa diferencia —qué es un buen médico— solo pueden hallarla desde una concepción virtuosa de la profesión. Esta sería la mayor urgencia. La confusión sobre lo que hacer obliga a los médicos a pensar y tomar nota de lo que ocurre en un país tan importante como Estados Unidos. Casi se pueden transferir sus cuitas. Hoy día, los políticos, los pacientes, los especialistas en ética y los propios médicos, cada uno según sus motivos, urgen a los médicos a concepciones muy desviadas de la ética médica tradicional. Los legisladores quieren convertirlos en guardianes del gasto y de los recursos; los pacientes demandan autonomía absoluta y ven a los médicos como meros instrumentos; muchos bioéticos quieren cambiar el modelo fiduciario por un simple contrato; los administradores de la empresa privada, convertir a los médicos en empresarios, en competidores e instrumentos de su propio beneficio, etc. Los médicos son demandados por hacer mucho y por hacer poco, y los incentivos fiscales, que primero tratan de modificar el comportamiento del profesional, después se convierten en castigo por ello mismo.
¿Qué hacer? ¿Es posible en este medio pedir a los médicos la práctica del desasimiento de sus propios intereses? Al lector de este libro, al médico con interés por la realidad del ejercicio en el que anda, esta catarata de reflexiones (a lo mejor lejos de ser representativa de su país) no puede dejar de interesarle, aún más, de interrogarle e incluso de fascinarle. Con mayor o menor radicalidad, la transformación de la ética profesional de siglos es una realidad. En tal sentido, la caja de Pandora abierta por Pellegrino y Thomasma hace un cuarto de siglo, pese a la disimilitud con las formas preferentes del ejercicio en muchos países —y en particular cuando el acceso a la salud se va haciendo universal—, asume una poderosa función crítica e incluso profética frente a la indolencia por la inacción y la pérdida de tan importantes valores.
Como fuera su estilo, los autores no dejan las respuestas abiertas, inconclusas, sino que las argumentan y responden con precisión. La gran pregunta seguía abierta: ¿por qué la medicina y demás profesiones de la salud están llamadas a un estándar superior de comportamiento ético? Aunque la gran virtud del desprendimiento moral en el acto médico será contemplada en un capítulo ulterior del libro, los autores adelantan aquí las cinco características de la relación de sanación que, en su opinión, articula la respuesta. La primera característica sería la vulnerabilidad del enfermo y la desigualdad que se establece en la relación médico-paciente. Una idea real en la mayoría de los casos, y lo contrario en otras formas de ejercicio, donde la presión sobre el profesional se vuelve determinante. En todo caso, de esta desigualdad se desprenden y se imponen las obligaciones morales al médico. Después, será la naturaleza fiduciaria de la relación, la necesidad de confianza entre paciente y médico, hoy amenazada o excluida en algunas formas contractuales del ejercicio. En tercer lugar, la propia naturaleza de las decisiones médicas, que combina lo técnico y lo moral. El médico ha de ser competente en lo primero, pero el bien del enfermo, al que también responde, lo obliga al respeto por la autodeterminación del paciente, salvo que sus propias creencias se lo impidan. En cuarto lugar, una clave importante, original de los autores, el hecho de que el conocimiento de la medicina ha sido facilitado por la sociedad para su propio bien. No es un conocimiento ordenado al exclusivo interés del profesional. Aunque lo piensen, los médicos no poseen el monopolio del conocimiento médico, aunque disfrutan y necesitan de una amplia libertad discrecional para ejercerlo. La idea es que los médicos son sus administradores, sus mayordomos, pero no sus explotadores. Por fin, el quinto argumento de los autores es un hecho real: en la práctica médica no se puede llevar a cabo ninguna orden, ninguna política, ninguna regulación sin el asentimiento del médico. Él es la vía común final de todo cuanto suceda al paciente, el responsable de cuanto bueno o malo se realice sobre él. Y por ello nunca puede ser un doble agente; o sirve al interés preferente del paciente o sirve a sus propios intereses o a los de las instituciones a las que se vincula.
La otra gran pregunta es si en estas o similares condiciones del ejercicio los médicos pueden ser éticos. Pellegrino y Thomasma dedicarán un amplio espacio a contestarla. Pienso que su reflexión, aun no asumida en plenitud, hará mucho bien a los buenos médicos, en particular a los valientes, a los que se debaten en unas condiciones que no desean, pero luchan por mantenerse en sus convicciones. La respuesta de los autores es toda una declaración de compromiso con el enfermo y contra los vicios de la medicina privada. ¿Cómo, ante esta confusión, se puede pedir a los médicos virtudes y desprendimiento, cuando el pluralismo moral es creciente y el amoralismo está a la orden del día? La respuesta de los autores puede no ser aceptada o solo en parte, pero a los efectos del libro revela las bases primarias que fundan el concepto de healing, de ‘sanación’, ya antes aludido.
¿Es posible hoy ser un médico ético con plenitud de integridad? Los autores van a responder con toda su artillería: con la recuperación de las virtudes médicas y la idea de comunidad moral, de una comunidad sensibilizada que saltara en defensa de los más atacados como primera providencia, pero con una seria autocrítica de sí misma, de su responsabilidad en la crisis moral de la profesión, del «lamentable estado de los cuidados médicos» a la fecha del escrito; con la denuncia de todo el complejo de intereses específicos que rodeaba la medicina de su país, del ethos del mercado repleto de publicidad, de exigencias y de administradores de los objetivos empresariales, de los fines de lucro de los hospitales, del papeleo sin sentido, etc. Los autores lo resuelven con claridad: los médicos han de posicionarse frente a los males de dentro y frente los males de fuera, sobre el peligro que todo ello representa para los enfermos.
Es palpable al lector la repulsa de los autores al modelo de mercado sanitario, más que libre, libertario, que percibían. A lo que seguirá una larga reflexión, siempre desde la perspectiva norteamericana y del déficit de atención médica que sufría una parte del país. El lector va constatando las cuestiones que serán objeto de los capítulos siguientes. Y el leitmotiv de que, para recuperar la belleza de la profesión, ellos solo confían en los hombres de la medicina clínica. Las últimas notas son expresivas: «Esto implica un papel para la ética de la virtud, sin importar el modelo de relación médico-paciente que adoptemos». Pero primero es la cruzada para ser buenas personas, humanas y virtuosas, que lo demás vendría por su paso.
