Читать книгу Las siete fiestas de Jehová - Eduardo Cartea Millos - Страница 9

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INTRODUCCIÓN

Seguramente has contemplado muchas veces paisajes preciosos. También yo lo he hecho. Pero ¿no es cierto que algunos te han dejado extasiado? En mi caso, en este maravilloso país que es Argentina, las cataratas del Iguazú, el glaciar Perito Moreno, la incomparable belleza de los cerros jujeños de siete colores de Purmamarca, las imponentes alturas de la cordillera de los Andes, y tal vez un par más, son para mí paisajes supremos. Su contemplación me dejó pasmado y me hizo elevar himnos de alabanza al Creador. Así nos pasó junto a mi esposa más de una vez, y no hay forma de impedir que brote del corazón aquella antigua canción: Cuán grande es El...

Así también ocurre con la Biblia, ese libro fascinante, único, que contiene tesoros insondables que asombran a todo aquel que aborda sus páginas. Toda ella es maravillosa. Pero hay ciertos capítulos, ciertos fragmentos que son sublimes. Este libro trata de uno de ellos.

Cristo es el cumplimiento del eterno plan de Dios. En él Dios escogió a los que habían de ser salvos (Ef. 1.4; Hch. 13.48; 2.47); en él realizó la obra de la redención (2Co. 5.19); en él unió a judíos y gentiles en uno, reconciliando con Dios a ambos en un solo cuerpo, y “haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Col. 1.20; Ef. 2.13-16); en él, la plenitud de la iglesia, cuando el último salvo sea agregado (Ro. 11.25); en él, su recogimiento en las nubes, cuando venga a buscar a los suyos y sean con él glorificados (1Ts 4.14-18); en él, todos los juicios sobre hombres y ángeles (Jn. 5.22; Hch. 10.42); en él, la consumación de todas las cosas, cuando “entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia”, cuando “el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos” (1Co. 15.24, 28).

De modo que toda la Escritura, toda la revelación, todos los eternos propósitos de Dios tienen su cumplimiento en Cristo, en el hombre Jesús, en el Mesías, en el Señor y Rey. Bien lo expresa el Apóstol Pablo en Efesios 1.7-10: “En quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia, que hizo sobreabundar para con nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra”.

Las verdades de Dios escritas en el Antiguo Testamento están muchas veces escondidas detrás de tipos, de figuras, de símbolos, cuya realización se explica conociendo la revelación del Nuevo Testamento. Indudablemente, nosotros somos bienaventurados por acceder a verdades a las cuales los santos de la antigüedad no podían. La revelación de Dios ha sido progresiva y nos ha tocado a nosotros, los santos del “nuevo pacto”, recibir la Palabra de Dios en forma completa, que, por efecto de la iluminación del Espíritu Santo en nuestras mentes espirituales, nos llegan haciéndonos conocer los grandes misterios de Dios, las cosas profundas de Dios.

Así lo dice el Apóstol Pablo en 1 Corintios 2.7-13: “Mas hablamos sabiduría de Dios en misterio, la sabiduría oculta, la cual Dios predestinó antes de los siglos para nuestra gloria, la que ninguno de los príncipes de este siglo conoció; porque si la hubieran conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de gloria. Antes bien, como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre (ninguna mente humana ha concebido), son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios. Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido, lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual” (“interpretando verdades espirituales a mentes espirituales”, o bien, “explicando cosas espirituales con palabras espirituales”).

Así que los tipos o figuras del Antiguo Testamento tienen su concreción, su realidad, su “anti-tipo” en las verdades del Nuevo Testamento, muchas de ellas en la Persona de Cristo y en su Iglesia. Colosenses 2.17 dice: “todo lo cual es sombra de lo que ha de venir, pero el cuerpo es de Cristo”. Hebreos 10.1 agrega: “Porque la ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas...”. El cuerpo, la realidad, cuya sombra es proyectada en el Antiguo Testamento anticipando tipológicamente lo que habría de venir, está en el Nuevo Testamento. Así pues, el Nuevo Testamento es la explicación y la aplicación del Antiguo.

