Читать книгу A contracorriente - Eduardo Abad García - Страница 9

Оглавление

PRÓLOGO

La historia del comunismo español en sus diversas facetas ha experimentado en las últimas décadas una notable renovación, que ha venido a subsanar anteriores errores y exageraciones determinadas por enfoques sobradamente militantes y esencialistas, bien apriorísticamente hostiles, bien excesivamente apologéticos. Esta renovación ha supuesto no solo una actitud general distinta, más académica y distanciada, ante el tema de estudio, sino también y sobre todo una ampliación del campo temático y un profundo replanteamiento metodológico. Entre otras cosas, se ha ido encuadrando cada vez más en los marcos de una historia política remozada y también de una historia sociocultural de amplio espectro.

El presente trabajo, que ahora llega a las librerías tras un largo proceso de reflexión y elaboración, es un fruto palpable de esta modernización historiográfica. Sus páginas bien meditadas y su esquema perfectamente articulado muestran –a mi modo de ver– el buen hacer de su autor, joven pero ya avezado artesano de la historia. Y digo artesano en el mejor sentido de la palabra, porque es seguramente como mejor puede definirse la tarea o lo que –en certera expresión– Marc Bloch prefería llamar «el oficio de historiador».

Aunque todo libro –al menos cualquiera que merezca la pena– siempre es susceptible de múltiples lecturas y puede dar lugar a valoraciones distintas, la mía particular quiere hacer hincapié en las que creo que son las grandes virtudes de esta investigación. La primera es que el autor ha sabido acotar certeramente su objeto de estudio, perfilándolo y reconstruyéndolo de tal modo que desde ahora queda plenamente incorporado al campo general (la historia del comunismo, la izquierda y las luchas sociales en nuestro país) con trazos bien definidos. Eduardo no solo rescata a la que bautiza como «disidencia ortodoxa» de un cierto olvido o infravaloración, condescendiente o beligerante, frente a un PCE que, pese a sus sucesivas crisis, siempre conservó una robustez que no pudieron alcanzar quienes lo criticaban por su abandono de «los principios»; y también ante una «izquierda revolucionaria» (trotskista, maoísta, consejista) aparentemente más glamurosa, tal vez por su perfume sesentayochista, que siempre aporta un plus de sobrevaloración en un mundo como el nuestro, presto a reconocer moral o estéticamente las rebeldías románticas fracasadas, siempre que queden reducidas a la inoperancia. Eduardo aprovecha para dar nombre a la cosa, argumentando vigorosamente en favor de la opción de ortodoxos frente a la –casi siempre despectiva– de prosoviéticos, que además arrastra connotaciones –que el análisis de este libro rechaza, creo que con razón– sugeridoras de un origen fundamentalmente externo del fenómeno. Pero, además, recorre con coherencia una trayectoria de dos densas décadas, incluyendo el final del Franquismo, la Transición y la adaptación postransicional al nuevo escenario que reafirmaba viejas hegemonías sociales. La afortunada metáfora de las olas ayuda a visualizar un proceso cuya diversidad de derivaciones y episodios queda perfectamente clarificada.

La segunda virtud del libro reside precisamente en su afinado proceso de elaboración. A diferencia de tantos objetos de trabajo que terminan imponiendo su lógica propia al investigador, Eduardo teoriza, estructura, articula conexiones y reconstruye dinámicas dando forma a un objeto de estudio que, aunque como todos es susceptible de nuevos matices y aportaciones, queda desde ahora, y creo que por mucho tiempo, acotado con sus esquemas y su nomenclatura. Un tema además rescatado para la historia sociocultural, con la aplicación de operativas nociones como las de memoria colectiva, identidad o cultura política, que tanto están contribuyendo a renovar la historia política actual. Todo ello, con un soporte documental sólido y consistente, fruto de un rastreo minucioso y una amplia nómina de testimonios personales que enriquecen una visión que nunca renuncia a cierta perspectiva «desde abajo».

Un tercer rasgo es la presencia, subyacente y que aflora solo de manera ocasional, del interés personal del autor por los procesos de los que habla, y que no está reñido con un prioritario compromiso, inexcusable en cualquier historiador que se precie, por la reconstrucción veraz, más allá de simpatías o antipatías con quienes son objeto de su bisturí analítico y crítico. Por fortuna, Eduardo está lejos de aplicar a sus «biografiados» el tono condescendiente que Thompson rechazaba para los que han ido «a contracorriente» y no han logrado triunfar en sus pequeñas o medianas batallas; en las grandes, dicho sea de paso, este fracaso último es, en definitiva, compartido con los demás sectores que también quisieron «asaltar el cielo». Como bien señala Eduardo con cita interpuesta (¡gran hallazgo el texto del 18 Brumario aplicado a la ocasión!), los hombres hacen su propia historia, aunque no la hacen a su libre arbitrio ni sin el peso –que es también estímulo– de «las generaciones muertas» y «los espíritus del pasado». Esta invocación de las propias tradiciones, que quienes se estudian en este libro consideran traicionadas, configura una ortodoxia que Eduardo no menosprecia ni rechaza en sí misma, al menos si se entiende a la manera lukacsiana, no como mera guardiana de un pasado glorioso, sino como «anunciadora» de la relación del presente con «la totalidad del proceso histórico». Pero –no nos engañemos– los juicios y valoraciones del autor de este libro no son exactamente complacientes o acríticos, en especial cuando la ortodoxia actúa como freno o factor de ofuscación con respecto a la realidad; como buen historiador, su perspectiva es etic o distanciada, aunque tenga en cuenta la visión emic de los propios protagonistas.

Poco más se me ocurre añadir. Quizás el reconocimiento de que mi opinión está inevitablemente condicionada por haber visto nacer y crecer al historiador y a su trabajo, asistiendo al siempre grato espectáculo de presenciar, como «observador participante», de qué manera un joven investigador va puliendo sus defectos, limando sus prejuicios y rellenando las lagunas de su formación; aprendiendo, en definitiva, su oficio y asumiendo el código deontológico propio de un historiador honesto. Esta percepción emocionante, que es, mutatis mutandis, casi como revivir la propia y ya lejana experiencia juvenil, se une en este caso a un afecto y a un respeto personal e intelectual que han ido acrecentándose, que supongo correspondidos –si es que la petición de un prólogo puede testificarlo– y que ojalá no hayan dañado gravemente la ecuanimidad de mis valoraciones. Acerca de los defectos de este trabajo –que sin duda también los hay–, son los lectores quienes deben juzgar, pero estoy seguro de que al menos una parte significativa de ellos podrán compartir, sin violentar su propia percepción, mis modestas apreciaciones.

FRANCISCO ERICE

A contracorriente

Подняться наверх