El capítulo 4 completa la primera sección. Un texto comprimido donde los autores concretan la relación de las virtudes con la ética biomédica o principialismo. Aunque las virtudes adquieren su verdadera dimensión en el seno de una comunidad moral, también deben estar relacionadas con los principios y las reglas morales. Sin embargo, como la sociedad está en continua evolución y los principios cambian, es claro que esto también influye en la moralidad interna de la medicina. En este nuevo escenario surgen problemas, el más importante de ellos que la medicina no puede estar sujeta a los caprichos de la sociedad. Además, la cultura se hace cada vez más pluralista, y muchos presupuestos culturalmente afincados pueden cambiar, creando confusión en muchos ciudadanos: lo que unos quieren otros lo rechazan. En medio de esta arena movediza, ¿es posible fijar unos determinados fines de la medicina que operen como el telos de una medicina moderna, al que las virtudes puedan enriquecer?
Los autores proceden a reflexionar sobre estos fines recordando la noción de principios prima facie de Ross de la ética biomédica y sus limitaciones, y pasan a su alternativa, aquella que Sulmasy ha denominado esencialismo. El fin de la medicina, como mantuviera Aristóteles, es la salud y, de forma más inmediata, curar; y cuando esto no es posible, ayudar al enfermo en sus sufrimientos y limitaciones. Los autores retornan a su conocido bien principal, que se interrelaciona con el fin de la salud, el bien del enfermo ya considerado. En su modelo, la beneficencia pasa a ser el gran requisito, un principio que ahora incluye el respeto por la autonomía del paciente, porque violar los valores del enfermo implica violar su persona y, por tanto, una acción maleficente.
Un conjunto de reflexiones bien trabadas revela la confianza de los autores en su modelo. La beneficencia así entendida se convierte en una guía para la acción, el telos primario de la sanación. Pero tienen claro que el enfoque teleológico mantenido no constituye en sí mismo, por desgracia, un sistema completo de ética médica, y que hay que vincular las obligaciones y sus principios básicos con la ética de virtudes. Desde esta perspectiva, el enfoque de los cuatros principios de Beauchamp y Childress, aun reconociendo sus insuficiencias, no debería abandonarse y, además, debería ser mejorado.
Pellegrino y Thomasma reflexionan sobre las diferentes relaciones de la autonomía y cualesquiera modelos de ética médica; también sobre el atractivo mundial adquirido dentro y fuera de la medicina, convertida en símbolo de la resistencia al mal uso de la autoridad por los profesionales, las instituciones y los Gobiernos. Un freno al enorme poder del conocimiento experto, pericial, tan presente en la sociedad. En este contexto, desarrollan un rico discurso acerca de los beneficios y peligros de la autonomía aplicada a la medicina, que aun así «no vician […] su validez como principio moral». Se centran en el apasionante tema de los conflictos de la autonomía con la beneficencia para llegar a su conocida jerarquía del bien del enfermo, que habían desarrollado en For the Patient’s Good y que tan bien ordena y resuelve estos choques. Con buen sentido práctico, en las reflexiones finales responden a tres preguntas. La primera: ¿cómo resolver los conflictos entre principios prima facie? Las segundas: ¿cómo incorporar otras fuentes de conocimiento ético? y ¿cuál habría de ser la relación de la filosofía formal con la ética médica?
Como en el caso anterior, el lector recibe una reflexión positiva del papel jugado por los cuatro principios, que no pasa por alto la dificultad central de estos, la carencia de un mecanismo de ordenamiento externo. De las distintas opciones manejadas, la idea de mantenerlos pero complementarlos con otras teorías, y la de fundamentarlos en la relación médico-paciente aparecen como las más adecuadas. En realidad, lo que ellos proponen son las virtudes. Aludiendo a las fuertes críticas que el principialismo había recibido, parece evidente que Pellegrino y Thomasma, desde su perspectiva secular, deseaban permanecer en el seno de una ética civil, humanista y con potencial de ser reconocida por la profesión. Como ellos escriben, «se puede estar de acuerdo en las críticas, sin estar de acuerdo en que ellas acaben con los principios, a menos que sean reemplazados adecuadamente». Y eso, obviamente, era pronto para saberlo.
La sección siguiente inicia la propuesta de los autores sobre la necesidad de las virtudes médicas. El capítulo 5 aborda la virtud de la fidelidad del médico a su paciente. Se trata de proteger la relación de confianza entre ambos, imprescindible, que permite la beneficence in trust la ‘beneficencia en confianza’, el desarrollo del bien del enfermo, de la beneficencia en un clima de respeto y confianza mutua. Para los autores, la confianza es indestructible; sin ella, no se podría vivir en sociedad. Pero esta confianza es problemática en los estados de dependencia y enfermedad. Como ellos dicen, nos vemos obligados a confiar en los profesionales y necesitamos la ayuda de los médicos. Paradójicamente, esta realidad está siendo cuestionada hoy en algunos ámbitos e incluso percibida como una ilusión irrealizable. Pero una consistente información de lo que ocurre en la relación médico-enfermo revela al lector la imposibilidad de eliminar, al menos del todo, el factor confianza en las relaciones profesionales.
Por otra parte, la desconfianza en los médicos (como en los abogados) no es un fenómeno nuevo. Siempre ha habido profesionales corruptos e incompetentes. Para los autores, en las dos o tres últimas décadas, las fuentes de esta desconfianza en su país se habían visto reforzadas por una variedad de circunstancias: por las denuncias médicas, el negocio de la salud y su propia publicidad, el mal estilo de vida de algunos médicos, determinadas políticas de los hospitales (rechazables), la práctica del prepago de muchos centros, la pérdida del médico generalista y el auge de las especialidades, y así una larga lista que no procede ahora contemplar. La más seria erosión de la confianza ha sido la emergencia de una verdadera ética de la desconfianza, de un ethos nuevo, sobrevenido, que afirma la imposibilidad radical de la confianza en las relaciones profesionales. Los autores pasan revista a los efectos nocivos de este planteamiento y sus causas, que sería un infantilismo no reconocer. Una larga reflexión es ofrecida al lector médico desde la experiencia para, desde los argumentos, reencontrar el camino de la confianza. La virtud de la fidelidad a la confianza del enfermo se revela imprescindible a la causa de la beneficencia. No puede haber beneficencia sin confianza.
