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3 LA EXPERIENCIA DE LA VIDA MODERNA

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Europa fue transformada por la novedosa experiencia de la vida metropolitana entre 1860 y 1930. El expresionismo fue una expresión visionaria de la sensación de desorientación y euforia que nos embarga en un mundo vertiginoso e incomprensible.

JACKIE WULLSCHLAGER, Financial Times

El joven Estados Unidos [...] siente una gran pasión, un verdadero furor, por lo nuevo.

ABRAHAM LINCOLN, «Second Lecture on

Discoveries and Inventions»

Con las economías modernas llegó también algo radicalmente nuevo: la vida moderna. Los resultados en términos de consumo, ocio y longevidad señalados ya en el capítulo previo fueron de una gran magnitud, suficiente en algunos casos para influir en lo que las personas fueron capaces de hacer a partir de entonces. Con una vida más prolongada en perspectiva, es más fácil que las personas estén dispuestas a prepararse para unas carreras profesionales que requieran de una mayor inversión inicial. No obstante, estas ganancias materiales, si bien cambiaron el nivel de vida (y de las condiciones laborales), no variaron radicalmente el modo de vida: no cambiaron el «cómo éramos». De esas ganancias materiales, tal vez la que se acerque más a semejante trascendencia sea el descenso de la mortalidad infantil, pues sin duda debió de reducir el sufrimiento moral y el temor de tener hijos. Pero ¿modificó fundamentalmente la experiencia de tener y criar a un hijo o una hija?

Donde la economía moderna tuvo una trascendencia verdaderamente radical en aquellas ciudades o naciones donde emergió fue en el ámbito de sus resultados inmateriales. Transformó el trabajo y las carreras laborales de un gran (y creciente) número de participantes en ella. Sí representó, pues, un cambio vital: me refiero a que la novedosa experiencia del trabajo en la economía moderna y, con ella, la igualmente nueva experiencia de la vida de la ciudad modificaron el carácter de la vida y no solo el nivel de esta. Lógicamente, el efecto completo de ese cambio tardó un tiempo en materializarse y, en algunos trabajos, lo hizo más tarde que en otros (o no llegó a materializarse nunca). Así que no sería de extrañar que los observadores tempranos de esta evolución advirtieran menos esas consecuencias que los observadores posteriores, que difícilmente podían ya pasar por alto el nuevo tenor de los tiempos.

Hay que reconocer que algunos de los grandes economistas de la modernidad se dieron perfecta cuenta de la importancia central que la experiencia del trabajo en sí tenía para las vidas de la población trabajadora. Alfred Marshall, el más destacado economista británico del cuarto de siglo iniciado en 1890, hizo hincapié en el hecho de que las personas empleadas en el sector empresarial y comercial de las economías modernas se dan cuenta de que la mayoría de los problemas que tienen que resolver surgen en el transcurso de su trabajo en dichas economías:

La actividad económica que proporciona a una persona su medio de vida ocupa generalmente su pensamiento durante la mayor parte de las horas en que su mente está más activa. Durante ellas, su carácter va siendo moldeado por [...] su trabajo [...] y por sus relaciones con sus colaboradores en ese trabajo.1

Muy probablemente, había algo de comedimiento muy británico en esas palabras y Marshall tenía en realidad una disposición bastante más favorable aún a la estimulación y la ejercitación mentales que ofrecían los puestos de trabajo que él conocía en su tiempo. Unas décadas después, el economista sueco Gunnar Myrdal presentaba un parecido argumento en un estilo más contundente y con la explicitud que siempre le caracterizó:

En economía es una frase hecha [decir que] el consumo es el fin único de la producción. [...] Es decir, que el hombre trabaja para vivir. Pero hay muchos que viven para trabajar. [...] La mayoría de las personas que gozan de una situación razonablemente buena obtienen más satisfacción como productoras que como consumidoras. [...] Muchos caracterizarían incluso el ideal social como aquel estado en el que el máximo de personas posibles puede vivir conforme a esa prioridad.2

Marshall y Myrdal se apartaron de la teoría económica ortodoxa al reconocer que la vida empresarial, comercial y laboral (y, más concretamente, el dar con el modo de producir mejor y el valorar qué sería mejor producir) constituía un elemento motivador en el que estaba centrada la mente de un número creciente de personas.

Aquella observación de Marshall y Myrdal resulta sorprendente en un par de sentidos. Y es que, si enfatizaron de ese modo el aspecto mental del trabajo, es porque consideraban que ese había sido un aspecto muy desatendido hasta entonces. Las personas —o la mayoría de ellas, al menos— no obtienen estímulos ni desafíos parecidos dedicando su vida al cuidado de los niños pequeños o a otras actividades domésticas. (Si el mundo rebosara estímulos y retos mentales por los cuatro costados, hallar eso mismo en el lugar de trabajo no habría tenido nada de reseñable ni habría sido merecedor de mención escrita alguna.) Y también debieron de entender que se trataba de algo verdaderamente nuevo. De hecho, daban tácitamente por supuesto que el trabajo en tiempos pretéritos no había tenido esa capacidad tan amplia para captar la atención del trabajador (quizá con la excepción del trabajo que necesitaba el monarca para conservar el poder). Son el estímulo mental y el desafío intelectual del trabajo en la economía moderna los que son ricos en satisfacciones, y no las labores agrarias de las economías tradicionales. Marshall y Myrdal entendieron implícitamente que los lugares de trabajo eran escenarios de implicación intelectual, pero dejaron sin especificar cuáles eran los estimulantes y los retos que provocaban tal implicación.

UN MUNDO DISTINTO: TRANSFORMACIÓN DEL TRABAJO Y DE LAS CARRERAS PROFESIONALES

La diferencia de las experiencias en la economía moderna proviene de lo diferente que es también su actividad de creación, desarrollo, comercialización y prueba de ideas nuevas. En muchas ocupaciones, si bien no en todas, la experiencia del trabajo se transforma y sustituye la monotonía —o estasis— típica en las economías tradicionales por el cambio, el desafío y la originalidad que encontramos en la economía moderna. Con un poco de observación y algo más que un poco de interpretación, podemos identificar algunas de las experiencias (o categorías de experiencias) característicamente modernas, aun cuando puede que se nos escapen algunas. Quizá no todas esas experiencias puedan considerarse recompensas (véase más a este respecto en párrafos posteriores). E incluso las que claramente sí lo son no constituyen condiciones suficientes para hacer de una economía moderna que funciona bien una economía justa, aunque sí puedan resultar necesarias para que lo sea (véanse los capítulos 7 y 8). Pero comencemos por las experiencias.

La modernidad trajo consigo el cambio continuo, en marcado contraste con la uniformidad y el tedio del trabajo en las economías tradicionales. El cambio incesante procedente del exterior de una empresa aportaba estimulación mental a los participantes. Cuando llega un producto nuevo, un usuario (actual o potencial) del mismo puede sentirse estimulado a preguntarse si no podría obtenerse algún beneficio de usarlo de algún modo que todavía no se ha explorado. Un productor puede sentirse estimulado también a preguntarse si habría algún modo de mejorar o cambiar su funcionamiento. En una economía tradicional, podía haber productos ya existentes que fueran susceptibles de recibir nuevos usos o de ser mejorados —es decir, productos a los que les quedaran posibilidades inaprovechadas por descubrir—, lo que significa que también podríamos hallar margen para el estímulo incluso en entornos tradicionales. Pero la estimulación que proviene de todo un aluvión de productos nuevos es mucho más potente.

