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2 EFECTOS MATERIALES DE LAS ECONOMÍAS MODERNAS

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Babilonia tenía sus jardines colgantes; Egipto, sus pirámides; Atenas, su Acrópolis; Roma, su Coliseo... ahora Brooklyn tiene su puente.

Pancarta en la inauguración

del Puente de Brooklyn en 1883

Aunque identifiquemos el tipo de economía que caracteriza a una nación por su estructura, como hemos hecho en el capítulo previo, lo cierto es que su importancia y significado verdaderos radican en sus consecuencias. El crecimiento sostenido de la productividad que la llegada de la economía moderna comportó para varios países ya desde comienzos del siglo XIX fue una consecuencia trascendental. Karl Marx, aun desde su oposición de base al sistema que veía desarrollarse a su alrededor, jamás consideró que aquel crecimiento sostenido fuera irrelevante. En 1848, antes incluso de que las economías modernas comenzaran a avanzar a velocidad de crucero, él señaló el «progreso» visible en dichas economías.1 Como se comentó en el capítulo 1, este crecimiento de la productividad tuvo una significación mundial, pues los nuevos métodos y productos creados pudieron ser adaptados y usados por otras economías, incluso por algunas que distaban mucho de ser modernas. Es muy posible que algunas economías que adquirieron un carácter moderno en fecha temprana se fueran volviendo menos modernas a lo largo del siglo XX: sería justo decir que Francia perdió aparentemente buena parte de su dinamismo a los pocos años de terminada la Segunda Guerra Mundial. (Algunas economías, como sería el caso de la alemana, rayaron en lo desmoderno o lo antimoderno en la década de 1930.) Pero en otros países, las economías se han vuelto más modernas (Canadá y Corea del Sur son ejemplos claros). En suma, pues, la economía moderna sigue viva: varias economías están realizando extensos esfuerzos por innovar y están teniendo éxito en ese intento (al menos, bajo condiciones de mercado no demasiado adversas).

El objetivo, en estas páginas, es que nos hagamos una idea de la fuerza y el efecto del dinamismo de una economía moderna cuando funciona bien. Un marciano recién aterrizado en nuestro planeta no sabría muy bien a qué atribuir cada cosa nueva que observara aquí. Pero incluso a él le resultaría verosímil atribuir al nacimiento de lo moderno los milagrosos advenimientos de la economía moderna (y las notorias diferencias entre la vida del siglo XIX y la del XVIII), que se produjeron cuando pocas otras novedades se estaban registrando en ese terreno. De hecho, el examen de las magnitudes de los elementos atribuibles a la llegada de lo moderno es lo más parecido que tenemos a un experimento de laboratorio. Debemos recordar aquí que no basta con que un país alcance unos niveles elevados si esos niveles no siguen creciendo. (Como solía decirse en la industria del cine, «uno vale lo que la última película que haya hecho».) Y el crecimiento por sí solo tampoco compensa unos niveles que no pasen de ser abismalmente bajos.

Nos interesan fundamentalmente las consecuencias de la economía moderna para la vida humana o, para ser más precisos, para la vida que las personas viven en sociedad: es decir, para la vida social. Los datos de producto por trabajador y del salario medio por trabajador son tan fríos como el hielo: no dan a entender suficientemente lo que es la vida en las economías modernas, lo que la abundancia generada por ese producto y ese salario real consiguió comprar en el espacio de unas pocas décadas, ni cuáles fueron las recompensas derivadas de las experiencias mediante las que se lograron ese producto y ese salario. Queremos saber mejor cómo las economías modernas transformaron el trabajo y, por ende, la vida, y queremos hacer un repaso (lo más vívido y amplio posible) de la variedad de beneficios y costes que la participación en las economías modernas comportó para los participantes.

En este capítulo y el siguiente, se argumenta que las economías modernas y la modernidad que las trajo consigo tuvieron hondas consecuencias (positivas la mayoría de ellas). En el capítulo presente, en concreto, se recogen algunos de los efectos tangibles de dichas economías modernas (los «placeres y preocupaciones materiales»). En el siguiente, se dedica un amplio espacio a sus extensos efectos sobre los aspectos intangibles, aquellos «intangibles» que dan sentido a la vida de las personas.

ABUNDANCIA DE BENEFICIOS MATERIALES

La subida del producto por trabajador —la llamada productividad del trabajo o productividad a secas— propiciada por las economías modernas fue sostenida y continúa siéndolo. En términos cualitativos, las naciones con economías modernas (y, aunque con diversos grados de desfase o retraso, otros países conectados a la economía global) pasaron de un estado estacionario a otro de crecimiento explosivo y sin tope. Si el índice de crecimiento de la productividad hubiera sido solo de medio punto porcentual o menos, no se habría dejado sentir de forma tan amplia. A ese ritmo, un país necesitaría 144 años para duplicar su actual producto por trabajador. Las economías modernas, sin embargo, no solo aportaron un crecimiento sin límite: trajeron también un crecimiento rápido.

