Читать книгу Las virtudes en la práctica médica - Edmund Pellegrino - Страница 9
ОглавлениеINTRODUCCIÓN A EDMUND D. PELLEGRINO
EN 2013, A LOS NOVENTA Y TRES AÑOS, fallecía en Washington Edmund D. Pellegrino, y con él quizá se enterraba toda una era de la medicina. Con su muerte y el inevitable impacto que sigue a la desaparición de los grandes hombres de un tiempo histórico —el siglo XX y sus transformaciones—, desaparecía uno de los más grandes maestros de la ética médica, al que se puede considerar el más consistente humanista de la historia de la profesión. Sin duda, el profesor de Medicina más inquieto frente al deterioro moral progresivo de la práctica médica de su país, y por extensión de otras partes del mundo. Superado un lustro tras el deceso, no sin la inevitable añoranza de su ausencia, es especialmente significativo el silencio que acompaña a su propuesta de filosofía y doctrina de la medicina, a su modelo de ética médica, a contracorriente en su momento y hoy de la práctica clínica en Norteamérica y el mundo occidental. No digamos en España, donde su persona y su obra, salvando personas concretas, son prácticamente desconocidas.
¿Tiene interés hoy para los profesionales sanitarios la figura de Pellegrino? ¿lo tiene su modelo de ética médica? Muchos pensamos que sí, aunque la rebeldía del maestro —que dio origen a toda su obra— siempre estuvo centrada en la medicina norteamericana de la segunda mitad del siglo xx, un modelo clínico de fuerte planteamiento liberal y privado que vivenció en años de grandes transformaciones sociales, insuficiencia asistencial para un amplio segmento de la población y rechazo de los planteamientos financieros de los médicos. En los años siguientes, la aprobación del aborto y, más tarde, del suicidio asistido —aceptado por la profesión sin especiales reticencias— confirmará el asombro y agitará la conciencia de Pellegrino, un médico cristiano convencido.
Al profesional médico de nuestro país, en especial al segmento joven, las objeciones de Pellegrino pueden sonarle a cosa rara, dada la progresiva reducción del ejercicio privado de la medicina (hoy tal vez en retorno) y el fuerte apoyo del Estado a la socialización de la sanidad a partir de los sesenta, que ha dado como resultado el modelo de medicina preferente que ha experimentado. Las fuertes injusticias en el reparto de los bienes de la salud a que alude Pellegrino, también sufridas en nuestro país, han ido desapareciendo, lo que ha generado numerosas promociones de médicos con fuerte apoyo al sistema, al que se habría sumado un mercado sanitario intervenido y una fórmula mixta final difícilmente comparable con el ejercicio que percibió Pellegrino. Tampoco el estatus social y económico de ambos grupos de profesionales es hoy mínimamente comparable.
Sin embargo, la ética de virtudes médicas en que se resuelve su etapa secular de humanización de la medicina y que conduce a The Virtues in Medical Practice (desde ahora, The Virtues) tiene un fuerte interés inmediato y a la larga. El interés inmediato se deduce de su convicción de que la calidad del acto médico, de cualquier país y cualquier cultura, gravita en la calidad moral del médico y de sus colaboradores sanitarios, en su dimensión humana y sus virtudes, en su perfil de buena persona; en suma, en el ejercicio activo de las virtudes médicas a que hace referencia el maestro, lo que incluye la competencia profesional, pues, de no ser así, sería un sarcasmo. Cuando tan fácilmente se critica la medicina gestionada de nuestro tiempo, por el Estado o el mercado sanitario, como culpables de los fallos médicos, Pellegrino lo rechaza, porque la raíz de las distorsiones en la práctica de los médicos, su posible desapego ante el enfermo y su ocasional maltrato no pueden verse solo en clave de las limitaciones que impone el sistema, ya sea público o privado —que pueden ser reales—, sino también en los profesionales, en los médicos, cuya auténtica moralidad interna los obliga a rebelarse contra ambas matrices en la defensa radical de los verdaderos intereses del paciente.
Una buena parte de la profesión viene siendo ajena al discurso del maestro durante medio siglo, dada la escasa autocrítica de la medicina sobre su propia identidad y su fuerte dependencia de los valores sociales y políticos contradictorios de cada época.
Para gran parte de los profesionales de nuestro tiempo, el ejercicio correcto de la profesión significa básicamente el conocimiento y la sabia aplicación de la faceta técnica de la medicina, de la función de curar (el curing, como dice Pellegrino), lo que nos enseñaron en las facultades de Medicina. Pero lo que no nos enseñaron es la realidad siempre vulnerable del que demanda de nosotros ayuda para su salud, una disciplina necesitada de humanismo y de un conjunto de obligaciones morales a la que hizo frente la reflexión de Pellegrino, el helping and healing, la ‘sanación y la ayuda’. A cubrir este déficit dedicaría el maestro las últimas décadas de su vida.
Dar a conocer al gran maestro a los médicos y profesionales sanitarios de lengua española es ciertamente un honor y también un desafío, un reto intelectual. Primero, porque lo que podemos denominar pensamiento de Pellegrino no se resume, ni aun se capta, con la sola lectura de sus libros y su impresionante bibliografía (que ya es una apuesta titánica), sino que precisa de la vivencia cercana de su persona, de sus motivaciones y convicciones. Y, luego, de una cierta distancia que relacione y pondere su obra con los distintos medios profesionales e instituciones donde impartiera su magisterio. En tanto lo primero puede ser asequible, lo segundo no lo es en este caso. Y hace deseable que otros, con mayor cercanía al maestro, puedan algún día intentarlo.
En su ausencia, esta introducción ha dispuesto de buenos testimonios escritos del maestro (importante) y de excelentes referencias indirectas, aparte de su obra y su estudio detenido. Con todo, el objetivo de esta introducción sería insuficiente si se limitara a una mera glosa a The Virtues e ignorara el largo decurso que le antecede, pues un rasgo peculiar de la obra del maestro es el dilatado proceso de reflexión (1960-1993) que precede a lo que he llamado su compromiso religioso, la quinta etapa de su pensamiento y las más reveladora de sus fuentes. Treinta años donde The Virtues representa un final de trayecto, una especie de puente entre el planteamiento secular de la ética médica, cuyo vértice ocuparía, y el giro al planteamiento trascendente, a la perspectiva religiosa de la moral médica. Un largo proceso en la tentativa de injertar humanismo a un acto médico que percibía en crisis, que vivía de las reservas de un pasado hipocrático y de las demandas y tentaciones de un mundo diferente que lo había cambiado todo, también la medicina. Con este libro finaliza, por así decir, la aportación del maestro a la moralidad de la medicina través de una ética filosófica, civil, reconocible y para todos. Una renovación de la ética médica que en realidad sería una verdadera reconstrucción, una auténtica alternativa a todas las desviaciones que percibía respecto de su ideal histórico.
