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TEORÍA DE LA VIRTUD
LA MEDICINA ES UNA COMUNIDAD MORAL porque, de forma intrínseca, es una tarea moral y sus miembros se encuentran vinculados por un propósito moral común. Si esto es así, dichos miembros deben beber de una fuente de moralidad compartida, de un conjunto de reglas y principios fundamentales, o rasgos personales, que definan una vida moral acorde con los fines, objetivos y propósitos de la medicina. Durante siglos, esta fuente fue la propia persona del médico y, según la filosofía moral de cada época, la ética de las virtudes proporcionaba las bases conceptuales de la ética profesional. En tiempos más recientes, por razones que luego explicaremos sucintamente, la ética de las virtudes ha sido desplazada por la ética de los principios y de los deberes.
En este capítulo, se analiza el concepto de virtud, su evolución en los períodos posmedieval y moderno y su reciente resurgimiento en la ética general y en la ética médica. En el siguiente capítulo, nos dedicaremos a las teorías éticas centradas en las virtudes, los principios y las obligaciones. Ambos capítulos constituyen los prolegómenos del grueso de esta obra, en la que se describen las virtudes más específicas de la medicina, el modo en que estas configuran los rasgos de carácter que el buen médico debe exhibir y la forma en que las virtudes moldean la práctica de la medicina.
El concepto de virtud
Podemos identificar cuatro períodos en la historia del concepto de virtud: (1) los períodos clásico y medieval, en los que las virtudes estaban en el centro de toda filosofía moral; (2) los períodos posmedieval y moderno, en los que la virtud conservó su importancia, pero empezó a ser redefinida con la emergencia de nuevos sistemas de filosofía moral; (3) el período analítico-positivista, cuando la ética de las virtudes casi fue abandonada, como también lo fuera la ética normativa tradicional, y (4) el período actual, en el que se ha resucitado la virtud como base de la moralidad. En cada período, el concepto de virtud fue modelado según la filosofía moral dominante. Algunos remanentes de estas filosofías pueden aún identificarse en el concepto de virtud que ha resurgido en tiempos recientes. En general, sin embargo, la noción central de virtud y de las virtudes (incluso la actual) hunde sus raíces en la síntesis clásico-medieval, particularmente en la Ética a Nicómaco, la Ética a Eudemo y la Gran moral, de Aristóteles.
EL PERÍODO CLÁSICO: SÓCRATES, PLATÓN, ARISTÓTELES
Las definiciones de virtud que dominaron en los períodos clásico y medieval y en la filosofía moral del Renacimiento tienen varios rasgos en común: se sostiene en todas ellas que (1) el objetivo de la filosofía es enseñar a llevar una vida buena; (2) la virtud en general y las virtudes en particular son imprescindibles para ser una buena persona y llevar una vida buena; (3) la naturaleza humana tiene una serie de potencias que la virtud habilita en los seres humanos para desarrollarlas, y (4) la razón puede reconocer las virtudes, y es bajo el gobierno de la razón como las virtudes se ponen en práctica.
El concepto de virtud de la cultura occidental tuvo su origen en los filósofos de la Grecia clásica. Los sofistas prepararon el camino de las concepciones de Platón y Aristóteles. Ellos afirmaron que la virtud puede ser enseñada a cualquier ser humano y que es esencial para el recto ejercicio del poder. Los sofistas pensaban que la virtud era meramente un producto de la razón; lo que no era explicable por la razón no era una virtud.10
Fue Sócrates el que desveló las cuestiones fundamentales sobre la virtud con las que la filosofía moral ha venido disputando desde entonces. Él puso en boca de Menón: «¿Puedes decirme, Sócrates, si la virtud se adquiere mediante el estudio o la práctica, o ni con el estudio ni con la práctica, o si nos llega por naturaleza o por otros medios?» (Menón, 70 a). Para nuestra desgracia, Sócrates no dio respuesta a estas preguntas, pues desde entonces estas cuestiones nos siguen rondando. En otros diálogos de Platón, y en cada intento posterior por aclarar la noción de virtud, aparecen respuestas incompletas y a veces contradictorias.