Impresiona ver hasta qué punto se disparó el producto por trabajador durante el llamado «siglo largo» (el que se dio por concluido en 1913, en vísperas de la Primera Guerra Mundial). Para 1870, el producto interior bruto per cápita en Europa occidental en su conjunto había aumentado ya un 63% con respecto a su nivel de 1820. Hasta 1913, se registró un incremento adicional de un 76% sobre el nivel de 1870. En Gran Bretaña, el primero de esos aumentos fue del 87% y el segundo, del 65%. En Estados Unidos, fueron del 95 y del 117%, respectivamente. (Tal vez esas subidas no impresionen demasiado al lector actual, teniendo como tenemos la experiencia reciente del —más espectacular aún— crecimiento registrado en China entre 1980 y 2010. Pero China tuvo la oportunidad de adquirir —de otros países— y adoptar una inmensa cantidad de conocimientos sobre producción, mientras que ni Europa ni Norteamérica tuvieron en su momento una tercera área geográfica de la que absorber todos esos conocimientos.)

El incremento acumulado desde el momento del despegue inicial hasta 1913 (que casi triplicó la cota de partida en Gran Bretaña y que la cuadruplicó en Estados Unidos) facilitó un nivel de vida para las personas corrientes que en el siglo XVIII nadie habría imaginado posible. El cambio en los niveles de vida tuvo efectos transformadores, algunos de los cuales se mencionan más abajo. Hubo también una consecuencia indirecta: al aumentar sin límite el producto agregado y, consiguientemente, la renta, la proporción de la riqueza de los hogares con respecto a esta última ya no volvió a recuperar sus anteriores niveles. Las familias, que no ahorraban mucho cuando imperaba el antiguo estado estacionario, comenzaron a ahorrar más e intentaron ganar más también (a fin de ahorrar más todavía) que en el siglo XVIII, pero solo para evitar que su riqueza decayera más de lo que ya estaba decayendo con respecto a la renta por culpa del ritmo al que crecía esta. Según esto, cabría esperar que los índices de participación en la economía moderna pasaran a ser muy superiores de lo que eran en la economía mercantil. Por desgracia, no disponemos de los datos para contrastar el escenario previsto por esa hipótesis.

Pero son los salarios, y no la productividad, el indicador más importante de los beneficios materiales disponibles para aquellas personas que se introducían en la economía sin disponer de una riqueza heredada apreciable ni de perspectivas de tenerla. Unos sueldos adecuados pasaron a ser —y siguen siendo— la puerta de acceso al disfrute de unos beneficios importantes. En el siglo XIX sobre todo (y algo menos ahora), el salario que una persona lograba ganar era el factor determinante principal de los bienes primarios que ese perceptor corriente de salarios podía permitirse: nos referimos a bienes materiales básicos, como la vivienda y la sanidad, pero también a bienes inmateriales de los que prácticamente todas las personas tienen igualmente una elevada necesidad, como el trabajar en un empleo que no sea peligroso ni embrutecedor, el tener una familia o el poder acceder en condiciones a la vida de la comunidad.

Un incremento de la productividad no garantiza un aumento de los salarios, como tampoco una subida salarial tiene por qué deberse necesariamente a un incremento de la productividad. Como ya se señaló en la introducción, Fernand Braudel, el más insigne historiador francés del periodo de posguerra, descubrió que los cargamentos de plata que los grandes exploradores y colonos del siglo XVI trajeron de vuelta para sus gobernantes no impulsaron al alza los salarios.2 Aunque hay una conexión entre el salario por trabajador y el producto por trabajador (alguien dijo una vez que, en economía, todo depende de todo lo demás en, al menos, dos sentidos diferentes), diversos factores especiales pueden modificar el canal que comunica la productividad y los salarios. Pero eso da igual aquí. Lo importante es que las economías modernas subieron los salarios de la gente corriente mientras barcos enteros de plata no fueron capaces de hacerlo en su momento.

Como ya se daba a entender en lo comentado sobre los salarios en la introducción del presente libro, la llegada de las economías modernas rompió el poco prometedor patrón de aquella época anterior que Braudel había sabido detectar. (Fue en el siglo XVI, como ya se ha señalado en páginas previas, y en el siglo XVIII —entre 1750 y 1810—, y no en la era moderna —la era de las economías modernas, quiero decir—, cuando cayeron los salarios, al menos en Gran Bretaña, que es el país para el que disponemos de datos.) Los salarios diarios por trabajador expresados en términos reales (por su poder adquisitivo) en los oficios para los que disponemos de datos iniciaron un ascenso sostenido en Gran Bretaña hacia 1820, en torno a la misma época en que comenzó el incremento paralelo del producto por trabajador. (En Estados Unidos, apenas si existen datos para fecha tan temprana.) En Bélgica, los salarios iniciaron una subida de ese tipo en torno a 1850. En Francia, los salarios despegaron poco después y avanzaron a la par de los británicos hasta 1914. En las ciudades alemanas, la dinámica de la evolución salarial había sido muy parecida a una montaña rusa antes de 1820 y, en torno a ese año, inició un nuevo descenso que duró hasta la década de 1840, lo que contribuyó a cebar los levantamientos de 1848; luego, en 1860 (o, según otra fuente, en 1870), comenzó una subida sostenida. Así pues, los salarios reales de la mano de obra de la construcción, de la industria y de la agricultura en las economías modernas despegaron en el momento en que lo hizo la productividad.