Iniciación a Pellegrino y Thomasma
Como he indicado, la obra escrita de Pellegrino posee cierto carácter de proceso que se desenvuelve por etapas y que aflora paulatinamente a lo largo de cinco décadas de fértil e intensa vida profesional, bien como clínico, bien como profesor y gerente, o como rector de grandes instituciones sanitarias y académicas. Quizá su ultima gran responsabilidad pudo ser la de presidente de la President’s Commission on Bioethics de 2007 a 2009, donde promovió diversos textos de gran valor. Aunque es cierto que las ideas matrices de su doctrina del acto médico están presentes ya en sus primeros trabajos (de allá por los sesenta) y mucho antes de que naciera la bioética, también se puede intuir que el salto a la fundación de un modelo nuevo de ética médica —en el fondo, una reconstrucción de la ética médica tradicional— respondió, en esencia, a motivaciones más profundas, a la experiencia de una fuerte llamada interior, que aflora y cristaliza a la vista de los cambios en la medicina norteamericana. Una llamada que lo impulsa a dedicar el resto de su vida a la regeneración moral de la profesión que amaba, a atajar una práctica que, por doquier, veía hacer aguas en el plano moral, incapaz de asumir el desafío de una sociedad en profunda transformación. Un calco de la motivación de aquel exquisito panel de grandes médicos de la historia de la medicina, de altos estándares morales, que él siempre admiró: los Hipócrates, Thomas Percival, Thomas Linacre, Benjamin Rush, Richard Cabot, sir William Osler, Francis W. Peabody y Harvey Cushing entre otros.
Frente a los cambios en la práctica médica de su país —a la que denominó metamorfosis de la ética médica—, el maestro alcanzó a percibir el contraste entre las motivaciones de los médicos de sus años jóvenes y de mayor presencia clínica y lo que entendió como derivas y debilidades inconcebibles que, a sus sesenta años, reconocía en muchos de los colegas; tal fue la aceptación indolora del aborto y la eutanasia, dos graves acciones rechazadas por la medicina desde el principio de los tiempos y ahora toleradas. Pellegrino tuvo claro siempre que el ejercicio de la medicina implicaba un fuerte contenido moral. En un trabajo de 2003 escribió: «Cuando en 1978 me vinculé al Kennedy Institute of Ethics no era ajeno a la ética médica. Yo había leído y estudiado sobre el tema desde 1940, mi primer año en la Universidad […]. Estaba sensibilizado a la exigencia de la ética médica para la práctica de la medicina y para mi integridad personal como médico católico. […] Yo mismo empecé a enseñar ética médica a los estudiantes y médicos residentes en 1960, cuando me convertí en presidente del departamento de medicina de la Universidad de Kentucky. Y comencé a escribir y publicar sobre diversos temas de ética médica».
En este mero bosquejo de su obra me ha parecido práctico considerar cinco etapas sucesivas en el pensamiento del maestro que, sin pretensión alguna, permiten acotar las motivaciones esenciales de cada período de su reflexión. Pero, como él mismo estableció, el conjunto de su obra escrita también puede subordinarse a dos, la perspectiva secular y la perspectiva religiosa, cuyas nociones amplió en su obra Helping and Healing junto con Thomasma (1997). Esta introducción solo abordará la perspectiva secular. La perspectiva religiosa, muy interesante y reveladora, precisamente por su dimensión trascendente desvirtuaría el significado evolutivo y transversal (puramente civil) que representa The Virtues, creando confusión y dificultando el papel de frontera entre ambas perspectivas que atribuyo al libro. El mejoramiento que la perspectiva religiosa incorpora al acto clínico —aunque igualmente laical— implicaba, además, un receptor de convicciones religiosas y un relato sustantivo diferente que no es el propio de The Virtues.
Así pues, dentro de la perspectiva secular de la obra del maestro, existe una primera etapa científica que alcanza el centenar de publicaciones y que nos muestra al médico y al investigador clínico que siempre fue Pellegrino, en especial en el área de la fisiopatología renal. Una etapa precoz de su proceso vital que no será objeto de esta introducción, pero que nos revela la vocación científica del maestro, un atributo que mantendrá a lo largo de toda su vida.
A la par que va adquiriendo experiencia en la gestión de los servicios médicos, de hospitales y centros académicos, Pellegrino empieza a ser famoso por su fuerte contribución a la formación de los médicos, que sería su etapa siguiente, la etapa de la educación médica (1957-1972). Los distintos currículos del maestro (que pueden encontrarse en internet de manera fiable) muestran un período que discurre en la década de los sesenta y que, progresivamente, se va solapando con la tercera etapa de su pensamiento, la etapa humanista. Un tercer período que aleatoriamente iniciamos con su Introduction to the Second Institute —cuando el nacimiento del Institute of Human Values in Medicine (1972)— y que finalizaría con Humanism and The Physician (1979), un libro significativo del maestro que identifica el final de este período, si bien el término abandono nunca quiere decir olvido en Pellegrino, pues nunca abandonaría los ideales y las motivaciones de cada etapa de su vida. Sulmasy, uno de sus más preclaros discípulos, escribiría a su muerte que, todavía en su etapa de presidente de la Catholic University of America (a principios de los ochenta), el maestro dirigía un laboratorio de investigación, por no decir que atendió enfermos hasta los noventa años.
Lo que parece evidente es que, en un momento dado, a Pellegrino se le hace patente la insuficiencia del proyecto humanista como antídoto a la decadencia de valores de la profesión. Piensa que es necesario hacer más, que es imprescindible reconstruir la vieja ética médica, actualizarla, recuperar un modo de ser de la medicina nunca determinado por el poder político, la filosofía del tiempo histórico, la cultura o la religión; un modo de ser propio, genuino, que había nacido de la práctica de cuidar enfermos. La transformación y la creciente secularización de la sociedad, entre otras importantes causas, parecían haber hecho almoneda de aquella vieja tradición hipocrática de la profesión, y esto era para inquietarse.
Los ochenta marcan la etapa cumbre del pensamiento pellegriniano secular, cuyo prestigio como humanista era ya reconocido. Pellegrino y Thomasma, médico y filósofo, debieron debatir mucho sobre qué hacer y cómo hacer, percibieron la dificultad quizá insuperable de la ética normativa y la insuficiencia de los sistemas éticos existentes (utilitarismo, deontologismo, principios prima facie, etc.) para captar en profundidad la identidad de la medicina, y optaron con decisión por la aventura de reconstruir la ética médica desde sus inicios, de injertar nueva vida a un modo de ser de la medicina que ya no sería posible con los mimbres del pasado. Además, la bioética había hecho su aparición y se difundía rápidamente; era imposible no considerarla. La nueva etapa habría de ser moralista o de reconstrucción de la ética médica, o no sería; un proyecto profesional que se configura como una auténtica investigación de la medicina a través de los siglos, que tiene como objetivo desentrañar la moralidad médica desde los orígenes, descubrir sus fuentes y significados para amoldarlos a un tiempo nuevo y una medicina distinta. Una ética médica que habría de ser respetuosa con su tradición moral y abierta a la sociedad y a todos los médicos y profesionales sanitarios. Tal planteamiento no se mostraba plenamente nítido; necesitaba de mucho estudio, de mucha historia, de mucha filosofía y de mucho debate. Y había de reconocer los valores objetivos de la bioética que difundía.