Sócrates sostenía —o al menos Platón así lo dijo— que la virtud era conocimiento; esto es, reconocer lo que es bueno para el hombre. Si los humanos no hacen el bien es por pura ignorancia. En su opinión, nadie haría el mal si no fuera por desconocimiento del bien. La sabiduría (sophia) llega a ser así la virtud por excelencia. Aunque era escéptico de las definiciones de las virtudes morales individuales (Laques y Cármides), Platón entendía la virtud en sí misma como conocimiento (episteme) de la excelencia (areté) de la vida buena. Veía las virtudes definibles en sí mismas, en la medida que se conformaban con las formas puras: justicia, sabiduría y demás.
De forma característica, en distintos diálogos Platón examina opiniones contrarias. En los diálogos más tempranos pone el énfasis en la virtud personal, y en los más tardíos en el tipo de sociedad en el que habrían de florecer las buenas personas. En el Protágoras y en el Menón argumenta contra la virtud como conocimiento, pues sostiene que, si la virtud no se puede aprender, tampoco puede ser enseñada. En el Eutidemo manifiesta un punto de vista opuesto. Y en la República pone mayor énfasis en la justicia. En su discusión sobre la virtud, Platón olvida aparentemente los sentimientos, las pasiones o las emociones. La virtud se concibe tan atractiva que el vicio solo puede resultar de que el bien no haya sido reconocido como tal por el hombre vicioso.
El gran empeño de Platón fue desarrollar una teoría general de la virtud. Aunque enumeró las virtudes cardinales —fortaleza, templanza, justicia y sabiduría—, no veía la ética como una ciencia práctica, al modo que lo haría Aristóteles. De hecho, muchos de los argumentos de Aristóteles parten de una crítica a Platón por su visión generalizadora. Efectivamente, en su Política (1260 a 5), Aristóteles pone en guardia sobre los fallos de toda teoría general, y en su Magna Moralia (1182 a 20) subraya la omisión del papel de las emociones en la teoría de Sócrates. Para Aristóteles, el fin de la ética es eminentemente práctico: ser bueno y actuar bien (EN 1102 b 26; EN 1144 b 18).
De este modo, la ética busca la verdad de un tipo u orientación singular: la verdad acerca de los fines de las acciones humanas, acerca de la felicidad, que es el resultado de toda actividad humana acorde con la excelencia (Ética a Nicómaco —en adelante, EN— 1177 a 12 12-8). Así, la ética es la ciencia que persigue el bien individual, mientras que la política busca el bien social. Pero el bien individual no debe entenderse como una justificación del interés egoísta, sino el interés de la persona en cuanto que persona, de la persona como ser humano dirigido por naturaleza a la felicidad. Felicidad que tampoco es sinónimo de satisfacción egoísta, la cual puede ser, además, un vicio.
Aristóteles define la virtud como un «estado del carácter» que «pone buena condición dentro de la cosa de la cual es la excelencia y hace que el trabajo de esa cosa se haga bien» (EN 1106 a 15-17). «Por lo tanto, si esto es verdad en cada caso, la virtud de los seres humanos será el hábito que hace buena a una persona y la persona hace bien su trabajo» (EN 1106 a 22-24). Al asimilar virtud con carácter, Aristóteles fue fiel al significado griego de la palabra ethiké ‘carácter’.
Toda la investigación aristotélica sobre la virtud es, en sus propias palabras, «no en orden a conocer lo que es la excelencia…, sino en orden a llegar a ser buenos. Debemos analizar la naturaleza de la acción, cómo deberíamos hacerla… Todo lo relativo a la conducta, sin embargo, no puede ser dado en forma precisa» (EN 1104 a). Aristóteles no presenta, pues, un compendio de reglas morales, pero insiste en que «los agentes deben en cada caso considerar qué es lo apropiado a la ocasión como sucede también en la medicina y la navegación» (EN 1104 a).
El énfasis de Aristóteles está en los rasgos del carácter; más que en los actos concretos, en las disposiciones del agente que se dejan ver en sus actos. Las virtudes son características de la persona que la hacen buena y le permiten hacer bien su trabajo. Son, por lo tanto, cualidades teleológicas en relación con la persona y con la tarea de llevar una vida buena.
