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1 CÓMO ADQUIRIERON SU DINAMISMO LAS ECONOMÍAS MODERNAS
ОглавлениеEl secreto de una productividad brillante siempre estará en descubrir problemas nuevos y en intuir teoremas nuevos que abran la puerta a nuevos resultados y conexiones. Sin la creación de nuevos puntos de vista, sin el planteamiento de objetivos inauditos, las matemáticas se agotarían fácilmente en el rigor de las pruebas lógicas y comenzarían a estancarse, pues se quedarían vacías de contenido. En cierto sentido, mayor servicio prestaron a las matemáticas quienes se distinguieron más por sus intuiciones que por sus demostraciones rigurosas.
FELIX KLEIN, Lecciones sobre el desarrollo
de la matemática en el siglo XIX
En esta primera parte del libro, examinamos las economías modernas como elementos nucleares de las sociedades modernas que surgieron en Occidente a comienzos del siglo XIX. Su dinamismo sin precedentes se vio reflejado en más dinamismo en otros ámbitos de la sociedad también. El relato que aquí se presenta describe cómo esas economías cambiaron no solo los estándares de vida y de trabajo, sino también el carácter mismo de la vida. Y es que el dinamismo se manifiesta de múltiples modos. El relato examina también cómo y por qué surgieron esas economías que hicieron historia.
Una economía moderna, según emplearemos el término aquí, no significa una economía actual, sino una economía dotada de un grado considerable de dinamismo: es decir, de la voluntad y la capacidad y aspiración de innovar. Cabría preguntarse, entonces, qué es lo que hace que una economía moderna sea moderna, del mismo modo que podríamos preguntarnos qué hace que la música moderna sea moderna. Si una economía nacional constituye un complejo de instituciones económicas y un tejido de actitudes económicas —una cultura económica, en definitiva—, ¿qué modo de estructurar tales elementos equipó y alimentó las economías modernas disponiéndolas al dinamismo? Para empezar, es necesario tener muy claro el concepto de dinamismo y su relación con el crecimiento, términos que a menudo se confunden el uno con el otro.
Una innovación es un método o un producto nuevos que devienen en una práctica nueva en algún lugar del mundo.1 La novedosa práctica en cuestión puede aparecer solamente en una nación —previamente a su propagación posterior— o en una comunidad transnacional. Cualquier innovación así entendida implica tanto la creación de la cosa nueva —su concepción y su desarrollo— como la adopción pionera de esa cosa. Por lo tanto, las adopciones dependen de un sistema. Las personas y las empresas innovadoras son solo el principio. Para tener buenas perspectivas para la innovación, una sociedad requiere de personas con la pericia y la experiencia necesarias para decidir correctamente si vale la pena intentar desarrollar una novedad, financiar una propuesta de proyecto, y probar el producto o método nuevo una vez desarrollado.
Hasta décadas recientes, se suponía que el sistema de la innovación era la economía nacional. Para innovar, un país tenía que llevar a cabo su propio desarrollo y su propia adopción. Pero, en una economía global, en la que las economías nacionales están abiertas a novedades externas, el desarrollo y la adopción pueden tener lugar en países distintos. Si una innovación, conjunta o individual, es luego adoptada en otro país, esta adopción no se considera innovación (o no, al menos, desde una perspectiva global). Pero para seleccionar productos foráneos que tengan perspectivas favorables de aceptación en el propio país, es posible que se necesite tanta perspicacia como para seleccionar una concepción nueva que desarrollar. La distinción entre innovación e imitación es básica, pero la línea que divide lo uno de lo otro tal vez sea bastante borrosa.
También debemos entender el concepto de dinamismo de una economía. Se trata de un compuesto de las fuerzas profundas y los componentes que subyacen a la innovación: el impulso para cambiar cosas, el talento para cambiarlas y la receptividad a las novedades, sumado a la presencia de las instituciones facilitadoras de todo ello. Así pues, el dinamismo, tal como aquí se emplea el término, es la voluntad y la capacidad de innovar, dejando a un lado las condiciones y los obstáculos de un momento dado. Esto contrasta con lo que habitualmente denominamos vitalidad: la actitud alerta a las oportunidades, la disposición a actuar y el afán por que «el trabajo se haga» (por citar a Schumpeter). El dinamismo determina el volumen normal de innovación. Otros determinantes —como las condiciones de mercado, por ejemplo— pueden variar los resultados. Y siempre puede haber una sequía de ideas nuevas o una riada de ellas, del mismo modo que un compositor puede tener un periodo de nula fertilidad creativa o una época ubérrima. Por consiguiente, el ritmo real de la innovación puede dibujar marcadas oscilaciones sin que cambie el dinamismo (en la tendencia normal a crear). La Europa de posguerra recibió un aluvión de innovaciones en la década de 1960 (el biquini, la Nouvelle Vague o los Beatles, por poner algunos ejemplos). Pero para 1980, cuando la riqueza había recuperado sus antiguos niveles con relación a la renta, la innovación ya había decaído. Empezaba a hacerse evidente que el dinamismo de Europa no había recobrado —ni parcialmente siquiera— sus saludables niveles de los años de entreguerras, si bien la constancia definitiva de ello solo llegó tras la acumulación de suficientes pruebas y datos.
Un modo de medir este dinamismo es calculando las mencionadas fuerzas y componentes: los insumos que producen el dinamismo. Otro método consiste en medir el tamaño de su producto estimado: el volumen anual medio de innovación en años recientes —el crecimiento del PIB total no atribuible al crecimiento del capital y la mano de obra— descontadas las condiciones de mercado inusuales y las «falsas innovaciones» copiadas de otros países. Si pudiéramos observarlos, los ingresos decenales medios percibidos por quienes participan en el proceso de innovación serían una medida más o menos aproximada de ese «producto». También podríamos evaluar otras muchas clases de pruebas circunstanciales: la formación de nuevas empresas, la renovación de personal, la facturación de las veinte principales empresas, la facturación de los comercios minoristas y la vida media de los códigos universales de producto, por ejemplo.
La tasa de crecimiento económico de un país no es un indicador útil del dinamismo. En una economía global impulsada por una o más economías de dinamismo elevado, cualquier economía de dinamismo bajo (o incluso nulo) podría registrar frecuentemente el mismo índice de crecimiento que el de las economías modernas más pujantes: la misma tasa de crecimiento de la productividad y de los salarios reales, entre otros indicadores económicos. Y crecería tan rápido, en parte, por comerciar con las economías pujantes, pero, sobre todo, por tener la vitalidad suficiente como para imitar las adopciones de productos originales en las economías modernas. Italia representa un buen ejemplo: entre 1890 y 1913, el producto por horapersona creció allí al mismo ritmo que en Estados Unidos, pues siguió siendo un 43% más bajo, sin recortar ni ampliar distancias en las tablas clasificatorias de la particular liga aquí descrita (las clasificaciones de países en función de los niveles relativos de su productividad —es decir, su producto por hora trabajada— y sus salarios reales), pero ningún historiador económico se atrevería a sugerir que la economía de Italia presentaba un gran nivel de dinamismo, y menos aún que estaba a la altura del estadounidense.