Con igual aleatoriedad, podemos fijar el inicio de esta cuarta etapa en la publicación de A Philosophical Basis of Medical Practice (1981), un libro importante en el devenir del maestro, donde ya están presentes los más significativos tópicos de su nuevo proyecto. Durante los diez o doce años siguientes, el maestro publicará más de doscientos trabajos, donde, junto con los temas clásicos de su experiencia profesional, van apareciendo las materias de su reflexión sobre la ética que planeaba. Dos libros decisivos en colaboración con Thomasma harán su aparición en esta etapa, a cuál más importante. El primero, For the Patient’s Good (1988), un texto clave que restaura el bien del enfermo como rasgo nuclear de la nueva ética. Proyecto canónico y sin dependencias centrado en la persona del profesional, que recupera y renueva la tradición hipocrática. Un lustro después, con el modelo de ética de virtudes de base aristotélica-tomista, el tándem dará un paso más, el sesgo secular que proclama las virtudes esenciales de todo buen médico, The Virtues in Medical Practice (1993), el libro que ahora se proyecta a los profesionales de la medicina en lengua española.
Por fin, cuando sobre los noventa el maestro hace arqueo de su contribución a la moralidad médica de décadas previas y percibe la evolución de la medicina de su país —las profundas transformaciones sociales y el creciente pluralismo del pueblo americano—, es sugerente pensar que llegó a un singular descubrimiento: el modelo de médico que había promovido a través del fomento de las virtudes médicas, la imagen del médico ideal que siempre había concebido, nunca podría ser comprendido e integrado en los países o las comunidades fácticamente ajenas a los grandes valores, en las comunidades médicas donde la virtud no ocupaba un lugar importante. Habían diseñado una ética de virtudes médicas capaz de insuflar savia en cualquier moral de principios —también en la ética biomédica— y que, aunque menos universal, siempre sería válida para un amplísimo círculo de profesionales. Pero, a la vez, una ética médica genuina, una moralidad interna que nunca aceptaría el código moral múltiple, relativista, que se imponía en las democracias liberales y que, por su condición, restringía el ámbito profesional al que se podía proyectar. Una interrogante pudo elevarse, entonces, a la mente de los autores: el proceso de su reflexión y la valentía de sus afirmaciones y denuncias ¿podrían haber caído en saco roto?, ¿tenía futuro una moral de virtudes humanas, de virtudes médicas, en una en una sociedad que no reconocía en público, avergonzada, la superioridad moral de lo bueno sobre lo malo, de lo correcto sobre lo incorrecto, de la virtud sobre el vicio? Pellegrino y Thomasma no habían cambiado, pero la sociedad sí y la comunidad médica también.
En todo caso, esta realidad solo pudo mover al tándem a ratificarse en su decidido proyecto moral. Sería cuando optan por difundir, sin prejuicios, la belleza del bien y lo bueno, también de lo correcto sobre lo incorrecto, pero ahora a la luz de la fe. Además, el inmenso grupo de los profesionales creyentes en todo el mundo se postulaba como un colectivo habilitado para entender mejor el nuevo mensaje. Gentes sobre las que cabía proyectar la belleza de la medicina y el potencial de grandeza que la profesión incorporaba a la luz de la fe. Había nacido la perspectiva religiosa de su legado moral, la quinta y definitiva etapa de su proceso intelectual.
En suma, con el nuevo libro The Christian Virtues in Medical Practice,1 que surge en 1996, se iniciaría la última etapa diferencial de los autores, la etapa del compromiso religioso, que durará hasta el fin de sus días. Helping and Healing (‘sanación y ayuda’) fue publicado un año después. Un libro que reflexiona precisamente sobre esto, sobre el compromiso religioso en los cuidados de salud. Que ratifica su andadura y que aflora la inquietud espiritual de los autores, el sustrato moral oculto que había cimentado toda su obra. Una etapa final aclaratoria y plena de convicciones que apenas ha sido glosada por sus discípulos y seguidores.
Conocida esta larga y productiva andadura y los sucesivos cambios de mira —que no de ideales— en la continuidad de su proyecto moral, The Virtues representa como una estación terminal, el final feliz de un modelo secular de ética de las virtudes médicas de base aristotélica-tomista, del modelo que ya siempre caracterizará a los autores. En suma: una ética práctica, heredera del espíritu de la tradición médica y frontera entre el planteamiento secular y el compromiso religioso de sus autores, y ya integrada en el discurrir del mundo moderno. Cualquier profesional sanitario, creyente o ateo, conservador o liberal, occidental o no, podría encontrar en sus líneas maestras y en la práctica de las virtudes un camino directo a la excelencia interior.
Procedemos ahora a profundizar en la trayectoria del maestro.
De la educación médica al humanismo
En efecto, el análisis de la bibliografía de Pellegrino revela que su primera pasión en el seno de la profesión, además del ejercicio clínico —la pasión por ver enfermos—, fue la educación médica. En el largo devenir de su obra, es la primera etapa bien diferenciada que distingue su contribución a la medicina; un término que se ha de entender más allá del marco puramente académico, pues, en su afán de mejorar y dotar de medios a la atención sanitaria, Pellegrino se convertiría en uno de los líderes de la reforma de las estructuras sanitarias. En la década de los sesenta, el papel de la comunidad hospitalaria en la educación continuada del posgraduado, en el cuidado de los pacientes, o el papel de la enfermera de hospital, del farmacéutico, de la prensa médica como instrumento de la educación son temas originales del maestro, como asimismo la base académica de la práctica del médico de familia, las funciones del médico generalista, el papel de la regionalización en la integración de las escuelas de Medicina, la comunidad y la práctica de los médicos, las prioridades y objetivos de una política nacional de salud, la configuración de los currículos en medicina y otras muchas cuestiones son habituales en el discurso de Pellegrino, recreadas en sus escritos e intervenciones públicas en congresos y simposios.
Paulatinamente, y sin dejar de escribir sobre educación médica, el primer centenar de artículos del maestro va incorporando cuestiones de las denominadas humanidades; temas como el humanismo en medicina, los valores humanos en el currículo de la profesión, la revisión de la ética hipocrática, la medicina y la filosofía, la práctica médica y las humanidades, la ética médica y la imagen del médico, el hospital como agente moral, etc. La importancia de estas cuestiones acaba siendo reconocida en el país y los setenta se abren definitivamente a Pellegrino. Las mejores revistas hacen hueco para un artículo del maestro. Años de una gran presencia en el Journal of American Medical Association y, entre otras, en el Journal of Education, Annals of the New York Academy of Sciences, New York State Journal of Medicine, Preventive Medicine, Bulletin of New York Academy of Medicine, American Journal of Nursing, Journal of American Education, New England Journal of Medicine o el Journal of Medicine and Philosophy, la revista que había fundado en 1976, etc.
La comprensión de esta etapa intelectual de Pellegrino, que se iniciara alrededor de la educación médica y que, de modo paulatino, lo fue acercando a las cuestiones de ética médica, guarda relación con la irrupción en los sesenta de un movimiento humanista en los campus de Medicina de algunas facultades norteamericanas. Un movimiento que, de alguna forma, sería absorbido por la irrupción de la bioética en la década siguiente. Por su analogía, Pellegrino la denominará años más tarde protobioética, la primera etapa de la bioética. El movimiento humanista, como su nombre indica, estaba orientado a humanizar la educación y la práctica de la medicina, esta última irreversiblemente orientada ya a la especialización. Algo como un intento de evitar la deshumanización de la práctica y la investigación médicas, y las humanidades como un antídoto frente a la evolución negativa de aquellos frentes. En el ámbito académico, un pequeño grupo de maestros y de clérigos se sintió comprometido con el proyecto. Con este fin, nacería la Sociedad para la Salud y los Valores Humanos, convertida después en el Instituto de Valores Humanos en Medicina (1969), en cuyo desarrollo —junto con hombres como Hellegers o Daniel Callahan— el maestro jugó un papel relevante. En opinión de Engelhardt, Pellegrino fue una de sus figuras más importantes, el primero en vincular las humanidades con la medicina.