Otra experiencia que la economía moderna trajo consigo es el proceso de resolver problemas nuevos que se van planteando en los intentos de crear cambio desde dentro. Aunque artesanos y agricultores fueron superando paulatinamente en época antigua y medieval obstáculos planteados desde tiempos ancestrales, es evidente que durante los siglos XVI, XVII y XVIII habían agotado ya los desafíos de ese tipo y sus correspondientes soluciones. Varios descubrimientos schumpeterianos habían tenido lugar con anterioridad y aún algunos más irían ocurriendo ocasionalmente. Pero un país no puede depender de la fuerza y la frecuencia de tales hallazgos, ni de la posibilidad de ser la nación mejor situada para desarrollar una nueva oportunidad. Solo la economía moderna de un país es capaz de crear para su población en edad de trabajar la inacabable sucesión de problemas nuevos requeridos para que su trabajo siga teniendo ese carácter de desafío. Algunos filósofos emplean el término autorrealización para referirse a la «expansión de talentos» resultante, por entender que supone la plena realización del potencial de una persona. Las direcciones de las empresas y organizaciones hablan de employee engagement (compromiso o implicación de los empleados) para indicar que su personal se siente estimulado por los avances novedosos y absorbido por los problemas inexistentes hasta entonces que estos plantean ahora. Las palabras antes citadas de Marshall y Myrdal podrían interpretarse como si ambos autores tuvieran ya en mente estas cualidades del trabajo moderno.

Relacionada con lo anterior, está también la experiencia social del intercambio de ideas e impresiones con los colegas del lugar de trabajo en el transcurso de la actividad laboral. No cabe duda de que tanto las interacciones como los problemas y la resolución de estos están presentes también en el hogar, donde un padre o una madre interactúa con sus hijos y con otros padres y madres. Pero el lugar de trabajo moderno brinda constantemente nuevos intercambios y no se limita a reciclar otros ya antiguos, lo que sin duda representa una diferencia trascendental.3 En una economía moderna, también se desarrolla un intercambio fuera del lugar de trabajo. Empresas que compiten entre sí —y no solo aquellas que se compran productos unas a otras o que se abastecen de una misma reserva de mano de obra o de capital— pueden considerar conveniente fusionarse o coludir. Un empleado o una empleada puede beneficiarse en varios sentidos distintos participando en conversaciones de trabajo al término de la jornada laboral. Una empresa con mayor accesibilidad a la rumorología de su sector de actividad puede hacerse una idea mejor de qué no producir.

A otra categoría pertenecen las experiencias de dirigir (o participar en) una iniciativa de índole innovadora. Para el emprendedor o el líder de un equipo (y para otros miembros de ese equipo también), esos proyectos brindan oportunidades de inyectar dosis de creatividad y criterio propios en las decisiones finales: oportunidades, en definitiva, de expresión o afirmación personal. Para muchas personas, esta actividad resulta propicia para derivar de ella una mayor sensación de éxito o realización que la que pueda derivarse de la mera resolución de problemas. En las economías tradicionales de las eras mercantil y anteriores, el trabajo consistía principalmente en una rutina y, salvo algún que otro incendio ocasional que apagar, la oportunidad y la necesidad de ejercer la iniciativa personal eran solo ocasionales.

Hay otra categoría de experiencias laborales que es la más característicamente moderna. Y es que, en la economía moderna, las carreras profesionales casi obligan a los participantes a embarcarse en un sinuoso viaje de exploración, a lanzarse en un salto al vacío. Algunas de las impensadas experiencias y de los desafíos que las personas afrontan a lo largo de esas trayectorias pueden ser incluso los episodios más valiosos de su vida profesional, y constituyen sin duda los beneficios más característicamente modernos de la economía moderna. En economías más antiguas, las expediciones de descubrimiento eran casos excepcionales: el viaje de Marco Polo a China o los de Leif Eriksson a Vinlandia, por ejemplo. En la economía comercial del capitalismo mercantil, se daban de vez en cuando saltos a lo desconocido que, en cualquier caso, estaban reservados a un reducido grupo de personas. En la economía moderna, sin embargo, estas recompensas característicamente modernas de autodescubrimiento tienen un carácter endémico.

Varios de los resultados finales del trabajo y la carrera profesional se cuentan también entre las recompensas inmateriales del trabajo moderno. La economía moderna hace posible que los participantes acumulen logros, y muy visibles, además. La gratificación que esos éxitos reportan es un beneficio nada desdeñable. Hablamos de satisfacciones que estaban fuera del alcance de los participantes en las economías tradicionales (salvo para un reducido número de ellos), incluidas las economías mercantiles de la era comercial, ya que en aquel entonces era difícil que se lograra nada que se saliera de lo corriente, a excepción, tal vez, de conseguir comerciar bienes a distancias cada vez mayores. De todos modos, en algunas encuestas de hogares no parece detectarse que las personas busquen empleos que les ofrezcan perspectivas de alcanzar logros, sino que les interesa más vivir experiencias personales y cierto crecimiento interior, así que debemos ser cautelosos y no exagerar la importancia de este aspecto.

También hay que valorar la experiencia de la libertad. Para un economista clásico, tener en cuenta los beneficios materiales de la economía moderna posibilitados por sus instituciones habilitadoras y por su cultura estimuladora y, luego, añadirles los pros de las libertades que permiten que las personas produzcan esos beneficios materiales sería como contabilizar dos veces una misma cosa. Pero en cualquier economía moderna de la vida real —que no se limite a un modelo teórico en el que todo factor presente y futuro se supone conocido—, los agentes pueden intuir o valorar oportunidades y peligros sobre los que se tenga mínimo o nulo conocimiento público. Las libertades de los individuos para actuar (o para no actuar) en función de su conocimiento, su criterio y su intuición particulares pueden resultar indispensables para la sensación de independencia (y, por lo tanto, de autoestima) de las personas. Así entendida, la libertad de asumir la dirección de nuestra propia vida y de cometer nuestros propios errores es un bien primario en sí mismo, y de enorme importancia, por cierto.

En algunos análisis sobre la cuestión de las recompensas que reporta el trabajo en tiempos modernos, aparece también el concepto de consecución o conquista. Algunas conquistas materiales, como puede ser la riqueza amasada por una persona, no pertenecen al conjunto de resultados finales que se derivan de la participación en la economía moderna. La riqueza es esencialmente un medio de consecución de beneficios diversos (de los que los más obvios son los beneficios materiales señalados en el capítulo anterior), así como de diversas experiencias laborales también. (Los hogares pueden ahorrar ahora para poder permitirse aceptar un trabajo que ofrezca experiencias más adelante, aun a costa de una remuneración monetaria más baja.) Y ciertas conquistas inmateriales, como pueden ser los honores y la influencia acumulados, presentan también problemas de clasificación. Por su condición de bienes posicionales, tienen valor para la persona en la medida en que otras no los tienen. (Se ha llegado a decir que la felicidad de los ganadores del Premio Nobel es menor que la infelicidad que provoca en el resto de favoritos el hecho de no ganarlo ese año.) No obstante, no es razonable pensar que una sociedad no valora las conquistas de sus miembros y que solo gana en la medida en que la búsqueda de la consecución de tales conquistas impulsa la asunción de riesgos y sacrificios que sirven para generar algunos de los otros beneficios inmateriales nombrados más arriba.

¿Cuál es la sensación de vivir en un país dotado de una economía moderna? ¿Cuál era, en concreto, la sensación de participar en las economías modernas que surgieron en el siglo XIX y en las que siguieron siendo modernas en el XX? Responder a esa pregunta requiere de cierto ejercicio de imaginación por nuestra parte. No contamos con pruebas directas y evidentes de la significación que la experiencia del trabajo y la carrera profesional tenían para aquellos participantes. Pero sí disponemos de algunos elementos e indicios, algunos de ellos directamente observables e incluso medibles (otros, sumamente circunstanciales y especulativos). La importancia de esa experiencia es lo que va a centrar nuestra atención aquí. Cabe suponer que, si era importante, las personas la considerarían valiosa.