Pero han cambiado las cosas, la sociedad y la relación médico-paciente —y la confianza en el médico—, que ya no puede preverse absoluta como antaño; la preeminencia del principio de autonomía y el posible conflicto de intereses entre médico y paciente requieren de una concepción más restringida y realista. Pero, como la confianza es indispensable, la nueva pregunta sería: ¿qué se debe confiar al profesional? Los autores mantendrán que los pacientes no deben confiar al médico la totalidad de su visión del bien, y los médicos tampoco asumir que se les ha dado un mandato tan amplio. Solo si el paciente lo faculta, el médico no puede negarse, pues de lo contrario representaría un abandono. En cualquier caso, el papel del médico es alentar a los pacientes a participar en las decisiones clínicas sobre sus personas. La fidelidad a la confianza les impide toda manipulación, coacción o engaño. Pero esto exige familiarizarse con el modo de ver y los valores de su paciente, y anticiparse a las posibles decisiones críticas: la resucitación cardiovascular, el modo de morir o el aborto, entre otras. Es obvio que, al conocer o adelantar estas decisiones, el médico debe saber si tales exigencias son contrarias a sus propias convicciones, que, de darse, pueden plantearle la opción de dejar el caso. El lector podrá comprobar la minuciosidad con que los autores afloran las realidades más complejas de esta relación, porque nunca justifican la aceptación por el profesional de una ética de la desconfianza. Es evidente, desde una óptica española, la desconfianza que los propios autores muestran hacia el tipo de médico que les sirve de testigo. Y es evidente que la ética de la virtud por parte del profesional, la condición de hombre de carácter, aparece como indispensable para llevar a efecto el modelo de confianza que proponen.
A tenor de lo escrito en The Virtues in Medical Practice, parece claro que en los noventa la confianza de los pacientes en los médicos de su país, en regímenes de práctica privada, era de reserva y desconfianza. Los profesionales ya no podían esperar ser fiables simplemente porque eran profesionales. Una percepción que no es extrapolable a todos los países; por ejemplo, a nuestro país, donde la imagen del médico —quizá menos excepcional que la de décadas atrás— es buena o muy buena. Este hecho abre la expectativa de si la presencia de una fuerte socialización de la medicina y la presencia de la medicina privada en paralelo, en un marco de fórmulas mixtas, es la respuesta más satisfactoria para la sociedad.
Para los autores, en la recuperación de la confianza es esencial la virtud del agente, como también la idea de que la confianza del enfermo debe ganarse y merecerse por el rendimiento y la fidelidad a sus implicaciones. «Claramente, una ética de la confianza debe ir más allá de una ética basada en principios o en deberes a una ética de la virtud y el carácter». También a una reconciliación entre la autonomía del paciente y la beneficencia del médico, subrayan, volviendo a su noción de beneficencia en confianza. Cualquier obstáculo por vencer vale la pena, lo contrario degenerará en una ética minimalista y legalista, que no es ética, sino mera relación de autodefensa.
En el capítulo siguiente, la virtud elegida es la compasión. La crítica más extendida a los médicos de su país, por estos años, era el déficit de compasión que perciben los enfermos. La sociedad pide a los profesionales de la salud y a las instituciones que, además de conocimientos y habilidades, muestren más atención a los apuros de los enfermos, una mayor cercanía. Es la gran preocupación de los autores y la determinación de escribir el libro. En medicina, el acto médico en cuestión es el acto de sanar, el acto de ayuda y cuidado. Pero la compasión es el rasgo de carácter del profesional que da forma al aspecto cognitivo de ese mismo acto clínico, necesario para adaptarse a la situación peculiar de cada enfermo. A lo largo del capítulo, los autores abordarán los diferentes aspectos de la compasión como virtud, como acto moral y como acto intelectual; y digo acto, y no actos, porque todos estos perfiles conforman juntos la realidad dinámica de los actos de compasión. Es muy interesante la investigación semántica que incluyen para identificar con pureza los rasgos de la compasión y sus diferencias con la empatía, la misericordia y la pena, el impacto que sigue al hecho de dar lástima, etc. En suma, sentimientos estrechamente relacionados pero diferentes. La compasión es algo distinto, que puede exigir de un plus de voluntarismo y generosidad, tal vez de realismo. Y esto convoca la importancia del hábito racional de la compasión, el sentimiento recíproco de los enfermos de estar bien atendidos, no como resultado de una rutina profesional, sino como un amigo que te ayuda en esos difíciles momentos.
El capítulo 7 vuelve a la mayor relevancia de la virtud; todas las virtudes la poseen, pero la prudencia con especial realismo. Sin embargo, la prudencia no es una virtud sobresaliente en nuestros días, pues se la confunde con la timidez, con la falta de voluntad para asumir riesgos, con un pragmatismo de vía estrecha y con otros significados. No fue así en la historia y no lo es hoy, aunque no se reconozca. En el mundo antiguo y medieval, la prudencia fue la virtud dominante. Expresiones que oímos con frecuencia, «vivir a tope», «ganar a cualquier precio», «triunfar a toda costa», «vivir que son tres días» y otras, revelan en su frivolidad algo más que el chiste, expresan la ansiedad de una sociedad, la desconfianza en las personas y en la felicidad. Para los autores, la urgencia de encontrar un nicho que asegure la propia existencia, la aventura de sobrevivir en una sociedad difícil y no pocas veces agresiva; un tráfago, en fin, de actividades inadecuadas para la serenidad y la reflexión, para el ejercicio de la sabiduría práctica, de la phronesis, como la denominó Aristóteles: la capacidad de discernimiento moral, de ver qué elección o curso de acción es el que mejor conduce al bien deseado, como, por ejemplo, a la sanación de un paciente.
Para los autores, la verdadera prudencia es una virtud indispensable de la vida médica, esencial al telos de la medicina, al bien del enfermo y al bien del propio médico para su realización personal. Un texto pleno de reflexiones cultas y sabor a experiencia vivida que enriquecerá al estudioso, en confirmación a sus esperanzas. Con una mente en el gran estagirita y otra en Tomás de Aquino, su fiel intérprete para la eternidad, la prudencia toma en cuenta la sabiduría de la phronesis y se extiende a las virtudes sobrenaturales de la fe, la esperanza y la caridad, aquellas que elevara Tomás, para quien la virtud de la prudencia, la recta ratio agibilium, es la forma correcta de actuar. Aunque por sí misma no nos garantiza la certeza, afirman los autores, nos dota de la capacidad de enjuiciar una situación con objetividad, de forma ordenada y en línea con el fin deseado del bien que buscamos para nuestro enfermo, siempre contando con su opinión y los medios de que disponemos.