Así pues, dos décadas antes de que se publique The Virtues in Medical Practice, ya Pellegrino, como sus escritos, había penetrado en los prolegómenos de lo que más tarde será la bioética clínica, su bioética clínica. Sus clases semanales de Ética Médica y Humanidades a los alumnos en el departamento de Medicina de la Universidad de Kentucky (1959-1966) irán configurando su integración en el gran debate moral de la medicina que el país experimentará décadas después. El maestro se percibe preparado para el discurso de la ética y recordaría agradecido, cuatro décadas después, lo que siempre había estimado como un privilegio: el determinante papel que jugó la formación en filosofía y teología que recibió, primero en sus años de bachillerato en la Xavier High School, dirigida por los jesuitas en Nueva York, y después en sus estudios de Química en la St. John’s University, en la que era obligatorio cursar cuatro años de Filosofía y cuatro de Teología, incluso para adquirir una licenciatura civil. Hoy, a nuestros ojos, una intuición javeriana excepcional en la formación de los futuros líderes, tan imprescindibles en nuestro tiempo.
Del humanismo a la reconstrucción de la ética médica
Los años setenta consagraron a Pellegrino como humanista. Denomino a esta tercera etapa del maestro la etapa humanista. Una etapa que refleja su convicción en la necesidad de recuperar los ideales de la profesión médica de todos los tiempos, por entonces en riesgo de ser superados. Esta decisión no pudo ignorar el entorno y la confusión de valores que emergían de la medicina y que, de forma sucinta, conviene recordar. Primero fue el desprestigio que se proyectó sobre la medicina en relación con la investigación médica, pues por esos años algunos escándalos serios en la investigación clínica habían trascendido a la opinión pública. Fue el caso de las graves revelaciones del estudio de Tuskegee, suspendido en 1972, o la denuncia de Henry Beecher, anestesista de Harvard y artífice de la Declaración de Helsinki en The New England Journal of Medicine en 1966: un estudio en torno a veintidós informes de investigaciones clínicas, a cargo de distinguidos especialistas, que acusaban serias transgresiones de los principios éticos acordados en Núremberg y Helsinki. Después, que los setenta fueran una década de profundos cambios sociales, años en que el país experimentaba un generalizado proceso de secularización y desconfianza ante la autoridad. Y también sobre la práctica médica.
Desde una perspectiva diferente, pero abierta a la toma decisiones políticas, el debate de la medicina, por trascender a la sociedad, trascendió al Gobierno de la nación, que empieza a legislar. Determinadas exigencias sociales, la necesidad de promover la salud de la población y la investigación productiva, la protección de los enfermos y la demanda de una nueva legislación ante las denuncias médicas apremiaban a los gobernantes. Ya en 1968, el entonces senador Walter Mondale había introducido en el Senado sus conocidas audiencias —las Mondale hearings— sobre la práctica y la investigación médicas, de la mano de importantes representantes de la medicina y la ciencia, con las que pretendía estimular un debate nacional y disponer de información contrastada sobre los avances médicos. Por el mismo tiempo y con análogos objetivos, nacía la popular President’s Commission, que en las décadas siguientes y hasta hoy (aunque con diferentes denominaciones) ilustraría al Gobierno y, por su influencia, al mundo de la ciencia con una inestimable información biomédica. Para bien o para mal, el Estado se hacía presente en la ética médica.
Por fin, desde otra perspectiva —para el maestro importante—, las primeras contradicciones y reservas a la encíclica Humanae vitae del papa Pablo VI, publicada el 25 de julio de 1968, habían hecho su aparición en distintos foros de la teología del país. A lo largo de la década de los setenta, el rechazo a la contracepción dividirá a la teología moral del país y será objeto de crítica por distinguidos teólogos cercanos a la bioética, como fuera el caso de Richard McCormick y Charles E. Curran, y por igual a importantes bioéticos del Hasting Center, como Daniel Callahan, y de la Georgetown University, como André Hellegers, entre otros. No ignorando este complejo entorno, Pellegrino se concentró por esos años en sus nuevos altos cargos. Primero, en la State University of New York, en Stony Brook, hasta 1973. Después, en Memphis, en la Universidad de Tennessee hasta 1975, momento en el que retornaría al este del país, a la Escuela de Medicina de la Universidad de Yale, New Haven, en Connecticut, siempre con los más altos cargos, como gestor de la universidad y profesor de Medicina. Durante estos años, sus artículos siguen la tónica de sus inquietudes sobre la educación médica y el pensamiento humanista, cada vez más abiertos a la reflexión sobre la ética médica.
Será a finales de 1978 cuando el maestro llega finalmente a Washington reclamado por la Catholic University of America y es nombrado presidente de la institución, donde se hace cargo de los estudios de Filosofía y Biología y, paralelamente, es profesor de Clínica Médica y Medicina Comunitaria de la Escuela de Medicina, que se añade a sus tareas rectoras. A nuestro juicio, se trata de un momento estelar en el devenir profesional de Pellegrino, pues el nombramiento implicó el reconocimiento por la Iglesia de su fidelidad a la doctrina católica, y también de un punto de inflexión como gran gestor institucional, profesor de Medicina y especialista en ética médica. Un punto de inflexión académico, sin duda, que también supuso su salida de las universidades públicas y su paso al ámbito de una universidad de la Iglesia como laico creyente.
Al aceptar, Pellegrino no ignoraba los cambios que experimentaba la nación y los preocupantes desarrollos éticos que habían aflorado en la medicina, y es posible que su mente ya albergara la necesidad de involucrarse de forma más importante en la crisis moral de la profesión. En los años previos, había conocido a David Thomasma, un filósofo que pronto sería más que su interlocutor en su producción sobre ética médica. Y en 1979, al papa Juan Pablo II, al que atendió como presidente de la universidad en su visita a la institución. Es seguro que su vocación educadora recibió un fuerte impulso al escuchar la breve alocución del pontífice a los estudiantes y responsables de la universidad: «Sé que a usted, como a los estudiantes de todo el mundo, le preocupan los problemas que pesan en la sociedad que les rodea y en todo el mundo. Mire esos problemas, explórelos, estúdielos y acéptelos como un desafío. Pero hágalo a la luz de Cristo». Sin duda, la concreción del pontífice impactó a Pellegrino, que desde entonces profundizaría en la lectura de sus escritos como filósofo personalista y fenomenólogo. En una visita que realicé al maestro en 1992, allá en su despachito de la universidad y frente a su mesa de despacho, un cuadro del hoy san Juan Pablo II, de significativas dimensiones, daba cuenta de su rendida admiración.
Ese mismo año de 1979, Pellegrino publicaría un libro, Humanism and the Physician, un texto que, además de fijar su momento intelectual, ya identifica la suave transición a la ética médica que iba coronando su reflexión. Un libro que aflora la madurez de su pensamiento, donde hermana la idea del humanismo y la práctica de la medicina, y donde define la base humanista de la ética profesional, los modos de educar al médico y las claves de todo buen médico. Donde sus personales ideas de profesión, de paciente, de compasión y de consentimiento afloran en respuesta al epílogo del libro: «To be a Physician».