Entendemos con sincero convencimiento que la Biblia ha de ser interpretada literalmente, siguiendo el método de hermenéutica literal, o histórico-gramatical, que proporciona una interpretación llana de las Escrituras, pero teniendo en cuenta, a su vez, las figuras del lenguaje que en ella se utilizan. Así que, dentro del marco de una sana hermenéutica, es necesario dar valor —entre otras figuras— a la rica tipología y simbología bíblicas.1

Sin caer en la espiritualización del texto, es decir, en una caprichosa alegorización y misticismo, es necesario y muy provechoso descubrir en la Biblia su tipología, particularmente desplegada en el Antiguo Testamento pues, como dice E. Trenchard “la verdad encarnada en Cristo aún no se había manifestado”, pues los tipos más prominentes son aquellos que tienen su realización en la Persona y la Obra de Jesucristo.

El estudio de los tipos bíblicos es una fuente de conocimiento doctrinal que maravilla al alma sensible a la Palabra de Dios. Dice Sir Robert Anderson:

“La tipología del Antiguo Testamento es el alfabeto del lenguaje en el cual el Nuevo Testamento está escrito; y, como muchos de nuestros grandes teólogos son admitidamente ignorantes acerca de la tipología, necesitamos no sorprendernos si ellos no son siempre los exponentes más saludables de las doctrinas”.

Las grandes verdades de la Palabra no están en la superficie. Las perlas, las piedras preciosas o los tesoros tampoco lo están. Es necesario profundizar, penetrar en las entrañas de la roca, bucear en el océano insondable de la sabiduría divina expresada en la Revelación. ¡Y allí están! ¡Allí podemos encontrar esos tesoros! ¡Vale la pena hacerlo!

Lo importante es la lección que los tipos dejan y la profunda aplicación espiritual para la vida cristiana y la iglesia del Señor.

El libro de Levítico

Es probable que este sea un libro muchas veces salteado al leer la Biblia. Tal vez porque es algo difícil de entender. O porque se puede pensar: ¿qué tiene para enseñarnos una serie de leyes ceremoniales y morales dadas a Israel hace tres mil quinientos años?

¿Quieres sorprenderte? Ora al Señor y comienza a leer este breve libro de la Palabra de Dios. Recuerda lo que dice el apóstol Pablo en 2 Timoteo 3.16: “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir —reprender— para corregir, para instruir en justicia —para mostrar cómo se debe vivir— a fin de que el hombre de Dios sea perfecto —maduro— enteramente preparado para toda buena obra”.

Levítico, el tercer libro del Pentateuco, cuyo título en español derivado de la Septuaginta o traducción al griego de las Escrituras significa “acerca de los levitas”2, es una colección de instrucciones ceremoniales para el sacerdocio aarónico, proveniente de la tribu de Leví, y morales para todo el pueblo, que Dios dio a Moisés después de que Israel construyera el tabernáculo en el desierto (Éx. 40.17; Lv. 1.1). No solo fue escrito para que los sacerdotes supieran cómo debían celebrar el culto, sino para conocer el estado espiritual que ellos y el pueblo necesitaban para adorar a Dios.

Así que, el gran tema de Levítico es la santidad de Dios (Lv. 11.44). Por un lado, la provisión que Él hizo para que el pecador pueda tener acceso a Su presencia santa, y por otro, los requisitos que Su pueblo tiene para acercarse a Él, para tener comunión con Él, para adorarle en “la hermosura de la santidad” (Sal. 110.3).

Es un libro lleno de tipos y símbolos cuya aplicación espiritual está desplegada en las grandes verdades para la Iglesia del Señor en el Nuevo Testamento, donde existen de él unas noventa menciones. El sacerdocio, los sacrificios, el culto del santuario, etc., contienen profundas enseñanzas espirituales para el creyente, y su mejor comentario explicativo es la epístola a los Hebreos.

Antes de seguir adelante, permíteme un consejo: lee el libro de Levítico. Léelo con oración, pidiendo que el Señor abra tus ojos y te muestre las maravillas de su ley. Léelo con mente espiritual, tratando de aprender las lecciones que contiene, léelo a la luz del Nuevo Testamento. Léelo con un corazón dispuesto a obedecer los mandamientos del Señor. Tal vez, muchos de ellos pertenecen a la ley ceremonial para el Israel bíblico, pero su valor moral y espiritual, permanecen inalterables para la vida cristiana. Finalmente, léelo con deseos de que Dios te hable profundamente. Él lo hará y cada lección de este bendito fragmento de la Sagrada Escritura será para ti una fuente de bendición y progreso espiritual para conocer al Señor. Para amarle más. Para servirle mejor.

