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PREFACIO

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La primera vez que vi Los Ángeles, me di cuenta de que nadie la había pintado tal cual se ve.

DAVID HOCKNEY

¿Qué ocurrió en el siglo XIX para que la población de algunos países disfrutara —por vez primera en la historia humana— de un crecimiento ilimitado de sus salarios, de una expansión del empleo en la economía de mercado y de una satisfacción generalizada con sus trabajos? ¿Y qué causó que muchas de esas naciones —diríase incluso que la totalidad de ellas— perdieran todo eso en el siglo XX? Este libro se propone analizar cómo se logró tan inusual prosperidad... y cómo se malogró.

En estas páginas, expongo una perspectiva nueva sobre la verdadera naturaleza de la prosperidad de las naciones. El florecimiento es el meollo de la prosperidad: el comprometerse; el afrontar desafíos; la expresión y el crecimiento personales. El florecimiento de una persona surge de la experiencia de lo novedoso: nuevas situaciones, nuevos problemas, nuevas visiones de las cosas y nuevas ideas que desarrollar y compartir. Pues del mismo modo, la prosperidad a escala nacional —el florecimiento masivo— nace de una participación generalizada de las personas en los procesos de innovación: la concepción, el desarrollo y la difusión de métodos y productos nuevos; la innovación autóctona que se origina hasta en las bases mismas de la sociedad. Este dinamismo puede verse estrechado o debilitado por unas instituciones surgidas de una interpretación imperfecta de la nueva realidad o de unas prioridades que chocan con las de esas novedades. Pero lo que no pueden hacer esas instituciones es crearlo. El dinamismo generalizado debe venir alimentado por los valores correctos sin quedar demasiado diluido en otros valores.

Es de enorme importancia que un pueblo sepa reconocer que su prosperidad depende de la amplitud y la profundidad de su actividad innovadora. Las naciones que ignoran cómo se genera su prosperidad pueden dar pasos que les cuesten buena parte de su dinamismo. Estados Unidos, a juzgar por los datos disponibles, no produce ahora la tasa de innovación ni la elevada satisfacción laboral que producía antes de la década de 1970. Y los participantes en la economía tienen derecho a que sus posibilidades de prosperar —de autorrealizarse, como John Rawls las denominó— no se echen a perder. En el siglo pasado, los gobiernos se esforzaron por que las personas desempleadas se reubicaran en otros empleos a fin de que pudieran volver a prosperar. La tarea pendiente es ahora mayor: subsanar las pérdidas de prosperidad que están experimentando también las personas que tienen empleo. Para ello serán precisas iniciativas legislativas y reguladoras que no tengan nada que ver con la potenciación de la «demanda» ni de la «oferta». Se necesitarán iniciativas basadas en un conocimiento correcto de los mecanismos y las mentalidades de los que la alta innovación depende. Ese es un propósito que, aún hoy, los Estados y sus gobiernos seguramente pueden cumplir de forma bastante adecuada. A fin de cuentas, algunos de ellos comenzaron a despejar vías de paso para la innovación dos siglos atrás. Estas eran las reflexiones que tenía en mente cuando concebí la idea de escribir el libro. Yo creía que el único problema era la desgraciada falta de conciencia de esa realidad.

Pero, con el tiempo, comencé a percibir otro problema de carácter distinto: me refiero a la resistencia a los valores y la vida modernos. Los valores que sustentaron la prosperidad elevada chocaron a lo largo del tiempo contra otros valores que obstaculizaban y devaluaban el florecimiento. La prosperidad ha pagado un fuerte peaje por ello. Continuamente nos planteamos preguntas sobre cuál es la clase de vida que idealmente deberíamos tener y, por consiguiente, sobre cuál es la clase de sociedad y de economía que debería contribuir a aquella. En Estados Unidos, son comunes hoy los llamamientos a poner nuestras miras en metas tradicionalistas con las que Europa está familiarizada hace tiempo, como son una protección y una armonía sociales mayores, y diversas iniciativas públicas de interés nacional. Esos fueron los valores que condujeron a buena parte de Europa a tener una visión tradicional —medieval incluso— del Estado a través de la «lente del corporativismo». También hay quienes invocan una mayor atención a los valores comunitarios y familiares. Poca conciencia parece existir de lo valiosa que fue la vida moderna (y su florecimiento). No se tiene ya en Estados Unidos ni en Europa una sensación real de cómo fue aquel florecimiento masivo. En naciones que podían presumir de unas sociedades deslumbrantes hace un siglo (Francia en los locos años veinte o, sin ir más lejos, apenas medio siglo atrás, Estados Unidos a comienzos de los sesenta) no queda ya un recuerdo vivo de lo que es un florecimiento generalizado. Cada vez más, los procesos de innovación de una nación —la vorágine creativa, el desarrollo febril, y la dolorosa recogida de bártulos y cierre de puertas que acompaña a las novedades que no arraigan— son considerados como una molestia que aquellas advenedizas sociedades materialistas se tomaron gustosas para aumentar su renta y su poder nacionales, pero que nosotros no estaríamos ya dispuestos a soportar. Hemos dejado de ver que los procesos son el material constructivo del florecimiento: el cambio, el desafío y la búsqueda permanente de la originalidad, el descubrimiento y el objetivo de marcar la diferencia.