Las elecciones personales conciernen especialmente a las virtudes. Saber lo que es bueno no asegura que se vaya a actuar bien. Es por lo que Aristóteles concibe las pasiones o las emociones de modo diverso a como lo hiciera Platón. Los actos de la persona virtuosa provienen de tres raíces: un conocimiento del bien de cualquier acción, la elección por el bien en sí mismo y un buen carácter como fuente de tal conocimiento y de dicha elección. Son los rasgos del buen carácter los que aseguran que la intención recta y buena no solo sea reconocida, sino finalmente elegida.
La virtud, para Aristóteles, no es solo un sentimiento acerca de lo que es bueno, o simplemente una capacidad para realizar una buena elección. La virtud es una disposición habitual a actuar bien. La virtud resulta del ejercicio habitual de las virtudes. Así, las virtudes pueden ser enseñadas mediante el entrenamiento y la práctica. De este modo, el estagirita da respuesta a una de las cuestiones que Menón planteara a Sócrates: efectivamente se puede instruir en la práctica de las virtudes. Aunque la virtud tiene ciertos atributos de hábito, no puede asimilarse con un reflejo condicionado al modo de Pavlov. La virtud es un hábito guiado por la razón. No es un reflejo automático o irracional, o una simple respuesta intuitiva por un conocimiento innato del bien. Es aquí donde entra en juego la virtud de la prudencia, un concepto que trataremos con detalle más adelante.
Aristóteles diferencia las virtudes intelectuales de las morales. Las primeras son el arte, la ciencia, la intuición, el razonamiento y la sabiduría práctica (EN 1139 b 16); son las que se integran en la esfera racional. Pero hay otras virtudes propias de la vida moral: las virtudes morales. La mayor parte de Ética a Nicómaco se dedica al estudio detallado de las virtudes morales en particular. Aristóteles asume las cuatro virtudes morales cardinales de Platón (prudencia, justicia, fortaleza y templanza), pero añade otras; como, por ejemplo, la magnanimidad.
Uno de los puntos débiles de la teoría aristotélica sobre la virtud se encuentra en la doctrina sobre el término medio. «La virtud es un hábito selectivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón y por aquella por la cual decidiría el hombre prudente» (EN 1107 a 1). Está claro que no todas las virtudes se sitúan en el punto medio entre dos extremos. Por ejemplo: ¿se puede ser justo en exceso?11 Aristóteles intenta superar esta debilidad proporcionando una larga lista de virtudes basadas en una revisión de otros de sus tratados. Coincide con Platón y Sócrates en algunas virtudes centrales, como la justicia, la sabiduría y la templanza; pero luego añade otras aquí y allá, y divaga cuando pasa de considerar la virtud en general a las virtudes en particular.
No tiene más éxito que Sócrates al intentar responder a Menón sobre si las virtudes son una o muchas. Sin embargo, coincide con otros filósofos morales al definir las virtudes centrales o cardinales. A nosotros no nos parece necesario asumir la teoría del término medio. La teoría aristotélica de la virtud se sostiene sin este principio, y bien puede ser el fundamento sobre el que levantar la ética contemporánea de virtudes, especialmente en la ética médica, como aquí pretendemos.
Al ligar las decisiones morales con el carácter del agente moral, la ética aristotélica es de suma importancia para ulteriores teorías morales que enfatizan en la psicología moral. Vinculando virtud a carácter, se abre el camino a interrelacionar el conocimiento moral, la motivación moral y la acción moral. También por poner el acento en las habilidades necesarias para ser una buena persona, más que en las habilidades estrictamente profesionales, en la bondad técnica, según Wright.12
Aristóteles llegó más lejos que Platón en la fundamentación de la ética en la virtud. Salvo por la cuestionable definición de virtud como término medio, su concepción de la virtud y la relación de esta con el bien, con la naturaleza humana y con las emociones conforman una filosofía moral coherente y una teoría sobre la virtud y la persona virtuosa que permanecen vigentes.