La pregunta que se nos plantea entonces es la de si el de los salarios fue un incremento tan impresionante como el del producto por trabajador. Puede que los sueldos anduvieran algo rezagados con respecto al crecimiento de los niveles de la productividad, pues la cuota de participación del factor trabajo en el crecimiento del producto total se redujo en su conjunto. Pero lo cierto es que el jornal nominal de un «varón urbano sin cualificación medio» expresado en moneda local no solo se mantuvo a la par del valor monetario del producto per cápita, sino que incluso ganó terreno con respecto a este. Desde 1830, la ratio salario-productividad en Gran Bretaña decayó un poco hasta 1848 (he ahí de nuevo ese año fatídico), se recuperó con creces en la década de 1860, perdió terreno de nuevo en la de 1870 y, finalmente, se disparó en la década de 1890 y había crecido más todavía para 1913. En Francia, esa ratio siguió una pauta similar. En Alemania, la ratio se mantuvo constante entre 1870 y 1885, se debilitó algo en la década de 1890, pero terminó en niveles máximos en la década de 1910, hasta el estallido de la guerra. Y esos datos no recogen el hecho de que los trabajadores no estaban comprando solamente unidades del producto interior bruto con su paga, sino que, en un grado bastante importante, también estaban comprando bienes de consumo importados a precios que iban en franco declive a medida que aumentaba la oferta y se abarataban los costes de transporte. Según un estudio británico, «tras un prolongado estancamiento, los salarios reales [...] casi se duplicaron entre 1820 y 1850».3 No se sostiene, pues, la tesis de que, en las economías modernas, los salarios perdieron terreno con respecto a formas de renta no salarial. No obstante, es posible que lo ocurrido con los salarios de los sectores menos favorecidos de esas economías fuera distinto.

En la mentalidad popular, el nuevo sistema que el siglo XIX trajo consigo fue una especie de economía infernal para los trabajadores más desfavorecidos que tenían que trabajar en fábricas, minas y otros empleos manuales. Hay quienes creen que las condiciones sociales apenas si mejoraron hasta un siglo después, cuando las ideas socialistas cambiaron Europa, y el New Deal cambió Estados Unidos. Puede que las obras literarias contribuyeran muy especialmente a transmitir esa impresión. Pero las fechas a las que estas hacen referencia suelen interpretarse mal. Los miserables de Victor Hugo está centrada en las tensiones que surgieron entre 1815 y 1832 y que se manifestaron a comienzos de la monarquía de Luis Felipe de Orleans, y no en el presunto lado negativo de la economía moderna que llegó a Francia décadas después. Aun así, hay también obras impresionantes que toman como referencia los años de mediados del siglo XIX. Son el microscopio que Charles Dickens enfocó sobre la pobreza londinense en su novela Oliver Twist (de 1839) y las gráficas descripciones de las luchas de los obreros parisinos que Honoré Daumier hizo en sus libros hasta 1870 las que nos dan la impresión de que, cuando despegó la productividad, la inmensa masa de la población en edad de trabajar se vio perjudicada por un descenso en los salarios, o de que, cuando menos, se quedó estancada durante mucho tiempo en las mismas condiciones de miseria, desconexión e insatisfacción que ya le había tocado sufrir hasta entonces. Pero esa es una tesis por demostrar.

Una manera de contrastarla sería comprobando si los salarios de la llamada clase obrera —los salarios de los trabajadores «de cuello azul», denominación que designa a quienes realizaban trabajos manuales y físicos en general— se estancaron (o decayeron incluso) al tiempo que las economías modernas se afianzaban y se volvían más eficaces. La pregunta, entonces, es si los salarios del trabajo «de cuello azul» se estancaron o cayeron de verdad. La impresión popular general es que los trabajadores menos cualificados sí padecieron un recorte salarial absoluto (o, por lo menos, relativo en comparación con la remuneración de la mano de obra cualificada) a lo largo del siglo XIX por culpa de la mecanización.