En medicina, la prudencia se puede enfocar de dos maneras, como el bien para los seres humanos y como el bien para el trabajo que hacemos. En este capítulo, los autores se fijan en este segundo aspecto, en la excelencia moral que hace que una persona realice bien su trabajo. Un marco de acción que en medicina es el encuentro clínico como arquetipo de acto médico. Si tenemos claro que el fin esencial de nuestro hacer es un acto de sanación correcto y bueno, el hombre prudente sabe que no puede escuchar y obrar de modo precipitado, aun cuando esto pudiera ser posible, cosa que la medicina permite en función de la prepotencia del profesional y la debilidad del paciente. Pero el médico prudente sabe que la sanación es una empresa práctica que requiere la fusión de la competencia y el juicio moral. Y que una acción frívola, alocada, puede retrasar de forma maleficente un buen juicio clínico. Mil casos demuestran esta realidad. Si todas las virtudes médicas son necesarias para una buena medicina y la satisfacción del buen profesional, «la prudencia es la piedra angular o la virtud que armoniza la forma en que se expresan las otras virtudes en cualquier situación clínica».
Pellegrino y Thomasma contrastan, por ejemplo, la virtud de la compasión y el tratamiento de un enfermo por su médico. Si este es demasiado compasivo y comparte en exceso su angustia y sufrimiento, puede perder la objetividad, y también la orientación a los fines curativos que una situación grave demanda; o quizá no sea capaz de desentrañar lo que el enfermo quiere por alentar algún prejuicio erróneo. Es precisamente aquí donde entra en juego la virtud de la prudencia, que permite al médico evaluar la situación, dejar claros los presupuestos esenciales del paciente, los medios con que cuenta, los riesgos que su dictamen puede incluir y las circunstancias del paciente y su familia. Esto es, el punto de equilibrio en su forma de actuar, la distancia necesaria, su capacidad y habilidades o, en el mejor de los casos, el abandono de la relación profesional si su conciencia se lo demanda. Dilemas similares tienen lugar en la aplicación de todas las demás virtudes. Los autores recuerdan que aquello de informar de un mal demasiado pronto (como el de un MIR precipitado en la sala de urgencias) o, al contrario, informar demasiado o demasiado tarde puede ser dañino. También el hecho de mostrarse demasiado optimista y elevar las expectativas de un tratamiento y las esperanzas del enfermo de forma poco realista. O hacerlo de manera cruda, desalentando la búsqueda de otras opiniones y sembrando el mayor desaliento. En esta línea y en mil otras situaciones, la prudencia del médico se revela fundamental a los objetivos de la sanación y el bien del enfermo.
El capítulo 8 aborda la virtud de la justicia. Estamos ahora ante una reflexión amplia y contundente que mezcla la dimensión epistemológica de la justicia con la ética de virtudes, por un lado, y la virtud de la justicia y las obligaciones morales, por otro. La relación de la justicia con los cuidados de salud se abre a consideraciones diversas, como el buen uso de los recursos, el papel del médico como controlador del gasto y el caso especial de los ancianos, la limitación de recursos ante el fenómeno de la prolongación de la vida, etc. Cuestiones de marcado talante social y política sanitaria, de economía de la salud, en las que Pellegrino como gestor tenía una viva experiencia, siempre en la perspectiva de su país, la de una nación de fuerte vocación individualista y de una medicina de impronta liberal y de mercado.
Las discusiones sobre la virtud de la justicia, incluidas las cuestiones del acceso a los cuidados de salud y el control del gasto acaban siendo públicas, porque involucran el bien común y, por ello, es fácil olvidar que, como virtud, la justicia es dar lo debido a otra persona —lo que le corresponde—, la necesidad de diferenciar lo debido en función del bien común y del bien individual. Desde su reflexión académica, los autores optan por abordar ambas visiones de la justicia. Respecto de la primera, mantienen que en la relación médico-paciente la justicia señala al paciente como receptor del bien de la persona, que implica una delicada atención a su persona y sus valores. En la reflexión sobre los deberes, Pellegrino y Thomasma diferencian la noción de justicia como el requisito de una sociedad pacífica, donde todos tengan protección de sus legítimos intereses, pues solo así se puede garantizar la felicidad de todos. Como virtud, la justicia funda sus raíces más profundas en el amor, pues es como una extensión de la caridad que debemos para con otros. Y una fuerte afirmación: la idea de que no hacer justicia sería recaer en el interés propio, pasar del amor a otro amor, al amor propio. Lo veremos más claro en la virtud del desprendimiento. Una justicia, en suma, que trasciende la justicia legalista. De ahí que no se pueda ignorar a los que sufren, los pobres, los atribulados, los oprimidos y los marginados. La justicia impulsada por el médico, en tal caso, no se desprende solo de la virtud en sí, sino que se ilumina como beneficencia en la confianza y, en los casos extremos, a través del compromiso religioso de cuidar a los más vulnerables en los entornos apropiados.
Como era de esperar, el conflicto entre los principios de autonomía y justicia salta al análisis de los autores. Interesante la idea de que la justicia posee un cierto estatuto de prioridad para determinar en cada caso lo recto y lo bueno, en la medida en que, además de una virtud, es un principio. Ante una autonomía desatada que puede generar daños a terceros, la virtud de la justicia pone límites, como en el caso del paciente VIH positivo que se niega a revelar su condición a sus parejas. Por su misma virtud, la justicia nos obliga a respetar la autonomía de nuestros pacientes, salvo cuando esta dañe la libertad del médico como persona y ser humano o se niegue a un aborto o una eutanasia, a los actos que rechaza en conciencia. Los autores reclaman, y con razón, algo escasamente comprendido: la necesidad de que, por razones éticas, se diseñen mecanismos ágiles para dar por rota una relación médica. Una cuestión que en otros trabajos Pellegrino reclamará como objeción de conciencia.
El discurso se extiende en interesantes reflexiones sobre temas candentes de economía de la salud, como el debate de los recursos, aunque en un marco de la sanidad que puede resultar lejano a muchos. Los autores no cejan en su crítica a la condición de médico y empresario de la salud en un mercado no intervenido, y la dificultad de hacer compatibles los ethos de la medicina y del negocio. Denostan con fuerza las maniobras de muchos hospitales, los hábitos del skimming y del llamado dumping, intolerables en un país con un sistema mixto de medicina gestionada, pública y privada. Su crítica se extiende al papel del médico como guardián del gasto: «Un ojo en el bien del paciente y otro en la institución que le contrata». Los autores reconocen que solo los países más avanzados sostienen que tener un acceso igual a los cuidados de salud es un derecho de todos los ciudadanos; lamentablemente, Estados Unidos no está a esa altura.