LOS ESTOICOS
Del mismo modo que Aristóteles y Platón, los pensadores de las escuelas estoicas tempranas, intermedias y tardías —con una historia de cinco siglos—tuvieron una fuerte influencia en el concepto clásico y medieval de virtud. Ellos dieron forma a la ética del período helenístico y dominaron la filosofía moral en la antigua Roma. También guiaron los primeros pasos de la ética cristiana e inspiraron en la Inglaterra del siglo XVIII la figura del caballero gentil. Los médicos seguidores del estoicismo añadieron elementos como la compasión y el humanismo a la ética médica hipocrática.13
La ética estoica, al igual que la de Aristóteles, estaba unida a una teoría de la naturaleza humana y el bien. La clave de la filosofía moral estoica es su noción de naturaleza y de las leyes de la naturaleza. Los seres humanos son, claro está, parte de la naturaleza. En ellos se concita una fuerza creativa divina y también la necesidad de acomodarse a las leyes de la naturaleza. El bien y la felicidad del hombre residen en la bondad y el orden de la naturaleza, pues el hombre feliz es el que vive en armonía con ellas. Este es el camino a la apatheia (‘ausencia de pasiones desordenadas’) y a la euthymia (‘bienestar y paz espiritual’).
Los estoicos sostenían que las virtudes son medios por los cuales las personas pueden alcanzar estos fines. Practicando las virtudes, el hombre se hace libre y benevolente, como Dios es libre y benevolente. Las virtudes principales son la sabiduría, la fortaleza, la templanza y la justicia (las mismas virtudes cardinales que Platón y Aristóteles enseñaban). Ellas son las disposiciones que nos permiten diferenciar lo que está bien de lo que está mal, lo que debemos temer, cómo debemos controlar nuestros deseos y cómo dar a cada cual lo que le es debido. La benevolencia juega un papel preponderante en el estoicismo. Todos los hombres son hermanos bajo la común paternidad de Dios. Incluso los esclavos merecen benevolencia y justicia. Es más, servir a nuestros semejantes es una obligación primaria.14
El estoicismo afirmaba, con más claridad que ninguna otra escuela ética, que la práctica de la virtud hace cada vez más virtuoso al hombre. También exaltó la noción de deber, en particular en los escritos de estoicos romanos cómo Séneca y Epicteto, y especialmente Cicerón. La obra de Cicerón sobre los deberes, De oficiis, ejerció una fuerte influencia en cualquiera que hubiera recibido una educación clásica y hasta tiempos recientes. En esa obra, Cicerón reflexiona sobre la importancia de los diferentes tipos de obligaciones, como ya lo hiciera Panecio de Rodas en el período intermedio de la Estoa. En los escritos de los estoicos es difícil distinguir el concepto de deber del concepto de virtud. Cumplir con la obligación es prácticamente la definición de virtud (muy cercano al concepto de virtud de Kant).
Los estoicos también buscaron al hombre sabio como modelo de comportamiento virtuoso. Sabio era el que practicaba las virtudes, el que, liberado de sus deseos, se mantenía sereno a pesar de las dificultades y así era libre e independiente de las circunstancias, como lo era el Dios estoico. Aunque el hombre sabio perfecto sería una rareza, les sirvieron de modelo figuras como Marco Aurelio y Epicteto, que cautivaron e inspiraron a las generaciones posteriores e incluso hasta tiempos recientes.
No es el momento de describir ahora las transformaciones del concepto clásico de virtud en sus formulaciones aristotélica o estoica en la Antigüedad tardía. La historia de la relación entre el concepto primitivo de virtud y las enseñanzas posteriores de los platónicos, los estoicos y los pensadores del judaísmo, del cristianismo y del islam es compleja, pues cada una de estas visiones parte de definiciones propias sobre la naturaleza de la vida humana, su destino y el origen de los principios que definen la vida buena. La interacción entre estas visiones fue dando nueva forma al concepto de virtud. Las nociones de ley divina y de vida espiritual se convirtieron en elementos de gran importancia a la hora de definir el comportamiento virtuoso. Deseamos subrayar las raíces de cualquier teoría de la virtud dentro de la comunidad que apoya a los individuos a tal punto que basta con decir que estas interrelaciones sentaron las bases para la siguiente ejemplificación importante de la ética de la virtud, que se produjo en la Edad Media, en especial con la ética de Tomás de Aquino.
EL PERÍODO MEDIEVAL
Durante la Edad Media, la idea clásica de virtud fue refinada para conciliarla con la ética de la virtud de los Evangelios cristianos. La figura más relevante en este esfuerzo de síntesis fue Tomás de Aquino. Una gran parte de su monumental Summa theologiae está dedicada a la ética de la virtud, la cual es central en su filosofía moral. Esto es consecuente con su gran empresa de reconciliar las filosofías de Aristóteles y san Agustín con la teología escriturística.