Este libro es mi respuesta a esa evolución de los acontecimientos. Por un lado, es un reconocimiento del valor que para el florecimiento supuso el legado humanista (un verdadero tesoro) de la era moderna. Pero también pretende instarnos a restablecer lo que se ha perdido y a no rechazar sin más los valores modernos que inspiraron la prosperidad generalizada de las sociedades modernas.

Lo primero que hago en este libro es exponer un elaborado relato de la prosperidad en Occidente en el que se cuenta de dónde y cómo se obtuvo esta, y cómo se ha ido perdiendo (en grado diverso) en una nación tras otra. A fin de cuentas, toda interpretación correcta del presente depende en buena medida de que intentemos encajar ciertas piezas de nuestro pasado. Pero también introduzco un estudio comparativo de la situación actual en los diversos países.

En el hilo central de ese relato, hallamos la prosperidad que se desbordó en el siglo XIX, encendiendo la imaginación de muchos individuos y transformando la vida de muchos trabajadores. El florecimiento a gran escala resultante de un trabajo motivador y lleno de retos llegó primero a Gran Bretaña y Estados Unidos y, luego, a Alemania y Francia. La emancipación paso a paso de las mujeres en esos países y, en el caso estadounidense, la abolición final de la esclavitud ensancharon el florecimiento. La creación de nuevos métodos y productos que acompañó a ese florecimiento fue también un componente principal del crecimiento económico que coincidió con él en el tiempo. Luego, en el siglo xx, el florecimiento terminó por angostarse y el crecimiento se extinguió.

En este relato, el periodo histórico de prosperidad —que se extiende desde una década tan temprana como la de 1820 (en Gran Bretaña) hasta otra tan reciente como la de 1960 (en Estados Unidos)— fue el producto de una innovación autóctona de base muy extendida, consistente en la adopción de métodos o bienes nuevos, salidos de ideas locales originadas en la economía nacional misma. Las economías de esas naciones pioneras desarrollaron dinamismo: el apetito y la capacidad de innovación autóctona. Yo las llamo economías modernas. Otras economías se beneficiaron siguiendo la estela de las modernas. No me refiero a la tesis clásica de Arthur Spiethoff y Joseph Schumpeter: no es que los emprendedores se decidieran entonces a intervenir para fabricar las innovaciones «obvias» insinuadas por los descubrimientos de «científicos y navegantes». Las economías modernas no eran las viejas economías mercantiles, sino toda una novedad.

Para conocer mejor las economías modernas debemos tomar como punto de partida una noción igualmente moderna: me refiero a las ideas originales nacidas de la creatividad y basadas en la singularidad de los conocimientos, la información y la imaginación privados de cada persona. Las economías modernas fueron impulsadas por las ideas nuevas de todo el conjunto de pobladores del mundo de la empresa y los negocios, muchos de ellos ya olvidados: hombres con ideas, emprendedores, financieros, promotores y vendedores, y usuarios finales pioneros. De la creatividad y la incertidumbre a ella asociadas acertaron a ver pálidos reflejos en las décadas de 1920 y 1930 algunos de aquellos modernos, como Frank Knight, John Maynard Keynes o Friedrich Hayek.

Gran parte del libro se ocupa de la experiencia humana misma en el proceso innovador y el florecimiento que de ella se sigue. Los beneficios humanos derivados de la innovación son un producto básico de toda economía moderna que funcione bien: me refiero al estímulo mental, los problemas a los que se buscan soluciones, la llegada de una nueva idea o conocimiento, etcétera. He tratado de transmitir cierta impresión de la rica experiencia que representa el trabajar y el vivir en una economía así. Mientras perfilaba tan extenso lienzo que pintar, hallé un acicate muy especial en el hecho de descubrir que nadie había retratado nunca esa sensación general de vivir en una economía moderna.