En Georgetown University
Mientras esto sucede, Pellegrino mantiene ya una vinculación profesional con Georgetown University, la más prestigiosa universidad de la Compañía de Jesús en Estados Unidos, como profesor de Clínica Médica y Medicina Comunitaria desde 1978. Singularmente, sigue siendo presidente de la Universidad Católica y profesor de Medicina Interna y Filosofía en su Facultad de Medicina. Aún no había salido de la imprenta Principles of Biomedical Ethics (1979), libro modular de la bioética médica en los años siguientes, de la mano de dos profesores de la universidad donde ahora enseñaba medicina, Tom L. Beauchamp, filósofo, y James F. Childress, teólogo y profesor de Ética en la Universidad de Virginia.
Sería interesante conocer el entorno que determinó finalmente el traslado del maestro en 1982 desde la presidencia de la Catholic University of America a la Georgetown University y su nombramiento como director del Kennedy Institute of Ethics, pero innecesario para el juicio del texto que más adelante prologamos. En los treinta años siguientes, el maestro ocupará un espacio cada vez más importante en el seno de la universidad, primero en el Medical Center, como profesor de Medicina Interna y Ética Médica hasta 2000 y, después —tras su paso por el Center for the Advanced Study of Ethics—, como director del Center for Clinical Bioethics desde 1991, instituto y obra del propio maestro cuya vigencia y legado permanece, conocido en la actualidad como Centro Edmund D. Pellegrino de Bioética Clínica (Edmund D. Pellegrino Center for Clinical Bioethics).
Entre finales de siglo y principios del siglo XXI, el currículo de Pellegrino había alcanzado una potencia extraordinaria: veinticuatro libros escritos o editados y más de seiscientos artículos académicos lo habían convertido en una referencia moral indiscutible, a lo que había que sumar una innumerable cantidad de premios, medallas y honores profesionales de las universidades e instituciones profesionales del país, además de su presencia en la Pontifical Academy for Life (1994), en el Unesco Commitee on Bioethics (2004) y su presidencia en el President’s Council on Bioethics (2005-2008), junto con un variopinto plantel de grandes intelectuales, donde dirigió varios libros cooperativos de gran interés.
Pero retrocedamos. Al llegar al Kennedy Institute y conocer las inquietudes de sus anteriores responsables por una sana renovación de la ética de los médicos —en diálogo y comprensión de los cambios sociales—, el maestro se percibe heredero de una tradición a la que debe responder. Pero ha sido llevado a la institución tras ser conocido como persona y como gestor universitario, amén de sus fuertes convicciones morales y religiosas. La universidad ha fichado a un laico de pensamiento secular, con sesenta y ocho años, padre de familia, reputado médico y hombre de vasta cultura que, sin ser filósofo, conoce bien la historia de la filosofía. Es el más idóneo para el cargo, cuenta con la confianza de la institución y es libre para hacerlo. El camino a la inmersión estaba abierto.
Como los libros no se producen de un día para otro, parece lógico pensar que el maestro ya se había planteado la posibilidad de abordar la ética médica. Ahora, con la ayuda de David Thomasma y en el seno de una institución ad hoc, parecía llegado el momento. En un artículo posterior, Pellegrino recordaría estos comienzos sobre la historia de la moralidad médica, hipocrática y neohipocrática de siglos anteriores; sobre el choque entre aquel histórico médico, heredero de una forma de entender la relación médico-enfermo, y la forma de pensar y ejercer que cristalizaba en el país y que transformaba el acto médico. Siente una irrefrenable necesidad de reflexionar sobre ello, como si del estudio de una ciencia nueva se tratara. Pronto llegaría a un acuerdo con Thomasma y nacería lo que acabó siendo un tándem intelectual de rendimiento incomparable, donde no se sabe bien cuánto aporta el uno y cuánto el otro, ni hasta dónde habrían de llegar.
Es así como Pellegrino, con la inestimable contribución de su discípulo y amigo, saltará del deseo de proyectar una recuperación humanista de la medicina (y de ponerse a ello con reflexión y pluma) y se sumergirá en un proyecto nuevo y más ambicioso, explorar la medicina desde sus comienzos, investigar y alumbrar la esencia del acto clínico de todos los tiempos: la esencia del acto médico o, lo que es igual, el ser de la medicina, la respuesta a qué es la medicina y qué es ser médico. En suma, a desentrañar y vertebrar una verdadera filosofía de la medicina qua medicina. Pero también una ética médica crítica, a contracorriente y como lo fuera desde sus orígenes; es decir, incoada desde dentro de la propia profesión y dialogante, pero ajena a las corrientes de la filosofía moral en boga, a la que definirá como moralidad interna de la profesión. Como ya he mencionado, he denominado a esta nueva etapa de su vida etapa moralista o etapa de la reconstrucción de la ética médica, la etapa término de su perspectiva secular, donde el maestro va a superar el ideal humanista y se ve convocado a un proyecto de mayor entidad: investigar si el fermento neohipocrático de la medicina podía tener visos de continuidad frente a los profundos cambios de la sociedad y, en todo caso, averiguar qué papel habría de jugar la nueva ética ante el desarrollo y la difusión de la bioética.
No es objeto de esta introducción a la figura de Pellegrino —primus inter pares con Thomasma— y de su libro The Virtues in Medical Practice abordar el nacimiento de la bioética en Estados Unidos, bien descrita por Jonsen en su libro The Birth of Bioethics (1998), pero sí algo de su seguimiento e impacto en Pellegrino y Thomasma en los ochenta. En efecto, cuando un año después del Informe Belmont (1978) —donde por primera vez se formulan los principios de la bioética—, aparece Principles of Bioethical Medicine, parece cierto que Pellegrino se vio tan claramente interesado por el nuevo discurso que hasta era posible de concebir como una especie de continuidad de su visión humanista. Una formulación nueva de la ética médica que apostaba por dar una salida a las frecuentes discrepancias morales clínicas y que, sin grandes hipotecas morales o religiosas, daba como resultado un método sencillo de aplicar a la toma de decisiones y de orientar las discrepancias. Pero, en los años inmediatos y posteriores, la influencia de los principios sobre la práctica de la medicina y el acto médico va reconvirtiendo poco a poco el alma mater de la ética médica —el bien del enfermo percibido por el médico— y elevando al primer plano la autonomía del paciente con el apoyo de la ley. Un conjunto de consecuencias, buenas unas y malas otras, recaerá entonces sobre las decisiones prácticas de la medicina. Si la intención de los galenos era curativa, el acto era bueno; y la proporción entre las consecuencias buenas del acto médico y las consecuencias malas pasaba a ser el criterio para la decisión final. Las viejas prescripciones y los deberes deontológicos de siglos anteriores iban siendo superados por los extraordinarios avances técnicos de la medicina y por los nuevos patrones de la profesión y las demandas de la sociedad. La pregunta que había que responder era por qué la medicina y los médicos de su país habían mostrado tan escasa reluctancia a los contravalores que se acogían por la sociedad, en muchos casos antagónicos a su identidad de siglos, por qué tan escasa resistencia a las imposiciones políticas, sociales o del mercado. El paso, en suma, de un código moral único a un código múltiple. Una experiencia, por otra parte, a la que no era ajena el pluralismo moral que experimentaba el país y el mismo mundo occidental. Los autores alcanzan a comprender que la escasa contestación en la respuesta deontológica de la profesión, individual e institucional, respondía en parte a la escandalosa falta de formación intelectual de los profesionales sobre sus propios valores, un déficit que los médicos arrastraban desde siglos atrás. Parecía evidente la necesidad de entrar a fondo en este agujero de la profesión y rearmarla. La idea de encontrar un nuevo paradigma moral para la práctica clínica de la medicina se vio impulsada.