Tomás de Aquino asumió gran parte de la filosofía aristotélica sobre las virtudes naturales, y añadió a ellas su concepto de virtudes teologales, agrandando y enriqueciendo la concepción de Aristóteles de phronesis, además de explorar campos de la psicología moral, como la intencionalidad, que Aristóteles meramente insinuó.
Para el de Aquino, como para Aristóteles, la ética es teleológica. La calidad moral de los actos humanos deriva de su relación con el final de la vida humana. Las virtudes son disposiciones habituales a realizar acciones de acuerdo con este fin. Como Aristóteles, Tomás de Aquino concedió gran importancia a la razón en su teoría sobre las virtudes: «Pertenece a la virtud humana hacer bueno al hombre y dirigir sus acciones de acuerdo con la razón» (ST 2-2ae, 122.1).
Dado que el fin último de la existencia humana es espiritual, el de Aquino sostuvo que las virtudes naturales deben ser completadas por las virtudes sobrenaturales —fe, esperanza y caridad—. Estas virtudes no son como las virtudes naturales, adquiridas mediante la práctica, sino que están dirigidas a Dios como su fin. De las tres virtudes sobrenaturales, la caridad es la que ordena a las demás. Estas dos categorías de virtudes, la natural y la sobrenatural, nunca entran en conflicto. Según el de Aquino, fe y razón se complementan.
El de Aquino aceptó las virtudes cardinales clásicas tal como las definieron Platón y Aristóteles, si bien destacó de entre ellas la sabiduría práctica o prudencia. Esta virtud salva la distancia entre las virtudes morales y las intelectuales. Es la virtud la que dispone a la razón para encontrar el fin bueno de un acto. De este modo, la virtud nos dispone a integrar las intenciones rectas, los pensamientos rectos y las acciones rectas.15 La prudencia es así una virtud particularmente necesaria, como lo será la intención del acto en la ética médica. Volveremos sobre este aspecto más adelante en el libro.
TRANSFORMACIONES DESPUÉS DE LA EDAD MEDIA
El concepto de virtud, así como su lugar en la filosofía moral, sufrió cambios muy significativos en los siglos posteriores a la Edad Media, dado que las visiones aristotélica y tomista fueron cuestionadas por los pensadores de la época. La historia de estas transformaciones es, a fin de cuentas, la historia del desarrollo de la filosofía moral moderna, proceso que será complicado de resumir aquí de forma satisfactoria. Con todo, es útil esbozar, si cabe mínimamente, las líneas de fuerza que dieron nueva forma al significado de virtud y cómo estas han seguido teniendo influencia hasta la actualidad.
La idea de virtud estaba tan íntimamente asumida por las corrientes filosóficas aristotélica, tomista y escolástica que sufrió una gran erosión cuando estos sistemas de pensamiento fueron puestos en cuestión durante el Renacimiento y la Ilustración. Algunas de las fuerzas que chocaron con la síntesis clásica y medieval fueron la desconfianza en la metafísica y en la metodología escolástica y las limitaciones de la ciencia aristotélica. Los argumentos teleológico y teológico perdieron importancia cuando la ciencia y el empirismo demostraron que podían contribuir al conocimiento humano por el método experimental.
La naturaleza humana reconocida por la razón y definida en términos de un fin último facilitó el camino a una visión más realista —la antropología realista de Hobbes— y a la ética reconstruida de Locke en términos de derechos, contrato social e individualismo. Hume y sus colegas británicos llevaron la discusión de la ética al realismo de la psicología moral, según exploraban el concepto de un sentimiento moral innato que llevaba a los humanos a dar su aprobación a algunos actos y su rechazo a otros. Kant reconstruyó por entero la metafísica de la moral y relanzó la antigua idea estoica del deber en términos de máximas morales y del imperativo categórico. A diferencia de Hume y los empiristas británicos, adjudica a la razón un lugar central en la ética. Para Kant, el deber nos compele porque es el que define toda la moralidad, con independencia de las consecuencias. En cambio, para Jeremy Bentham y John Stuart Mill, las consecuencias son, en última instancia, las que determinan la cualidad moral de los actos. Otros, como los platonistas de Cambridge, basaron sus sistemas morales sobre simples intuiciones del bien, y otros incluso negaron la posibilidad de definir el bien.