Sobre la importancia del intercambio —una característica del mundo moderno—, disponemos de ciertos datos demográficos directos. En las economías mercantiles, era excepcional la industria que se concentraba en una localidad o región. Cuando mantenerse al día de las ideas novedosas no era un imperativo, la mayoría de las industrias se dispersaban por el territorio. Pero cuando, durante el siglo XIX, ese mantenerse al día de las nuevas ideas pasó a resultar crucial para la toma de decisiones, el paisaje se transformó. La gente fue allí donde estaban las ideas y de ello resultó una fuerte tendencia a la aglomeración. Las empresas de un sector se apiñaban en un mismo lugar (los talleres textiles franceses en Lyon, por ejemplo, o los metalúrgicos ingleses en Birmingham, o los fabricantes de ropa italianos en Nápoles). Más tarde, en el siglo XX, es el momento de la industria del cine alemana en Berlín, o de las empresas automovilísticas estadounidenses en Detroit, etcétera. Las áreas rurales se despoblaron y surgieron ciudades. Alemania, pese a registrar un reducido incremento de población, pasó de tener cuatro localidades clasificadas como ciudades en 1800 a una cincuentena de ellas en 1900. En 1920, los estadounidenses habían dejado ya de vivir predominantemente en zonas rurales para vivir mayoritariamente en ciudades. Por vez primera en la historia, las personas podían interactuar cómodamente unas con otras por razones comerciales, profesionales o de otro tipo. Y aprovecharon esa nueva situación. El número de tabernas y cafés donde las personas podían conversar se disparó en Gran Bretaña y en Francia durante el siglo XIX (después de que se detectara ya un aumento de esos establecimientos durante la época inmediatamente previa). Lo que, desde la perspectiva de Marx, podía considerarse un hacinamiento generador de miseria urbana fue, desde ese otro enfoque, favorable tanto para los trabajadores como para los capitalistas (hasta cierto punto, al menos). (Ninguna empresa huyó de la ciudad seguida por una plantilla de trabajadores encantados de efectuar ese cambio de aires... o, por lo menos, no hasta que algunas empresas de internet lo han hecho en fecha mucho más reciente.)

Sobre otra experiencia netamente moderna —el placer de encontrarse con la novedad y, sobre todo, con problemas nuevos y resolverlos—, existen pruebas clínicas directas del anhelo de estimulación mental y de resolución de problemas que experimentan algunos primates. Algunos trabajadores de parques zoológicos han compartido sus descubrimientos en ese terreno:

Los animales del zoo del Bronx solían pasar el tiempo aburridos sin hacer nada, dando vueltas por sus pequeñas jaulas y comiendo lo que les daban en una bandeja. Eso los volvía apáticos. A medida que fueron apareciendo nuevos estudios sobre la fauna salvaje y sobre la conducta animal, se hizo cada vez más evidente que el aburrimiento minaba la salud de los animales. [...] Actualmente, los animales no tienen tiempo para aburrirse. Desde mediados de los años noventa, los zoos de Nueva York manejan una concepción más amplia de lo que se entiende por una atención adecuada, que incluye el estado mental del animal. [...] Básicamente, se trata de evitar el aburrimiento. Pero los científicos tienen objetivos más altos aún, según comenta la doctora Diana Reiss, científica titular del Acuario de Nueva York. «Nos estamos preguntando “¿Cómo podemos dar a los animales [...] la oportunidad de hacer sus propias elecciones? ¿De afrontar retos? ¿De resolver problemas y usar su cerebro? ¿Cómo podemos enseñarles a aprender por su propia cuenta?”». [...] Los cuidadores del zoo están experimentando formas de reproducir esas tareas y esos ejercicios de resolución [...] en condiciones salvajes. Para ello, están usando juguetes diversos, escondiendo comida [...]. «La novedad es muy importante», comentaba el doctor Richard Lattis, vicepresidente primero de la Sociedad de Conservación de la Vida Salvaje, que gestiona los cinco parques zoológicos de la ciudad y el acuario. El problema es que «no podemos dejar de inventar cosas nuevas. Los animales se cansan de los juguetes conocidos».4

Aunque no se han realizado experimentos idénticos a esos con seres humanos, podemos estar bastante seguros de que en las personas hay tanto anhelo (o más) de nuevos estímulos mentales y de resolución de problemas. Las reformas introducidas en las prisiones hace unas décadas pusieron de manifiesto que, cuando a los internos se les permitía jugar al ajedrez o a otros juegos, y estudiar libros, su salud (tanto emocional como física) mejoraba. Hay naciones que han experimentado con una reducción drástica de las horas de trabajo. En la Europa continental, donde la mitad de los hombres ya están jubilados a los 55 años de edad y donde las mujeres se jubilan antes incluso que los hombres —poniendo así fin prematuro a los cambios, los desafíos o la originalidad para ellos y ellas—, un médico ha publicado que la tasa de mortalidad de sus pacientes se dispara en los meses inmediatamente posteriores al momento en que inician su jubilación.

Hay también pruebas estadísticas. En la Encuesta Social General de 2002, nueve de cada diez personas adultas estadounidenses que trabajaban más de diez horas a la semana dijeron estar «muy satisfechas» o «bastante satisfechas» con sus trabajos. La satisfacción laboral es menor entre quienes realizan trabajos menos enriquecedores, por supuesto. Pero incluso entre quienes se clasificaban a sí mismos como de clase trabajadora, un 87% declaraban estar «satisfechos». Entraría dentro de las posibilidades lógicas que a las personas simplemente nos encante esforzarnos hasta la extenuación, aun en ausencia de recompensas mentales e intelectuales. Pero posible no significa probable. Si los encuestados hubieran contestado que estaban insatisfechos con sus ocupaciones, habría resultado difícil defender que la vertiente mental e intelectual del trabajo está altamente valorada, pero que dicha valoración se ve contrapesada y superada por la dureza del esfuerzo mismo del trabajo. Pero la gente declara niveles considerables de satisfacción con sus trabajos pese a la fatiga, el estrés, la pesadez de algunas tareas y las tensiones interpersonales, y eso no deja de resultar muy llamativo. (Y, además, desmiente a Robert Reich, ex secretario de Trabajo de Estados Unidos, quien, en un programa radiofónico en el que coincidió en octubre de 2006 con quien aquí les escribe, no tuvo reparo en afirmar rotundo que «los estadounidenses detestan sus trabajos».)

Tal vez estas primeras observaciones hayan dejado razonablemente claro que el advenimiento de la economía moderna fue una bendición para las personas participantes en ella, pues les reportó beneficios y recompensas que, en épocas anteriores, habían estado reservados a unos pocos afortunados, como, por ejemplo, la implicación con el puesto de trabajo, la gratificación intelectual e incluso el placer de algún que otro descubrimiento ocasional. Podría valer la pena, pues, examinar esa llegada de la modernidad a través de un prisma distinto.

LA EXPERIENCIA MODERNA SEGÚN SU REFLEJO EN EL ARTE Y LA LITERATURA

¿Existen otras pruebas del hondo cambio que la economía moderna introdujo en la vida laboral y, por consiguiente, en la vida misma? Tenemos la literatura y el arte que se produjeron en la era de la economía moderna. Normalmente, esperamos que la literatura ilumine aspectos de la vida de nuestro tiempo de cuya existencia quizá no fuéramos muy conscientes. «Sí —nos decimos al leer las obras más evocadoras—, esa justamente es la sensación que tengo». Y el simple hecho de que haya personas que escriben novelas y otras que componen sinfonías puede ser un síntoma del entusiasmo de la gente en ese momento y de sus esfuerzos por expresar y comprender el nuevo sistema que tanto ha transformado la vida, como bien ha comentado Vargas Llosa en ese sentido. Así que resulta razonable echar un vistazo a las obras de ficción más destacadas con el propósito de apreciar en ellas pistas de cómo cambió la vida con el surgimiento de las economías modernas. Evidentemente, pocos escritores reflexionaron en términos concretos sobre la experiencia del trabajo y de la carrera profesional en la época que les tocó vivir. Pero lo que nos ha llegado de ellos sobre esa cuestión puede indicarnos bastantes detalles al respecto.