Una economía con un dinamismo bajo puede incluso evidenciar durante un tiempo un índice de crecimiento superior al de una economía moderna dotada de dinamismo elevado. Un incremento transitorio de la tasa de crecimiento podría ser el resultado de cualquiera de varios cambios estructurales posibles en la economía, como un aumento de su vitalidad o una subida del dinamismo desde niveles bajos hasta niveles no tan bajos. Aunque la economía remonta puestos en las tablas clasificatorias —recuperando parcialmente terreno con las economías modernas e incluso poniéndose «a la altura» de estas—, lo que hace en realidad es crecer a su ritmo normal (el global) más un añadido temporal que va perdiendo intensidad a medida que se aproxima a los líderes de la clasificación. Pero lo cierto es que ni siquiera una tasa de crecimiento que sea la más alta del mundo debería darnos a entender que la economía en cuestión acaba de adquirir un dinamismo elevado (y, menos aún, el más elevado de todos). Suecia fue buen ejemplo de ello. Se alzó con el campeonato mundial de tasa de crecimiento de la productividad entre 1890 y 1913. Puso en marcha un buen número de empresas nuevas, de las que varias perduraron en el tiempo y se hicieron famosas. Pero en ningún momento dio la impresión de haber adquirido el elevado dinamismo de Estados Unidos o, siquiera, de Alemania. En las décadas siguientes, su tasa de crecimiento cayó por debajo de la estadounidense y ninguna nueva empresa sueca ha entrado en el olimpo de las diez primeras por capitalización bursátil tras 1922. El alto crecimiento de Japón entre 1950 y 1990 es otro ejemplo. Muchos observadores dedujeron de él la presencia en aquel país de un elevado dinamismo, pero esa racha de crecimiento no reflejó tanto la llegada de la modernidad más vanguardista a todos los rincones de Japón —pues tal transformación no tuvo lugar— como la oportunidad que los japoneses tuvieron de importar o imitar prácticas de las que las economías modernas habían sido precursoras durante decenios. El récord mundial de crecimiento registrado en China desde 1978 es el ejemplo más reciente. Pero allí donde el mundo ve un dinamismo inigualable, los chinos ven la necesidad de adquirir el dinamismo necesario para propiciar la innovación autóctona, sin la cual tendrán muchos problemas para dar continuidad a ese rápido crecimiento suyo.
En consecuencia, el «dinamismo» de una nación no es otro modo de referirse al crecimiento de la productividad de ese país. De hecho, no es necesario siquiera que tenga un dinamismo propio para que crezca, siempre y cuando el resto del mundo tenga dinamismo: bastará con que tenga vitalidad. Pero tampoco esta última será suficiente si la nación es tan pequeña que su dinamismo no puede ir muy lejos. El dinamismo extendido por una parte apreciable del mundo conduce a un crecimiento global, si la mala suerte no lo impide. Las economías modernas, con su elevado dinamismo, son los motores del crecimiento de la economía global: lo son hoy como ya lo eran en el siglo XIX.
De todos modos, aunque la tasa de crecimiento de la productividad en una economía —expresada, por ejemplo, en forma de producto por hora-persona— durante un mes o, incluso, durante un año no es ningún indicador de su propio dinamismo, sí podría pensarse que el nivel de su productividad comparado con los niveles análogos en el extranjero sí sería tal indicador. Es cierto que, salvo pocas excepciones (o ninguna), las economías con niveles de productividad iguales o muy próximos a los máximos deben esa posición a un alto nivel de dinamismo. Pero la baja posición del nivel de productividad de un país puede reflejar un dinamismo bajo, una vitalidad baja o ambas cosas. Así pues, el nivel relativo de productividad no es un indicador en absoluto seguro del dinamismo de una economía.
Para calcular más concienzudamente el dinamismo de una economía, tenemos que mirarle el motor bajo el capó, por así decirlo, y ver qué elementos en la estructura de dicha economía podrían estar nutriendo o inhibiendo con fuerza su dinamismo.
FUNCIONAMIENTO INTERNO DE LAS ECONOMÍAS MODERNAS HISTÓRICAS
La teoría casi clásica de Schumpeter, con su concepto de equilibrio puntuado (entiéndase «intermitente»), bloqueaba toda reflexión sobre la existencia y el papel de una economía moderna tal como la entendemos aquí (es decir, una economía generadora de conocimientos económicos por medio de su propio talento y perspicacia a la hora de innovar). El predominio de esa teoría ha tenido consecuencias: aún a día de hoy, cuesta encontrar políticos o comentaristas que establezcan una distinción entre economías modernas, menos modernas y nada modernas. Para ellos, todas las economías nacionales —incluso las que son ejemplos de modernidad— son esencialmente máquinas que producen productos de un modo más o menos eficiente, aunque algunas tienen que soportar el coste de unas desventajas naturales o de unas políticas onerosas.
Pero basta con mirar con atención para que veamos el material característico del que las economías modernas están hechas: las ideas. Los «bienes y servicios» visibles de las estadísticas de la renta nacional son principalmente encarnaciones presentes de ideas pasadas. La economía moderna está dedicada primordialmente a unas actividades encaminadas a la innovación. Hablamos de actividades que son fases de un proceso y entre las que se incluyen:
• la concepción de nuevos productos o métodos;
• la preparación de propuestas para desarrollar algunos de ellos;
• la selección de algunas propuestas de desarrollo para su financiación;
• el desarrollo de los productos o métodos seleccionados;
• la comercialización de los nuevos productos o métodos;
• la evaluación y la posible prueba de los mismos por parte de los usuarios finales;
• la adopción significativa de algunos de esos nuevos productos y métodos;
• la revisión de los nuevos productos tras su prueba o su adopción iniciales.
En una economía de un tamaño sustancial, es normal que se gane en conocimiento y experiencia técnicos a partir de una división «smithiana» del trabajo. La actividad innovadora no es ninguna excepción: algunos participantes trabajan a tiempo completo en un equipo dedicado a concebir y diseñar nuevos productos; otros trabajan en una compañía financiera que escoge empresas nuevas que sufragar; otros trabajan con un emprendedor pionero en el desarrollo de un producto nuevo; otros son empleados especializados en evaluar nuevos métodos; otros se especializan en marketing; etcétera. Y en una economía dotada de dinamismo —y esto no es menos importante—, una parte del tiempo de la mayoría de los participantes en la misma se dedica a observar la práctica actual con la expectativa de que surja una idea nueva sobre un modo mejor de hacer las cosas, o sobre una cosa mejor que se pueda producir. Este surtido de actividades conforma el sector de las ideas. En una economía de dinamismo elevado, la actividad impulsada por las ideas puede representar hasta una décima parte del total de horas-persona trabajadas. Sin embargo, el trabajo de invertir en nuevas ideas y prácticas —por mucho que pueda desplazar parte del trabajo que se realizaba en algunas líneas familiares de actividad inversora— puede activar una cantidad ilimitada de actividad inversora dirigida a producir componentes e instalaciones para fabricar los nuevos productos. El resultado es un fuerte efecto positivo sobre el empleo. (La actividad innovadora —en particular— y la actividad inversora —en general— son mucho más intensivas en mano de obra, y, por consiguiente, menos intensivas en capital, que la producción de bienes de consumo: la producción de alimentos, por poner un caso, emplea mucho capital —alambradas, por ejemplo— y mucha energía; la producción de energía, por poner otro caso, también emplea mucho capital en forma de torres de perforación, presas y parques eólicos, por ejemplo.)2
¿Cómo funcionan estas economías modernas (y me refiero también a las de los siglos XIX y XX)? Podríamos analizarlas partiendo de un nivel prácticamente fisiológico, casi como el de la Anatomía de Henry Gray (1862). En estas economías modernas, apreciamos múltiples líneas de actividad innovadora. Se trata de esfuerzos paralelos que representan una competencia entre ideas. En una economía de un tamaño apreciable, cada día se incuban nuevas ideas comerciales, mayormente en el seno de empresas. El desarrollo de tales ideas precisa por lo general de compañías que cuenten con la experiencia técnica adecuada. Entre los proyectos impulsados por algún emprendedor entusiasta, no todos encuentran apoyo financiero. El capital fluye únicamente hacia aquellos proyectos que tanto un emprendedor como un patrocinador financiero juzgan susceptibles de ser desarrollados y comercializados con éxito. Entre los proyectos que se llevan adelante, no todos logran encarnar la idea inicial en un producto que sea suficientemente barato como para tener salida en el mercado. Entre los nuevos productos que se sacan a ese mercado, solo se venderán o recibirán encargos de compra aquellos que los usuarios finales —gerentes de negocios o consumidores— juzguen merecedores del riesgo de una adopción pionera. Solo una pequeña proporción de ellos mostrarán señales de una adopción suficientemente amplia como para continuar con su producción o para justificar un aumento de la misma para compensar costes o alcanzar niveles rentables. Este mecanismo de selección puede dejar con vida una sola idea donde había miles de ellas para empezar. (Según un estudio de McKinsey, se estima que, por cada diez mil ideas de negocio surgidas, se contabilizan mil empresas fundadas, de las que cien reciben capital riesgo para iniciar su actividad, veinte hacen luego ampliación de capital a través de una oferta pública inicial de acciones y solo dos se convierten en líderes de su mercado.)