Como puede sospecharse, con la filosofía moral sometida a tal oleaje, los conceptos de virtud fueron muchos y variados, y con frecuencia contradictorios. Casi cada escritor de renombre tenía algo que decir sobre la virtud, en particular durante el período en que se reavivó el interés por los textos de los escritores clásicos. Daremos algunos ejemplos para ilustrar las confusas interpretaciones que siguieron a la deconstrucción del antiguo concepto de virtud.
Montaigne, por ejemplo, definía la virtud como «inocencia accidental y fortuita»; Descartes la denominaba «fuerza de las almas» y Malebranche «amor al orden». Para Hume, la virtud es una «cualidad mental que es aceptada o aprobada por todos aquellos que la consideran o la contemplan». Kant define la virtud como «la coincidencia del querer racional con cada deber firmemente asentado en el carácter». El deber era sinónimo del imperativo categórico, el cual Kant definía de dos maneras: «Obra solamente de acuerdo a aquella máxima, según la cual, puedas al mismo tiempo querer que se convierta en una ley universal»16 y «Actúa de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu propia persona o en la persona de otro, al mismo tiempo como un fin y nunca simplemente como un medio».17 Estos mandatos se aplican con independencia de los deseos o las consecuencias.
El respeto de Kant por la persona y la utilidad de Mill y Bentham establecieron la idea de una ética basada en principios como diferente de la tradicional, que ponía el énfasis sobre la virtud. La ética tomaba el camino de prestar más atención al acto que al agente del acto; aunque en el caso de Kant, la intención, que es el hecho supremo en los actos morales, reside en el agente. El refinamiento del utilitarismo que hiciera más tarde Sidgwick convirtió la utilidad en un principio aprehensible por sentido común, sin necesidad de un desarrollo filosófico formal. Sus trabajos y los de Ross son el fundamento de la forma dominante actual de la ética basada en principios. Esta empieza con un limitado número de principios prima facie que se consideran normativos a menos que se pueda aducir una buena razón en sentido contrario.
TEORÍAS CONTRARIAS A LA VIRTUD
Hablaremos con más detalle sobre la emergencia de la ética de las virtudes en el próximo capítulo, cuando la comparemos con la ética de los principios y sugiramos de qué manera principios y virtudes deben complementarse. Ahora hemos de completar nuestra panorámica sobre cómo el antiguo concepto de virtud se fue transformando por la revisión crítica de la filosofía clásica y medieval que se llevó a cabo en el Renacimiento y la Ilustración. MacIntyre ha resumido de forma brillante cómo se desmontó la teoría de la ética de las virtudes. Nosotros solo mencionaremos las corrientes contrarias a la virtud de algunas teorías filosóficas y concluiremos el capítulo con algunos ejemplos de definiciones de virtud en nuestros días, cuando la validez de la ética de las virtudes vuelve a ser apreciada.
Las corrientes antivirtud circulaban incluso cuando Platón escribía en sus diálogos las definiciones clásicas de virtud. Así, en el Gorgias, Calicles cuestiona la insistencia de Sócrates por elevar la virtud hasta convertirla en el requisito previo para ser una buena persona o conformar una sociedad buena; algunos ven en él un heraldo de Nietzsche. Tarsímaco, en la República, también reta la idea de virtud, en este caso la virtud de la justicia; según argumenta, la justicia ha sido secuestrada por los poderosos, no tiene otro origen ni otra justificación. De modo similar, Calicles y Glaucón, de nuevo en la República, muestran su escepticismo hacia las teorías de Sócrates sobre la virtud en general y en particular, sobre todo en lo que respecta a su necesario papel para un buen ordenamiento social.
