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Introducción

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Para salir de la prisión hay que saber que estamos en ella.

Wilhelm Reich

¿Cómo he llegado a escribir este libro? Al retroceder en el tiempo y en el espacio es posible imaginar que es el fruto de la labor de ciertos procesos interiores, que tramaron, a espalda de mi conciencia, gestarlo y hacerlo nacer. Luego, esos trascursos domésticos, íntimos y ocultos se hicieron exteriores, del tipo que, de modo coloquial, llamamos circunstancias.

El diccionario define la circunstancia como ese elemento accidental que va unido a la sustancia de algo. Sin embargo, a poco de andar es posible advertir que no constituye algo ocasional, sino con lo que contamos los seres humanos para hacer de nuestra vida una novela. Resulta ser la materia primordial para tejer nuestra historia. Pero no es a partir de su existencia que damos ámbito a la vida, sino que, en su dinamismo temporal, las circunstancias reflejan la razón esencial de la obra sincronística de nuestra sombra. Así, bajo la figura de casualidades, se revela el destino, lo inconsciente se vuelve letra, la estructura acontecimiento.1

Es posible que la muerte de mi madre no fuera ajena, ni tampoco la memoria de haber visto el estruendo de la triste agitación, provocada por el vértigo y los sollozos de personas sumidas en el dolor, de ser algo que no quieren y estar con quien no desean. O tal vez lo indujo el recuerdo de historias, leídas hace tiempo, en las cuales se narran las cárceles emocionales donde los seres humanos, de un modo incomprensible, por mano propia, nos encerramos. ¿Cuál es la fuerza que nos ata a mitos de desdicha, a oleadas de pasión que exaltan valores que nos hacen penar, a dogmas que nos llevan a convencernos de que la guerra es inherente a la convivencia, el horror a la vida, la infelicidad a las relaciones, que toda herejía libertaria está condenada a ser devastada?

Creo tener una respuesta, que primero asomó como un susurro teórico y luego la obra del tiempo le dio sentido experiencial: el orden patriarcal que persiste grabado en la red arquetípica de la memoria humana es la energía responsable de enhebrar vida con desdicha. Mientras este sistema inconsciente continúe vivo, crueldad, explotación, abuso, posesividad y codicia florecerán en el entretejido de los vínculos humanos, por la simple razón de que esos bienes son los nutrientes que alimentan la regla y el nervio patriarcal. y tal orientación está viva y activa, tanto en el ámbito de lo personal como en las entrañas de sistemas más amplios: familiar, político, religioso, cultural, educativo y económico. Los mismos principios se reiteran, en unos y otros territorios, con nombres diferentes.

El orden patriarcal no es una abstracción. Es algo bien concreto, un sistema basado en una distribución desigual del poder, cuyo escenario, en el imaginario colectivo, se dramatiza en la relación entre hombres y mujeres, en la cual los varones alcanzan preeminencia y dominación.

Sin dejar de aceptar tal condición es oportuno ampliar el concepto y comprender que la lucha intergénero es sólo una plaza singular donde se desarrolla un enfrentamiento más general de la sociedad, por momentos escondido tras el debate de la justa reivindicación femenina. Me refiero al hecho esencial del patriarcado: la desigualdad que hace posible la opresión, la sobreimposición del orden del poder por sobre el del amor.

Mi propuesta no desdice algunas consideraciones históricas, como el hecho de que la sujeción de las mujeres es muy antigua y preexiste al sistema político, social y económico actual, que es también un sistema tiránico que no persigue el bien común sino el logro de poder. Tampoco cuestiona la situación de que el capitalismo es un orden más abarcativo que el patriarcado, aunque no cuesta trabajo imaginar que el primero se asemeja mucho a una consecuencia lógica del último.

Sin embargo, es fácil advertir cómo uno y otro sistema se unificaron de tal manera que la dominación patriarcal no se circunscribe a un conjunto de discriminaciones (filiación, división sexual del trabajo, etc.) sino que se amplía a ser un régimen coherente que afecta a todos los ámbitos de la vida colectiva. Del mismo modo, el capitalismo no se restringe a funcionar en el ámbito económico y social; por el contrario, expande su ideología a todas las dimensiones de la existencia humana. En este sentido, hoy no es posible separar, más que en teoría, el fenómeno patriarcal del capitalismo.