Siempre ha habido escritores que han escrito sobre la aventura, incluso cuando no había mucha que ver en el mundo real. Los países más destacados de la era del Barroco, con sus economías mercantiles y sus exploradores patrocinados por el Estado, no brindaban a los autores literarios una experiencia de cambio, retos y originalidad sobre la que escribir, que digamos. En España, la novela Don Quijote de Miguel de Cervantes (1605) no dejaba de ser, desde el punto de vista literario, una sátira sobre las novelas de caballerías que algunos autores populares en aquel entonces trataban de vender al público lector de la época. Pero, vista desde otra perspectiva, su temática central es la de las privaciones propias de una vida desprovista de desafíos y de creatividad. Don Quijote, atrapado en el desierto español, tenía vedada toda experiencia que pudiera asemejarse (aun de lejos) a la del trabajo y la carrera profesional modernos. Junto a su «escudero», Sancho Panza, el caballero manchego se siente impulsado a inventar causas y retos caballerescos. Cuando, postrado ya en su lecho de muerte, anuncia que sus aventuras han terminado, Sancho prorrumpe en sollozos, pues se da cuenta de que también él necesitaba aquellas fantasías. En Gran Bretaña, Daniel Defoe, a quien su imaginación le fue de mucha mayor utilidad que sus conocimientos en economía, se interesó por la innovación, pero, para escribir sobre ella, tuvo que ambientar su novela de 1719 Robinson Crusoe en una isla alejada de las rutas marítimas: una isla en la que Crusoe, un marinero náufrago, queda atrapado durante 28 años. Allí Crusoe hace lo que no podía haber hecho en una Gran Bretaña que todavía era eminentemente premoderna: llevar una vida de innovación, al principio para sobrevivir, pero luego simplemente porque puede llevarla. Comienza trabajando durante meses para construirse un barco y, luego, descubre que este es demasiado pesado para navegar. (En la novela de Defoe de 1721 Moll Flanders, la aventurera protagonista roba un caballo y, luego, al no saber qué hacer con él, lo devuelve.) No en vano Defoe ha sido llamado el poeta de los errores, las dificultades y los contratiempos.

Cuando las economías modernas brotaron por fin, pocos fueron los escritores que se dedicaron a transmitir sensaciones de esa nueva situación. Pero tres inmensas novelas destacan por su capacidad para insinuar que algo de trascendencia épica estaba aconteciendo. La más temprana de todas data de 1818 y es Frankenstein, o El moderno Prometeo, de Mary Shelley (cuyo nombre de soltera era Mary Wollstonecraft Godwin). Para los poetas y artistas románticos en Gran Bretaña, la heroica figura de Prometeo simbolizaba la capacidad del libre albedrío, la creatividad y la destrucción. Frankenstein se convirtió en la más influyente versión de dicha figura.5 Es imposible que la autora previera en fecha tan temprana cómo sería la economía moderna ni que, menos aún, nos estuviera advirtiendo contra ella, pero a medida que esa economía fue haciéndose más fuerte, los lectores que siguieron sintiéndose atraídos por la novela comenzaron sin duda a apreciar paralelismos entre el monstruo creado por el doctor Viktor Frankenstein y las innovadoras empresas creadas por los emprendedores. Cuando, en la versión cinematográfica rodada por James Whale en 1931, el doctor Frankenstein, al ver que su monstruo se mueve, exclama «¡está vivo!», bien podría haber estado diciéndolo de la incipiente economía moderna de la Gran Bretaña o del Estados Unidos de los tiempos de la novela. Las empresas tienden generalmente a ser amables con clientes y patronos igual que el monstruo lo solía ser. Pero ¿era la novela una crítica contra el prometeísmo? ¿Contra la economía moderna? El poeta Percy Shelley, preocupado por que la novela de su esposa fuese entendida como una advertencia contra esas novedades, desmintió toda interpretación de ese tipo en el prefacio que escribió para prologar el libro. Pero tenía pocos motivos para tal preocupación. El libro no es un ataque contra la innovación. Sí es, por el contrario, un lamento por la incapacidad del propio Frankenstein y de los lugareños para aceptar al monstruo. Y es también una declaración sobre la incapacidad de la ciencia para reproducir fielmente las capacidades creativas de las mentes humanas.

Otra novela de la época romántica que es una especie de boya indicadora de la presencia de la economía moderna es Cumbres borrascosas, que Emily Brontë publicó en 1847. El telón de fondo de la trágica historia de amor que allí se narra es la tensión entre la vida rural en la que Cathy está recluida y la fuerza irresistible que atrae a Heathcliff hacia la gran ciudad, donde uno puede labrarse una carrera profesional importante.6 A mediados del siglo XIX, el dinamismo de Londres había conquistado ya la imaginación de la generación de los jóvenes de entonces, aun cuando algunos de ellos tendrían que quedarse atrás. En la versión cinematográfica clásica, cuando Heathcliff se marcha de Cumbres Borrascosas, Cathy expresa el entusiasmo del momento —el que ella siente o, quizás, el que ella adivina en él— con una exhortación muy directa: «Vete, Heathcliff, sal corriendo de aquí, ¡tráeme el mundo a tu vuelta!».7

Charles Dickens tenía unas percepciones del mundo del trabajo que resultaban más complejas de lo que se cree normalmente. Su fuerza como escritor era tal que podía despertar pública compasión por los huérfanos indigentes y por los trabajadores no cualificados oprimidos por la naturaleza mecánica de la mayoría de las tareas en una fábrica, y así lo hizo en su novela de 1837 Oliver Twist y en otra novela suya, de 1854, Tiempos difíciles. La dureza de la propia introducción de Dickens en la vida de Londres tras su llegada a la ciudad cuando apenas era un niño de doce años le permitió entender muy de cerca la onerosa carga consustancial al trabajo no cualificado. Pero su sensibilización fue aumentando también con respecto a todo un abanico creciente de problemas en la sociedad inglesa.

Ni siquiera Tiempos difíciles es una novela centrada en los padecimientos de los trabajadores descritos por la señora Trollope. [...] El foco de atención satírico de la novela se ocupa menos de lo laboral industrial [...] que de aquellas fuerzas que oprimían la vida individual e imaginativa. Los problemas de Stephen Blackpool nacen, no de la industrialización, [...] sino (en primera instancia) de la incapacidad del Sistema, encarnado por el Parlamento y el establishment, para responder a las dificultades de su matrimonio, y (en segunda instancia) por su negativa a sumergir su individualidad en otro sistema deshumanizador: el del sindicato de Slackbridge.8

También cambiaron las percepciones de Dickens acerca de la industrialización. En la década de 1850, se mostraba ya encantado con el alza de las nuevas oportunidades de trabajo que surgían por toda Gran Bretaña, aun conservando cierta nostalgia por la vida tradicional y una compasión sin par por las personas menos afortunadas. Le fascinaban la vitalidad y la variedad que descubría en sus extraordinarios paseos nocturnos por la ciudad: la «agitación de una gran ciudad y los giros y vueltas que da en su cama antes de quedarse dormida». En su libro de 1836 Escenas de la vida de Londres por «Boz», Dickens describe el lento despertar de la ciudad: tenderos, funcionarios judiciales, oficinistas y todo un nuevo conjunto de personas que ya han entrado en escena antes de las once de la mañana. «Las calles están abarrotadas con una enorme concurrencia de personas, alegres y decaídas, ricas y pobres, ociosas y laboriosas, y llegamos así al calor, el bullicio y la actividad del mediodía». Tras una segunda mirada a las fábricas de Birmingham, escribe: «He visto en [sus] factorías y talleres tal [...] consideración por las personas que allí trabajan [...] que he notado los efectos en la actitud de sus trabajadores, excelentemente equilibrados por un instinto amable, tan libres de la servidumbre por un lado como del engreimiento por el otro».9 Pero Dickens no era tan ingenuo como para pensar en soluciones como la que George Orwell le atribuyó tiempo después («dar pavos a todo el mundo»). Por ejemplo, Dickens advirtió a los operarios de las fábricas de que no se dejaran utilizar por ningún organizador sindical manipulador que se aprovechara de ellos para procurarse ventajas personales o para perseguir unos fines políticos que a ellos no los beneficiarían en nada.