Los argumentos contrarios a la virtud de Maquiavelo tienen fuerte influencia todavía porque ponen de manifiesto la dificultad para sobrevivir en una sociedad competitiva guiada por leyes que desprecian la propia virtud. Es más, Maquiavelo aconseja a su príncipe que no tenga en cuenta las virtudes naturales o cristianas cuando ejercite el poder. Si la seguridad y el bienestar del Estado eran la preocupación principal del príncipe, este debería ser cruel o magnánimo según las circunstancias. Un príncipe nunca podría hacer profesión de la virtud y mantenerse en el poder mientras su pueblo u otros príncipes no fueran virtuosos. En cambio, Maquiavelo acuña el concepto virtu ‘falta de humanidad, fortaleza, poder militar y político’, algo que actualmente aproximaríamos más al machismo que a la virtud.
El cinismo con el que Maquiavelo dudaba de la supervivencia del valor de la virtud es todavía atractivo para algunos, incluso en disciplinas como la medicina, el derecho o la política, que tradicionalmente habían acogido de buen grado la virtud. Actualmente, se encuentra un número creciente de médicos o juristas que consideran la virtud y la ética como loables ideales, pero inalcanzables en un mundo burocratizado y competitivo sometido por las leyes del libre mercado.
Una corriente antagónica a la virtud, similar a las de Maquiavelo y Hobbes, pero especialmente poderosa, es la del pesimismo ético, de Ayn Rand. Esta autora llega a ensalzar la virtud de la egolatría,18 para concluir, con Adam Smith, que, si liberamos las energías creativas del interés propio, el beneficio será general. Para Rand, la honestidad, por ejemplo, es buena porque sirve a los intereses y supervivencia del individuo, y no por las razones que esgrime la teoría de las virtudes. Un prototipo actual de ética médica contraria a la virtud la encarnan Engelhardt y Rie con su nueva ética, en la que la beneficencia es sustituida por el interés propio. Estos autores sostienen que las leyes del libre mercado aplicadas a la medicina obligan a revisar los fundamentos éticos. Llegan a defender como beneficioso que los sistemas públicos de salud limiten el número de pacientes que atender negando la asistencia a aquellos que no puedan costearla; esto obligaría, dicen, a la sociedad a asumir su responsabilidad hacia los más desfavorecidos.19 Esta corriente es tan contraria a nuestra propuesta que no vamos siquiera a intentar refutarla. Creemos que, por la pobreza de sus argumentos, ni siquiera se ha ganado la severa crítica que merecería. Bastan los argumentos de este libro, para el que los considere acertados, para refutar esta última teoría de la moral médica que se enfrenta a la idea de virtud.
Antes de abandonar este tema, debemos mencionar a otro médico, Bernard Mandeville, opuesto por sus teorías a la de la virtud. En su Fábula de las abejas (subtitulada con Vicios privados, beneficios públicos), Mandeville sostiene que vicios tales como la autocomplacencia, el amor por el lujo y la envidia serían realmente virtudes. Serían beneficiosos para el comercio, el empleo y la productividad, de modo que favorecerían el progreso social. En la fábula de Mandeville, cuando las abejas se hacen virtuosas, la colmena se arruina. Existen más argumentaciones críticas, muchas veces con cierto cinismo, hacia el concepto de virtud, tanto entre pensadores como en el público general. No es raro que emerjan cada vez que se propone el ideal de virtud en el ámbito profesional o docente.
El ataque más poderoso y sofisticado a las virt udes, tal como se enseña tradicionalmente, es el de Nietzsche. En su Uebermensc etiqueta las virtudes enseñadas por el judaísmo y el cristianismo como virtudes de esclavos y eunucos débiles. Para Nietzsche, las virtudes cristianas son, pues, vicios. No tienen en cuenta al superhombre que, por la fuerza de la autoafirmación despiadada, se eleva por encima de la moralidad. Él crea sus propios valores; no se somete a los valores de los demás. Si tiene deberes para con otros es solo para personas de élite como él.