Pero ese es otro error de concepto. Según el estudio británico antes mencionado, el salario medio por trabajador superaba el sueldo de los trabajadores de cuello azul en un 20% aproximadamente entre 1815 y 1850. Pero buena parte de esa diferencia se explica como resultado del hecho de que los salarios de los trabajadores manuales en la agricultura fueron bastante a la zaga durante esos años, y la mala situación relativa de la mano de obra en el campo en aquel entonces no puede atribuirse tan directamente a la aparición y expansión del sector moderno. Las estimaciones para el caso británico tomadas de otra fuente muestran que el salario medio de todos los trabajadores cualificados en el sector no agrario de la economía subió solo un poco más (un 7%) durante ese periodo que el salario medio de los trabajadores no cualificados.4 Los datos publicados por Clark en 2005 sobre el jornal de los obreros cualificados y el salario de los «aprendices» en el sector de la construcción en Gran Bretaña muestran que los aprendices comenzaron a perder terreno con respecto a los operarios cualificados en la década de 1810 —tras unos setenta años en los que no se había observado tendencia ascendente o descendente alguna—, pero también muestran que, a mediados de siglo, se produjo un punto de inflexión y los aprendices habían recuperado ya en la década de 1890 su anterior nivel de ingresos en relación con el de los trabajadores cualificados, y siguieron ganando terreno con respecto a estos en la década que siguió. Esa era también la impresión que se tenía en aquel entonces, por cierto. El primer ministro Gladstone, a la vista de la efusión de ingresos fiscales recaudados por el Estado de manos de todo tipo de perceptores de salarios, comentó lo siguiente en la Cámara de los Comunes:

No podría menos que ver con cierto dolor y mucho temor este extraordinario crecimiento si creyera que está circunscrito a la clase de personas de quienes diríamos que viven en condiciones acomodadas. [...] Pero [...] me consuela profunda e inestimablemente comprobar que, aunque los ricos se han hecho más ricos, los pobres también se han vuelto menos pobres [...]. Si nos fijamos en la situación media del trabajador británico (campesino, minero, operario o artesano), hoy sabemos por datos diversos e incontrovertibles que podríamos calificar el aumento que su medio de subsistencia ha experimentado durante los últimos veinte años de incremento sin parangón en la historia de ningún país o época.5

En Gran Bretaña, pues, la economía moderna no exacerbó la desigualdad salarial: desde luego, no de forma sistemática y, en ningún caso, permanente. Marx, con su confusión de los datos, nunca llegó a reconocer los hechos sobre los Gladstone llamó la atención de los parlamentarios aquel día.

La creencia de que, en el siglo XIX, a la mano de obra en general le tocó perder en comparación con el capital no tiene más sólida base empírica que las otras impresiones equivocadas. Recientemente, se han publicado datos que muestran el salario diario (o jornal) por trabajador empleado expresado como un índice sobre el producto nacional per cápita. En Gran Bretaña, ese índice subió, no bajó: concretamente, de 191 hacia 1830 hasta 230 hacia 1910. En Francia, creció de 202 hacia 1850 hasta 213 hacia 1910. En Alemania, pasó de 199 a comienzos de la década de 1870 a 208 a principios de la década de 1910.6 Robert Giffen, periodista y estadístico jefe de la administración pública británica, ya había trazado en 1887 un retrato estilizado de la situación usando datos de la renta de los individuos recopilados con la puesta en marcha del impuesto sobre la renta en Gran Bretaña en 1843. Según dichos datos, la renta agregada de «los ricos» se duplicó a lo largo de los cuarenta años siguientes, pero también se multiplicó por dos el número de ricos en suelo británico; por su parte, la renta agregada de los trabajadores manuales se multiplicó por más de dos al tiempo que su número total aumentaba relativamente poco.

Los ricos se han vuelto más numerosos, pero no más ricos a nivel individual; los «pobres» [...] son individualmente el doble de ricos (de media) que cincuenta años atrás. Así pues, los pobres han cosechado casi toda la ganancia correspondiente al gran avance material registrado en los últimos cincuenta años.7

Es de suponer que la evolución favorable de los salarios reales, aun a pesar de un prolongado mínimo en el salario relativo de la mano de obra no cualificada durante varias décadas del siglo XIX, tuviera dos grandes beneficios a los que generalmente se atribuye un alto valor social. Uno de esos beneficios es el efecto liberador que cualquier incremento en el nivel general de los salarios tiene para sus perceptores: permite que personas que estaban confinadas en los tramos más bajos de los salarios disponibles (trabajadores no cualificados, según la terminología habitual) pasen de realizar trabajos a los que antes no podían permitirse renunciar a ocupar empleos más apetecibles. Una persona que trabajara en la «economía doméstica» como ama de casa o como asistenta con paga en casas de otras personas podía de pronto permitirse cambiar de trabajo e incorporarse a una labor menos aislante; alguien que trabajara en la economía subterránea podía de pronto permitirse aceptar un empleo en la economía legítima, con la mayor respetabilidad y la menor dependencia que ello suponía para él o para ella; alguien podía de pronto permitirse dejar un trabajo en la economía comercial para ocupar otro con niveles de iniciativa, responsabilidad e interacción superiores que lo hacían más gratificante. Así pues, los salarios más altos se traducen también en lo que podríamos denominar una mayor inclusión económica. Son más las personas que terminan participando así en el proyecto central de la sociedad y contribuyendo a él, y encontrando de ese modo los premios y gratificaciones que solo una implicación así puede ofrecer. No ahondaremos aún en la descripción y la confirmación del valor de la inclusión económica, pues requieren de un análisis más extendido (como el que se recoge en el capítulo siguiente de este libro).