En general, los movimientos feministas llaman patriarcado a la opresión de la mujer que, por el solo hecho de serlo, sufre por parte de los hombres. De tal modo que ser feminista en este contexto es tomar conciencia de esta dominación, que no es un hecho individual y aislado sino un sistema, y promover su disolución y la emancipación de la mujer. Esto supone el ejercicio de una crítica política del patriarcado como poder dinámico, preparado para perpetuarse y resistente a cualquier transformación de su núcleo central que consiste, para este feminismo, en la supremacía de los hombres.

Si bien esto es real, es sin embargo incompleto. Más allá de la lucha de géneros y de la condición de la estructura económica-cultural en la cual vivimos, existe un mecanismo de seguridad del patriarcado para garantizar su permanencia, que traspone la diferencia sexual y social.

En esencia, la propuesta es que el patriarcado ya no es sólo un tema de preeminencia masculina; lo que está en juego es algo más complejo y extenso que una cuestión de hegemonía fálica: se trata de la soberanía desigual del poder y el bienestar a lo largo y ancho de la sociedad humana, de la postergación o anulación de las premisas democráticas de su organización y la destrucción de la ecología del planeta.

Esta comprensión nos remite a interrogarnos sobre los medios a los cuales recurre el patriarcado para subsistir y cómo se preserva como tal, a pesar de su injusticia manifiesta. La consideración de la represión como respuesta no alcanza a explicar el fenómeno de manera cabal. Es imprescindible resaltar otro factor: los mediadores patriarcales, entre los cuales el complejo materno ocupa un lugar de privilegio.

El patriarcado se vale de agentes ideológicos tangibles para perdurar. A través de ellos terceriza su control y se reitera. Precisar algunos de estos actores delegados (pero estelares) significa dar un paso adelante para desnudar y comprender a través de qué recursos se sirve este instituto para encarnar en los seres humanos y en la vida cotidiana. Con esta intención se ha trazado el presente texto.

Entonces, ¿de qué habla este libro? En breves palabras, del complejo materno, de las relaciones clandestinas, de la ideología patriarcal, de la historia de los vínculos en la vida de cada uno de nosotros, de la represión del deseo, de la interdicción de la sexualidad, el placer y el goce, de la memoria del cuerpo, de la devastación de la mujer, del desamparo del hombre, de los modelos de identidad y de la elección de pareja y del paso arquetípico de Luna a Afrodita, en la mujer, y de Apolo a Dionisio, en el varón.

Tanto Sigmund Freud como Carl G. Jung vislumbraron el valor de modelo ejemplar del mito de Edipo y de la tragedia humana que él describe. Así, el relato del mito enseña que a Edipo le toca cancelar los pecados de sus ancestros —como a nosotros los de Adán y Eva—; que su destino, del cual no puede huir, consiste en matar a su padre y yacer (retornar) con su madre; cómo, en el desarrollo de la trama, el héroe, en inocencia, viola los preceptos básicos del orden moral de nuestra cultura, y que tal crimen conlleva un castigo tremendo del cual nadie es ajeno. “Que ninguno se atreva jamás a imitar a Edipo, nadie escapa del destino”, es el aviso. Pero lo que se encubre es el hecho de que Yocasta, su madre, sabía de tal destino y ayudó, en conciencia o no, a cumplirlo.

Sin embargo, hay más. Los postulados edípicos moran dentro de nosotros como una fuerza interior. En esa dirección, Freud comenta:

El complejo de Edipo, cuya ubicuidad he ido reconociendo poco a poco, me ha ofrecido toda una serie de sugestiones. La elección y creación del tema de la tragedia, enigmáticas siempre, y el efecto intensísimo de su exposición poética, así como la esencia misma de la tragedia, cuyo principal personaje es el Destino, se nos explican en cuanto nos damos cuenta de la vida psíquica con su plena significación afectiva. La fatalidad y el oráculo no eran sino materializaciones de la necesidad interior.2

Pero, ¿quién creó esta necesidad interior?

En las diversas concepciones psicológicas entre Freud y Jung, y las que les siguieron,3 el tema de la madre no deja, ni por un minuto, de ser inquietante. Turbadora y contradictoria presencia, que recuerda y enfrenta a la madre nutricia con la devoradora, a la protectora con la siniestra, a un todo que se debe amar pero, de la cual, para Ser, es necesario separarse.

