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PREFACIO

TENGO LA GRAN SATISFACCIÓN de presentar al lector la traducción al español de The Virtues in Medical Practice, de Edmund Pellegrino y David Thomasma, con la ilusión de que pueda encontrar, igual que yo encontré en su día, un libro transformador. Me ayudó a descubrir la importancia del cultivo de las virtudes para una práctica clínica que pretenda el bien integral del paciente y la consecución de una vida lograda con el ejercicio de la profesión.

Este libro puede ser muy valioso para los estudiantes de ciencias de la salud y profesionales sanitarios en ejercicio, independientemente de su profesión o especialidad. En un entorno sanitario, en el que cada vez con mayor claridad se percibe la necesidad de rehumanizar la práctica clínica, parece importante disponer de herramientas que nos ayuden a formarnos como profesionales sanitarios. Dicha formación quedaría amputada si se limitase exclusivamente a la adquisición de conocimientos y habilidades técnicas. Este libro es una de esas herramientas.

Las profesiones sanitarias han ido cambiando, al igual que otros ámbitos de las sociedades occidentales, a lo largo de la historia. A partir del siglo XVII los avances científicos de Galileo o Newton prestigiaron las ciencias como el mejor método de conocimiento de la realidad. Desde entonces lo científico ha seducido incluso a la filosofía que ha tratado de imitar su método para el conocimiento de las realidades que había sido su objeto de estudio desde sus inicios. Me refiero a realidades no empíricas, no mensurables, que se escapan al método científico. La confianza en la razón humana creció tanto que se pusieron bajo sospecha los saberes procedentes de los humanistas de tiempos anteriores. Durante el siglo XIX se consideró que el saber debía basarse en los hechos positivos, y se consideraba inaceptable cualquier otro camino para el conocimiento de las cosas. Todas las disciplinas del conocimiento aspiran hoy a ser científicas.

Pero es evidente que, a pesar de la gran importancia de lo científico en la práctica de la medicina, esta es mucho más que una ciencia. La medicina es un arte. Los médicos y el resto de los profesionales sanitarios hemos de apoyarnos en los conocimientos que las ciencias nos proporcionan, pero eso es insuficiente para una toma de decisiones adecuada. Y decidir es lo que nos toca continuamente, por lo general, en un clima de incertidumbre por las características intrínsecas de la medicina, muchas veces a toda prisa y soportando grandes presiones (paciente, familia, gerente, etc.). Estas decisiones deben tener en cuenta los hechos (particularidades del caso, datos científicos, evidencias científicas, tipos de tratamiento, resultados de estos, etc.), pero también los valores (opinión del paciente, sentido de la salud y la enfermedad, relación con las ultimidades, justicia, libertad, responsabilidad, etc.). Es evidente que no hemos recibido, en general, una formación específica para ello. La mayoría hemos recibido una formación cientificista, biologicista, y carecemos, en general, de una formación filosófica, epistemológica, antropológica y ética que nos ayude a encontrar el verdadero sentido de nuestra profesión y a una toma prudencial de decisiones. Esta toma de decisiones se repite a diario, varias veces al día. De manera que no es infrecuente la desmotivación, y la vivencia de la profesión como una carga. Algunos pacientes pueden convertirse en una preocupación. Si se llega a esta situación, hay dos salidas: o bien iniciar una formación, en muchas ocasiones voluntarista y autodidacta; o, ante la impotencia, dejarse llevar por la sordera y ceguera morales, hacia una anestesia moral que, en muchas ocasiones, conduce a un evidente desánimo, y sienta las bases para ser atrapado por el síndrome del trabajador quemado. Así que, a la mitad de la vida profesional, podemos sentirnos como condenados a seguir haciendo de médicos hasta la jubilación. Con mimbres como estos no se puede pretender la tan demandada rehumanización de la práctica sanitaria.

El objetivo ha de ser, por tanto, facilitar la formación de los profesionales sanitarios. Pero no hay que confundir formación con mera instrucción. Dicha formación ha de considerar que los profesionales sanitarios somos ante todo personas y debe aspirar a un crecimiento en plenitud. La sola instrucción puede lograr ese nuevo bárbaro que denunciara Ortega y Gasset como «un profesional perfectamente adiestrado en la técnica de su disciplina, pero incapaz de situarla en su contexto y relacionarla con otras materias; más instruido que nunca pero más inculto también».1 Lograr médicos y otros profesionales sanitarios con muchos conocimientos y técnicamente competentes es necesario, pero no suficiente. Lo propio de la inteligencia es saber hacerse preguntas. Es el único camino para encontrar respuestas. El hombre y, por ende, los profesionales sanitarios, necesitamos hacernos ciertas preguntas y encontrar las respuestas. Preguntas sobre el sentido de la vida, la libertad, la vocación, la responsabilidad, la prudencia en la toma de decisiones; y también sobre la humildad intelectual, la abnegación, la lealtad a nuestras obligaciones y compromisos, la actitud ante la vulnerabilidad del otro, el ámbito espiritual, el ámbito religioso, y en fin la conciencia de finitud y contingencia percibidas vivencialmente ante la enfermedad, el sufrimiento, la muerte, la influencia de las ideologías en la toma de decisiones, la mercantilización creciente de la práctica sanitaria, etc. Ninguna de estas cuestiones puede abordarse desde las puras ciencias. Son dimensiones absolutamente reales, pero sin unidades de medida; y por tanto, no mensurables. Escapan al método científico.