Mi teoría del fenómeno del dinamismo reconoce que esa multitud de libertades económicas son un elemento clave: son libertades que podemos agradecer a nuestra democracia occidental. También son capitales diversas instituciones habilitadoras que surgieron en respuesta a las necesidades de empresas y negocios. Pero el ascenso de la modernidad económica requirió de algo más que la simple existencia e imposición de unos derechos legales y diversas instituciones comerciales y financieras. Mi tesis sobre el dinamismo no niega que la ciencia ha avanzado y avanza, pero no liga la prosperidad a la ciencia. En mi versión de lo acontecido, las actitudes y las creencias fueron la fuente del dinamismo de las economías modernas. Hablamos principalmente de una cultura que protegió e inspiró la individualidad, la imaginación, el conocimiento y la expresión propia personal, que son los factores que impulsan la innovación autóctona en una nación.

Allí donde la economía de un país se vuelve predominantemente moderna, sostengo aquí, pasa de producir solamente bienes o servicios conocidos y específicos, a soñar y trabajar con ideas sobre otras cosas que se pueden intentar producir (bienes o servicios que, hasta entonces, no se sabía que eran producibles y que puede que incluso nunca antes hubieran sido concebidos). Y allí donde una economía se echa atrás a la hora de traspasar el umbral de lo moderno (porque está privada de las correspondientes instituciones o normas, porque hay frenos que bloquean su avance, o porque hay oponentes que inhiben la modernización), se limita ostensiblemente el flujo interno de ideas. Dependiendo del polo hacia el que gravita la economía (hacia lo moderno o hacia lo tradicional), varía profundamente la textura de la vida laboral.

De ahí que la historia de Occidente aquí expuesta haya sido impulsada por una lucha central. No se trata de la lucha entre capitalismo y socialismo (pensemos que la propiedad privada aumentó en Europa hace ya décadas hasta niveles similares a los estadounidenses). Tampoco me refiero a la tensión entre catolicismo y protestantismo. La lucha fundamental es entre valores modernos y valores tradicionales (o conservadores). Desde el humanismo renacentista hasta la Ilustración y lo que vino después, incluidas las filosofías existencialistas, se produjo una evolución cultural que fue acumulando un nuevo conjunto de valores: valores modernos como la expresión de la creatividad, la exploración del conocimiento por la exploración en sí, y el crecimiento personal por el simple prurito de crecer. Y esos valores inspiraron el auge de las sociedades modernas en Gran Bretaña y Estados Unidos. En el siglo XVIII, promovieron la democracia moderna, como bien sabemos, y en el XIX, dieron origen a las economías modernas. Estas fueron las primeras economías del dinamismo. Tal evolución cultural llevó también las sociedades modernas (sociedades suficientemente modernas para la democracia, se entiende) a la Europa continental. Pero los trastornos sociales causados por las economías modernas emergentes en esas naciones constituían una amenaza para las tradiciones. Y los valores tradicionales —la anteposición de la comunidad y el Estado al individuo, y la prioridad de la protección sobre el avance— tenían tal fuerza que, en general, pocas economías modernas realizaron avances muy sustantivos en ese terreno. Allí donde los hicieron o amenazaron seriamente con hacerlos, fueron tomadas a la fuerza por el Estado (en los años de entreguerras) o maniatadas a fuerza de restricciones (en los años de posguerra).

Son muchos los autores que mencionan haber librado una larga lucha por liberarse de las ataduras de las ideas heredadas y preconcebidas, y, para poder hablar de la economía moderna, de su creación y de su valor, yo mismo he tenido que huir de una selva de descripciones irreconocibles en la realidad y de teorías inaplicables. Hubo que lidiar con los postulados clásicos de Schumpeter —según los cuales, las innovaciones son solamente consecuencia de descubrimientos exógenos— y con el corolario neoschumpeteriano de que la única manera de potenciar la innovación es fomentando la investigación científica. Estas dos tesis daban por sentado que una sociedad moderna podría seguir existiendo como tal sin una economía moderna. (No me extraña que Schumpeter pensara que la llegada del socialismo estaba a la vuelta de la esquina.) También hubo que tener en cuenta el concepto (originario de Adam Smith) de que el «bienestar» de las personas se deriva únicamente del consumo y del ocio y que, por consiguiente, toda su vida laboral y empresarial tiene esos fines como propósito, sin que la experiencia en sí valga nada. Luego estaba también el bienestarismo neoclásico de Keynes, en el que los fallos de mercado y las fluctuaciones de los ciclos son los grandes males modernos a combatir, pues los retos y las iniciativas empresariales responsables de los mismos carecen de valor humano alguno. A esto siguió en el tiempo el enfoque neoclásico, que es el dominante en las facultades de economía y administración de empresas hoy en día, y según el cual, lo importante en cualquier negocio es la evaluación del riesgo y el control de costes, pero no la ambigüedad, la incertidumbre, la exploración ni la visión estratégica. Y, por último, estaba la perspectiva del optimista incurable, según la cual las instituciones de una nación no nos han de preocupar, pues la evolución social siempre produce las instituciones necesarias y todo país tiene la cultura que mejor se adapta a su carácter. Por poco que este libro se haya acercado a la verdad, estaremos en condiciones de afirmar que todas esas ideas previas eran tan falsas como perjudiciales.