Dickens llegó incluso a concebir las carreras profesionales como un medio (cuando no como el medio por antonomasia) para alcanzar el crecimiento personal. En su novela David Copperfield, de 1850, rinde homenaje al desarrollo seguido por David desde la infancia hasta la madurez y lo compara con la estrategia de su personaje contrapuesto, el empalagoso arribista Uriah Heep:

El egocentrismo de Heep le impide ver el trabajo como un medio de liberación y autoafirmación genuinas. Es [...] la vida de David la que cobra sentido porque encuentra el trabajo que le hace tener un norte y una identidad. La autorrealización que David experimenta a través de su vocación de escritor representa el aval del propio Dickens a la valía del trabajo en sí. [...] Las situaciones de opresión a las que Dickens se opuso en tantas de sus novelas eran perversiones de la ética del trabajo. [...] [Dickens], el más impactante modelo decimonónico de éxito conseguido a través de una labor y un esfuerzo caracterizados por una enorme iniciativa, compartía la idea fundamental de que el trabajo es bueno en general y de que hay que respetar la individualidad y el valor intrínseco de los trabajadores.10

David constituye uno de los muchos personajes de la obra de Dickens que asumen el control de sus propias vidas. Asombran la riqueza y la valentía que él supo ver en las personas corrientes. De ahí que Dickens demostrase no ser menos vitalista que un Shakespeare o que un Cervantes.

La comparación de la escritura de una novelista como Charlotte Brontë, nacida en 1816, pero que alcanzó su plenitud creativa a mediados de siglo, con la de Jane Austen (nacida en 1764 y mucho más próxima al ambiente del siglo XVIII) podría ofrecernos también una visión más cercana de la transformación de la vida en la Inglaterra del siglo XIX. La novela de Brontë Jane Eyre, publicada en 1847, puede leerse como el «relato de una mujer que “llega lejos en la vida” (gets on). Ella afronta lo que le viene con valentía y espíritu independiente, y va forjando así su propia trayectoria laboral, primero como institutriz, luego como maestra autónoma por cuenta propia. [...] Al término del libro, vemos que “ha llegado muy lejos” luchando contra la pobreza y la adversidad durante la mayor parte de sus años de juventud, sin haber disfrutado nunca de entrada las ventajas de la alta alcurnia o las altas influencias».11 En la obra de Austen, sin embargo, las experiencias de las mujeres tienen lugar en la economía doméstica y sus protagonistas femeninas se orientan más bien hacia el matrimonio como meta para sus potenciales logros económicos. Para ellas, el dinero —sobre el que, legalmente, no tenían derecho alguno en tiempos de Austen— era básicamente una oportunidad para elevar su nivel de vida y clase social. Así, en Sentido y sensibilidad (1811), las hermanas Dashwood, Elinor y Marianne, discuten por lo difícil que les resulta cubrir el presupuesto familiar anual. Aunque muchas personas en la actualidad y también muchas voces de aquella época, como la de Samuel Coleridge en Gran Bretaña, o la de Thorstein Veblen en Estados Unidos, han deplorado el materialismo reinante a mediados y finales del siglo XIX, las pruebas de que disponemos indican que fue en el siglo XVIII cuando el empeño por ganar dinero alcanzó niveles obsesivos. William Blake, la escritora feminista Mary Wollstonecraft y Thomas Carlyle fueron críticos contemporáneos de aquel materialismo. En época de Austen, en torno al cambio de siglo, hasta los terratenientes de buen rango social mostraban un intenso interés por incrementar las ganancias procuradas por sus tierras. Pero, curiosamente, en una de las últimas novelas de la escritora, Mansfield Park (1814), se aprecia un cambio: el ganar dinero comienza a ejercer una fascinación diferente, más intelectual. Henry Crawford afirma en un pasaje del libro que «lo más interesante del mundo [es] cómo ganar dinero: cómo convertir una buena renta en [otra] aún mejor» (p. 226).

En los otros países donde surgió una economía moderna, encontramos también obras literarias que reflexionan sobre la nueva vida comercial y empresarial, desde luego. En Francia, Balzac dedicó todo un libro a ensalzar el fenómeno de los cafés franceses en el siglo XIX, y Émile Zola escribió sobre los cambios que estaban acaeciendo en París. En Alemania, Johann Wolfgang von Goethe, novelista pionero del desarrollo personal, escribió —con uno ojo puesto en lo nuevo, pero con el corazón anclado todavía a lo viejo— acerca de la modernidad económica que brotaba en la ribera del Rin allá por la década de 1820. Los Buddenbrook, novela de Thomas Mann publicada originalmente en 1901, narra la historia de cuatro generaciones de una familia, comenzando por la primera generación que hizo su fortuna en el mundo de los negocios. El libro registra gráficamente la vitalidad que se va perdiendo a medida que cada nueva generación se va alejando de ese mundo comercial y empresarial.

Cabría suponer que Estados Unidos fue un país especialmente prolífico en literatura que abordara el tema de la nueva vida económica, dado lo amplia y profundamente que esta se extendió al conjunto de la población. Los estadounidenses fueron absorbidos por la vorágine de construir cosas nuevas, instalarse en lugares nuevos, buscar aventuras, ponerse a prueba a sí mismos, mejorarse a sí mismos y avanzar. Pero, quizá por esa misma razón, no fueron muchos los que optaron por escribir sobre esa nueva vida antes que participar en ella. Tampoco puede decirse que hubiera mucha demanda literaria. Si Estados Unidos hubiera publicado tantos títulos nuevos como Europa por aquella misma época, pocos habrían encontrado compradores dispuestos a dedicarles el tiempo necesario para leerlos. De todos modos, en las novelas de Herman Melville, el más grande maestro de la ficción estadounidense decimonónica, resuena de fondo la música del mundo empresarial y comercial en auge.

Dos de las principales novelas de Melville tratan sobre la confianza en uno mismo y en los demás, y sobre la incertidumbre. En The Confidence-Man, novela de 1857 ambientada a bordo del buque Fidele (y traducida al español como El estafador y sus disfraces), el meollo del negocio radica en si se puede confiar dinero a un emprendedor o socio potencial. Como dijo un amigo de Melville, «es bueno [...] y habla muy bien de la naturaleza humana que esta pueda ser estafada». El gran éxito de Melville de 1851, Moby Dick, dedica páginas enteras a describir el proceso de la caza de las ballenas, insinuándonos la excitación de esos momentos e indicándonos los riesgos, que deducimos que son incuantificables. Las «cuerdas de arpón» en las que los marineros pueden quedar atrapados (puede que incluso con resultado fatal) sirven de metáfora de las novedades en las que los agentes participantes en la economía pueden quedar trágicamente enredados.12 Aunque la vida comercial y empresarial —la buena y la mala— y la profusión de nuevas ocupaciones causaron honda impresión en Dickens, tuvo que ser un observador estadounidense con una especial voz poética quien captara la fascinación y el suspense de esa nueva vida.

La Crónica del caballero Geoffrey Crayon, de Washington Irving, tuvo muy buena acogida en Inglaterra y Estados Unidos en 1820 con sus relatos que aludían a ciertos cambios profundos que se estaban produciendo en los entornos urbanos. En «La leyenda de Sleepy Hollow», un lugar imaginado a unos cuarenta kilómetros de Nueva York, río Hudson arriba, Irving describió un pueblo aislado de los arrolladores cambios económicos que estaba viviendo Estados Unidos: en Sleepy Hollow, «la población, los modales y las costumbres permanecen fijos, mientras el gran torrente de las migraciones y las mejoras, que está introduciendo incesantes cambios en otras partes de este agitado país, corre desbocado e inadvertido a su lado». Un hombre relativamente culto, Ichabod Crane, viene a trabajar y enseñar en esta localidad de «lánguido reposo», pero acaba siendo evitado por sus tozudos y supersticiosos nuevos vecinos. Irving insinuó sutilmente en esas páginas su opinión crítica con aquellos que posiblemente no habían «entendido nada sobre el trabajo del intelecto». La implicación con el trabajo contrasta crudamente con la ociosidad, que Irving relaciona con la pérdida de oportunidades y con el aislamiento respecto al cambio.