Mucho más fundamental es la tesis principal de Nietzsche en la Genealogía de la moral. Aquí sostiene que toda la tradición de la filosofía moral, incluida la importancia de las virtudes, es una máscara para la voluntad de poder. No hay, ni puede haber, ningún conjunto objetivo de principios morales y virtudes que lleve a un razonamiento que sea siempre verdadero; solo una serie de perspectivas acerca de lo que es correcto y bueno. Más bien, como lo expresa Maclntyre, «la lealtad a tal visión [de una racionalidad enciclopédica, unificada] es siempre un signo de maldad, de rencor y resentimiento inadecuadamente manejados. La realización de una vida requiere de una ruptura, del abandono de tales ídolos y de cualesquiera patrones fijos para que pueda surgir algo radicalmente nuevo».20
Articular una respuesta a Nietzsche y a las otras teorías morales antivirtud no es nuestra principal empresa. MacIntyre llevó a cabo el intento en lo que respecta a Nietzsche, con su poderosa justificación de la tradición aristotélica-tomista. Pero, como él mismo admite, el abismo que separa las teorías morales fundamentales no está convincentemente cerrado por la dialéctica.21 Nos contentamos con ofrecer nuestra visión de la ética médica, donde las virtudes desempeñan un papel esencial, con la esperanza de que lo que pueda no ser convincente acerca de las teorías de la virtud (contempladas en abstracto) lo pueda ser, de hecho, cuando se perciba dentro de una práctica con un telos tan definido como la medicina.
EL RESURGIMIENTO CONTEMPORÁNEO DE LA VIRTUD
El resurgimiento reciente del interés por el lugar de la virtud en la filosofía moral ha inspirado un conjunto de nuevas definiciones. Algunas de ellas son dignas de mención, tanto por indicar el alcance de los significados como la continuada evolución de la concepción antigua.
La más influyente es la definición de MacIntyre en After Virtue, que ha injertado nueva vida en la ética de la virtud más que cualquier otro trabajo. Este libro rastrea la degeneración de la tradición clásica de la virtud e indica cómo la pérdida resultante del consenso moral ha hecho que el discurso moral sea tan difícil y frustrante. MacIntyre propone que las virtudes sean concebidas como disposiciones o cualidades adquiridas, que se distinguen por las siguientes características: (1) son necesarias para que los humanos alcancen los bienes internos a las prácticas comunitarias; (2) sostienen identidades comunales en cuyo seno los individuos pueden buscar el bien de todas sus vidas, y (3) sostienen tradiciones que proporcionan prácticas y vidas individuales en el contexto histórico necesario. Los elementos de esta telegráfica definición responden a la respuesta de MacIntyre tanto a la visión enciclopédica como a la genealógica de la filosofía moral. Proporcionan una tercera vía entre la creencia del enciclopedista en un conjunto universal y unificado de verdades racionalmente alcanzadas, por una parte, y las múltiples, e históricamente determinadas, variantes y perspectivas opuestas de la visión genealógica, por otra. Esta tercera vía se discute con detalle en otro libro más reciente de MacIntyre.22
Philippa Foot adopta una visión funcionalista al identificar la virtud como lo que conduce a la capacidad del individuo y de la sociedad a reconocer el bien y a comprometer la voluntad. Las virtudes son correctoras de la tendencia a actuar contra el bien.23 Stanley Hauerwas muestra una posición muy cercana a MacIntyre cuando pone la esperanza en el elemento formativo de las virtudes, cuya alma se compartiría de modo narrativo y comunitario.24
Pincoffs extiende la teoría del sentimiento moral de los empiristas británicos cuando define las virtudes como aquello que nos hace agradables o afables con los demás. Como resultado de ello, su listado de virtudes es tan largo que uno se pregunta si algo acerca de nosotros no es ya una virtud en algún momento, en algún lugar o bajo alguna circunstancia. En un reciente y provocativo libro titulado Pagan Virtue,25 John Casey afirma que no hay virtud en la virtud, ya que las virtudes están determinadas, y no son producto de una voluntad libre. Su opinión es similar a la de Edward Wilson, quien sostiene que las virtudes podrían ser simples mecanismos determinados genéticamente para asegurar la supervivencia (o preservación) del pool ‘conjunto de los genes’.26
Finalmente, la propuesta de Carol Gilligan de una voz diferente en ética ofrece una nueva perspectiva de la psicología moral pertinente a cualquier definición de virtudes.27 Su opinión es, en muchos sentidos, complementaria de la visión clásica, en el sentido de que sugiere ciertas disposiciones humanísticas como virtudes. Gilligan sostiene que estas virtudes son más coherentes con la psicología moral tradicional de la mujer que con la del hombre. La denominada voz diferente no se limitaría, pues, a las cuestiones de género, sino que se aplicaría también a los modos del razonamiento moral y al comportamiento y jerarquía de los valores morales.
Conclusión