El libro dedica muchas páginas a describir con admiración la experiencia que la economía moderna brinda a quienes participan en ella. Después de todo, ahí radicó la verdadera maravilla de la era moderna. Pero ese homenaje nos invita también a preguntarnos por la comparación entre esta vida moderna que las economías modernas hicieron posible y otros modos de vida. En el penúltimo capítulo, sostengo que el florecimiento —ese producto por antonomasia de la economía moderna— concuerda bastante con el concepto que algunos antiguos tenían de la vida buena, un concepto sobre el que se han escrito numerosas variaciones con posterioridad. La vida buena requiere del crecimiento intelectual que acompaña al acto de afrontar el mundo, y del crecimiento moral que se deriva de crear y explorar en un contexto de gran incertidumbre. La vida moderna que introdujeron las economías modernas ejemplifica a la perfección el concepto de la vida buena. He ahí un factor justificador más de una economía moderna que funcione bien: la potencial contribución de esta a la vida buena.

Pero cualquier justificación de una economía así debe solventar antes las objeciones de que esta ha sido objeto. Una economía estructurada para ofrecer posibilidades de una vida buena (para todos los participantes incluso) no podría ser considerada una economía justa si causara injusticias en el proceso de alcanzar esa buena vida o proveyera esta de un modo que se juzgara injusto. Las personas menos favorecidas y, en general, todos los participantes en una economía moderna sufren —desde los trabajadores que pierden sus empleos hasta los empresarios cuyas empresas quiebran, pasando por las familias que ven mermada gravemente su riqueza— cuando el nuevo rumbo tomado por esa economía demuestra ser el equivocado o, incluso, poco menos que una estafa, como durante la burbuja inmobiliaria desatada en esta pasada década. Y los gobiernos no regulan la distribución de los beneficios de una economía moderna (incluida la vida buena, que sería el principal de tales beneficios) del modo más favorable posible a los menos favorecidos. (Pero eso bien podría ser más culpa del gobierno en cuestión que de la economía moderna propiamente dicha.)

En el capítulo final, me atrevo a bosquejar la concepción de una economía que es moderna y, al mismo tiempo, justa en tanto en cuanto va todo lo lejos posible a la hora de proporcionar posibilidades de vida buena a participantes cuyo talento o cuyos antecedentes los desfavorecen respecto a otros. Señalo que una economía de tipo moderno que funcione bien puede regirse con arreglo a nociones ya conocidas de justicia económica, como la mencionada atención especial a los menos favorecidos. Si todos anhelan la vida buena, estarán dispuestos a asumir el riesgo de unas grandes oscilaciones individuales para tener esa vida. Añado también que, bajo una amplísima variedad de condiciones, una economía moderna que funcione de forma justa es preferible a una economía tradicional —basada en valores tradicionales, quiero decir— por muy justo que sea el funcionamiento de esta. Pero ¿y si algunos de los participantes se rigen por valores tradicionales? En un estudio introductorio como este, no podemos extendernos más allá de un cierto punto. Pero si algo está claro, es lo siguiente: quienes en una nación quieran tener unas economías propias basadas en sus valores tradicionalistas particulares deben ser libres para hacerlas efectivas. Pero quienes aspiren a la vida buena tienen derecho a ser libres de trabajar en una economía moderna y a no verse confinados en una economía tradicionalista, privada de cambios, retos, originalidad y descubrimiento.

Puede parecer paradójico que una nación valore (o incluso potencie) la posibilidad de hacer más efectivo un tipo de economía para el que el futuro es desconocido e incognoscible, una economía proclive a enormes fallos, cambios y abusos en los que las personas puedan sentirse como dejadas «a la deriva», cuando no «aterradas». Pero la satisfacción de obtener una nueva y mejor percepción de la realidad, la emoción de afrontar un desafío, la sensación personal de abrirse uno (o una) su propio camino, y la gratificación que produce el hecho de haber crecido en ese proceso —es decir, todo aquello que, en esencia, vendría a ser la vida buena— exigen precisamente eso.

Una prosperidad inaudita

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