El surgimiento de la economía moderna impulsó cambios no solo en la literatura, sino también en la pintura. Hasta el siglo XIX, la pintura había sido generalmente estática y pintoresca. Y no solo en los bucólicos lienzos de Claude Lorrain o de Thomas Gainsborough, y en los retratos de la vida doméstica de Joshua Reynolds o de Diego Velázquez, sino incluso también en aquello que Willard Spiegelman denomina (con no excesiva fortuna) «pintura de acción»:

La pintura de acción —tanto la que trataba temáticas mitológicas, como la que plasmaba motivos religiosos o acontecimientos históricos, incluso aunque tuviera un contenido violento— solía carecer de verdadera energía. En Francia, los preciosos colores y simetrías de Poussin en el siglo XVII, la cincelada nobleza de David a finales del siglo XVIII, y la lacada belleza de Ingres a comienzos del XIX, cedieron ante la explosión del Romanticismo.13

En Francia, este movimiento romántico arrancó en la década de 1820 con el tempestuoso cuadro de Théodore Géricault titulado La balsa de la Medusa, en el que, como bien escribe Spiegelman, los supervivientes, a merced del viento y del oleaje, expresan todo un abanico de emociones al ver la nave que acude a rescatarlos: «Desde el entusiasmo y el júbilo hasta la incredulidad [y] la histeria». No tardaron en seguirlo los inmensos lienzos de Eugène Delacroix. Sobre su composición de 1834 Fantasía árabe, E. H. Gombrich comenta que «no hay en ella claridad de contornos, ninguna afectación ni compostura [...], [ningún] motivo patriótico ni edificante. Lo único que el pintor pretende es hacernos partícipes de un momento de intensa emoción, y que compartamos su gozo ante el movimiento y el romanticismo del mar».14 En Gran Bretaña, J. M. W. Turner, en pinturas tan señaladas como Barcos holandeses en una galerna (1801), Tormenta de nieve: Un vapor a la entrada del puerto (1842), y Lluvia, vapor y velocidad (1844), evocó de forma casi palpable los peligros y las emociones de las aventuras empresariales modernas:

Turner es un artista de la ansiedad, del movimiento turbulento sin descanso, de un mundo que, en su superficie, puede parecerse al viejo planeta preindustrial pintado por los maestros con quienes pugnaba por rivalizar, pero que, en realidad, está siendo sacudido de sus amarras por la guerra, la industria y la revolución.

Este Romanticismo [...] nos arrastra como si fuéramos un corcho en un temporal. [...] Si en Una galerna, [el pintor del siglo XVII] Van de Velde nos pinta una estampa del mar salvaje, [Barcos holandeses] hace que ese anterior modelo se nos antoje tan pintoresco como un molinete de juguete. [...] Turner capta en pintura el movimiento y la amenaza de las olas: su pintura es el mar, no una imagen de este. Él confiere a los objetos y la energía una realidad física [...] mientras Van de Velde parece limitarse a crear una naturaleza virtual en una pantalla de ordenador.

La pintura de Turner nos hace dudar de la solidez del suelo que pisamos. Su tierra no es una plataforma precopernicana, sino un orbe que gira en el espacio. [...] Turner, como bien proclamaba su gran valedor, John Ruskin, es la definición misma del «pintor moderno».15

El mar y los trenes se convirtieron en símbolos del tipo de economía que había emergido en aquel siglo: poderosos, peligrosos y demasiado impredecibles para ser controlables, aunque fascinantes y emocionantes a la vez.

Este movimiento romántico en el arte, como ya se ha explicado muchas veces, rechazó el equilibrio ordenado del neoclasicismo del siglo XVIII por mecánico e impersonal. Los románticos recurrieron al carácter directo de la experiencia personal y a la imaginación y la aspiración individuales. El paralelismo con la transformación de la economía es bastante evidente. Las economías del siglo XVIII, en las que los recorridos temporales de la producción, la inversión y el trabajo podían suponerse bastante determinados y, por consiguiente, bastante cognoscibles de antemano —salvo por la intervención de conmociones exógenas ocasionales como la peste o el descubrimiento del Nuevo Mundo—, cedieron su lugar a las economías modernas, en las que, en virtud del elevado ritmo de las innovaciones, constantemente se descubre qué puede producirse y qué no, y en las que las decisiones sobre qué producir y en qué invertir reflejan la imaginación de los emprendedores. Pero hasta ahí llega el paralelismo nada más. ¿Simbolizaron esas pinturas creadas hasta la década de 1850 la alta implicación y la profunda gratificación asociadas al trabajo en las emergentes economías modernas? ¿Reflejaron momentos de felicidad como la consecución de un empleo ansiado o la demostración del valor de una idea comercial nueva? Parece que no. Pero sí representaron la emoción que acompañaba a las oportunidades y los peligros consustanciales a aquella nueva era.

El expresionismo trató de captar otros aspectos de la vida económica que hasta entonces no se habían conseguido representar con acierto. Vincent van Gogh, precursor de los expresionistas y otro de los grandes candidatos a ser considerado fundador del arte contemporáneo, aportó un elevado grado de emoción a temas de la vida cotidiana en la incandescente obra que pintó en Arlés: he ahí ejemplos como El sembrador (a la puesta del sol), El pintor en el camino a Tarascon, o Terraza del café de la Place du Forum en Arlés por la noche, todos ellos cuadros de 1888. En este último, la terraza del café al aire libre es tan resplandeciente como el cielo nocturno y nos vienen ganas de estar allí charlando, bebiendo y comiendo con amigos. En las voluminosas cartas que escribió a su hermano, Van Gogh evidenció que tenía ciertos conocimientos sobre las economías modernas. Como audaz innovador que era, comprendía la necesidad de que las personas crearan y dejaran su huella innovando. Como profesional, también entendía que la innovación no puede ir muy lejos si no se tienen posibilidades de observar (y aprender e inspirarse con) las actividades innovadoras de otros:

El hombre no ha sido puesto en este mundo para ser feliz; ni ha sido puesto aquí simplemente para ser honrado. Está aquí para lograr grandes cosas en sociedad.16

Los expresionistas, desarrollando los grandes avances introducidos por Van Gogh, se sintieron fascinados por la rápida expansión de la vida urbana. Con anterioridad a ellos, había habido cuadros como el Desfile en la Opernplatz de Kruger (1822), en el que un tema tradicional, con sus figuras de la realeza, se transforma en la imagen de una «multitud moderna» formada por ciudadanos corrientes y personalidades famosas.17 El expresionista Ernst Ludwig Kirchner, con su media docena de cuadros titulados Escena callejera de Berlín que datan de entre 1913 y 1915, aportó una nueva nota transmitiendo la vitalidad, el glamur y las prisas de la nueva vida urbana finisecular. Sin embargo, unos años más tarde, Oskar Kokoschka y George Grosz mostraron una imagen extraordinariamente sombría de la vida moderna que les rodeaba tras haber sobrevivido a los horrores de la Primera Guerra Mundial y a las convulsiones de los años veinte. Más optimista fue la mirada presentada desde la región mediterránea por los pintores futuristas de Italia, que captaron el acelerado ritmo de la vida en su país. Cabe mencionar un ejemplo temprano de ello como es la obra de 1910 de Giacomo Balla Dinamismo de un perro con correa. Más tarde, Gino Severini exaltó en su Tren de la Cruz Roja atravesando un pueblo (de 1915) la sobrecogedora velocidad y el estilizado diseño de los trenes modernos que comenzaban a circular por Italia. (Sin embargo, los pintores que siguieron el camino de John Constable —como Paul Cézanne y los grandes cubistas— se interesaron más por el espacio y la perspectiva que por la vida de los negocios y la ciudad.)