Imaginémonos ahora la competencia correspondiente en una economía socialista: en ella, las «empresas» son propiedad del Estado y el patrocinio proviene de un banco estatal de fomento empresarial. También podemos imaginarnos la competencia correspondiente en una economía de corte corporativista: las empresas, pese a ser de titularidad privada, están controladas por el Estado y su financiación viene asignada por bancos igualmente sujetos a control estatal. Sin embargo, las economías modernas de ese insigne (y no muy lejano) pasado estaban exentas de estructuras de cualquiera de esas dos clases. Las economías modernas de los últimos dos siglos —y sobre todo, las de Gran Bretaña, Estados Unidos, Alemania y Francia— fueron, y en diversa medida todavía son, especímenes de capitalismo moderno.
En estas economías modernas de la vida real —y en cualquier economía capitalista moderna— las decisiones de proveer capital para financiar los primeros pasos dirigidos a una innovación son tomadas predominantemente por inversores, financieros y compradores de acciones que se valen para ello de su propia riqueza particular, o por directivos de compañías financieras privadas. El conjunto de las inversiones y los préstamos de estos «capitalistas» (algunos de ellos, poseedores de una muy modesta riqueza) determinan por qué direcciones —entre todas las presentadas— discurrirá la economía. Las decisiones a la hora de tomar la iniciativa de planificar y buscar financiación para el desarrollo de una idea nueva son cosa principalmente de los productores —normalmente, gerentes empresariales— que ponen en marcha una compañía privada o actúan en el seno de empresas privadas ya establecidas. Para diferenciar los productores de este tipo de los productores de productos ya establecidos, a los primeros los llamamos emprendedores. Normalmente, los emprendedores aportan también algo de capital a la nueva empresa. Lo que tanto el emprendedor de un proyecto como quienes invierten en él esperan ganar con el mismo es cualquier rendimiento pecuniario que tal proyecto pueda reportar, pero también es en ellos en quienes repercute la pérdida si los rendimientos resultan negativos. Por supuesto, hablamos de unos rendimientos que no dependen solamente de la naturaleza del proyecto: este compite con otros y esa competencia impulsa a la baja los rendimientos privados y hace subir los alquileres del terreno y los salarios de la mano de obra. El rendimiento pecuniario puede tener mucha importancia para un inversor que se juega mucho en un proyecto o para un emprendedor, pues arriesgan en ello sus medios y su nivel de vida. Un emprendedor puede necesitar que la perspectiva de obtener ganancias sea alta para procurarse el apoyo moral de sus familiares, por ejemplo.
La expectativa de la rentabilidad que emprendedores e inversores obtendrían tras saldar deudas con los acreedores no es el único rendimiento futuro que se tiene en cuenta a la hora de decidir poner en marcha una nueva empresa. Tanto los emprendedores como quienes invierten fuerte en las iniciativas que aquellos emprenden prefieren proyectos que estimulen su imaginación y capten sus energías. Puede que también quieran tener un papel en el desarrollo de la comunidad local o de la nación.3 (Algunos emprendedores y financieros crean empresas principalmente por la satisfacción de producir un beneficio social, añadido a cualesquiera rendimientos pecuniarios esperados. Estos «emprendedores sociales» pueden coexistir con los emprendedores clásicos, los financie el Estado o no. En cualquier caso, si este sistema paralelo tiene dinamismo, contribuye también a hacer que las economías modernas sean modernas.)
Desgraciadamente, la mayoría de los análisis sobre el tema —salvando las distinciones triviales entre la era de los barcos y la de las fábricas— no distinguen entre capitalismo moderno y capitalismo mercantil (también conocido como capitalismo temprano o sociedad comercial). El capitalismo moderno nació del capitalismo temprano, por supuesto. Fue ese primer capitalismo el que consolidó los derechos de propiedad, el que hizo que los intereses, el lucro y la acumulación de riqueza fueran aceptados socialmente, y el que inculcó el valor social de la responsabilidad individual. El capitalismo mercantil dio a luz también (en Venecia y Augsburgo) a una banca que prestó dinero a los negocios o participó en ellos. Pero el capitalismo moderno difiere tanto del mercantil como los innovadores difieren de los mercaderes. La economía mercantil estaba centrada en la distribución de productos para los consumidores. (Exagerando un poco, diríamos que aquellos hombres y mujeres recogían los frutos de la naturaleza y llevaban los excedentes de las cosechas al mercado para intercambiarlos por excedentes de otros cultivos.) El capitalismo moderno, sin embargo, inyectó la innovación en el capitalismo. Los emprendedores no tardaron en eclipsar a los mercaderes. A medida que afloraban nuevas prácticas, muchos gremios fundados en la época medieval se vieron incapaces de imponer sus antiguos criterios de producción. El Estado tampoco podía emitir cédulas de constitución o fueros con la rapidez suficiente como para seguir el ritmo de una demanda en plena ebullición.
Más desgraciado aún resulta que aquellas economías de diversos lugares del mundo que reprimen la competencia a base de circunscribir la entrada solo a aquellos participantes que «tienen contactos», y que no hacen nada que pueda potenciar o facilitar la innovación, sean consideradas ejemplos de capitalismo por quienes sufren penurias dentro de esas economías y por quienes las dirigen. (Siguiendo esa misma lógica, la economía estadounidense es vista entonces como un caso «excepcional» de capitalismo.) En el norte de África, un estrecho círculo de políticos, élites y militares bien conectados entre sí se reservan el sector empresarial y de negocios para sí mismos: a quienes no pertenecen a esa camarilla se les niega la licencia para introducirse en segmentos de actividad en los que puedan competir con las empresas ya establecidas. Se dice que estas economías son «capitalistas» porque se entiende que es «el capital» el que manda en ellas: es decir, la riqueza de la oligarquía de las familias dirigentes. Pero si una seña de identidad básica tiene el verdadero capitalismo, es que los capitalistas son independientes, no actúan coordinados, y compiten entre sí: no hay ninguna monarquía ni ninguna oligarquía al mando. Y un sello distintivo del capitalismo moderno es que permite e incluso invita a nuevos participantes que tengan una idea novedosa a buscar capital de capitalistas dispuestos a apostar por el proyecto propuesto. Para hablar de las otras economías, las oligárquicas, sería más preciso utilizar el término corporativismo, un sistema en el que el sector empresarial y de los negocios está sometido a cierto tipo de control político.
Este capítulo comenzaba con la pregunta de qué estructura «equipó y alimentó» las economías modernas disponiéndolas al dinamismo. El análisis hasta aquí expuesto ha arrojado algo de luz sobre en qué sentido están equipadas las economías modernas con lo necesario para seleccionar ideas nuevas que desarrollar y adoptar. Pero ¿qué alimenta la creación de esas ideas novedosas?