El alargamiento de la vida es una realidad demográfica universal y su consecuencia el incremento de los costes de los servicios de salud. Nadie tiene muy claro qué hacer para mantener un nivel de justicia en las prestaciones y un freno al crecimiento de los gastos. Algunos, como Daniel Callahan, uno de los padres de la bioética, llevaban años argumentando que la sociedad debería limitar las prestaciones de alta tecnología a partir de cierta edad. Desde un realismo crudo y solo atento a los números y los balances, esta fórmula podría atenuar los costes sanitarios. Desde el punto de vista moral, y sobre todo político, la tesis se vuelve insostenible. Una visión integradora del problema, una vez en marcha todos los posibles mecanismos de ahorro, es adelantada por Pellegrino y Thomasma, la cual sintetizamos: 1) la respuesta debe ser flexible y la relación médico-paciente ha de quedar intacta; 2) la igualdad de trato a efectos de atención a la salud ha de ser para todos, es decir, universal; 3) el establecimiento de los posibles límites será previo acuerdo de los médicos y, por lo tanto, determinado de modo científico y deontológico; 4) algún tipo de control público debe existir; 5) se promoverán las decisiones anticipadas de los enfermos sobre los cuidados; 6) los resultados de cualesquiera estrategias serán revisados anualmente; 7) los planes enfatizarán la prevención de las enfermedades y el bienestar de los pacientes —su calidad de vida— sobre el empecinamiento en el alargamiento de la vida, y, por fin, 8) la conciencia de cuidar a nuestros ancianos forma parte de una revolución social que se demandará a toda comunidad justa, sin discriminaciones por razón de edad.
El capítulo 9 contempla la virtud de la fortaleza. Su lectura me ha fascinado por la claridad y brillantez con que se expone la dificultad del médico en el entorno gestionado actual, privado o público. Mantienen los autores que ninguna otra virtud, salvo tal vez la templanza, es más difícil de practicar con los mimbres actuales que gestionan la medicina. Frente a una libertad originaria para practicar la medicina sin restricciones, esta se ha visto erosionada, y no solo por el envolvimiento en normas gubernamentales y de terceros —el mercado y los seguros médicos—, sino por el fraccionamiento de la comunidad. No voy a detallar los ejemplos de Pellegrino y Thomasma, que el lector profesional entenderá sobradamente, pero escogeré algunos que son universales. El primero es la aparición de estructuras de gobierno cada vez más gestionadas para el ejercicio privado y público de la medicina. En unos casos, será el peso de la burocracia; en otros, la frecuente decepción de la carrera profesional. Como dicen los autores, «ejercer valientemente en un ambiente de medicina corporativa será cada vez más difícil». Mientras exista una creciente demanda de médicos que sirvan como buenos jugadores de equipo —que acepten las reglas de juego de los sistemas que se imponen—, defender los intereses del enfermo o negarse a regulaciones por razones de conciencia está mal visto y reduce el número de los que quieren hablar valientemente. «Hablar puede marcarle a uno como un tipo difícil o no válido como jugador de equipo. Algo que puede comprometer una carrera, provocar la pérdida de referencias o alejar a los pacientes».
Desde estas aproximaciones, la fortaleza médica es definida como la virtud que inspira la confianza de los médicos en que resistirán la tentación de disminuir el bien del paciente, ya por sus propios miedos, o por la presión social y burocrática, y en que usarán su tiempo y su capacitación de manera ingeniosa para conseguir los mejores bienes para sus enfermos. Para los autores, la virtud y el sacrificio no brillan hoy en nuestras sociedades despersonalizadas, o en los ambientes de médicos convertidos en apóstoles de la legalidad, en la frivolidad de convertir el aborto en un progreso siguiendo las ideologías del mundo, cuando la licuación de la ética médica arrasa en una determinada comunidad de médicos. Como afirman los autores, «en nuestros días los valores personales son difíciles de preservar en un entorno despersonalizado de la asistencia». También juega la pérdida del ideal histórico de médico de cabecera, del médico amigo —en España sustituido por los médicos de atención primaria, una rama ejemplar de nuestra práctica—, algo frecuente en muchos países, o su sustitución por la atención directa del especialista, con frecuencia un desconocido en quien poner nuestra confianza. No es raro, pues, que el paciente se sienta distanciado del médico ni que el médico, sintiéndose mero instrumento del paciente, también lo haga. La sombra de los litigios en su país y la falta de tiempo para una vida personal puede llevar al agotamiento profesional.
Las raíces morales de la fortaleza han sido segadas en las sociedades modernas, a falta de esa comunidad de valores que nutre el sacrificio de las recompensas inmediatas por las futuras. El panorama que diseñan los autores al término del siglo no anima a imitar el modelo norteamericano, al que nos arrastraba la lectura del Pellegrino de la etapa de la educación médica. Como finalmente sentencian, «el espíritu y las virtudes (médicas) se hallan encapsulados en los legalismos». En este entorno, nadie quiere correr riesgos; el silencio parece más rentable. Nadie, por supuesto, «quiere ser acusado de actitudes religiosas o de grados de idealismo poco realistas». La síntesis del capítulo es pesimista, pero la exigencia de la virtud es siempre actual, basta tenerla dentro y buscar el modo inteligente de ejercerla y de no herirse a uno mismo. «A pesar de la significativa evidencia de ruptura de la civilización occidental, queda aún suficiente decencia para alentarnos a promover los ideales de la virtud».
El capítulo de la templanza como virtud nos ofrece una extensión de su sentido clásico, que responde a una difundida mentalidad del mundo sanitario de vanguardia. Como los autores concluyen, «en una sociedad como la nuestra [norteamericana], con sus problemas de pobreza, de falta de vivienda, de acceso a la asistencia sanitaria y de denigración de los más débiles, debemos mantener una constante vigilancia para proteger a las personas del infratratamiento —del abandono— y del sobretratamiento inapropiado. En ambos casos, habremos de guiar nuestra tecnología hacia los mejores objetivos humanos. En esto consiste la templanza médica».