Poco se expresó en las artes visuales acerca de una dimensión clave de la vida que introdujeron las economías modernas. La vida de la actividad económica y comercial solía estar señalada antes de esa época por un marcado componente hazañoso o heroico: el de quienes «se subían a los barcos y se hacían a la mar» lanzándose a la aventura, como los vikingos. Con la economía moderna, la vida pasó a estar llena de elucubración: de «subo al desván a pensar». En pintura y escultura, hubo cierto reconocimiento de esa nueva vida mental. Un retrato pintado en torno a 1900 por un artista de Filadelfia representa a un hombre de negocios que parece profundamente sumido en sus pensamientos. El pensador, una de las estatuas más famosas de todos los tiempos, fue terminada en 1889 por Auguste Rodin, progenitor de la escultura moderna y muy reconocido por su representación de hombres y mujeres corrientes. Es posible que El pensador sea el Prometeo de la mitología clásica, pero lo cierto es que «prometeico» es un adjetivo que se emplea desde hace tiempo en referencia a las economías modernas. De hecho, nadie esculpió una figura así hasta que llegaron las economías modernas y, con ellas, la escultura moderna.

Tampoco hallamos en la literatura ni en las artes visuales una especial valoración de esas satisfacciones y gratificaciones interiores que seguramente surgieron y se generalizaron por vez primera durante el siglo XIX. En el penúltimo capítulo de su Notas de campo desde otra parte, una meditación que llega al fondo mismo de la vida, el filósofo Mark C. Taylor se pregunta: «¿Por qué cuesta tanto escribir sobre la felicidad?». Él supone que los escritores tienden a escribir menos cuando están contentos y que, cuando esa felicidad pasa —como siempre ocurre con la felicidad—, afrontan su infelicidad escribiendo sobre esta, pues, quizás al hacerlo, encuentran una salida a ese estado no deseado. Otro motivo tal vez sea que, aunque siempre es posible representar momentos de alegría, regocijo o éxtasis si se sitúan en un contexto particular, las satisfacciones y gratificaciones cotidianas poco reseñables que resultan de la implicación personal en proyectos (en solitario o en equipo) no se prestan tanto a la representación escrita o pictórica.

La música, sin embargo, sí parece haber demostrado una mayor capacidad para evocar esas sensaciones interiores, esas dimensiones internas de buena parte de nuestra experiencia. Diríase que la música ha conseguido captar mejor la vivencia del afrontamiento de problemas y hasta los obstáculos y el gozo de crear. Quizá se deba a que una composición musical puede estar formada por centenares de estrofas y miles de compases, mientras que una pintura consiste en una única toma o encuadre. Sus posibilidades, pues, son diferentes.

No cabe duda de que el producto musical no es una mera descripción de la creatividad y la innovación, ni de la lucha, la derrota y el triunfo consiguientes vividos por otros. La música es suya y particular; salvo excepciones, no representa ningún elemento del mundo social. Lo que el compositor expresa es su propia sensación a propósito de su propio esfuerzo por crear y, si hay suerte, por dar pie a una innovación musical. Y si, por una de aquellas casualidades, el público «conecta» con la labor y la lucha así expresadas, la composición se convierte en un éxito comercial.

El XIX fue un siglo que, en Europa y en Estados Unidos, se vivió cada vez más al son de la música. Esta había dejado de ser una especie de tesoro reservado a los obispos y príncipes europeos. La música considerada seria pasó a gozar de gran aceptación entre la clase media del mundo comercial y empresarial, y la música llamada «popular» pasó a ser accesible para la clase trabajadora también. El público seguidor de la música era muy numeroso en Estados Unidos. En 1842, se fundó la Musikverein de Viena para apoyar a la Orquesta Filarmónica de esa ciudad; ese mismo año, se fundó la Sociedad Filarmónica de Nueva York para crear allí una orquesta de alto nivel. Pero en aquel siglo XIX, los grandes productores de música —seria o popular, da igual— fueron todos europeos. No sería hasta el siglo siguiente cuando Estados Unidos asumiría el liderazgo en el terreno de la composición de temas populares; a partir de la década de 1930, se puso también a la altura en el ámbito de la música para orquesta.

Algo debía de estar evolucionando en la música para que sintonizara tan bien con la vida de la época. Hoy es evidente de qué se trataba. Los compositores de los periodos barroco y clásico de los siglos XVII y XVIII se inspiraron por sistema en el acervo de melodías populares preexistentes y seguían fórmulas preestablecidas para desarrollar sus temas: fórmulas tan rutinarias como lo eran las economías mercantiles de aquel entonces. Trabajando con arreglo a ese estilo, un compositor de talento como Joseph Haydn fue capaz de producir más de cien sinfonías. Los compositores de las eras posteriores se dedicaron a derribar esas reglas. En una encuesta de hace unos años, se pidió a los musicólogos que nombraran a los tres compositores más innovadores de todos los tiempos. Los ganadores fueron Ludwig van Beethoven, Richard Wagner e Ígor Stravinski. (Seguramente, habría sido imposible llegar a consenso alguno en torno a un cuarto.) Todos ellos rompieron las reglas de la composición musical entre 1800 y 1910 acompañados por la ascensión de las economías modernas y por la elevada innovación comercial y profesional resultante.

Beethoven —sobre todo en su Tercera Sinfonía (Eroica) de 1804— abrió una vía a la innovación al dejar por determinar (hasta cierto punto) el cómo se desarrollaría la composición, algo muy similar a cómo la trayectoria futura de las economías modernas estaba bastante indeterminada de entrada dadas las posibilidades de innovación que los emprendedores y sus financiadores tenían abiertas ante sí. En la música de Beethoven puede irrumpir inesperadamente un tema nuevo —por ejemplo, el movimiento final de la Segunda Sinfonía, con sus cuerdas frenéticas, se nos antoja caótico, y también la Novena rompe reglas para expresar desorden— exactamente igual que un emprendedor podría poner en marcha inopinadamente un nuevo producto. Por supuesto, la fuente de inspiración de Beethoven no puede buscarse en un contexto social y económico de enorme innovación comercial como el de las economías modernas, pues estas apenas empezaban por entonces a estar suficientemente desarrolladas como para probar y desplegar innovaciones comerciales y empresariales exitosas. Lo más probable es que la flecha causal funcionara a la inversa, y que Beethoven alcanzara cotas siderales de éxito durante las décadas siguientes porque sus sinfonías sintonizaban muy bien con personas que estaban viviendo la innovación —impulsada por ellas mismas o, en la mayoría de los casos, por otras— en sus propias vidas laborales y comerciales. Fue la burguesía culta la que aupó a Beethoven. Fueron esos burgueses quienes le rindieron así homenaje, no él a ellos.

La siguiente generación de compositores aumentó la exaltación del héroe hasta cotas febriles. La obertura Manfred de Robert Schumann captó el espíritu del poema homónimo de Lord Byron y la impulsividad de su cuarteto para piano en mi bemol mayor —tocado a velocidad de vértigo— expresó brillantemente la celeridad de su época. Franz Liszt rompió esquemas con Los preludios (según Lamartine), una obra orquestal que él calificó de «poema sinfónico» y que no estaba estructurada con arreglo a las líneas clásicas. Se cree que el título hace referencia a una oda del poeta Alphonse de Lamartine y, de hecho, un epígrafe de la partitura publicada evoca ese poema:

¿Qué otra cosa es nuestra vida sino una serie de preludios? [...] ¿Qué destino es aquel en el que los primeros gozos de la felicidad no se ven interrumpidos por alguna tormenta cuya embestida mortal disipa las bellas ilusiones de aquella, [...] donde el alma [...] al salir de una de esas tempestades, no ansía reposar en el recuerdo de la calmada serenidad de la vida en los campos? Y, sin embargo, el hombre difícilmente se entrega por mucho tiempo al deleite de la benéfica quietud de la que, en el principio, fue partícipe en el seno de la naturaleza. [...] Cuando «la trompeta toca a rebato», corre presto al peligroso puesto de combate, sea cual sea la guerra que lo llama a sus filas, con tal de recuperar al fin en la batalla la plena conciencia de sí mismo y la entera posesión de su energía.