El de las ideas económicas nuevas es un concepto al que han sido ajenos el creciente número de estudiosos que, atraídos por el embrujo del cientificismo, terminaron dominando la economía académica en el siglo XX (y ya no digamos a los atraídos por el historicismo, que descartaba la posibilidad misma de las ideas nuevas). Como se señalaba en la introducción, la escuela histórica alemana de economía trabajó con el supuesto de que solo los científicos tenían ideas nuevas que, tras ser debidamente contrastadas, se añadían al acervo del saber científico. Esa teoría nunca funcionó bien: desde la época de Colón hasta la de Isaac Newton, hubo poca innovación, y entre la máquina de vapor y la energía eléctrica, no se produjo ningún avance científico de gran trascendencia histórica. Pero que una teoría falle no basta para ponerle fin. Schumpeter, unos treinta años después de su primer libro, reafirmó que solo los científicos pueden tener ideas, aunque admitió, eso sí, que podían tenerlas en los laboratorios industriales de las grandes empresas, como DuPont.4 La teoría más popular hoy en día es «neogermana»: son las talentosas mentes que conciben nuevas «plataformas» tecnológicas (como Tim Berners-Lee, creador de la World Wide Web, Jack Kilby y Robert Noyce, desarrolladores iniciales del microchip, o Charles Babbage, inventor del ordenador) las que se considera que proporcionan los avances subyacentes que hacen posibles las sucesivas oleadas de aplicaciones. El público en general se dejó persuadir fácilmente por este cientificismo. Nadie tenía que preguntarse entonces de dónde «sacan sus ideas» los científicos y los ingenieros, pues todo el mundo sabía que estas venían de sus observaciones en el laboratorio y de los hallazgos referidos en las revistas de investigación especializadas. Se entendía así que los investigadores y los experimentadores se hallan inmersos en sus ámbitos de la ciencia y la ingeniería, aunque no más que los emprendedores y los financieros lo están también en sus campos respectivos.
Pero lo cierto es que el advenimiento de la economía moderna trajo consigo una metamorfosis: una economía moderna convierte a personas próximas a la economía en sí (donde son más propensas a ser impactadas por ideas comerciales novedosas) en los investigadores y los experimentadores que gestionan el proceso de innovación a partir del desarrollo, e incluso, en muchos casos, gestionan el proceso de adopción también. (De hecho, se produce una inversión de papeles hasta el punto de que son los científicos y los ingenieros quienes son llamados a posteriori para que asistan a los agentes económicos con los asuntos más técnicos.) En realidad, transforma a toda clase de personas en «hombres de ideas»: a los financieros en pensadores, a los productores en comercializadores, y a los usuarios finales en pioneros. La fuerza impulsora de la economía moderna en los dos últimos siglos ha sido ese sistema económico, un sistema construido tanto con una cultura económica como con unas instituciones económicas. Este sistema, y no los relumbrantes personaggi de la teoría popular, es el que genera el dinamismo de la economía moderna.
Así pues, la economía moderna es un inmenso imaginarium: un espacio para imaginar productos y métodos nuevos, para imaginar cómo podrían fabricarse, para imaginar cómo podrían usarse. Su proceso de innovación aprovecha recursos humanos no utilizados por ninguna economía premoderna. En la teoría de Schumpeter, el desarrollo premoderno depende de las capacidades de unos emprendedores premodernos para organizar los proyectos posibilitados por unos descubrimientos externos (él se refirió a recursos humanos como el empuje y la determinación para que «el trabajo se haga»). Pero como los teóricos de la modernidad económica han escrito, los emprendedores modernos son dueños o gestores de negocios que, aun sin estar en posesión de mucho conocimiento real (micro o macro), demuestran «capacidad para tomar decisiones de éxito pese a no disponer [ni poder disponer, añado yo] de ningún modelo ni regla de decisión manifiestamente correctos», por decirlo con las palabras que empleó Mark Casson en un artículo de 1990. Sabemos que esta capacidad, que depende de unos financiadores y de unos emprendedores para materializarse, requiere de unos recursos que denominamos criterio (o sagacidad) —una cierta valoración de la probabilidad desconocida de las cosas— y prudencia (la conciencia de que hay fuerzas que ni siquiera hemos concebido aún, a las que llamamos incógnitas desconocidas). Ese buen criterio implica imaginar para prever las consecuencias de modos de actuar alternativos. Esa capacidad emprendedora es el espíritu emprendedor (o emprendimiento) moderno. Pero este no constituye por sí solo una fuente de cambio radical o, siquiera, de novedad. No es lo mismo que el espíritu innovador.
El proceso de innovación autóctona del imaginarium se basa en un conjunto diferente de recursos humanos. Uno de sus recursos básicos es la capacidad imaginativa (o creatividad) para concebir cosas no concebidas todavía que una empresa podría tratar de desarrollar y comercializar. No puede haber mucho cambio con respecto al saber presente si nadie es capaz de imaginar la existencia de otro modo de hacer o de otro objetivo, o si nadie puede imaginar la oportunidad de obtener resultados beneficiosos. La capacidad imaginativa es fundamental para un cambio efectivo, como bien constató David Hume en su profunda obra, fundamental para la era moderna.5 La capacidad de innovación también requiere de perspicacia, la intuición necesaria para ver un nuevo rumbo o dirección que pueda resultar propicio para satisfacer unos deseos o necesidades que no podían conocerse de antemano. Esa perspicacia es lo que a menudo llamamos visión estratégica: una intuición que no podemos explicar y una capacidad de percibir por adelantado si otras empresas adoptarán aquella misma estrategia. Steve Jobs debió su enorme éxito a su creatividad y sus profundas intuiciones. También cabe mencionar la curiosidad de explorar y la valentía para hacer algo diferente.
Sin embargo, no hay imaginarium posible en aquellas economías en las que las personas no están motivadas ni animadas para innovar, o en las que no están en disposición de hacerlo. El combustible que alimenta el funcionamiento de este sistema es una mezcla de motivaciones pecuniarias y no pecuniarias. Las recompensas pecuniarias tienen una influencia clave: la perspectiva de ganar una cantidad significativa de dinero tiende a ayudar mucho a la hora de convencer a la familia de un individuo a apoyarlo en aquella iniciativa en la que se haya embarcado. Así que pocos participantes en una economía estarán en disposición de concebir y desarrollar una idea comercial si no gozan de libertad legal para rentabilizarla monetariamente: es decir, para venderla a un emprendedor a cambio de una participación en las ganancias resultantes o, en el caso de conceptos patentables, para recaudar las regalías que les correspondan por la patente o para vender esta a otras personas. Ni los emprendedores ni los inversores desarrollarán una idea si no son legalmente libres de poner en marcha una empresa, introducirse en un sector, vender sus acciones de la empresa posteriormente (o, en el momento, a través de una oferta pública inicial) y cerrar la compañía en caso de que no surjan compradores. Los emprendedores tienen que saber que los usuarios potenciales finales son libres de abandonar un método o producto actual para optar por otro método o producto nuevo. Sin el aliciente de tales protecciones e incentivos pecuniarios, la mayoría de los emprendedores rehusarían embarcarse en tales empresas, fueran cuales fueren las recompensas no pecuniarias de las mismas.