Este comentario no se refiere a la madre biológica o real, sino que alude a la estructura quimérica y arquetípica que el patriarcado instituye como forjadora de nuestra vida psíquica y del sistema de creencias que ella abriga, y que la define en el interior de cada quien.

Al respecto, W. Reich menciona que:

La estructura caracterológica del hombre actual (que está perpetuando una cultura patriarcal y autoritaria de hace cuatro a seis mil años atrás) se caracteriza por un acorazamiento contra la naturaleza dentro de sí mismo y contra la miseria social que lo rodea. Este acorazamiento del carácter es la base de la soledad, del desamparo, del insaciable deseo de autoridad, del miedo a la responsabilidad, la angustia mística, de la miseria sexual, de la rebelión impotente, así como de una resignación artificial y patológica. Los seres humanos han adoptado una actitud hostil a lo que está vivo dentro de sí mismo, de lo cual se han alejado. Esta enajenamiento no tiene un origen biológico, sino social y económico. No se encuentra en la historia humana antes del desarrollo del orden social patriarcal.

A este hecho —la instauración de una instancia interior que garantiza la continuidad del orden imperante— lo denominamos complejo materno —para retomar conceptos Junguianos— incluyendo en esa constelación no sólo lo personal y lo ancestral sino, en particular, la realidad de la trama social condicionante, que el patriarcado ejerce sobre la función materna y que le otorga la tarea de ser garante de la reproducción, no sólo de la vida, sino de la misma ideología patriarcal. Función patriarcal que, al mismo tiempo que le arrancó al matriarcado su poder original, colocó a la madre en el lugar de ser un eslabón decisivo en su sistema de dominación e hizo del complejo materno una herramienta de sostén de su poder. Desfiguró la función materna natural y la convirtió en complejo materno patriarcal.

Ahora bien, en el patriarcado, el precio que la mujer paga por ser madre es dejar de ser mujer, constituirse en una hembra barrada de su sexualidad, oprimida y empujada a disolverse en el todo familiar. Una persona valiosa por su fecundidad, siempre dispuesta al sacrificio y la postergación por el bien común de sus seres queridos. La Iglesia no reza “Pater doloroso” pero si “Mater dolorosa”. ¿Por qué parir con dolor, por qué el útero debe estar crispado, por qué ser madre es estar condenada a sufrir? ¿Por qué conjugar el verbo madre conlleva, en la sociedad, olvidar el deseo?

No es que esto sea realmente así. No es que el útero deba estar crispado, que la maternidad absorba a la mujer, Demeter a Afrodita, el dolor al placer y la agresión al amor. La naturaleza no es así, es la cultura patriarcal la que genera este malestar. Entonces, no alcanza (aunque allí comienza) con la concientización personal para producir un cambio de paradigma, se requiere de la deconstrucción del orden social que nos arranca la dicha.

La madre debe cambiar para que la sociedad sea distinta. La verdadera revolución que el mundo necesita es la transformación del orden maternal actual, y del complejo materno que lo envuelve y hace posible su permanencia en el interior de cada uno de nosotros.

No es que las madres sean culpables; en verdad, son las primeras víctimas de esta dinámica. Pero, ¿por qué el patriarcado se interesa en coaptarlas? La razón radica en que ellas representan los canales de una trasmisión fundante de la persona, las que instalan en cada uno de nosotros el primer sistema de creencias, las que señalan cómo debemos ser, a quiénes tenemos que elegir y qué valores defender. Las madres enseñan el primer modelo de relación, de los cuales el resto de ellas será transferencia.

El patriarcado sabe que es en las relaciones donde se escenifica nuestra vida, la evolución o la sujeción, ya que la traza de pareja que construimos decide el tipo de psiquismo que edificamos; por eso los modelos vinculares que él propone y establece como adecuados están destinados a reforzar su permanencia, aun a costa del padecer y la enfermedad de las personas.

W. Reich expresa:

Las perturbaciones psíquicas son el resultado del caos sexual originado por la naturaleza de nuestra sociedad. Durante miles de años, ese caos ha tenido como función el sometimiento de las personas a las condiciones sociales existentes; en otras palabras, internalizar la mecanización externa de la vida. Sirve el propósito de obtener el anclaje psíquico de una civilización mecanicista y autoritaria, haciendo perder a los individuos la confianza en sí mismos.