Sea a la vista del predominio de la autonomía sobre la beneficencia, o por otras razones, lo cierto es que el tándem Pellegrino-Thomasma se confirma en la necesidad de entrar en el debate de la moralidad médica, que de ninguna forma era análogo a la noción de moralidad común que alentaba el principialismo. Como ha escrito Nuala Kenny, el maestro se apuntó a «una tarea de proporciones heroicas», al proyecto de «reconstruir una base para la ética médica y la moral médica». Una base moral nueva, bien fundamentada, que pudiera ser soporte de una viva reacción moral.
Un libro clave
Tres años después, en 1981, aparece el primer fruto de la reflexión de sus autores, A Philosofical Basis of Medical Practice, subtitulada en español «Hacia una filosofía y ética de las profesiones de sanación». Un libro cuya lectura mueve a sorpresa, pues, en un verdadero alarde de embalaje histórico, elaborado y erudito, los autores revelan al lector desde un primer momento el esqueleto interno, ontológico y fundante de las obligaciones morales de los médicos y de los profesionales de la enfermería. Aunque la idea de una filosofía de la medicina como fuente e inspiración de la ética médica precedió a este libro, es en él donde la intuición se concreta de un modo primario. Un texto que refleja las líneas maestras de la moralidad interna que los autores se proponen desarrollar: los rasgos captables, fenomenológicos, de suyo, del acto médico clínico son los que resultan del contacto con la enfermedad, con la vulnerabilidad de la persona enferma, con su sufrimiento y su angustia y ante el riesgo de la muerte. Ellos son el punto de partida de la verdadera moral médica.
Cuando en el capítulo 9 los autores se posan en la medicina de nuestro tiempo, estructurada tras siglos de existencia y ahora regulada por ley, Pellegrino y Thomasma se preguntan qué hechos o realidades esencialmente médicas se ponen en juego en el encuentro clínico entre médico y paciente. Pero también sobre qué componentes pone en juego el médico al asumir la responsabilidad individual de un acto clínico integral; no de un mero consejo, sino de la asunción plena de su responsabilidad ante una humanidad herida, vulnerada por la enfermedad y quizás en riesgo de muerte. La respuesta serán tres dimensiones diferentes del acto médico clínico que siempre están presentes. En otras palabras, el acto médico propio del encuentro clínico, cualquiera que sea la especialidad del profesional, integra tres dimensiones básicas, insustituibles e inerradicables: el hecho de la enfermedad, el acto de profesión y el acto central de la medicina. Del conjunto de estas tres dimensiones derivarán las obligaciones morales del médico y la realidad de que el acto médico, además de ser un acto técnico —una tekne—, es un acto moral.
Lo que los autores denominan hecho de la enfermedad consiste en una experiencia que se proyecta al médico de modo regular, que inicia y fundamenta la relación médico-paciente, la experiencia que resulta de una demanda de ayuda a la salud única y diferente, que será punto de partida de obligaciones morales, además de serlo de obligaciones técnicas. Una experiencia vital, por otra parte, que no constituye una mera formalidad interpretada desde fuera de la medicina y por consenso (al modo de las éticas modernas), sino pura experiencia interna de la profesión, personal e intransferible de cada médico y de cada relación médi-co-paciente; que surge de la vivencia del dolor ajeno y se proyecta en directo a la mente y al corazón del médico, el cual, ante el hecho de la vulnerabilidad que presencia, se convierte sin pretenderlo en agente moral individual de la demanda de ayuda. El hecho de la enfermedad es un descubrimiento diario del profesional, casi rutinario, que le adjudica siempre una responsabilidad moral en conciencia —a veces muy fuerte— y de la que no puede sacudirse salvo engañándose a sí mismo. Algo nunca comparable a un acto comercial o al mejor servicio de un mecánico que nos arregla el coche, ni incluso a la acción de un maestro con su alumno o de un abogado con su cliente, aunque puedan ofrecer analogías.
La segunda dimensión es el acto de profesión. Al enfrentar la enfermedad con la intención de curar o de reducir el estado de vulnerabilidad del paciente, el médico está realizando la profesión, está haciendo patente que posee los conocimientos y las habilidades para curar o aliviar la situación del enfermo: es lo que significa ingresar en la profesión. En su día, los médicos hicieron acto público de profesión al aceptar el título cuando prestaron el juramento ante testigos. Y es por eso por lo que el acto de profesión es siempre el cumplimiento de una promesa hecha en su día, inherente a su profesión, que se cumple en la realización de cada acto médico y que en su praxis identifica la profesión.
La tercera dimensión es el acto de medicina o acto central de la medicina, que consiste en una acción o acto de sanación correcto y bueno, científico y moral; es decir, lo que es mejor para un paciente concreto. De las tres preguntas, ¿qué tengo?, ¿qué se puede hacer?, ¿qué se debe hacer?, es esta última —es decir, la acción recomendada por el médico— la que establece el fin del juicio clínico, la que identifica la medicina qua medicina (sin menospreciar la investigación médica). El acto central de la medicina es por excelencia el más identificador de la profesión, es la respuesta a lo que se debe hacer tanto desde el punto de vista técnico (correcto) como moral (bueno).
De las tres dimensiones del acto médico, se desprenden muchos valores y muchas obligaciones morales que, en una sociedad pluralista, podrían coincidir o diferir entre médico y paciente. En todo caso, lo decisivo es que las obligaciones que surgen de este triplete, en especial de las dos últimas, constituyen la base filosófica primaria, desde el telos a la salud, de la ética médica preconizada por Pellegrino y Thomasma, la primera pata del trípode de lo que será su ética de virtudes médicas.
Para los autores, el nacimiento de la ética médica en los más remotos tiempos no fue el resultado a posteriori de algún modelo de ética civil o religiosa, en cualquier país y en cualquier cultura, ni de ninguna imposición legal. Ahora, tampoco lo habría de ser el modelo que planteaban. Aunque, adelantando los hechos, tampoco se puede ignorar la influencia de los filósofos MacIntyre y Anscombe. En After Virtue (1981), el gran filósofo escocés desarrollaría el concepto clave de prácticas, que Pellegrino añadirá más tarde en su razonamiento sobre las virtudes médicas, aunque ya está prefijado en Philosophical Basis of Medical Practice.