Pero algunas motivaciones no pecuniarias, o deseos, son también importantes —puede que cruciales incluso— para la buena marcha de la economía moderna. Esta funciona nutriéndose, no solo de incentivos pecuniarios, sino también de una cultura económica motivacional. Para que una sociedad presente un dinamismo elevado, se necesitan personas que hayan crecido con las actitudes y las convicciones que las atraigan hacia oportunidades que consideren que las entusiasmarán por su novedad, las intrigarán por su misterio, las desafiarán por los nuevos retos que les plantean, y las inspirarán por los novedosos panoramas que les abren. Se necesitan personas en el ámbito de los negocios que hayan sido educadas en el uso de su capacidad imaginativa y de su perspicacia para imprimir un nuevo rumbo; emprendedores impulsados por las ganas de dejar huella; inversionistas de capital riesgo dispuestos a guiarse por una corazonada («tiene buena pinta»); y muchos usuarios finales —consumidores o productores— con la voluntad de ser pioneros en la adopción de un producto o un método nuevo cuyo valor esperado no es cognoscible de antemano. Esto requiere de impulsos o motivaciones como la ambición, la curiosidad y el deseo de expresarse. Para que haya un dinamismo alto en el sistema, tiene que haber un dinamismo alto en todas sus partes.6
Innovar también es el resultado de las observaciones y los conocimientos particulares de las propias personas. Las nuevas ideas de negocio son patrimonio exclusivo de aquellos individuos que llevan tiempo observando de cerca un determinado ámbito de actividad comercial y empresarial, aprendiendo cosas sobre cómo funciona y reflexionando acerca del mercado que pudiera tener un nuevo tipo de producto en ese ámbito, o sobre la posibilidad de mejorar un método de producción. Rara vez llegan ideas de negocio válidas a personas que están alejadas del correspondiente sector de actividad. Los individuos situados en un determinado ámbito del sector empresarial y comercial adquirirán conocimientos y verán oportunidades de las que, de otro modo, no habrían sido conscientes (o cuya existencia desconocerían).
Dar con una idea para un mejor uso de un espacio de venta al público, o para una mejor ruta para el reparto y entrega de paquetes, no encaja exactamente en el perfil de lo que aquí estamos entendiendo por innovación. Pero podría decirse que el conocimiento empresarial o comercial detallado que inspira ideas nuevas para la inversión empresarial o comercial también inspira ideas que pueden conducir a la innovación empresarial o comercial. (Asimismo, las actitudes que ayudan a activar la formación de nuevas ideas de inversión también activan ideas para la innovación.)
He ahí, pues, una respuesta muy directa a la pregunta de cuál es la fuente de la que manan las ideas innovadoras de las personas que participan en el sector empresarial y comercial: provienen del sector empresarial y comercial mismo. Esas personas se basan en su observación personal y su saber particular, combinados con el acervo compartido de conocimientos públicos (la economía teórica, por ejemplo), para idear conceptualizaciones que conduzcan a un método o un producto nuevo que pueda «funcionar», de un modo muy parecido a como un científico, inmerso en sus propios datos experimentales y sus conocimientos (tanto de carácter técnico especializado como de índole científica general), obtiene una nueva formulación o una nueva hipótesis contrastable, susceptible de sumarse al saber científico existente. Las personas de negocios y los científicos utilizan unos conocimientos privados, basados en la observación individual, pero también unos conocimientos que son públicos de la comunidad a la que esos individuos pertenecen. (De todos modos, los científicos continuarán creyendo sin remedio que las ideas de los hombres y las mujeres de negocios vienen de fuera del mundo comercial y empresarial mismo, igual que la mayoría de las personas están convencidas de que los compositores encuentran sus ideas fuera de la música. Desmintiendo una falsa impresión tan extendida como esa, Robert Craft relató la siguiente conversación entre unos periodistas e Ígor Stravinski: «Maestro, ¿puede decirnos de dónde saca usted sus ideas?», preguntaron. «Del piano», les replicó él.)
Friedrich Hayek, que, además de ser natural de Austria, ocupó un lugar preponderante en la escuela austriaca de economía, fue el primer economista en enfocar las economías desde esta perspectiva. En sus obras capitales, escritas entre 1933 y 1945, él caracterizó a los productores y los compradores de las economías complejas como individuos dotados de un valioso conocimiento práctico a propósito de cuáles podían ser los productos idóneos que producir y cuál el mejor modo de producirlos. Normalmente, por su carácter local, contextual y caleidoscópico, no es fácil que unos conocimientos así puedan ser adquiridos por otras personas o puedan serles comunicados a estas: continúan, pues, siendo conocimientos particulares privados. (Aunque todos ellos fueran accesibles a coste cero —y que, por lo tanto, estuvieran abiertos al público—, su volumen es demasiado grande como para que pueda abarcarse y, menos aún, asimilarse íntegra o rápidamente.) Por consiguiente, tales conocimientos están —y continúan estando— dispersos entre los participantes en la economía: cada industria dispone de muchos conocimientos específicos de su sector, y cada participante tiene además algún que otro conocimiento adicional específico suyo o de unos pocos individuos. De aquí se derivan dos proposiciones. En primer lugar, una economía dotada de complejidad se beneficia de un modo crucial de la existencia de mercados donde individuos y compañías puedan intercambiar bienes y servicios porque, de ese modo, la especialización del conocimiento práctico puede continuar y no es necesario que nadie sepa un poco de todo y mucho de nada. Cuando en una industria o sector se adquiere un nuevo conocimiento, este se «comunica» a la sociedad a través del mecanismo del mercado: mediante una bajada de precios u otra señal similar. En segundo lugar, de no mediar otros obstáculos, una economía así es un organismo que no deja de adquirir avances en conocimientos económicos sobre qué producir y cómo producirlo (al tiempo que va abandonando conocimientos obsoletos cuando estos dejan de ser útiles). Los precios correctos se «descubren» durante ese proceso. Cada empresa o participante es como un oteador del horizonte (o una hormiga exploradora) que responde al punto introduciendo ajustes en el nivel o el rumbo de la producción en función de las observaciones y los análisis de cualquier evolución o novedad local. Si aumenta la producción de un producto, la reducción de su precio en el mercado señalará a la sociedad que ahora cuesta menos que antes.7 Esto era lo que Hayek entendía por economía del conocimiento.
Pero ese trabajo de Hayek no trata de las innovaciones. No contempla la posibilidad de innovaciones autóctonas que se desarrollan a partir de ideas suscitadas por la creatividad de los participantes en la economía en cuestión. En un citadísimo artículo de 1945, deja muy claro que lo que él analiza son adaptaciones (así las llama él) a «circunstancias cambiantes». Eso sí, estas adaptaciones se basan en algunos de los recursos del emprendimiento moderno antes mencionados: el criterio y la prudencia, por ejemplo, así como el deseo de dejar una impronta.
Pero las adaptaciones están rodeadas de un aura de previsibilidad de la que no se acompañan las innovaciones. No suponen un salto intuitivo, pues constituyen repercusiones que tendrían lugar tarde o temprano siempre que hubiera otro cambio que erradicara la necesidad de la adaptación. Y no perdurarán mucho tiempo si las «circunstancias» dejaran de «cambiar». No son disruptivas: más que causar nuevas disrupciones, les ponen fin. Las innovaciones, sin embargo (como su propia raíz latina —nova— indica), no son un efecto determinado por el conocimiento presente y, por lo tanto, no son predecibles. Al ser nuevas, es imposible que las conociéramos de antemano. Aun así, muchas personas de negocios tienen la equivocada impresión de que innovar significa salir ahí fuera a descubrir qué quieren los clientes. De la falacia de que las innovaciones se prevén hacía crítica Walter Vincenti del modo siguiente:
El «imperativo técnico» del tren de aterrizaje retráctil es algo [...] [construido] a posteriori. Sabemos por su propio testimonio que quienes tuvieron que diseñarlo en su momento no lo previeron. [...] Los innovadores ven adónde quieren ir y qué medios se proponen utilizar para llegar allí. Lo que no pueden hacer, si su idea es verdaderamente novedosa, es prever con certeza si esta funcionará, es decir, si cumplirá con todos los requisitos relevantes.8
Al no ser prevista, una innovación puede resultar disruptiva y dar lugar a un nuevo rompecabezas en el que haya que encajar las piezas (es decir, un nuevo escenario al que haya que adaptarse). Las innovaciones son los sucesos a los que las «adaptaciones» se adaptan. (Una gran adaptación que llegue mucho antes de lo que se suponía también podría ser disruptiva.) Una innovación puede ser efímera, pero la mayoría de las innovaciones del mañana se erigen a lomos de las innovaciones del presente. Tienen el efecto acumulado de guiar la nave de la «práctica» de una economía por una sucesión de puertos de escala que, de otro modo, habrían pasado desapercibidos. Por consiguiente, las innovaciones pasan una prueba más exigente que las adaptaciones.