Los grandes capítulos de Levítico, del 1 al 7 —las leyes de los sacrificios— del 8 al 10 —la consagración y pureza de los sacerdotes—; el 16 —el día de la expiación— el 23 —las fiestas solemnes de Jehová— etc., son caudales de riquísima enseñanza que solo el creyente iluminado por el Espíritu Santo es capaz de comprender, pero que requieren al mismo tiempo humildad, interés y dedicación para apreciar lo que la mente del Soberano ha vertido a través de la pluma inspirada de su siervo Moisés.

Justamente el capítulo 23 es la base temática de este libro. Un capítulo que recorre el propósito divino “de eternidad a eternidad”. Es el capítulo que trata sobre las fiestas de Jehová, el Señor. Y el contenido tipológico y alcance profético de cada una de ellas es tal, que comprende todo el proyecto de Dios, desde la designación del Cordero de Dios en el consejo trinitario, antes de la fundación del mundo —del universo— hasta la consumación de todas las cosas en su Reino milenial, preludio de su Reino eterno.

¡Un solo capítulo resume sus eternos designios! Un solo capítulo para permitirnos contemplar el pensamiento de esa Mente excelsa, a la cual, a pesar de nuestra abrumadora limitación, nos permite penetrar por la iluminación que el Espíritu Santo produce en nuestras mentes.

Un fascinante viaje por los siglos, contemplando la sabiduría y la gracia de Dios. No podemos por menos que decir con el apóstol Pablo en Romanos 11.33-36: “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque ¿quién entendió la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero?

¿O quién le dio a él primero, para que le fuese recompensado?

Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén”.

Oro al Señor para que pueda transmitir al lector el mismo entusiasmo que produjo —y sigue produciendo— en mí este tema, y del que, sinceramente, solo puedo extraer un puñado de verdades sublimes que llenan el alma de admiración, alabanza y adoración.

Permíteme dar unos agradecimientos:

–A María Ligia, mi incomparable esposa, sin cuya ayuda, sostén y estímulo cariñoso ningún aspecto del ministerio que el Señor, en su gracia, me permite desarrollar para su sola gloria sería posible.

–A mi querido hermano y amigo Jaime G. Burnett por las palabras tan amables con las cuales prologa esta obra, y cuyo ministerio y enseñanza siempre he admirado.

–A los queridos hermanos de la amada iglesia en Munro, Buenos Aires, donde el Señor me ha permitido congregar desde siempre, y ejercer el pastorado junto a otros hermanos, por el apoyo en oración que siempre recibo.

–Al Señor, por darme el privilegio de escribir humildemente algo sobre Su inmensa y asombrosa revelación.


1El tipo es una figura de dicción y constituye una analogía ordenada por Dios para significar algo más elevado en el futuro, su anti-tipo. Es algo que se ve “como en un espejo, oscuramente”, pero que tiene perfecta explicación de su significado en el anti-tipo que aparece en el futuro.

“En griego, typos (tipo) aparece catorce veces en el NT, y en algunas de ellas se destaca el sentido que estamos estudiando: Ro. 5.14; 1Co. 10.6, 11 (traducida como “figura” y “ejemplo”, respectivamente). Los tipos, en general, tienen una conexión entre determinadas personas, acontecimientos, cosas, animales, instituciones, etc., del Antiguo Testamento con personas, hechos, cosas, etc. del Nuevo Testamento, cuyo tipismo y significado están provistos por Dios mismo y corresponden al desarrollo de la revelación progresiva y a la unidad esencial de la teología de las Escrituras. Los símbolos son seres u objetos que representan conceptos abstractos, invisibles, por alguna semejanza o correspondencia. Así, el perro es símbolo de fidelidad; la balanza, de justicia; el cetro, de autoridad; la bandera, de la patria; la rama de olivo, de la paz, etc.” (J. M. Martínez, Hermenéutica, Clie, 1984, pág. 181). Existe una gran cercanía entre tipo y símbolo, a tal punto que a veces pueden confundirse uno con el otro. Podemos decir que todo símbolo es un tipo, ya que siempre es figura de algo o de alguien. La diferencia radica —dice J. M. Martínez— en que el tipo tiene su confirmación y frecuentemente su explicación en el Nuevo Testamento, requisito que no distingue necesariamente al símbolo.

2En hebreo el libro se titula “Vayikra”, que significa “y Él llamó”, y deriva de las primeras palabras del libro (cp. 1.1): “Llamó Jehová a Moisés... ”.

Las siete fiestas de Jehová

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