Por práctica entiende MacIntyre «cualquier forma coherente y compleja de actividad humana cooperativa, establecida socialmente, mediante la cual se realizan los bienes inherentes a la misma mientras se intenta lograr los modelos de excelencia que le son apropiados». Talmente, en este sentido, la medicina es una práctica. Para el filósofo, los bienes son externos e internos. A efecto de las virtudes, interesan los bienes internos de la práctica. Estos solo se pueden obtener (identificar) participando activamente en la práctica. Sería el caso de los médicos o los enfermeros respecto de la práctica médica. Los bienes internos, afirma MacIntyre, «son el resultado de competir en excelencia, pero es típico de ellos que su logro es un bien para toda la comunidad que participa en la práctica». Según ello, solo a los mejores médicos, a los de mayor autoridad moral, se les podría reconocer la veracidad e imparcialidad de sus juicios en esta búsqueda de bienes. Desde la posesión de las virtudes, solo estos hombres pueden identificar a los médicos de la historia que, por su ejemplo, elevaron el dintel moral de la práctica denominada medicina. Para el filósofo, ninguna práctica puede sobrevivir largo tiempo si no es sostenida por sus instituciones, o, lo que es igual, por los hombres de sus instituciones. En tal contexto, la función esencial de las virtudes es clara: sin ellas, sin la justicia que ellas proporcionan a estos hombres, el valor y la veracidad de estas prácticas no podría resistir a la corrupción de las instituciones.
Pellegrino coincidirá con el filósofo en que, sin la posesión de las virtudes específicas de una determinada práctica, es imposible reconocer los llamados bienes internos de esa profesión. En sus debates y reflexiones, los autores hallaron en las ideas de MacIntyre un excelente soporte a su decantación previa por una ética de virtudes médicas como base para la excelencia en la práctica de los médicos; dicho de otro modo, como fundamento racional para una verdadera ética médica, desde ahora una auténtica moralidad interna.
Frente al entorno cambiante y turbulento de los sesenta, lleno de equívocos, estímulos y transformaciones sociales, los profesionales de la salud saludaron de forma positiva la irrupción de la tecnología médica y de una pujante industria farmacéutica, de un creciente capitalismo sanitario y un exigente nuevo mercado que, por el momento, los empoderaba. Tampoco la interferencia del Estado en los viejos preceptos o deberes morales parecía alarmar a las instituciones médicas, y todo quedaba en la ambigüedad de la libre decisión de los ciudadanos y su autonomía. Aparte de la sorpresa e incredulidad ante algunos escándalos serios en la investigación clínica —que trascendieron a la sociedad—, los médicos no se sintieron especialmente concernidos, según los autores, sino antes bien ilusionados y empoderados por la eficacia curativa que ahora, por fin, poseía la medicina. Una esperanza en que el creciente poder de la ciencia iría volcando sobre el acto médico nuevos e insospechados instrumentos para el diagnóstico y tratamiento de las enfermedades. Una fe infinita en la ciencia, como única verdad, aparece omnipresente en la profesión y en la sociedad.
Pero, para algunos médicos, hombres con alta sensibilidad moral, no todos los cambios eran para bien. Algo importante se estaba desdibujando, e incluso perdiendo. Los médicos no eran conscientes de su debilidad y de que su adhesión, sin aristas, a las demandas sociales de todo tipo los hacía vulnerables. Tampoco que su práctica comenzaba a depender de instancias nuevas e inmisericordes, ajenas a su identidad moral de siglos. Pellegrino percibió pronto esta debilidad corporativa y la incapacidad de la ética hipocrática al uso, una colección de deberes individuales que hasta entonces había servido para empoderar a la profesión con valores fuertes, clarificadores, ante tales retos.
Por el bien del enfermo
En 1988, cinco años después, el tándem publica For the Patient’s Good, subtitulado The Restoration of Beneficense in Health Care, en cuyo prefacio los autores se preguntan qué es lo que determina el bien del enfermo cuando las definiciones de los participantes en una decisión médica entran en conflicto. Asimismo, ¿en qué medida el bien del paciente se relaciona con el bien económico o el bien social? ¿Qué es el bien del médico? Y así otras preguntas decisivas. Podría parecer que el proceso de reconstrucción de la ética médica de Pellegrino y Thomasma andaba bloqueado. No debió de ser así, pero parece difícil desvincular este retraso de la complejidad de aquellos años, en especial del disenso en la teología moral por parte de algunos escritores católicos, primero de la encíclica Humanae vitae —un documento que intuyó la transformación moral y social a que daría lugar la anticoncepción— y después de Veritatis splendor, de Juan Pablo II, con la fuerte impronta del entonces cardenal Ratzinger.
No es nuestro objetivo profundizar en la consideración de estos disensos, cuyas secuelas aún colean, como comprender las tensiones que Pellegrino hubo de presenciar y tal vez experimentar, primero en la Catholic University of America tras el caso Curran y, después, tras sustituir a Richard McCormick en el Kennedy Institute of Ethics en Georgetown University (1983-1989). McCormick, un teólogo de prestigio y buen conocedor de las cuestiones de la bioética, había mantenido una actitud crítica frente a los dos documentos del magisterio. La tesis de Joseph Tham sobre el proceso de secularización de la bioética en Norteamérica, dirigida por Pellegrino en 2007, es un precioso testimonio del difícil equilibrio que el maestro hubo de tener por estos años, en el seno de una universidad tan brillante como compleja, en la presencia de clérigos eminentes, católicos y protestantes, de posiciones teológicas diversas o contrarias al magisterio.
Estamos ahora ante un segundo libro del tándem, pero al que cabe considerar clave en el proceso de reconstrucción de la ética médica. Es lógico pensar que el retraso también fue debido al análisis de la praxis biomédica en el país, al que se sumaría la renovación por esos años de la moral de virtudes en el ámbito anglosajón. Y, cómo no, a la subordinación de la beneficencia al principio de autonomía y a los intereses utilitaristas del momento que el principialismo propiciaba; todo desconcertante, además, para la filosofía de la medicina que ellos habían sacado a la luz.
Pellegrino y Thomasma se ponen a redefinir e interpretar el concepto de beneficencia contando con los cambios operados en la relación médica. Ante el vacío de la noción de bien del enfermo —o, mejor, ante las distintas formas de concebirlo—, los autores redactan un libro que penetra en el interior del concepto de bien y en el esfuerzo por sintetizar la perspectiva aristotélica que durante siglos se había mantenido y la visión moderna, posilustrada y legalista de la autonomía. Reduciendo las ideas matrices del capítulo 6 de For the Patient’s Good, el lector verá aparecer una nueva noción de bien del enfermo que deriva de la idea de lealtad del médico al paciente, de la compasión que le suscita, de las obligaciones sociales y de las virtudes que hacen posible la relación de sanación. El texto restaura la idea de que, pese a sus dificultades, la beneficencia es el principio que mejor abraza y defiende los intereses del paciente. Y el modelo de moralidad interna, el que mejor responde a los intereses implicados, el cual solo se podría construir desde una nueva teoría del bien, pero no del bien del médico, del bien social, del bien económico, familiar o del bien político o legal —todos por contemplar—, sino y radicalmente del bien del enfermo de un modo integral e individualmente entendido, del bien de cada enfermo concreto. Un texto en respuesta a los vacíos de la ética biomédica, donde se abordan con benevolente compresión las distintas cuestiones palpitantes de la medicina —aún hoy reales—y el nuevo concepto de beneficencia en confianza, en fideicomiso, de los autores (beneficense-in-trust), junto con una completa y ordenada noción de bien del enfermo: el modelo de los cuatro bienes que ya siempre caracterizará su modelo de ética médica.