El incremento de los salarios tiene el beneficio social añadido de que reduce la pobreza y la indigencia. Según las observaciones de dos distinguidos economistas de su tiempo, se confirma que, en todas las economías modernas que emergieron en el siglo XIX (o, al menos, en todas aquellas para las que disponemos de datos), tuvo lugar una destacada disminución de la pobreza. Refiriéndose a las tendencias en Inglaterra y Escocia, Giffen señaló en 1887 el constante descenso en el número de indigentes (individuos declarados insolventes), aun en medio del más rápido crecimiento demográfico conocido: del 4,2% de la población que representaban en la primera mitad de la década de 1870 pasaron a ser el 2,8% en 1888. A propósito de Irlanda, a la que la economía moderna llegaría tiempo después, Giffen comentaba que había «habido un aumento de la indigencia, acompañado de un descenso de población». En la década de 1890, David Wells escribió un libro sobre la situación en Estados Unidos del que dedicó un par de páginas al «pauperismo», páginas en las que destacó que el «número de pobres como proporción del total de la población ha ido disminuyendo en líneas generales, y ello a pesar de los grandísimos obstáculos para [...] frenar el pauperismo con los que se enfrenta un país como Estados Unidos, que recibe anualmente batallones enteros de pobres procedentes de los países europeos».8 Otro modo de sopesar la tesis de que la economía moderna perjudica a las masas populares es examinando las pruebas —un tanto sorprendentes— de que disponemos referidas a enfermedades infecciosas, nutrición y la mortalidad resultante. El relato que nos cuentan, como los ya referidos en páginas previas del libro, no sigue una evolución lineal. Nos muestra más bien unas sociedades que florecen en el siglo XIX tras haber soportado de todo en el XVIII. Curiosamente, las muertes por viruela, que se registraban sobre todo entre niñas y niños pequeños, aumentaron a lo largo del siglo XVII hasta el momento de apogeo de la economía comercial (a mediados del siglo XVIII), cuando dos tercios de todos los niños y las niñas fallecían antes de cumplir los cinco años de edad. Es imposible que la causa de la epidemia de viruela fuera la economía moderna y el funcionamiento de esta, pues apenas si estaba en ciernes en aquel entonces. La causa ha de buscarse más bien en el aumento del comercio internacional y, más concretamente, en «la importación de cepas más virulentas a raíz del crecimiento del comercio mundial». Luego, las muertes por viruela comenzaron a remitir. En el segundo cuarto del siglo XIX, la mortalidad infantil había caído en dos terceras partes con respecto a los niveles máximos del siglo anterior. Ese descenso parece haberse debido más a la introducción de la economía moderna a partir de la década de 1810 que a los efectos de la primera fase de la Revolución Industrial en la década de 1770, la cual, como ya se ha señalado anteriormente, se circunscribió a un único sector y durante un periodo temporal breve.9 A medida que las economías modernas cobraron fuerza a lo largo del siglo XIX, el descenso de la incidencia de la viruela se hizo más acusado. Wells informaba en su día que, «para el periodo 1795-1800, la cifra anual media de muertes por viruela en Londres fue de 10.180; pero durante el quinquenio 1875-1880, solo se registraron 1.408».10

La incidencia de enfermedades infecciosas que afectan más a personas adultas que a niños también experimentó un pronunciado descenso en el siglo XIX. Wells escribió al respecto que «la peste y la lepra prácticamente han desaparecido [de Gran Bretaña y Estados Unidos]. Y, al parecer, también la fiebre tifoidea, que fuera en tiempos el azote de Londres, ha desaparecido por completo de dicha ciudad». De resultas de ello, las tasas de mortalidad también bajaron en picado. «En Londres, el índice anual de muertes, que había promediado 24,4 ‰ en la década de 1860, bajó hasta el 18,5 ‰ en 1888. En Viena, la tasa de mortalidad había llegado a ser de 41 y disminuyó hasta 21. En los países europeos, el promedio de descenso osciló entre una tercera y una cuarta parte. Para el global de Estados Unidos, la tasa se situó entre 17 y 18 en 1880».11

¿Cabía atribuir a la ciencia en exclusiva el mérito de toda esa variación? No es eso lo que opinan los expertos. En referencia a las disminuciones observadas en las enfermedades infecciosas registradas en Londres —viruela, «fiebres» (tifus y fiebre tifoidea) y «convulsiones» (diarrea y trastornos gastrointestinales)—, Razzel y Spence apuntan a las medidas de salud pública e higiene que el incremento de las rentas hizo posibles:

La mayoría de aquellas enfermedades estaban relacionadas con la suciedad. [La caída de la mortalidad] tuvo lugar por igual entre la población adinerada y la no adinerada. [...] Es posible que la transformación del contexto ambiental repercutiera en el grado de incidencia de toda una serie de afecciones. [...] La sustitución de prendas interiores de lana por otras de lino y algodón [...] y la mayor eficacia del lavado —gracias al hervido de la ropa, por ejemplo— fueron probablemente factores responsables de la erradicación progresiva del tifus y de los piojos.12

Wells señaló en su momento también el mejoramiento de la dieta que acompaña a una subida de los ingresos:

Ahora bien, aunque la mejora de los conocimientos y las regulaciones sanitarias han contribuido a semejantes resultados, estos se han debido principalmente a la mayor abundancia y el descenso del precio de los productos alimentarios, atribuibles casi enteramente a mejoras en los métodos de producción y distribución. [...] Parece ser que el estadounidense medio está aumentando de tamaño y peso, lo que no podría haber ocurrido de haberse registrado un retroceso en términos de un aumento de la pobreza de las masas populares.13

Así fue como la economía moderna ayudó a reducir enfermedades y mortalidad. Las mejoras en productividad propiciadas (a diario incluso) por la economía sirvieron a familias y colectivos los medios con los que combatir la enfermedad a través de medidas privadas y de políticas de salud pública. Las mejoras en la práctica hospitalaria —el uso de antisépticos, por ejemplo— contribuyeron a reducir numerosas enfermedades infecciosas. Además, los hospitales modernos son un componente propio de la economía moderna. Las averiguaciones y el aprendizaje que se realizan típicamente en los hospitales y su difusión a través del sector sanitario fueron un elemento notable de la explosión del conocimiento producida por las economías modernas.

Con el desarrollo de dichas economías y las mejoras en productividad que viajaron a otros países, el mundo se dejó atrapar por la dinámica de un círculo virtuoso. La menor mortalidad se tradujo en un incremento de la presencia de personas jóvenes en la población, lo que significó también más personas capaces de inventar, desarrollar y probar nuevos conceptos, y por consiguiente, una nueva ronda de incrementos salariales y descensos de la mortalidad.

NO FUE UN JARDÍN DE ROSAS

Los lectores a quienes hayan sorprendido todas estas buenas noticias sobre los salarios en las sociedades modernas tal vez esperen ahora que los datos sobre la evolución del empleo y el desempleo en aquellas economías modernas en ciernes corrijan tanta positividad. En 2009, un periodista británico, Maev Kennedy, a raíz de la publicación en línea de todo un siglo de archivos de periódicos de ese país por cortesía de la Biblioteca Británica, escribió que «toda aquella persona que se sienta abrumada por los escándalos políticos, las guerras, los desastres financieros, el desempleo por las nubes y los jóvenes borrachos agresivos de nuestra época actual, puede buscar refugio en el siglo XIX, con sus guerras, sus desastres financieros, sus escándalos políticos, su desempleo por las nubes y sus jóvenes borrachos agresivos». Pero fue la economía comercial del siglo XVIII, al crear las primeras grandes ciudades, la que marcó el nacimiento del fenómeno del desempleo masivo. Señaló el inicio de la migración de población activa desde la agricultura de subsistencia (donde solo ocasionalmente realizaban trabajos remunerados), en la que nadie estaba desempleado, a una vida urbana en la que carecer de empleo retribuido suponía tener pocas opciones alternativas de ganarse el sustento y un techo bajo el que cobijarse. Las personas tenían que buscar por su cuenta modos de asegurarse frente a una situación de paro. ¿Cómo? Ahorrando lo suficiente para sobrevivir a épocas de vacas flacas... si podían. Si no podían, había también sociedades benéficas (las Verein) a las que podían acudir los trabajadores cualificados en busca de ayuda; y muchos podían recurrir también a la asistencia de familiares o amigos. Asimismo, los programas estatales de seguro de desempleo acudieron al rescate de estas personas, pero no hasta 1905 en Francia y 1911 en Gran Bretaña.

El auge de las economías modernas en el siglo XIX multiplicó el número de ciudades, con lo que se multiplicó también el número de personas desempleadas. Al expandirse la parte urbana del país —con su consiguiente nivel propio de desempleo— y contraerse la parte rural —en la que solo se registraba subempleo—, inevitablemente aumentó el nivel de paro a escala nacional. Eso no fue algo del todo negativo. Los habitantes urbanos corrían el riesgo de quedarse desempleados, sí, pero también tenían la oportunidad de hallar en las ciudades algunas de las ventajas que llamaban a las personas a agruparse en esos entornos urbanos. Muchos y muchas huían de la vida agrícola en busca de la vida de la ciudad porque era un cambio que les salía a cuenta.