Las innovaciones, aun requiriendo de una persona facultades intelectuales como la capacidad imaginativa y la perspicacia para imaginar un objetivo nuevo, pueden también precisar de ella el atrevimiento para aventurarse por un territorio desconocido y, por ende, para seguir un rumbo o dirección distinto del de sus iguales o sus mentores. De ahí que veamos a los innovadores como si fueran unos héroes que anteponen la creación a otras comodidades de la vida y que no temen fracasar ni perder si se da el caso. No obstante, no existe razón alguna para pensar que a los innovadores les encanta el riesgo. Harold y Owen Bradley, dos innovadores de Minnesota, dijeron una vez a ese respecto que una innovación nace de concebir un modelo del negocio o del mundo que sea nuevo en algún sentido. Así que es posible que los innovadores, tanto si son los fundadores o los directores generales de empresas, como si son usuarios finales pioneros, actúen movidos por una necesidad interior de demostrarse a sí mismos (o a los demás) que su concepción de una determinada cosa es superior.
El empeño de Henry Ford en conseguir la producción en masa de automóviles es un caso paradigmático de innovación. En una conferencia de 2011 titulada «El mito del “eureka”», Harold Evans contaba así la historia:
Muchos estadounidenses creen que Henry Ford inventó el automóvil. Desde luego, otros se le adelantaron tanto en Europa como en Estados Unidos, incluso en Detroit, su ciudad natal. Él mismo dijo: «Yo no inventé nada. Simplemente monté en un coche los descubrimientos de otros hombres». Pero lo cierto es que sí hizo algo asombrosamente nuevo. Y no tanto por haber creado la cadena de montaje automática: Oliver Evans ya había diseñado en 1795 una cadena de montaje con la que quintuplicó la productividad de las fábricas. [...] La genialidad de Henry Ford radicó en una idea: la idea igualitaria de que todo el mundo debería tener un coche.
Aunque para algunas personas (comenzando por él mismo), Ford no podía considerarse muy innovador, su gran avance consistió en imaginar con admirable clarividencia un nuevo modo de vida, cuya viabilidad él mismo demostró. Otro caso instructivo es el del glorioso ferrocarril transcontinental estadounidense. Precisamente el libro de Evans They Made America (2004) aborda esa historia:
Theodore Judah, de Sacramento, tuvo la osadía de ser el emprendedor y el planificador del primer ferrocarril transcontinental de Norteamérica. Su esposa, Anna, escribió que «aquello [...] demostró qué tenía aquel hombre dentro [...] su afán de afrontar lo gigantesco y lo audaz». Sus detractores dijeron que la idea llevaba ya años rondando la cabeza de muchas personas y que «solo era cuestión de tiempo» que el ferrocarril se construyera.
Como bien comenta Evans, hubo quienes consideraron que la hazaña de ingeniería de Judah era demasiado previsible como para clasificarse como una innovación. Pero lo único que realmente era «cuestión de tiempo» era el intento de construirlo. El éxito no estaba nada claro de antemano. Muchos ingenieros creían que una línea férrea así de directa hasta el norte de California no era viable. Así que la construcción efectiva de aquella infraestructura distaba mucho de ser un hecho predecible. Judah tuvo una intuición sensacional y demostró que tenía razón.
Algunas innovaciones son casuales. Thomas Edison creó sin proponérselo un filamento incandescente porque asió un hilo con la mano manchada de alquitrán, y Alexander Fleming fabricó penicilina dejando destapada por error una placa de Petri. También en la economía tenemos incontables ejemplos de innovaciones que nadie soñó siquiera conseguir. Siempre hay una «cara B» o una creación de bajo presupuesto que se convierte en un éxito insospechado. Pixar se formó para desarrollar una nueva práctica informática, pero cuando un técnico enseñó a unos visitantes que podía usar aquella técnica para crear dibujos animados, el entusiasmo de aquellos primeros espectadores externos terminó por transformar la compañía en un estudio de animación. Estas innovaciones accidentales fueron tan novedosas que quienes las concibieron ni siquiera habían soñado con tener el nuevo producto que tenían entre manos.
Y lo cierto es que prácticamente todas las innovaciones poseen un componente casual o aleatorio. El éxito a la hora de desarrollar el nuevo producto y de conseguir que sea adoptado para su posterior producción comercial constituye, en parte, una cuestión de suerte. El emblemático entrevistador televisivo Larry King comentó en más de una ocasión que todos sus invitados más famosos le dijeron que su enorme éxito dependió de un golpe de buena fortuna. Pero el éxito o el fracaso de un intento de innovación no es como el resultado (afortunado o desafortunado) del lanzamiento al aire de una moneda conocida. Los innovadores se embarcan en un viaje a lo ignoto, en el que hay incógnitas conocidas, pero también incógnitas desconocidas; de modo que no tienen manera de saber —ni siquiera tras varios guiños favorables de la fortuna— si su creatividad y su intuición producirán la innovación que esperaban. Hayek, quien tocó por fin la cuestión de la innovación en 1961, no podía creer que el economista estadounidense John Kenneth Galbraith diera por supuesto que las empresas sabían de antemano cuáles eran las perspectivas de éxito de sus nuevos productos. Para Hayek, una compañía no puede saber la probabilidad de ganar o perder dinero con el nuevo diseño de un automóvil en mayor medida que la escritora de una novela pueda saber antes de publicarla cuáles son las probabilidades de que entre en la lista de las más vendidas.
Curiosamente, los economistas cedieron a Hayek el honor de completar la rudimentaria teoría de la que él mismo perdió la oportunidad de ser el iniciador (aun cuando es muy posible que fuera su inspirador). En 1968, escribió por fin que las economías —refiriéndose, por supuesto, a las que aquí llamamos economías modernas— generan un «crecimiento del conocimiento» gracias a la intervención de un mecanismo que él bautizó con el nombre de procedimiento de descubrimiento. Ese término hace referencia al proceso por el que se determina si el producto o método imaginado puede desarrollarse y, en caso de que se desarrolle, si será adoptado. A través de ensayos internos y pruebas de mercado, una economía moderna va añadiendo así nuevos elementos a su conocimiento de lo que puede producirse y de qué métodos funcionan, y a su conocimiento de qué no se acepta y qué no funciona.9 Podría añadirse que el avance del conocimiento empresarial y comercial de este tipo podría muy bien no tener límite, pues, a diferencia de lo que sucede con el saber científico, no está constreñido por el mundo físico. Son más bien los científicos quienes deberían estar preocupados por la posibilidad de que se estén quedando ya sin cosas que descubrir.
Otra fuente de crecimiento de ese conocimiento —si bien esta sí tiene límites— nos la proporciona la corrección: es decir, el hecho de que buena parte de los conocimientos presentes sean incorrectos tanto en el nivel «micro» de los productos concretos como en el nivel «macro» del conjunto de la economía.10 Las condiciones y las relaciones estructurales son propensas a cambiar siguiendo derroteros que todavía no podemos percibir. (En Northrop, a partir de los datos obtenidos con un túnel de viento, consideraron que la resistencia añadida al avance representada por un tren de aterrizaje fijo con respecto a uno retráctil era desdeñable; no se percataron entonces de que esa resistencia adicional sí debía ser tenida en cuenta con aviones mucho más rápidos.) Además, las observaciones tomadas de la economía no son como los resultados de un experimento controlado: los datos mismos están en constante cambio en la misma medida en que los conocimientos (y las concepciones erróneas) varían en la economía. Así pues, hay margen en las economías para detectar y analizar los errores de otros.