De modo tradicional, la templanza se ha concebido como la virtud que controla los apetitos por la comida, la bebida y el sexo. Para los autores, la templanza se puede reconocer hoy perfectamente como una virtud médica. Las mayores tentaciones de nuestro tiempo son los excesos de todo tipo. Conocerlo todo, experimentar todas las sensaciones, parece representar el objetivo de las sociedades ricas, plurales y viejas; donde, por oposición, las personas de talante templado pueden parecer aburridas o incluso reprimidas. Basta ver la arrogancia y la inmodestia de tantos y tantos aparentes iconos de la sociedad. Pero «el corazón y el alma de una vida virtuosa incluyen la templanza», afirman los autores. Que significa el dominio sobre el deseo, un autodominio del individuo desde la razón; más que un hábito, una verdadera sabiduría. Los autores encuentran en santo Tomás las claves profundas de esta virtud que nos eleva a una existencia inteligente, imposible sin todas esas virtudes acompañantes de la templanza —la sobriedad, la abstinencia, el ayuno, la castidad, etc.—, que dominan los excesos, los gastos desmedidos, la gula, la lujuria y otras pasiones dominantes.
Se ocuparán de dos grandes reflexiones. La atracción desmedida de algunos por el dominio radical del cuerpo y la mente de las personas —por jugar a ser Dios— y la responsabilidad de los profesionales por el uso adecuado de la tecnología. Dos cuestiones en que la virtud de la templanza se enfrentará a la cultura de masas que implica nuestro tiempo, a la búsqueda del yo y el aplauso por encima del esfuerzo orientado a fines, e igualmente a la presencia en los medios del argumento, y no de la verdad, a la sumisión a lo políticamente correcto, a las corrientes transgresoras como líderes del siglo, a renovar, impactar o morir. En el mundo de la profesión médica se ha dicho con descaro: o publicas o no existes, estás muerto.
En esta asintonía de comportamientos, se puede injertar la idea de jugar a ser Dios: el problema de la templanza en medicina en un tiempo donde la tecnología aplicada al hombre ha alcanzado extraordinarios éxitos. Esto puede llevar a un nuevo paternalismo, en el sentido de que el nuevo poder tienta a estos médicos a creer que saben con certeza científica lo que es mejor para sus pacientes, cuándo deben prolongarles la vida, cuándo acortarla, cuándo la opinión del enfermo carece de la imprescindible competencia, cuándo y por qué no producir embriones, cambiar los sexos, modificar a voluntad el sexo de los embriones, etc. Y una creciente convicción: la de que el poderío de la investigación aplicada y de la tecnología, que se autonomizan a sí mismas, hacen dependiente al profesional que las maneja; no por virtud de su eficacia, sino por esa tentación eterna de dominio, de deseo de poder, que el hombre experimenta.
Los ejemplos de una tecnología enloquecida —como la califican Pellegrino y Thomasma— son muchos, pero su mayor inquietud se posa sobre los momentos trascendentes del hombre en el principio de la vida y en su final. Las diferencias entre la beneficencia y la maleficencia del médico van siendo ignoradas, asentadas ahora sobre un voluntarismo dependiente de la cultura, aparentemente ajeno a la responsabilidad moral individual del agente que ejecuta las acciones. Las reflexiones sobre la eutanasia, el poder de manejar la muerte y, por lo tanto, la vida, por un lado, y la posibilidad de alargarla a toda cosa o de acortarla, por otro, son contempladas. También la tecnología reproductiva, siempre utilitaria y bien vista por la sociedad, pero insensible a la realidad identitaria del embrión humano y a su carácter de persona, como afirmara nuestro filósofo Zubiri, en febril apertura a las incursiones más atrevidas sobre el genoma y el misterio del hombre, una dinámica que tanto ha preocupado a Habermas.
Para los autores, solo la virtud de la templanza —con la que siempre coopera la prudencia— permite a la ambición del investigador o del clínico sopesar su poderío tecnológico y el bien del enfermo, que es el bien máximo a respetar. Solo la virtud de la templanza, el dominio sobre su propio dominio tecnológico, permite al médico lograr el equilibrio adecuado entre el sobretratamiento y el tratamiento insuficiente o claramente transgresor. En suma, el desafío de evaluar moralmente los beneficios y los riesgos de un tratamiento a corto o largo plazo sobre ancianos o personas muy debilitadas, demenciadas o moribundas que no pueden ejercer su autonomía. La templanza frena las decisiones técnicas fáciles, las tecnosalidas, cuando algo no se percibe moralmente irreprochable. Cuando olvidamos el cuidado compasivo y humano, y los valores espirituales, y se persigue solo el éxito de una mera supervivencia a cualquier precio.
En el capítulo 11, los autores abordan la virtud de la integridad. El texto se divide en dos secciones. La primera alude a la integridad en la práctica clínica, donde examinan la relación entre la autonomía y la integridad en la relación médico-paciente. En la segunda, más importante a nuestro juicio, la integridad en la investigación científica, donde abordan el problema del fraude científico, el conflicto de intereses y otras formas de mala conducta. Los autores reflexionan sobre la integridad desde dos puntos de vista, uno relativo a la integridad de la persona, del paciente y del médico como seres humanos; y otro que alude a ser una persona de integridad, de la integridad como virtud. El primero alude al equilibrio y la armonía entre las distintas dimensiones de la existencia, necesarias para un funcionamiento saludable del organismo. En tal sentido, integridad es sinónimo de salud, y las enfermedades son fuente de desintegración, donde el cuerpo usurpa el papel central de la persona y el principal foco de atención, lo mismo en la enfermedad mental que en la orgánica. Es obligación del médico el intento de restablecer la integridad de una existencia sana. E igualmente de preservar la integridad del yo y los valores que identifican a cada enfermo. Ignorarlo o combatirlo es atacar su propia humanidad, nada más lejos de la relación de sanación.
Refiriéndose a la persona de integridad, los autores mantienen que es la que verdaderamente garantiza el respeto por el enfermo y por su autonomía, más que la ley. La virtud médica de la fidelidad a la confianza es el mejor seguro a la comprensión de la integridad de la persona del enfermo y a su autonomía de decisión. En circunstancias corrientes, la fórmula para la toma de decisiones más tranquilizadora es el acuerdo, la integración de los deseos del enfermo y la anuencia moral del médico.