Partiendo de que el bien no es un concepto monolítico, sino un conjunto de componentes, los autores reflexionan sobre las distintas interpretaciones; básicamente, entre la idea clásica y medieval y la visión moderna de la noción de bien. En la primera, el bien es objetivo e intrínseco a las cosas, a las decisiones o acciones que son reconocidamente buenas y las más humanas. En la segunda, en la visión moderna, no podemos saber lo que es bueno para el paciente, lo que es su bien, sin conocer antes sus deseos: el bien del enfermo es hacer lo que él prefiere. Los derechos preceden a los deseos. Una postura esta cercana a las corrientes libertarias o contractualistas, antipaternalistas, presentes en la sociedad, que dan al enfermo completa libertad de decidir sobre sí mismo.
Los autores se proponen dos objetivos: 1) analizar los componentes del bien o bienestar del paciente en sus circunstancias concretas y 2) establecer un procedimiento para manejar las diferencias que surgieran de una manera moralmente defendible. Desde esta perspectiva, su propuesta es que el bien del enfermo posee al menos cuatro sentidos en los que ser concebido, distintos entre sí y jerarquizados, pero que los médicos deben respetar. Veamos ahora formalmente los bienes:
1. El último bien o bien final del enfermo, años más tarde redesignado como bien espiritual, es el que constituye el estándar definitivo del paciente en las elecciones sobre la gestión de su cuerpo. Para algunos, lo que el paciente desea; para otros, lo que el médico juzga bueno, y aun para otros la conformidad con un procedimiento filosófico, una exigencia social o un bien teológico. Se trata de un bien que puede ser percibido de modos distintos, como la voluntad de Dios, la ley de Dios, la libertad del hombre, la calidad de vida, la utilidad de la sociedad o el bien de la especie por muy sofisticado que se estime. En todo caso, un concepto muy particular de cada enfermo, poco negociable y a veces poco explícito, pero que ocupa un lugar prevalente en la toma de decisiones clínicas.
2. El bien del enfermo según su propio bien. Estamos ahora ante una decisión concreta del proceso curativo. Para los autores, un buen tratamiento médico no es automáticamente bueno sin testarlo con la situación y el punto de vista del paciente y su sistema de valores, pues la búsqueda de la coincidencia con el médico es el ideal buscado. Si el enfermo es competente, solo él puede decidir, y esto ocurre si la calidad de vida que en el futuro mantendría le convence, si es coherente con su sistema de creencias o si se ajusta al plan de vida que ha previsto. Si no es competente, sus sustitutos decidirán por él.
3. El bien del enfermo como persona es particularmente significativo. En los dos bienes previos, los pacientes podrían no haber elegido acertadamente, de un modo objetivo o según el profesional, pero habrían ejercido su libertad, una característica distintiva de la condición humana, y un bien en sí, sin el cual no sería posible para él la aspiración a una vida buena según el argumento aristotélico. Cosa distinta es el caso de las personas incompetentes. Numerosas patologías encefálicas pueden impedir la toma de decisiones libres, como es el caso de los bebés, de los comatosos, los psicóticos, personas con envejecimiento extremo y en otras condiciones de emergencia, cuyas teóricas decisiones pueden ser transferidas a un representante. Aun así, estas personas son seres racionales y los médicos estamos obligados a honrar su bien en la medida de lo posible. Para no violar la humanidad del paciente competente, debemos remitirnos a sus propias decisiones, informarlo, pero no engañarlo, ni manipularlo al bien que entendemos, salvo que libremente sea el paciente quien nos pida consejo o deje en manos del médico las decisiones. Pero aun así es siempre el enfermo el que actúa en libertad. Este no es el caso de los enfermos incompetentes, donde la razón o la libertad están ausentes. Para los autores, es aquí donde el médico adquiere una doble responsabilidad, pues, además de tratarlo técnicamente, el galeno está especialmente obligado a honrar su bien en la medida de lo posible. Es un bien más general que los anteriores, pero un bien claro muy particularizado. Una responsabilidad también del médico y base de nuestro respeto por las decisiones de los pacientes incompetentes, que toma asiento principal a la hora de la decisión sobre el bien médico, afirmarán los autores.
4. El bien médico, clínico o biomédico es el que puede lograrse mediante intervenciones médicas e indicaciones adecuadas para la enfermedad. Decisiones estrictamente científicas y técnicas. Aunque a muchos pueda sorprender, es el cuarto bien en el orden jerárquico. Se trata de decisiones que han de buscar el acuerdo del paciente y que exigen de una información previa, a la altura de la comprensión del paciente y siempre verdadera. Por otra parte, se ha de tratar de decisiones cohonestadas con los tres bienes previos para constituir así la totalidad del principio buscado, del bien del enfermo.
For the Patient’s Good incorporó más cuestiones, además del bien del enfermo, todas importantes y en las que no es posible detenerse. Pero hemos considerado preferencial la cuestión del bien, por conformar, junto con su filosofía de la medicina, la segunda pata del trípode moral secular que los autores habían planeado en su reconstrucción de la ética médica. Faltaba por emerger la tercera pata del trípode, las virtudes médicas, que aún tardarían un lustro en ver la luz.
Conclusión
En esta introducción a la figura del Pellegrino, el lector habrá podido apreciar el largo proceso que antecede al término del planteamiento secular del maestro, siempre en unión con Thomasma, un modelo moral abierto a todos los profesionales de la salud. Pellegrino vivió muchos años y los vivió con una fortaleza mental extraordinaria. Vio grandes cambios en la medicina de su país, y su pensamiento no fue siempre bien entendido. Pero esto ocurre siempre que algunos hombres excepcionales nos exigen por encima de lo que somos o de lo que estamos dispuestos a dar. Es ley de vida.
Ciertamente, la estructura de la medicina ha cambiado profundamente y algunos de sus puntos de vista serían hoy imposibles. Como suele ocurrir, algunas de sus posiciones le valieron una superficial reputación de conservador o de nostálgico, pero siempre desde los menos exigentes y sobre todo desde el amplio espectro de profesionales afincados en sus intereses y en los dogmas de la corrección política. Al igual que en nuestros días. Pese a todo, como ha escrito Sulmasy, «su voz era tan clara, sus argumentos tan rigurosos y su sentido común tan determinante que no pudo ser desestimado». Frente a sus críticos nunca devolvió calumnia por calumnia y desarmó siempre a sus oponentes por la belleza de sus planteamientos.
Pasado el tiempo, su inmensa obra está ahí y su modelo de ética de las virtudes médicas, que se glosa en el prólogo, quedará como un referente de la excelencia médica y de la imagen de ese buen médico que la sociedad reclama. Y su lucha y amor por la medicina, un testimonio excepcional y una referencia que no hay que dar por olvidada. Recoger el testigo de Pellegrino es el reto de los médicos del siglo XXI, quizá de otra forma acorde con los muchos cambios que ha experimentado la medicina, pero siempre en su misma línea, en la línea de las virtudes humanas. Su persona y su obra son admirables y pueden servir, durante muchos años, de horizonte preclaro por donde discurrir.
MANUEL DE SANTIAGO
Doctor en Medicina y presidente honorario
de la Asociación Española de Bioética y Ética Médica (AEBI)
1 Edmund D. Pellegrino y David C. Thomasma, Las virtudes cristianas en la práctica médica (Universidad Pontificia Comillas, 2008).