La economía moderna afronta asimismo «el problema de descubrir —o de inventar— posibilidades y hacer buen uso de ellas», como escribió Brian Loasby. Cuanto más se dedica una economía a esta actividad, más moderna es. Una economía puede poseer la vitalidad necesaria para formular, la diligencia para evaluar y el afán para explotar nuevas oportunidades comerciales abiertas por descubrimientos externos, como Schumpeter ya apreció y creyó posible en su momento. Pero esa misma economía (u otra) puede también poseer la creatividad para concebir sus propias nuevas ideas comerciales en respuesta a las condiciones o las novedades que van evolucionando en su seno, y tener la imaginación (o la intuición) para orientar esa creatividad hacia rumbos viables. La creatividad y la imaginación son recursos; existen en todas las economías humanas. Pero, a lo largo de la historia, algunos países no fueron capaces o no tuvieron la voluntad de emplearlos, mientras que otros dejaron de usarlos tras haberlos empleado inicialmente. Una economía moderna da rienda suelta a la creatividad y la imaginación, pero también consigue ponerlas al servicio del saber experto de los emprendedores, del criterio de los financieros y de la iniciativa de los usuarios finales.11
Hemos expuesto los elementos básicos de la economía moderna: el cómo funciona como sistema de innovación. Hay en ella participantes que tienen ideas comerciales nuevas que surgen de su implicación profunda en sus respectivos sectores y profesiones y de la prolongada observación que han ido haciendo de ellos. El proceso de desarrollo de nuevos métodos y productos comprende diversas entidades financieras (inversores ángel, fondos «superángel», inversionistas de capital riesgo, bancos industriales, bancos comerciales y fondos de cobertura), así como diversos tipos de productores (compañías emergentes [start-ups], grandes sociedades anónimas y sus derivadas) y toda una gama de actividades comercializadoras (estrategias de mercadotecnia, publicidad, etcétera). Por el lado de los usuarios finales, encontramos a directivos de empresa realizando valoraciones pioneras de métodos novedosos, y a consumidores que deciden qué productos nuevos probar. Ambos están aprendiendo a usar los métodos y productos nuevos que han adoptado. Hacia mediados del siglo XIX, los elementos constituyentes básicos de la economía moderna estaban ya presentes en Gran Bretaña y Estados Unidos; poco después lo estarían también en Alemania y Francia:
Había allí una multitud de emprendedores que gozaban de las ventajas del derecho de propiedad y la libertad de empresa, y que estaban también protegidos por derechos contra la intervención arbitraria del Estado, así como por las garantías contenidas en el derecho contractual.
Estos emprendedores, en las empresas o sociedades que fundaban, tenían por costumbre hacer probaturas con (o ajustes en) nuevos métodos e imaginar nuevos productos. Los bancos difícilmente prestaban o invertían fondos en aquellos emprendedores que no tuvieran ya un historial. Familiares y amigos ejercían muchas veces de «inversores ángel» para la puesta en marcha del proyecto del emprendedor. Muchos negocios nuevos tenían que reinvertir ganancias para expandirse. En Inglaterra, había bancos locales que proveían crédito a corto plazo a los emprendedores, y abogados de confianza que aceptaban depósitos de sus clientes y prestaban luego fondos a largo plazo a los emprendedores. Y, a veces, había también individuos que se convertían en socios de una empresa o que ponían el dinero de la inscripción de una patente. Algunos bancos llegaron incluso a actuar como empresarios, como los Fugger (o Fúcares) hicieran siglos antes en el sur de Alemania, algunos de ellos incluso invirtiendo en (y asesorando a) sectores enteros. En Estados Unidos, los bancos locales tendían a tener un carácter más propiamente «empresarial». De hecho, no era extraño que, en Nueva Inglaterra, las empresas hicieran también sus pinitos en el terreno de la banca, llegando incluso a vender acciones de sí mismos como bancos para financiar sus iniciativas como empresas comerciales. Otros bancos prestaban a familiares y amigos. (Pensemos que no muchos de aquellos protoinversionistas de capital riesgo pudieron emitir acciones —como sí pueden hacerlo las compañías actuales— hasta que los emprendedores crearon las modernas sociedades participadas por acciones cotizables.)12
La economía moderna, entendida como un inmenso e incesante proyecto dedicado a concebir, desarrollar y probar ideas de lo que puede funcionar y lo que puede gustar a la gente, ha tenido unas repercusiones profundas en el trabajo y en la sociedad. Su antecesora, la economía mercantil, ofrecía poco trabajo y, en cualquier caso, lo que se ofrecía con este era un salario y poco más. Tal vez supusiera una válvula de escape de la domesticidad, pero solía ser un quehacer tedioso. En las economías modernas, el trabajo es un factor casi universal: la inclusión en la economía está así mucho más extendida que en la era mercantil. Y este trabajo es un elemento central de la experiencia de las personas, sobre todo en lo referente a su vida mental, e influye en su desarrollo. De ahí que podamos afirmar que la economía moderna instituye un modo de vida. La verdadera manzana de la discordia en las feroces guerras entre sistemas económicos que alcanzaron su apogeo en el siglo XX era el cómo tenía que ser el conjunto de las experiencias humanas que acompañaban a la economía moderna y a la pérdida de lo que había existido antes.
UN SISTEMA SOCIAL
La mayoría de las ideas innovadoras se lanzan con la perspectiva en mente de que sean adoptadas por otros, y no solo por quien las concibe o por su emprendedor. Y siempre hay múltiples proyectos de emprendimiento en marcha en cualquier momento dado. La mayor parte del «combustible» que alimenta el motor del sistema moderno —y la mayor parte de sus peores complicaciones, también— viene dado por el hecho de que este sistema funciona en el seno de una sociedad, no en islas solitarias de individuos aislados. La multiplicidad misma de los agentes y el hecho de que actúen los unos independientemente de los otros añaden una dosis ingente de incertidumbre en el sentido que los economistas dan a este término. Frank Knight, un influyente economista estadounidense, comparó el riesgo conocido de lanzar una moneda al aire de la que sabemos que es «justa» con el riesgo desconocido de lanzar al aire una moneda de la que no sabemos nada, un riesgo que él denominó incertidumbre. Él detectó que en el mundo de la empresa y los negocios abundaba esa clase de incertidumbre y dio incluso a entender que esta (la incertidumbre) es una de las características distintivas de la economía moderna.13
En parte, la incertidumbre sobre los resultados finales del proyecto de nuevo producto de un emprendedor coincide con la incertidumbre micro en torno a si a los usuarios finales les gustará lo suficiente ese producto nuevo como para comprarlo. El emprendedor convive también con el temor a que a los usuarios finales les guste pero prefieran el nuevo producto de otro emprendedor. (Crusoe solo habría tenido que temer que a él mismo no le gustara su propio nuevo producto.) Además, los resultados de las iniciativas lanzadas por otros emprendedores afectarán a los resultados de la iniciativa lanzada por el propio emprendedor. (La incertidumbre micro a propósito de si gustarán o no esos otros productos que se están preparando aumenta a su vez la incertidumbre acerca de si el producto y la renta en el conjunto de la economía se sostendrán. Y eso crea una incertidumbre macro en torno a si los usuarios finales de un nuevo producto podrán permitirse comprarlo.) Así pues, como John Maynard Keynes supo captar antes que nadie, el carácter no coordinado de los proyectos de emprendimiento de la economía moderna genera un futuro que va desplegándose por vías y magnitudes muy indeterminadas. El futuro, a partir de un margen temporal mínimamente importante, es algo básicamente incognoscible para nosotros. Sobre el futuro, precisamente, Keynes escribió: «Simplemente, no sabemos». En el plazo de una generación, una economía puede adoptar una forma que habría resultado inimaginable para la generación anterior.14
Un principio fundamental tanto para Keynes como para Hayek era el carácter de motores impulsores de la historia económica que cabe atribuir a las ideas —contrariamente al crudo determinismo propuesto, por ejemplo, por Thomas Hobbes o por Karl Marx— pues entendían ellos que las ideas nuevas son impredecibles (si fueran previsibles, ya no serían nuevas) y, por eso mismo, ejercen una influencia independiente sobre la historia. Ahora bien, la incognoscibilidad del futuro vuelve más inciertas si cabe las consecuencias de desarrollar las ideas de hoy. Eso significa que no es posible realizar proyecciones verosímiles del desarrollo económico en una economía moderna, como tampoco lo es que la teoría de la evolución de Darwin prediga el curso venidero de la evolución. Aun así, siempre aprendemos algunas verdades estudiando procesos para «crecer en conocimiento» y en innovación: las ideas fallidas no siempre están exentas de valor, pues pueden indicarnos dónde no seguir intentando. Las ideas que funcionan —las innovaciones— pueden inspirar a su vez innovaciones adicionales en un círculo virtuoso sin fin. La originalidad es una energía renovable que guía el futuro por sendas incognoscibles, que crea nuevas incógnitas y nuevos errores y, con ello, nuevos márgenes para la originalidad. Haremos bien en estudiar el fértil terreno que el dinamismo económico elevado precisa para existir.