En la segunda sección del capítulo, los autores se centran en la crisis de credibilidad que, por aquellos años, experimentaba en Norteamérica la investigación científica o, de otro modo dicho, la mala conducta científica. De nuevo, es la fe en la persona del agente la clave de los problemas. Si algo problematiza una investigación científica, su integridad o su diseño, deberemos fijarnos en el investigador. Es la mala conducta de algunos científicos lo que lleva al público y al Congreso a preguntarse si se puede confiar en los científicos. El texto desarrolla el problema, pues la inmensa mayoría de los científicos son personas honestas e íntegras. Adheridos al concepto de prácticas de MacIntyre, Pellegrino y Thomasma, recuerdan que el bien interno de la investigación es la verdad, una comprensión de lo realmente real sobre algún aspecto del mundo que habitamos. Las virtudes del científico son aquellas que permiten al investigador alcanzar esa verdad. Son las virtudes de la objetividad, del pensamiento crítico, de la honestidad en el registro y la presentación de los datos, la ausencia de prejuicios y el intercambio de conocimientos con la comunidad científica. Según ello, «los bienes primarios no pueden ser el poder, el beneficio personal, el prestigio o el orgullo», que es lo que se da siempre en los casos de fraude científico.
En las sociedades modernas, la investigación científico-médica ha experimentado una cierta metamorfosis, el paso de una actividad clásicamente académica a una actividad industrial. Los valores de la una y la otra pueden entrar en conflicto. Los compromisos y los incentivos surgen de este paso. «Obtener ventajas competitivas, el establecimiento de prioridades y la propiedad de la información, el monopolio del mercado, la obtención de las patentes o la elección de los temas de la investigación sobre futuros ámbitos de inversión son los valores propios de la investigación en la industria». De este ethos podría surgir algún descubrimiento, pero tal vez objetivos inadecuados que podrían cambiar al investigador. Nadie pone en duda los intereses legítimos de la comunidad científica a nivel individual: avanzar en sus carreras, mantener a sus familias y un puesto de trabajo sólido, la satisfacción de los honores y el reconocimiento público, además del disfrute del ocio; pero es precisamente esto, la calidad moral de la investigación, lo que inquieta a los autores, que como siempre la sitúan inequívocamente en el carácter y la conciencia del investigador.
En el capítulo 12, el lector llega a la última de las virtudes médicas en la propuesta de los autores, el self-effacement, que hemos traducido como ‘desprendimiento’ o ‘desprendimiento altruista’. Estamos ante una pieza erudita y, por su claridad, extraordinaria. A mi juicio, el texto que desvela el rasgo, el hábito o grandeza de alma —la virtud, en suma— que mejor revela la actitud y el comportamiento moral del médico ético, del médico de carácter, del arquetipo que la comunidad médica debería siempre apoyar. El capítulo 12 debe ser leído y reflexionado pausadamente, tomando conciencia de que, aunque revela la grave debilidad de la medicina del país —el plegamiento de los médicos al entorno social y a los nuevos patrones de la medicina—, los hechos son perfectamente reproducibles en cualquier otro país y en cualquier otro modelo de medicina. Los autores hablan de un malestar moral en las profesiones, y obviamente en la medicina, que puede resultar fatal para sus identidades y peligroso para la sociedad. Un malestar que habría cristalizado en la convicción de que, en las actuales circunstancias, no es posible ejercer dentro de los límites morales de la ética médica tradicional. De que, a menos que cuiden de sus propios intereses, los médicos serán aplastados por las fuerzas sociales imperantes; en su país, lo ya conocido: la comercialización de la medicina, la competencia entre los médicos, la regulación gubernamental y su aplicación por los tribunales, las negligencias propias, los vicios de una publicidad engañosa, la hostilidad social y de los medios contra los médicos y una multitud de fuerzas socioeconómicas propias de una economía de mercado pura y dura.
Como es típico de los autores, la contestación a los argumentos se abre al abordaje analítico de cada uno de ellos. Los autores prescinden de las infracciones atroces de la ética profesional que todos condenarían: la incompetencia, el fraude, el engaño, la irregularidad en la administración de los fondos, la violación del secreto y otras. La verdadera preocupación de Pellegrino y Thomasma son otras prácticas menos visibles, menos escandalosas, aquellas que ocupan una zona moral gris, tolerada, donde los intereses del médico se entrecruzan con los del paciente y donde la vulnerabilidad de este lo convierte en explotable. Es lo que llaman el margen discrecional de la práctica médica. En suma, unos hábitos irregulares, tal vez perversos pero tolerados por la sociedad, que los propios afectados podrían hasta justificar, alejando de sí toda la responsabilidad moral sobre sus hechos. Así, por ejemplo, el rechazo de los pacientes contagiosos por VIH; la negativa a atender a los pobres y a todos aquellos con seguros médicos de poca entidad; la derivación sistemática desde las urgencias de los hospitales de los casos complicados, por temor a demandas, o por razones económicas, como el dumping o el skimming; la transformación de los médicos en negociantes y emprendedores; el predominio del ethos del mercado sobre el ethos de la medicina; las empresas médicas con fines exclusivos de lucro; las irregularidades en la demanda forzada de determinadas pruebas tecnológicas de alto gasto o simplemente innecesarias, e incluso la aceptación de primas para controlar mejor los gastos médicos o el disfrute de emolumentos por las compañías farmacéuticas.
Tras esta puesta a punto (que no dudo de que levantaría ampollas), los autores llevan al lector como al discípulo de un máster a una información sistemática, semántica e histórica, de los diferentes conceptos en litigio, a la erosión a lo largo de los siglos del concepto de virtud y su tensión con el interés propio, con el interés egoísta. El repaso a la historia nos remonta al capítulo primero del libro, aunque aquí va a servir de testigo de las dificultades reales de la introducción de una ética de virtudes en medicina. Pero son insistentes: el análisis no puede sustituir al carácter y la virtud. Los actos morales también son actos de los agentes humanos. Su calidad está determinada por el carácter de la persona que realiza el análisis, que moldea la forma en que abordamos el problema moral. Aquí, pues, la clave es el mensaje de la virtud del desprendimiento del médico en el encuentro clínico, el hecho de que esté motivado por el interés propio o por el altruismo, que se desprenda de sus intereses y ponga en su lugar los de su paciente.