Carecemos de datos que nos indiquen si la economía moderna impulsó la tasa media de paro en las ciudades existentes por encima del promedio de un siglo antes. No obstante, los datos disponibles sí muestran unas tasas crecientes de participación laboral de la población activa a lo largo del siglo XIX (entre las mujeres, sobre todo) y unas tasas de paro que no eran superiores a las tasas registradas en nuestro momento presente (desde 1975, por ejemplo). En un estudio de hace unos años sobre Francia, se detectó «un cambio de tendencia, apreciable por vez primera en la década de 1850, que se produjo de la década de 1860 en adelante: hubo entonces una acusada aceleración del crecimiento [del número] de personas ocupadas [a pesar de] un marcado freno al incremento de la población en edad de trabajar».14 El advenimiento de la economía moderna en Francia parece haber sido el factor que hizo que un número creciente de personas en edad de trabajar gravitara hacia ocupaciones no agrarias, pues no se conoce fuerza alguna en el sector agrario propiamente dicho que les diera ese empujón para salir de él. En el caso de Gran Bretaña, el trabajo clásico de A. W. Phillips sobre el desempleo en relación con la inflación nos ofrece datos que se remontan a 1861. En ellos no se aprecian indicios de ninguna tendencia al alza en el desempleo en las décadas inmediatamente posteriores a esa fecha, cuando el sistema económico moderno se extendió y, con él, lo hizo también su capacidad de creación de nuevos conocimientos y, por ende, de facilitación de cambios. Además, de la evolución de la tasa de paro en el primer periodo de la serie (digamos que entre 1861 y 1910) no parece seguirse que esos índices fueran más altos entonces que en el periodo transcurrido entre 1971 y 2010, durante el que Gran Bretaña no ha sido precisamente un país líder en conocimiento o en invenciones en comparación con sus iguales. La lección que cabe extraer de ello es que el rápido crecimiento del conocimiento, y, por lo tanto, de la productividad y los salarios, procedió a través de uno o más canales que contuvieron el desempleo, una contención que la Gran Bretaña contemporánea, dotada de una economía menos inventiva en una sociedad menos creativa, ha tenido mucho más dificultad en conseguir. La infinidad de subsidios y organismos estatales dedicados a ello han logrado moderar el paro entre quienes participan con niveles salariales bajos en la economía, pero no han podido invertir la tendencia general.

Entonces, ¿a qué viene esa mala reputación que ensombrece las economías modernas (las que emergieron en el siglo XIX y sus manifestaciones posteriores)? Se les quedó adherida la imagen de las «aciagas fábricas satánicas» que William Blake viera esparcidas por el paisaje británico en 1804, una década antes de que llegara la verdadera invasión fabril al país. Cierto es que la pesadez de las tareas y las penurias del trabajo rural fueron reemplazadas básicamente por el tedio, la mugre y el ruido característicos de muchas fábricas (o de la mayoría de ellas). Pero la imagen de Charlie Chaplin en la cadena de montaje en su película de 1937 Tiempos modernos inspiraba más una sensación de automatismo y mecanicismo que de opresión. En cualquier caso, la fábrica no fue un elemento privativo de las economías modernas del siglo XIX y de la primera mitad aproximada del siglo XX, pues también aparecieron fábricas similares o peores en algunas de las economías menos modernas jamás conocidas: en la Rusia de Lenin y Stalin, y en la China de Deng Xiaoping, por ejemplo. Además, el auge de las fábricas no es un acompañamiento consustancial a una economía moderna en cualesquiera de las fases de esta. Es muy posible que el próximo país que avance hacia la modernidad se salte la parte de las fábricas y entre directamente de lleno en la fase de las oficinas y los webcasts interactivos.

Podría haber otra explicación de tal negativa fama. Y es que a nosotros, incluso ahora, en el siglo XXI, puede aún horrorizarnos la suciedad y la asfixiante contaminación de las ciudades que tan rápido crecieron en las economías modernas surgidas en el siglo XIX. Ahora bien, cuando pensamos de ese modo, olvidamos tener en cuenta lo que aquellas significaron para personas que, huyendo de sueldos propios del Medievo, encontraron allí rentas entre dos y tres veces superiores a las medievales, ingresos que fueron los que terminó disfrutando la mayoría de la población de Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia y los países germanos en el siglo XIX. La renta es algo ciertamente abstracto e inerte. Pero la realidad es que los incrementos de renta reducen la incidencia de la pobreza.