Si las relaciones hacen pervivir la infelicidad en lugar de la dicha, si representan la presencia del pasado en lugar de permitir abrirnos a la experiencia de lo nuevo, si nos impone un modelo del amor en vez de empujarnos a descubrirlo en la experiencia, entonces seguimos prisioneros del complejo materno. y no se trata de que sus mandatos sean buenos o malos, correctos o incorrectos, sino de que no son los nuestros. Quedar a merced del complejo materno es permanecer en la dependencia, quedar con una libertad mutilada y viviendo un amor sin alas.

Es claro que damos al complejo materno un valor arquetípico, que lo situamos habitando el universo del inconsciente colectivo, ese mundo que opera a nuestras espaldas, compulsivo e impositivo, del cual tenemos la tarea de despegarnos para restar importancia a su influencia en nuestra vida. Al hacerlo nos individuamos, nos hacemos nosotros mismos y escapamos de la represión que lo funda.

Hay que recordar que el orden arquetípico vigente es el orden patriarcal que impide, por su propia naturaleza de ser, la evolución de los seres humanos y su realización en libertad, amor y unidad. La explotación, las guerras, la represión del placer y el canibalismo social son algunos ejemplos que dan testimonio de esta realidad.

De tal manera que el patriarcado colectiviza (dinámica de la cual la globalización es una cara económico-social), fomenta el dominio de lo arquetípico sobre lo individual, pone el acento en las metas y logros y no en los procesos, y configura, así, un sendero a recorrer cuya línea de inicio es el complejo materno. Esto le permite luego usar la lealtad hacia la madre como recurso inconsciente de dominación.

Sin embargo, el complejo materno no sólo adquiere un alcance arquetípico sino que es, al mismo tiempo, escritura, registro y mandamiento. En él se funden arquetipo y grafía, memoria y trazo, generando una gramática taxativa de la vida: la Ley Patriarcal.

Una antigua interpretación del concepto de arquetipo cobra aquí un valor especial: el arquetipo como punto de partida de una tradición textual. Ésta reproduce literalmente textos, establece el apego a lo original. Lo cual es lo mismo que sustentar, en este enlace, la idea de que el patriarcado es la realidad social genuina y originaria a defender.

Esto nos coloca ante una cuestión que se remonta al origen de la humanidad y la cultura: el enfrentamiento entre las visiones literalistas y gnósticas de la vida, la persona y la evolución.

Las primeras se aferran a mandamientos, moral, dogmatismo, poder y la delegación, en la autoridad, de la responsabilidad de establecer un canon de la existencia que es necesario cumplir. Las segundas empujan la convicción de que cada quien es responsable por sí mismo, de que no hay salvación ni sanación substitutiva y de que el universo está poblado de símbolos a interpretar y no de códigos cerrados a obedecer.

Si bien la imposición del literalismo es bien gráfico en torno a la Iglesia, en todas sus versiones y perversiones, se extiende al conjunto de la existencia humana. Así, el complejo materno posee un valor arquetípico y se lo puede ver como fuente y fundamento de la tradición de nuestra sociedad, como el arquetipo que da lugar a la escritura (y contrato) del orden social en el cual vivimos.

El patriarcado basó su ideología sobre el literalismo: la cesión de la libertad a la autoridad, la censura de la propia experiencia, los decretos en lugar de la práctica y el apego a las normas establecidas como fuente de verdad. En este sentido, el complejo materno, como inscripción arquetípica, adquiere estas intenciones; por ello, evolucionar (individuarse) supone liberarse del yugo de la ley patriarcal y de la determinación del complejo materno.

Ambas estructuras —patriarcado y complejo materno— aseguran que no es por nosotros mismos sino por la gracia de un poder superior (Dios, madre, hombre providencial, etc.) que resulta posible ser libres, que nuestra condición ontológica es estar sujetos a la ley del pecado original: somos, por herencia de nuestros ancestros, pecadores que requerimos ser redimidos.

“Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (Rom 8:2). “Así que, queriendo yo hacer el bien hallo esta ley: que el mal está en mí” (Romanos 7:21). “Todo aquel que comete pecado, infringe [quebranta] también la ley; pues el pecado es infracción [quebrantamiento] de la ley.” (1 Juan 3:4). Pero, ¿cuál ley? La ley del Padre. Dicho de otro modo, la rebelión de Edipo a su destino implica no sólo romper los candados del complejo materno y la ley patriarcal sino, además, darse cuenta de que la dominación se escuda, a menudo, tras de la máscara de salvación.

Si caemos en la trampa de imaginar que necesitamos ser salvados, cumplimos el mensaje textual de esperar la llegada de un libertador para nuestra vida, sea éste madre, pareja, terapeuta, líder, maestro, droga, doctrina o dios.

La consagración de esta idea, la necesidad de ser salvados, en diversos textos sagrados, no hace otra cosa más que dramatizar una propuesta arquetípica que incita a acreditar a otro, fuera de nosotros, la realización de la existencia. Sublevarnos a esta invitación es lograr que prevalezca la rebelión de Edipo a su destino.

¿Lo lograremos? La realidad y la historia parecen indicar que no, que en la inercia del destino patriarcal no habrá alteración alguna. Quizás, el sendero para que esto no suceda estribe en que en lugar de luchar contra la fuerza opresora del patriarcado o del complejo materno, hagamos crecer dicha en nuestra vida, que en lugar de oponernos al mal, despleguemos el bien.

La contraseña es, entonces, apostar a transitar de la represión a la expresión, de la dominación a la libertad, de la crueldad a la unidad, del egoísmo al amor, de la ignorancia a la sabiduría, de la maternidad desexualizante a otra capaz de reconocer el erotismo que en ella anida, lo que implica recuperar en la palabra madre la palabra deseo, en la palabra cuerpo la palabra poesía.

La sexualidad femenina es un ovillo gozoso de experiencias; la mujer un ser deseante susceptible de extasiarse ante el descubrimiento en el espejo de la imagen de su propio cuerpo redondeado por el embarazo, pleno de sensualidad en el amamantar y dispuesto al placer, un espacio en donde símbolo y naturaleza se unen sin antagonismos excluyentes.

Hace varios años leí un sugestivo poema en un libro —Meditación en el umbral—, de la pluma de Rosario Castellanos. La poetisa mexicana parece presentir la existencia de otras estrategias de liberación para la mujer, ajenas al suicido, encierro, sumisión, arrobamiento místico, represión o el abandono femenino.4 Es como si ella nos invitara a concebir la posibilidad de encontrar otro modo de ser diferente al actual; un estilo humano, amoroso y libre. En suma, no patriarcal. Pero el umbral que hay que atravesar para alcanzar esa modalidad de existir que nos indica Rosario, consiste en recobrar la Madre hecha cuerpo de deseo; la sociedad hecha cuerpo de amor.

Eduardo H. Grecco

México, verano de 2012

1 Poco después de haber escrito este párrafo, quizás para reafirmar mi fe en la sincronicidad y en la revelación de lo interior en lo exterior, me llegó vía mail el comentario de un amigo, que transcribo: “Releyendo a Lie Tse, un maestro taoísta, he visto hasta qué punto siempre hay que considerar las circunstancias, pues forman parte del diseño de nuestro destino. Ni forzarlas ni evitarlas: sólo hacerlas soplar a nuestro favor” (Mario Satz).

2 La negrita es nuestra.

3 Hay un bello libro al respecto escrito por Patrick Mullahy, con prólogo de Gastón Bachelard: Edipo. Mito y complejo. El Ateneo, Buenos Aires, 1953.

4 No, no es la solución/tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoi / ni apurar el arsénico de Madame Bovary / ni aguardar en los páramos de Ávila la visita del / ángel con venablo / antes de liarse el manto a la cabeza / y comenzar a actuar. // Ni concluir las leyes geométricas, contando / las vigas de la celda de castigo / como lo hizo Sor Juana. No es la solución / escribir, mientras llegan las visitas, / en la sala de estar de la familia Austen / ni encerrarse en el ático / de alguna residencia de la Nueva Inglaterra / y soñar, con la Biblia de los Dickinson, / debajo de una almohada de soltera. // Debe haber otro modo que no se llame Safo / ni Mesalina ni María Egipciaca / ni Magdalena ni Clemencia Isaura. // Otro modo de ser humano y libre. // Otro modo de ser. (Rosario Castellanos)

Complejo materno

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