En la segunda parte del capítulo, los autores replantean al lector la pregunta clave: «¿Existe una base filosófica sólida en la naturaleza de la actividad profesional, capaz de resolver la tensión entre el altruismo y el interés propio a favor de la virtud y el carácter?». Su respuesta es taxativa: «Nosotros creemos que la hay». Esta base es establecida en razón a las seis características aludidas con anterioridad, los componentes de la moralidad interna de las profesiones. Pellegrino y Thomasma rematan el capítulo aflorando una serie de implicaciones prácticas de la ética de virtudes. Sus afirmaciones son de un interés máximo y contarán durante un tiempo imprevisible, aunque en su mayoría no resueltas. La primera no puede ser más clara: basta de adjudicar a otros, a la sociedad, al Gobierno, a la economía, etc., los fallos morales de las profesiones de ayuda. La segunda es que no se pueden esperar milagros de lo que un médico de carácter pueda hacer por el bien de sus enfermos frente a una determinada presión, cuando está aislado o es ignorado por su comunidad moral y sus instituciones. Y la responsabilidad de su defensa por estas. Una tercera implicación es decisiva: la educación del carácter, de las virtudes de un buen profesional, es tan importante como el conocimiento técnico, una cuestión que abordarán en un capítulo posterior del libro. El síntoma visible del malestar moral de las profesiones no se cura con la mera reordenación social o con la adaptación de unos códigos dudosamente eficaces. Los defectos no son fallos del lenguaje de nuestros códigos, sino déficits claros en la virtud y el carácter de los agentes.
Hay suficientes razones para restaurar la virtud. También en medicina. Pero la ética de la virtud no puede ser entendida como autosuficiente o como una antítesis de los principios éticos más cercanos. El desafío teórico es tender puentes, establecer todas las conexiones necesarias entre la ética analítica y las virtudes, entre la ética de los dilemas y la virtud, entre los principios y el carácter. Una empresa difícil y complicada, ciertamente, a la que intentaba responder su libro y el gran esfuerzo realizado. La solución al conflicto de intereses —del interés superior del enfermo y el interés propio del médico— se abría camino, esperanzada, después de esta profunda y vigorosa reflexión.
Conclusión
Nunca sabremos si al teclear las últimas letras de The Virtues, Pellegrino era consciente del efecto y la sensibilidad que podía provocar en la profesión médica de su país, a la que nunca hizo falsa apología; antes bien, le exigía la excelencia y la impulsaba a ella. Pero es seguro que fue un toque de atención para muchos de sus colegas, aunque no siempre lo expresaran en sus vidas. Es el drama y grandeza de muchos grandes hombres, que apenas conocen en vida el premio de su influencia. En especial cuando navegan a contracorriente, como fue su caso. Pellegrino lo hizo con una frescura y una libertad de espíritu admirables y con una valentía difícil de ver en nuestros días. En algún escrito al final de su vida he creído percibir un cierto grado de decepción, que no pasa de ser eso, una simple intuición.
Pero la profesión médica no debe olvidarlo, muy al contrario. Además de pensar como Sulmasy que «nadie hoy podría hacer tantas cosas como hizo él y todas bien» o, como Beauchamp, que «nadie desde Hipócrates a Percival llevó a cabo una contribución mayor en el campo de la ética médica», una suerte de admiración no disimulada, mantengo para mí que los médicos y las médicas del siglo XXI hemos adquirido una deuda impagable con el maestro, porque pocos o nadie nos ha movido a la virtud como él. Aunque la grandeza de alma es patrimonio de los mejores y no todos alcanzamos esa meta, como profesional de la medicina, no puedo menos que rechazar el silencio que rodea a este gran humanista, cuya figura se agranda con el paso de los años, cuando tantos escépticos de la moralidad médica, superficiales personajes, recogen el halago de la sociedad. El pensamiento de Pellegrino no puede permanecer oculto, sepultado en las bibliotecas de algunas instituciones, ignorado. El legado moral del maestro, y de aquel filósofo amigo, Dave Thomasma, deber ser proclamado desde todas las esquinas de la medicina y en los cursos de Bioética y Ética Médica. Si no, no se hará justicia a los miles y miles de médicos que, imitándolo como buenos profesionales y buenas personas, luchan aislados por los valores que creen y las virtudes que aplican. La obra de Pellegrino y Thomasma debe ser difundida a todos los profesionales de la salud, a toda la medicina universal; porque ya no son dos norteamericanos que nos hablan de virtudes, sino dos grandes humanistas del mundo. Es el reto de los buenos médicos de nuestro tiempo y el tiempo de nuestras instituciones representativas, del pequeño pero gran mundo de la salud.
Hay, ciertamente, otro Pellegrino, que llegaría después de este libro, el Pellegrino de la perspectiva religiosa —por usar sus palabras—, decisivo para la comprensión de su figura. Pero no es nuestro caso hoy, cuando la medicina discurre sin ideales grandes, quizá hambrienta de virtud y testimonios. Dominada por entes que representan a ethos diferentes, ni malos ni buenos, solo que diferentes al ethos médico genuino. El toque de atención a un futuro incierto de la profesión, realizado por Pellegrino, no será del gusto de una mayoría, o tal vez sí, pero debe resonar fuerte en los oídos de esa minoría de alta sensibilidad moral que percibe la realidad de las cosas que ama, y la práctica de la medicina va por delante. La ignorancia en el conocimiento de la ética médica genuina la confunde hoy con la mera excelencia de una ética profesional, de lo legitimado por el hacer incansable de la ciencia médica. Pero la «supuesta excelencia profesional no siempre va acompañada de la excelencia ética», como ha dicho Victoria Camps. Por eso no pasa de ser un aserto erróneo, ingenuo, de la moralidad médica que debería avergonzarnos.
Como otros grandes hombres de la historia médica, como Hipócrates, Thomas Percival, William Osler y tantos otros admirables profesionales, Pellegrino detectó la peligrosa senda del cientifismo y la inacción frente a las erosiones morales de la medicina de su tiempo, que es ya el nuestro. Y se vio removido, fuertemente llamado a la reconstrucción de la verdadera medicina, de «la más humana de las ciencias y la más científica de las humanidades», como gustaba de decir.
The Virtues in Medical Practice es la cima de su perspectiva secular sobre la moralidad médica y el aldabonazo a la responsabilidad moral individual de cada médico por sus acciones, sin red protectora, en su tiempo y en el nuestro. Podrán escribirse, tal vez, mejores libros de ética médica, todo es posible, pero este fue el primero y quien da primero da dos veces. Y es el libro de una fe vivida, de una vida entera, el momento de las virtudes médicas.
¿Qué más decir? Es tiempo de libertades y tiempo para la valentía, tiempo para discernir y para actuar. Tiempo para despertar.
MANUEL DE SANTIAGO
Doctor en Medicina y presidente honorario
de la Asociación Española de Bioética y Ética Médica (AEBI)