La economía moderna trajo consigo beneficios materiales inmensos para los países a los que llegó e, incluso, para algunos a los que no llegó. Al aumentar las tasas salariales, proporcionó la dignidad característica de la independencia económica a un número mayor de personas: las liberó para salir a participar en la sociedad e hizo posible la vida urbana como opción alternativa a las costumbres rurales. Al incrementar los ingresos de la población, mejoró el nivel de vida en aspectos básicos, lo que a su vez redujo los riesgos de una muerte temprana por enfermedad y permitió así que se pudiera disfrutar durante más años las ventajas de ese nivel de vida mejorado. Surgió también una nueva clase media que podía salir a comer fuera, ir al estadio o al teatro, e introducir a sus hijos en las artes. (En Estados Unidos se decía que parecía haber un piano en cada sala de estar.)

Podría parecer que ese «crecimiento sostenido» ya no nos importa como importaba entonces. Y lo cierto es que el incremento de renta es menos importante para los perceptores actuales que cuando las condiciones de consumo y de salud de partida eran tan desesperadamente bajas (como pone de manifiesto el considerable acortamiento de la jornada y la semana laborales registrado entre las décadas de 1860 y 1960). De hecho, uno de los temas centrales del presente libro es que cada vez es mayor el número de personas participantes en las economías modernas para las que el crecimiento continuado de sus tasas salariales y sus sueldos no es una de las cosas más importantes de su vida. Ciertos estudios sobre la «felicidad» realizados una década atrás han dado pie a una tesis relacionada, aunque un tanto diferente. Tomando como base datos extraídos de encuestas de hogares se ha llegado a la conclusión de que, a partir de cierto punto, las personas situadas en posiciones más altas de la escala de renta no declaran tener unos niveles proporcionalmente más elevados de «felicidad» (entendida como una especie de estado budista de anulación de todo deseo de más consumo u ocio). Y esa conclusión se deduce aun a pesar de la mayor responsabilidad y la más amplia perspectiva que las situaciones de percepción de ingresos más altos permiten tener. (Otros investigadores han deducido posteriormente de datos similares que esa conclusión no es del todo correcta.) Sea cual sea la veracidad de esa tesis, siempre hemos sabido que «el dinero no compra la felicidad» y que, por lo tanto, esta no está ligada a la renta. Ganar ingresos elevados es un medio de obtener satisfacciones no clasificables como «felicidad», pues, si no, las personas no tratarían de conseguir esa renta adicional que la mayoría persiguen sabiendo que nunca va a reportarles un aumento de su felicidad declarada. Un déficit de ingresos es un impedimento para alcanzar objetivos clave relacionados con el desarrollo personal y con una vida gratificante. Uno de los grandes logros de las economías modernas es que, a lo largo de su dilatada historia, cada vez hayan sido menos los participantes en ellas que hayan carecido de la renta necesaria para tratar de alcanzar sus metas inmateriales.

Es evidente que, si en Occidente no hubiera surgido la economía moderna y nos hubiéramos tenido que conformar con la economía mercantil de la época del Barroco, las tasas salariales y los ingresos tal vez habrían crecido como consecuencia de algunos de los avances científicos (fueren cuales fueren) que habrían tenido lugar de manera exógena a las economías en sí. Pero los salarios y la renta no habrían crecido ni de lejos al ritmo al que realmente lo hicieron. Si la ciencia exógena hubiera sido el principal motor del crecimiento decimonónico en las selectas economías occidentales que experimentaron un crecimiento rápido, dichos avances habrían provocado una especie de subida de la marea que habría elevado el nivel de todos los barcos, incluidos los de los holandeses y los italianos, que eran relativamente productivos al inicio del siglo XIX. Pero el hecho es que, aunque casi todos los países occidentales partieron de un origen parecido allá por 1820, los éxitos materiales de algunos de ellos (los imponentes logros de las economías modernas) superaron con mucho a los de otros.

En definitiva, este capítulo no solo ha cuantificado el rápido crecimiento que la llegada de la economía moderna trajo a varios países, sino que también ha aportado pruebas de que, en los países en los que esta arraigó, gracias a su incesante creación de nuevos conocimientos económicos, cambió radicalmente las condiciones materiales de vida. Las economías modernas lograron tal proeza haciendo aquello que estaban más que facultadas para intentar y conseguir gracias a su propia estructura interna: concretamente, innovando en masa.15 Es evidente que aquellas naciones se impregnaron de tan masivo esfuerzo innovador desde los cimientos hasta la cima. Como corresponde al carácter social de base de esa innovación, algunos de aquellos beneficios —la renta, por ejemplo— alcanzaron equiproporcionalmente a los sectores menos favorecidos; otros beneficios, como la salud y la longevidad, favorecieron principalmente a los más desfavorecidos. Según una historia reciente de la evolución de este fenómeno, aquella fue una «revolución» económica que puede considerarse «en muchos sentidos lo mejor que jamás le haya ocurrido a la gente corriente de Estados Unidos».16

Pero el cambio material no es la única de las hazañas de la economía moderna. El mundo inmaterial (o intangible) de la experiencia, la aspiración, el espíritu y la imaginación se vio modificado de forma no menos radical para cada vez más personas. Ese es el tema del capítulo siguiente.

Una prosperidad inaudita

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