El sistema moderno prospera gracias a la diversidad interna existente en una sociedad. Es evidente que lo dispuesta y lo capacitada que esté una sociedad para innovar —la propensión a innovar o, en resumidas cuentas, el dinamismo económico de una sociedad— no depende solamente de la variedad de situaciones, orígenes y personalidades de los «ideadores» potenciales de ideas nuevas. (Las introducciones en el negocio de la música de los judíos en la década de 1920 y de los negros en la de 1960 son ejemplos conocidos.) El dinamismo de un país depende también del pluralismo de puntos de vista entre los financiadores. Cuanta más oportunidad tiene una idea de ser evaluada por alguien que pueda apreciarla, menos probable resulta que se deje pasar una buena idea por falta de financiación. (Si dejáramos que el rey eligiera todos los proyectos creativos que terminan recibiendo financiación, estaríamos garantizándonos un país bastante monocromático.) El dinamismo depende, entre otras muchas cosas, de la variedad de emprendedores entre quienes escoger aquel (o aquella) que esté más en sintonía, o más preparado, para materializar la nueva idea en un método o un producto viable. No cabe duda de que el pluralismo entre los usuarios finales también es importante. Si todos fueran idénticos, hallar una innovación que les gustara a todos sería como preparar un ataque con bombas de precisión.
Si toda esta diversidad es tan importante, obtenemos respuesta a una pregunta eludida anteriormente: en su origen histórico, el sistema de creatividad e imaginación descrito más arriba —y, por lo tanto, de crecimiento del conocimiento y la innovación— eclosionó en el sector privado, no en el público. ¿Sería posible que un sistema comparable de crecimiento del conocimiento y la innovación funcionara dentro del sector público? No si la diversidad entre financiadores, directivos y consumidores tiene tan absoluta importancia.15
El éxito de este sistema depende también del grado de interactividad que se dé en su seno. Lo normal es que un proyecto para imaginar un producto nuevo comience por la formación de un equipo creativo. Cuando se trata de un proyecto para desarrollar un producto recién concebido a fin de producirlo comercialmente o promocionarlo, el paso inicial suele ser la formación de una empresa dotada de un personal. Cualquiera que tenga experiencia trabajando en grupo sabe que, en general, los grupos son capaces de producir un conjunto de intuiciones e ideas de mucho mayor alcance que el que los miembros individuales habrían podido generar aislados los unos de los otros. La idea que desde cierta crítica social se ha intentado promocionar en el sentido de que es perfectamente posible que las personas desarrollen unas buenas carreras profesionales trabajando en casa pasa por alto el valor de las lucecitas que pueden encender en nuestras cabezas las ideas y las preguntas de otras personas, sobre todo de aquellas a quienes llegamos a admirar y de quienes nos fiamos. Y la creencia de que una empresa puede situar a un gran número de sus empleados en puestos solitarios aislados (en sus propios hogares, por ejemplo) sin que ello comporte ningún coste en su nivel de innovación se contradice con la importancia que las interacciones de los empleados junto a la fuente de agua refrigerada o en los almuerzos pueden tener para propiciar inesperados golpes de ingenio afortunados.
Las interacciones también potencian las competencias individuales. En una ocasión, felicitaron al trompa principal de la Orquesta Real del Concertgebouw de Ámsterdam por el alto nivel que había alcanzado, a lo que él respondió que jamás habría podido hacerlo sin las interacciones que mantenía con el resto de aquella formación musical. Un equipo —uno que funcione bien, al menos— consigue no solo la productividad que se deriva de combinar los talentos complementarios de sus miembros, como diría un economista clásico, sino también, por emplear la terminología de los teóricos de la gestión, la «superproductividad» que resulta del hecho de que cada miembro del grupo vea realzados sus respectivos talentos gracias a las preguntas y las respuestas que se cruzan entre ellos, a las ganancias resultantes en un mejor entendimiento de su propia labor, y a las exhortaciones que se dirigen unos a otros para sacar su tarea adelante y cada vez mejor, un aspecto este último que puso de relieve el filósofo de la gestión Esa Saarinen.
Hay también una interactividad que se produce a través de la distancia y el tiempo. Las ideas de una sociedad se combinan y se multiplican. La fertilidad de una persona a la hora de producir ideas nuevas se ve enormemente acrecentada cuando se expone a otras ideas recientes generadas por la economía en la que esa persona opera y, en nuestro momento actual, por la economía global en general. Si actuara aislada, la persona en cuestión podría tener una racha de ideas fallidas y dejar de ser capaz de generar ninguna más. En Robinson Crusoe, el economista-novelista Daniel Defoe nos enseña qué lastimosamente escasas son las ideas que tiene Crusoe sin una sociedad en la que hallar inspiración. La opinión de que, para maximizar su prosperidad, un país como Argentina debe mantener un carácter agrario y no convertirse en urbano en vista de su ventaja natural para la producción ovina pasa por alto el hecho de que la vida rural no conduce a la estimulación intelectual y el intercambio a gran escala que tan crucial contribución realizan a la creatividad.16 Así pues, la participación extendida y la ingente aglomeración en las ciudades de personas dedicadas a actividades diversas contribuye a ampliar la creatividad del sistema.
Este capítulo ha examinado la anatomía y el funcionamiento de las economías modernas: me refiero a las históricas de los siglos XIX y XX. En las primeras décadas de vida de dichas economías, los participantes en las mismas tenían muy poca constancia de la presencia de los elementos de un sistema nuevo y de lo rápido que estos se estaban desarrollando. Pero a medida que creció la conciencia de la existencia de ese sistema moderno en el que estaban operando, se afianzó también la sensación de que el nuevo sistema estaba abriéndoles unas posibilidades fantásticas. Los dos capítulos siguientes cuentan la poco conocida historia de los avances en productividad y nivel de vida que ese sistema trajo consigo —sus beneficios materiales— así como las mejoras en el carácter del trabajo y en el sentido de la vida mismo.