(El electrizante toque de trompeta que suena en ese momento avisa a los espectadores de cuándo ha llegado tal «recuperación».)

El poema sinfónico de Richard Strauss Una vida de héroe está inspirado en los altibajos de los primeros años de una carrera creativa: la suya propia. Su última ópera, Capriccio, está ambientada en un entorno de actividad económica: la del negocio teatral, para ser más precisos. Con el personaje del director de teatro La Roche, Strauss dibuja una imagen convincente (con todas sus imperfecciones) de un hombre tan vanidoso como grande. Pero, en esa ópera y en algunas más, lo que principalmente interesa a Strauss es dramatizar la búsqueda de autoconocimiento de la protagonista. Las mujeres, y no solo los hombres, deben salir al mundo a averiguar quiénes son. En época de Strauss, las economías modernas habían forjado ya una verdadera revolución cultural y psicológica, y estaban comenzando a derribar incluso las ancestrales barreras de género.

La ópera decimonónica reflejó las nuevas aspiraciones de liberación y de expresión propia de muchas personas. Richard Wagner y Giuseppe Verdi, nacidos ambos en 1813, se hicieron eco de las tensiones y las emociones despertadas por la vida social moderna que se desarrollaba en el mundo que les tocó vivir. En Wagner, son protagonistas femeninas las que se sitúan en el centro de la acción y es la pasión (el amor, por ejemplo) la que da sentido a la vida. En ninguna otra obra fue eso más cierto que en su ciclo de cuatro óperas titulado El anillo del nibelungo, que se estrenó en 1869. Él no afirma que no haya pasiones en los negocios, ni que el hecho de afrontar retos, de experimentar y de explorar en ese mundo comercial y empresarial dote igualmente de sentido la vida. Pero el ciclo de El anillo trata también de la absurdidad y la posible perdición que aguardan a quienes se entreguen a una obsesiva y desenfrenada búsqueda de la riqueza material o del poder arbitrario. El ansiado anillo de oro está maldito. El ciclo también expresa la aprensión que produce que el orden antiguo de trono y altar sea barrido por la llegada de las naciones industriales y del final del Sacro Imperio Romano Germánico. Cuando Wotan, soberano del mundo, roba el anillo a Alberico, quien lo había robado primero, desautoriza todos los viejos tratados y obligaciones: es un sálvese quien pueda. Pero Wagner no es pesimista. La caída de los dioses en la ópera final de El anillo representa, según el propio Wagner, el comienzo del mundo moderno, donde los seres humanos serán más libres que antes para conformar sus destinos. Y, como corresponde a un artista de su talento y audacia, Wagner tampoco era un conservador social. Puede que fuera un poco socialista en cierto sentido etéreo del término, pero no era ningún corporativista: la única comedia que compuso, Die Meistersinger (Los maestros cantores de Núremberg), rinde un afectuoso tributo a las tradiciones del gremio medieval, pero termina decantándose por el individuo y por la apertura a lo nuevo.

Otras óperas estrenadas más tarde en Italia, y, en especial, La traviata de Verdi y las posteriores obras del verismo de Giacomo Puccini y Pietro Mascagni, dramatizan la temática moderna de la emancipación frente a la opresión y la represión. Ya en el siglo XX, otras composiciones más jazzísticas de Maurice Ravel, Darius Milhaud y Jacques Ibert exaltaron la libertad y la diversión de la vida moderna en la Francia de aquel momento. El auge del jazz en Nueva Orleans y Chicago en los años veinte fue una expresión de individualidad y de espíritu imaginativo.

Evolucionando a la par que la música moderna, la danza contemporánea concede a los espectadores una tregua ante el heroísmo y las venganzas de la ópera. Marius Petipa, el bailarín francés que, tras sendas etapas en Estados Unidos y Europa, terminó en San Petersburgo, creó el ballet moderno de saltos y giros extáticos en colaboración con Piotr Ilich Chaikovski. El lago de los cisnes, en su versión original de 1877, se centra en el conflicto entre la recta y diligente Odette, convertida en reina cisne, y Odile, una sofisticada mujer de mundo que desea seducir al Príncipe, enamorado de Odette. La pieza puede ser vista como una alegoría de las tensiones morales en la vida moderna, donde el compromiso representa nuevos riesgos, aunque la senda de la virtud puede ofrecer importantes recompensas también (la virtud se recompensa sola). Pero a la danza aún le quedaba mucha modernidad que recorrer. Fue otro ruso, George Balanchine, quien más la ayudó a avanzar por esa senda cuando emigró de San Petersburgo a París, y de allí a Londres y a Nueva York. Sus revolucionarias composiciones, desde Apolo en 1928 («aprendí que también yo podía simplificar») y El hijo pródigo en 1929, hasta Agon en 1957 y Stravinski Violin Concerto en 1972, retrataron elementos de la vida moderna: los viajes sin destino característicos de esta, su carácter extraño y sus momentos excitantes. La economía de Rusia distaba mucho de ser moderna en aquel entonces (todavía está lejos de serlo). Pero, empapándose del espíritu de las ciudades modernas de Occidente desde época muy temprana, Stravinski y Balanchine devinieron los gigantes de la modernidad que fueron.

Cabría preguntarse si el declive del arte y la música contemporáneos durante los años sesenta —cuando el «make it new!» («¡hazlo nuevo!») de Ezra Pound fue sustituido por los bucles sin fin de Philip Glass y la ironía del pop art— y el declinar del dinamismo económico que se hacía ya visible en toda Europa y comenzaba a instalarse también en todo Estados Unidos simbolizaban toda una pérdida de compromiso con los ideales de la exploración y la innovación.

EN RESUMEN

La economías modernas que brotaron en buena parte del mundo occidental tuvieron hondas consecuencias para el temperamento de toda una época. El nacimiento de lo moderno en las artes y las letras está conectado sin duda con el espíritu de la economía moderna en aquellos países donde esta surgió y mantuvo su fuerza. Pero se trata de una conexión bidireccional. Las expresiones más tempranas de lo moderno, sobre todo en música y filosofía, parecen haber anticipado (y puede que incluso incubado) ese espíritu sin el que las economías modernas no habrían podido existir; aquellos novedosos avances precoces en arte y filosofía fueron presagios de las economías modernas que estaban por llegar. No obstante, las extraordinarias oleadas de innovación artística durante el siglo XIX y la primera mitad del XX fueron, a un tiempo, un reflejo de, y un comentario a, las nuevas dimensiones de la vida generadas por la economía moderna. Por lo general, el arte, crítico normalmente con la sociedad y, con frecuencia, sombrío, se mostró positivo con la vida moderna, de la que exaltó sus nuevas dimensiones. (De hecho, los dos capítulos finales del libro abordarán la pregunta suprema de qué modo razonable tendríamos de comparar los efectos positivos de la modernidad económica con sus costes.)

Los lectores ya se habrán hecho una idea a estas alturas de cuáles serán las escalas que iremos visitando en el viaje descrito en este libro y cuál es el destino del mismo. El capítulo 4, que cierra la primera parte del libro, dedicada al auge de lo moderno, aborda la cuestión de la evolución de las instituciones (tanto las económicas como las políticas) y la cultura económica que posiblemente dieron a luz las economías modernas nacidas en el siglo XIX. La segunda parte del libro la dedicaremos a analizar las batallas y las controversias del siglo XX a propósito de la economía moderna, algunas de las cuales se tradujeron en modificaciones (para bien o para mal) de ese sistema moderno.

Una prosperidad inaudita

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