Hace falta una apertura hacia las humanidades, hacia una sabiduría de la vida. Comparto con Lacalle2 que nos movemos en la actualidad en un contexto caracterizado por:

— Un divorcio entre la razón y la sabiduría que ha conducido al hombre al llamado pensamiento débil, con el descrédito de la razón para conocer la verdad de lo real.

— El relativismo, que ha puesto en tela de juicio que exista la verdad.

— El positivismo que ensalza las ciencias positivas y niega validez a otras formas de conocimiento humano, marginando la formación humanística.

— Una hiperespecialización del conocimiento y una fragmentación del saber, que provoca una mirada parcial sobre lo real.

— Una cultura utilitarista que antepone la praxis a la teoría. Se imparte mucha instrucción y poca sabiduría. Se enseña a hacer cosas pero no el sentido que tiene el hacerlas.

— El objetivo de la educación es la empleabilidad y no el que el educando alcance la plenitud.

Ante este reto, pensamos que el libro de Pellegrino y Thomasma que presentamos puede ser una herramienta docente muy importante. Una obra que nos permite reflexionar sobre las virtudes en la práctica de la medicina y sobre la necesidad del descubrimiento y cultivo de dichas virtudes. La educación de alumnos y profesionales en ejercicio debe perseguir el que alcancen su plenitud como personas ejerciendo la profesión sanitaria. Si no, se corre el riesgo de reducir su paso por las aulas y por los centros sanitarios a mero adiestramiento, entrenamiento o preparación técnica.

Debemos facilitar el que nuestros educandos se desarrollen plenamente. Porque la vida del hombre es un hacerse, pero hacerse en plenitud. Es la idea de Gabriel Marcel sobre el homo viator .3 Por eso, nuestra tarea como docentes, tiene una gran implicación ética. Esa plenitud supone la puesta en marcha de todas las potencias personales: las cognoscitivas (conocimiento y autoconocimiento), las afectivas, las volitivas y las comunitarias o interpersonales. La sola instrucción, como queda dicho, deja al hombre amputado.

Para alcanzar esta plenitud, este proyecto de vida, la persona tiene que poseerse a sí misma. Tiene que dominarse cada vez más. Ese dominio sobre sí requiere ejercicio. Para eso ha de adquirir como una especie de segunda naturaleza, que solo es posible mediante la adquisición y el cultivo de virtudes. Para ayudar a mantener el esfuerzo, se ha de favorecer que el educando descubra el sentido de su vida, el para qué de esta. Indudablemente, el ejercicio de la medicina y del resto de las profesiones sanitarias —bien entendido— facilita esta cuestión, pues la vocación es como una llamada que mueve a realizar grandes esfuerzos con gran generosidad, y vivirlos como una carga ligera.

Esta vocación puede tener dos dimensiones. Por un lado como vocación profesional. Los alumnos de las profesiones sanitarias, en su mayoría, traen en su mochila ese algo, esa llamada que los empuja a embarcarse en esta aventura, en ocasiones exigente, dura, y a veces ingrata. Pero, además, la vocación puede tener un sentido más amplio, como el de tomar conciencia de lo que cada uno está llamado a hacer en su vida, en su única vida, sintiéndose como individuo único e irrepetible en toda la historia del cosmos. Es la llamada a optar libremente por la opción fundamental, personal e intransferible que va más allá de lo meramente profesional. En la experiencia personal de quien escribe estas líneas, ambos sentidos de la vocación están íntimamente relacionados. Por eso, no debemos renunciar a ninguna de las dos. Aspirar a grandes ideales es algo necesario para alcanzar una vida en plenitud. El ejercicio de la medicina es un buen terreno de juego para alcanzar dicha plenitud, y el tener claro el sentido de la vida, la opción fundamental, ayuda a llevar a cabo la práctica profesional cada vez mejor.

Y esta vocación adquiere todo su sentido desde unos valores. Desarrollarse como persona obliga a decir sí a lo que suponen esos valores, y a decir no a todo lo que la puede alejar de esa opción fundamental libremente elegida. Para lo uno y para lo otro es necesario cultivar virtudes.

Por esto, creo necesario incorporar las virtudes en el horizonte de la formación de los profesionales sanitarios. Si no, su formación quedaría incompleta, podría reducirse a mera instrucción. El crecimiento de la persona requiere de las virtudes; y la excelencia en la atención del paciente, también.

Los valores se han de descubrir. Y en esto el docente tiene mucha responsabilidad. Los valores pueden y deber ser educados, enseñados y aprendidos. Pero solo los enseña bien quien los vive y los ejercita mediante las virtudes. Si el docente no vive esos valores difícilmente podrá despertarlos en otros, y menos aún si requieren esfuerzo. Los valores profesionales de la medicina y del resto de las profesiones sanitarias han de ser enseñados por quienes los tienen encarnados en su día a día.

Pero, tras conocer los valores, conviene conocer las virtudes en las que dichos valores se han encarnado. Educar obliga a proponer un modo de ser y de actuar, es decir, a entusiasmar al educando con un modelo de vida valiosa que se concreta en unas determinadas virtudes. Esas virtudes van a constituir el ethos moral, esa segunda naturaleza con un determinado carácter moral, con una determinada personalidad.

Los valores solo son operantes e influyen en la vida y en la biografía de las personas si se concretan en virtudes. En este sentido quiero destacar la siguiente frase de Carlos Díaz que me parece muy reveladora: «Siembra una acción y recogerás un hábito; siembra un hábito y recogerás un carácter, siembra un carácter y recogerás un destino».4

Pero los valores por sí mismos, pueden no cambiar a la persona. Son poco útiles si no se encarnan en virtudes. Los valores hay que llevarlos a cabo. Hay que vivirlos. Están bien como horizonte, pero eso no basta. Son la condición de partida. Entre el docente y el alumno se ha de generar un clima adecuado para fomentar el apoyo que el discente necesita. Un clima dentro de un encuentro en el que ambos, docente y alumno, deben crecer.

No obstante, creo que la figura del modelo, aun siendo importante, no es la más adecuada. Porque un modelo se agota en sí mismo, y el alumno debe poder volar más allá que su modelo. Quizás es preferible hablar de referentes más que de modelos. Y seguramente la palabra más adecuada al referirse a los referentes buenos sería la de maestro.

En este sentido, quiero destacar que, personalmente, he encontrado en Pellegrino a uno de esos maestros. Médico internista que ejerció la profesión hasta muy avanzada edad, preocupado por la educación médica y por la ética médica. El conocimiento de su obra ha significado un antes y un después en mi descubrimiento de la belleza de la medicina, una profesión apasionante cuando se ejerce desde el respeto a la dignidad del paciente y a los fines de una profesión milenaria que desde siempre se ha guiado por una ética intrínseca basada en el servicio abnegado y sacrificado a los enfermos. Un auténtico desconocido para mí hasta que me fuera presentado por otro de mis maestros, el doctor Manuel de Santiago, discípulo a distancia y gran conocedor de Pellegrino. El doctor De Santiago es maestro de muchos de nosotros, quienes le debemos eterna gratitud por acompañarnos en el camino de la ética médica y en el de ser mejores médicos y mejores personas.

Quiero agradecer al doctor De Santiago muy encarecidamente que aceptara llevar a cabo la traducción de la obra que ahora presento. Es una traducción autorizada, por quien conoce mejor que nadie al personaje y su obra y por quien encarna los mejores valores de la medicina y las virtudes para ejercerla.

Además, quiero agradecer los grandes esfuerzos que la Editorial de la Universidad Francisco de Vitoria ha realizado desde hace muchos meses para lograr los derechos en español de esta obra, así como su apoyo a esta iniciativa y su empeño en que la edición sea de alta calidad, enriqueciendo así las publicaciones de la colección de Humanidades en Ciencias de la Salud en la que se enmarca.

Por último, me gustaría destacar una experiencia personal con la que me estoy encontrando con cierta frecuencia. Al comentar y dar a conocer a mis colegas la ética de las virtudes de Pellegrino, algunos de ellos han encontrado que existe de forma estructurada lo que de forma intuitiva y por vocación personal, sienten por la profesión. La ética de las virtudes es para algunos de ellos la cristalización de lo que de siempre han sentido, el motivo por el que empezaron la carrera, el sentido de su día a día. Este encuentro ha supuesto para algunos un redescubrimiento de su propia razón de ser médico, con la renovación de un compromiso vocacional que en algunos casos andaba dormido.

Pues también con esta intención ponemos a disposición del lector esta bella obra.

RICARDO ABENGÓZAR MUELA

Médico. Profesor de medicina y humanidades médicas

Director de la Colección Humanidades en Ciencias de la Salud

Universidad Francisco de Vitoria

Septiembre de 2019

1 J. Ortega y Gasset, Misión de la Universidad (Madrid: Fundación Universidad-Empresa, 2998), p. 26.

2 M. Lacalle Noriega, En busca de la unidad del saber. Una propuesta para renovar las disciplinas universitarias (Universidad Francisco de Vitoria. Madrid, 2014), pp. 13-17.

3 G. Marcel, Homo Viator. Prolegómenos a una metafísica de la esperanza. (Ediciones Sígueme. Salamanca, 2005).

4 Díaz C.: El libro de los valores personalistas y comunitarios. Editorial Mounier, Madrid, 2000: 95.

Las virtudes en la práctica médica

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